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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café

BOOK: La borra del café
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Habrá quienes crean en los números y el azar, en la analogiía de los nombres o en el juego de las casualidades, pero también habrá otros escépticos que sin buscar su suerte la encuentran, y cuando ésta les descubre su destino, pareciera que una nueva vida comenzara. Al menos así empieza la historia de Claudio, cuando, sin solicitarlo, pudo reconocer imágenes propias en los restos del café.

Con esta conmovedora novela, el autor de
La tregua
despliega su madurez narrativa en
La borra del café
, al tender un puente entre una y otra obra donde transitan los grandes temas del hombre, acaso los mas sencillos y ordinarios, que acompañan las preguntas de siempre al despertar de cada mañana.

Mario Benedetti

La borra del café

ePUB v1.0

Narukei
22.06.12

Título original:
La borra del café

Mario Benedetti, 1978

Diseño/retoque portada: Pablo Rulfo

Editor original: Narukei v1.0

ePub base v2.0

A mis traductores, que han tenido

la paciencia y el arte de reconstruir

el habla y los silencios de mis

montevideanos en más de veinte lenguas.

¿A dónde van las nieblas, la borra del café,

los almanaques de otro tiempo?

J
ULIO
C
ORTÁZR

Nada es mentira, Basta con un poco de fe

y todo es real.

L
OUIS
J
OUVET

estamos libertados como niños,

inminentes para lo duradero

M
ILTON
S
CHINCA

Las mudanzas

Mi familia siempre se estaba mudando. Al menos, desde que tengo memoria. No obstante, quiero aclarar que las mudanzas no se debían a desalojos por falta de pago, sino a otros motivos, quizá más absurdos pero menos vergonzantes. Confieso que para mí ese renovado trajín de abrir y cerrar cajones, baúles, grandes cajas, maletas, significaba una diversión. Todo volvía a acomodarse en los armarios, en los estantes, en los
placards
, en las gavetas, aunque buena parte de las cosas (no siempre las mismas) permanecían en los cofres y baúles. La nueva casa (nunca éramos propietarios sino inquilinos) adquiría en pocos días el aspecto de morada casi definitiva, o por lo menos de albergue estable, y pienso que eso era lo que mis padres sinceramente creían, pero antes de que transcurriera un año mi madre y/o mi padre, nunca ambos a la vez, empezaban a sembrar comentarios (al comienzo sutiles, pero luego cada vez más explícitos) que en el fondo eran propuestas de un nuevo cambio. Por lo general, las razones invocadas por mi padre eran la falta de sol, la humedad de las paredes, los corredores muy angostos, el alboroto exterior, los vecinos que fisgoneaban, etcétera. Las aducidas por mi madre eran más variadas, pero normalmente figuraban en la nómina motivos como exceso de sol, sequedad en el ambiente, espacios interiores demasiado amplios, incomunicación con los vecinos, calles sin movimiento, etcétera. Por otra parte, a mi padre le gustaba la tranquilidad de los barrios periféricos, en tanto que mi madre prefería la agitación del Centro.

No teman. No les voy a contar toda la historia de
mis
casas, sino a partir de aquellas en que me pasaron cosas importantes (o, como dijo el poeta, en un arranque de genial cursilería, «cosas chicas para el mundo / pero grandes para mí»). Nací en una casa (planta alta) de Justicia y Nueva Palmira, en la cual, como excepción, vivimos tres años. Tengo pocos recuerdos, salvo que había una claraboya particularmente ruidosa cuando se la abría o cerraba, algo que no acontecía con frecuencia ya que la manija, situada en la pared del patio, era durísima y sólo podía funcionar mediante el esfuerzo mancomunado de dos personas suficientemente robustas. Además, los días de lluvia la dichosa manija propinaba unas terribles patadas de corriente eléctrica, de modo que aquella claraboya sólo podía abrirse o cerrarse en tiempo seco.

Luego, sin abandonar el barrio, nos trasladamos a Inca y Lima. Allí lo más recordable era el inodoro, pues cuando alguien tiraba de la cadena, el agua, en lugar de cumplir su función higiénica en el
water
, salía torrencialmente del remoto tanque empapando no sólo al infortunado usuario sino todo el piso de baldosas verdes. Después nos fuimos a Joaquín Requena y Miguelete, donde había más ruido callejero pero el inodoro funcionaba bien y no era imprescindible hacer las necesidades con impermeable y sombrero. De esa casa, bastante más modesta que las anteriores, sólo merece ser evocada una vitrola, en la que mi madre, cuando mi padre estaba ausente, ponía un disco con clases de gimnasia que siempre arrancaba con una voz muy castiza: «¡Atención! ¡Lisssssto! ¡Empeceeemos!». Y mi madre, obediente, empezaba. Yo, que ya andaba por los cinco y medio, la admiraba mucho cuando se tendía en el suelo y levantaba las piernas o se ponía en cuclillas y estiraba los brazos, ocasiones en que solía desmoronarse hacia un costado, pero yo creía que eso también era ordenado por el gallego del disco. (Debo aclarar que sólo pude identificar el acento de aquel animador muchos años después, concretamente una tarde en que hallé aquella reliquia de 78 rpm en un baúl y la volví a escuchar en un tocadiscos.) De todas maneras, la aplaudía con ganas, y ella, cuando terminaba la lección oral, en reconocimiento a mi comprensión y estímulo, me alzaba en brazos y me daba un beso, más sonoro pero menos agradable que otros ósculos maternales, ya que, como era previsible después de tanta calistenia, estaba espantosamente sudada.

La siguiente vivienda (más modesta aún) estaba en Hocquart y Juan Paullier. Quedaba a sólo cuatro cuadras de la anterior de modo que no fue fácil conseguir un camión que aceptara encargarse de una mudanza de tan corto recorrido, algo que a mi padre, con toda razón, le parecía absurdo, ya que las faenas de carga y descarga eran las mismas que si la distancia fuera de quince kilómetros. Por fin apareció un camionero que, gracias a una buena propina, se avino a un desplazamiento tan poco tradicional, pero su malhumor y el de sus dos colaboradores fue tan notorio, que a nadie le sorprendió que un ropero perdiera todas sus patas menos una, y un espejo se escindiera en dos lunas: una menguante y otra creciente. En el nuevo domicilio estábamos un poco apretados y casi siempre comíamos en la cocina. Lo mejor de la casa era la azotea, que virtualmente se comunicaba con la del vecino, y donde había un perro enorme, que a mí me parecía feroz y que se convirtió en mi primer enemigo. Para peor, las pocas veces que yo subía, el pobre animal gruñía casi por compromiso, pero no bien advertí que estaba sujeto con una cadena, yo también, en el primer signo de cobardía de que tengo memoria, decidí gruñirle, y aunque mi alarde resultaba apenas una caricatura, debo admitir que no contribuyó a que mejoraran nuestras ya deterioradas relaciones.

Hubo más casas en aquellos tiempos. Siempre por los mismos barrios: Nicaragua y Cufré, Constitución y Goes, Porongos y Pedernal. A esas alturas, los cambios de domicilio ya obedecían a una obsesión corporativa. Las mudanzas habían pasado de la categoría de pesadilla a la de ensueño. Cada vez que una nueva vivienda aparecía en el horizonte, pasaba a ser, con sus luces y sus sombras, una utopía, y cuando por fin traspasábamos el nuevo umbral, aquello era como entrar en el Elíseo. Por supuesto, la fase celestial caducaba muy pronto, verbigracia cuando un trozo del cielo raso caía sobre nuestros
cappelleti alla carusso
o una disciplinada vanguardia de cucarachas invadía la cocina a paso redoblado en medio de los histéricos alaridos de mi madre. Sin embargo, el hecho de que un mito se desvaneciera en la niebla de nuestras frustraciones, no impedía que todos empezáramos a colaborar en un nuevo borrador de utopía.

Primeros auxilios

Lo cierto es que la primera casa relevante fue, al menos para mí y no siempre por buenas razones, la de la calle Capurro. En primer término, allí nació mi hermana; en segundo, mi viejo cambió de trabajo y ello redundó en un considerable aumento en sus entradas; en tercero y último, me enfermé de cierto cuidado y el médico prohibió que concurriera al colegio. La convalecencia fue interminable, pero pasados los primeros meses mi viejo contrató a una maestra particular que, tres veces por semana, dedicaba cuatro horas diarias a mi (deformada) formación.

Se llamaba Antonia Vico. Recuerdo el apellido porque rimaba con
abanico
, y éste era un artefacto que ella llevaba en las cuatro estaciones. Aunque siempre estaba acalorada, mi madre nunca le ofrecía el ventilador, pues en mi condición de eterno convaleciente una mera corriente de aire podía provocarme una recaída, o, en el más leve de los casos, una serie de treinta y dos estornudos. Me consta que era delgada, con piel muy blanca y unos ojos oscuros que me dedicaban dos tipos de miradas: una, dulce y comprensiva, cuando mis padres estaban presentes, y otra, inquisidora y severa, cuando nos dejaban solos. En resumidas cuentas, no fue un amor a primera vista.

En general, cuando un niño cualquiera goza de una maestra privada para su exclusivo desgaste, la tendencia natural es a recibir la lección del lunes y luego darle una lectura rápida para así quedar bien cuando llegue el repaso del miércoles. Yo en cambio hacía todo lo contrario: estudiaba el lunes la lección que ella iba a impartirme el miércoles, lo cual provocaba en la pobre muchacha una gran frustración, una suerte de vacío pedagógico, y acaso el temor de que si mis padres se enteraban de que yo avanzaba en mis conocimientos sin que su aporte didascálico fuera imprescindible, decidieran prescindir de tan fútiles servicios. Sin embargo, yo podía ser perverso pero no delator, de modo que nunca comenté con mis padres mis retorcidas tretas de alumno. Mi objetivo no era que Antonia se quedara sin trabajo, sino más bien que tomara conciencia de con quién se las veía. De modo que así seguimos: yo anticipándome a su lección, ella aprendiendo a respetarme. Como me sabía cada tema al dedillo, y detectaba de inmediato cualquier desvío u omisión de su parte, a veces parecía que era yo quien tomaba la lección y ella la que pasaba apuros.

Sólo seis meses después de una inflexible aplicación de esa técnica, o sea cuando al fin estimé que mi honorabilidad estaba a salvo, decidí permitirle que nuestra relación retomara un ritmo más normal y en consecuencia acepté que me dictara la lección antes de yo aprenderla. De más está decir que me lo agradeció en el alma y a partir de ese reajuste empezó a mirarme con ojos dulces y comprensivos, aun cuando mis padres no estaban presentes. Tengo la impresión de que hasta llegó a amarme. Y a esta altura ya no vale la pena ocultarlo: creo que también la amé un poquito, tal vez porque aquella mirada dulce, que ahora disfrutaba en exclusividad, me derretía por dentro. En ese entonces yo sólo tenía ocho años, pero lo que más tarde sería reconocido como mi vocación estética me llevó a mirarle las piernas y las encontré hermosas, bien torneadas, seductoras. Quizá no era sólo vocación estética. A esta altura pienso que mi primera y precoz exteriorización erótica se concentró en las ojeadas clandestinas que dediqué a aquellas piernas graciosas y cabales. Incluso soñé con ellas, pero aun en la ocasión onírica no iba más allá de las miradas de admiración y asombro. Imágenes posteriores me recuerdan que Antonia poseía lindos pechos y labios prometedores, pero a los ocho años mi éxtasis tempranero quedaba anclado en sus piernas y no me permitía distraerme en otras franjas de interés.

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