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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

La cabeza de un hombre (3 page)

BOOK: La cabeza de un hombre
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—Muy bien, que salgan a comprarlo.

A las tres de la tarde seguía en el mismo lugar, con los gemelos sobre las rodillas y un vaso vacío al alcance de la mano; a pesar de la ventana abierta, un fuerte olor a pipa reinaba en la habitación.

Había tirado al suelo los diarios de la mañana, cuyos titulares, de acuerdo con el comunicado de la policía, anunciaban:

UN CONDENADO A MUERTE SE EVADE DE LA SANTE.

Maigret, de vez en cuando, se encogía de hombros y cruzaba y descruzaba las piernas.

A las tres y media lo llamaron de La Citanguette.

—¿Hay novedades? —preguntó.

—No. El hombre sigue durmiendo.

—¿Qué pasa, entonces?

—Me llaman del Quai des Orfévres para preguntarme dónde está usted. Parece que el juez de instrucción necesita hablar inmediatamente con usted.

Esta vez Maigret no se encogió de hombros, sino que soltó una palabrota, colgó y llamó a la telefonista.

—Con el Palacio de Justicia, señorita. Es urgente.

¡Sabía perfectamente lo que Monsieur Coméliau iba a decirle!

—¡Sí! ¿Es usted, comisario? ¡Al fin! Nadie sabía decirme dónde estaba. Pero en el Quai des Orfévres me han informado que había colocado agentes en La Citanguette, y he hecho llamar allí.

—¿Qué ocurre?

—En primer lugar, ¿qué novedades hay?

—¡Absolutamente ninguna! El hombre duerme.

—¿Está usted seguro? ¿No se ha escapado?

—Exagerando sólo un poquito, le diré que ahora mismo lo estoy viendo dormir.

—¿Sabe que empiezo a lamentarme de…?

—… ¿haberme hecho caso? ¡Pero si hasta el ministro de Justicia está de acuerdo!

—Espere. La prensa de la mañana ha publicado su comunicado.

—Ya lo he visto.

—¿Ha leído también los diarios del mediodía? ¿No? Intente comprar
Le Sifflet
. Ya sé que es un periodicucho que se dedica a hacer chantajes, pero de todos modos… No suelte el teléfono. ¿Sigue usted ahí? Se lo leeré. Es una noticia de
Le Sifflet
, titulada
Razón de Estado
, ¿me oye, Maigret? Dice así:

«La prensa de esta mañana publica un comunicado oficioso anunciando que Joseph Heurtin, condenado a muerte por el tribunal del Sena y, en espera de la ejecución, encarcelado en la Santé, en el sector de Máxima Seguridad, se ha evadido en circunstancias inexplicables.

»Podemos añadir que tales circunstancias no son inexplicables para todo el mundo.

»En efecto, Joseph Heurtin no se ha evadido, sino que ha sido obligado a evadirse. Y ello la víspera de su ejecución.

»Todavía no podemos dar detalles sobre la estúpida comedia que se representó la pasada noche en la Santé, pero afirmamos que la propia policía, de acuerdo con las autoridades judiciales, está detrás del simulacro de evasión.

»¿Acaso Joseph Heurtin lo sabe?

»Si no es así, no encontramos palabras para calificar esta operación casi única en los anales criminales».

Maigret escuchó hasta el final sin inmutarse. La voz del juez, al otro extremo del hilo, se volvió menos firme.

—¿Qué le parece?

—Que eso demuestra que tengo razón.
Le Sifflet
no lo ha descubierto por sí solo. Y tampoco se lo ha contado ninguno de los seis funcionarios que conocían el secreto. Es…

—¿Es qué?

—Se lo diré esta noche. ¡Todo marcha bien, Monsieur Coméliau!

—¿Está seguro? ¿Y si los demás periódicos recogen esta información?

—Será un escándalo.

—Magnífico.

—¿Acaso la cabeza de un hombre no vale un escándalo?

Cinco minutos después llamaba a la Prefectura.

—¿El brigada Lucas? ¡Escucha, amigo mío! Tienes que presentarte en la redacción de
Le Sifflet
, Rue Montmartre. Presiona al director. ¡Si es necesario, llega a la intimidación! Hay que averiguar de dónde han sacado la información con respecto a la evasión de la Santé. Pondría la mano en el fuego a que esta mañana han recibido una carta o un mensaje por
pneumatique
. Consigue el escrito y tráemelo aquí, ¿de acuerdo?

La telefonista preguntó:

—¿Ha terminado?

—¡No, señorita! Póngame en seguida con La Citanguette.

El inspector Dufour le repetía al poco:

—¡Sigue durmiendo! Hace un momento, pasé un cuarto de hora con la oreja pegada a su puerta. Y lo oí gemir en una pesadilla: «¡Mamá!».

Mientras enfocaba sus gemelos sobre la ventana cerrada, en la primera planta de La Citanguette, Maigret podía imaginarse al durmiente con tanta claridad y realismo como si se hallara a su cabecera.

Y, sin embargo, lo conocía sólo desde el mes de julio, el día en que, apenas cuarenta y ocho horas después del crimen de Saint-Cloud, le había puesto la mano sobre el hombro murmurando: «¡Ni el menor escándalo! ¡Sígueme!».

Eso había ocurrido en un modesto hotel de la Rue Monsieur-le-Prince, en el que Joseph Heurtin ocupaba una habitación en el sexto piso.

«Un joven ordenado, tranquilo y trabajador», dijo la encargada del hotel. «Aunque a veces tiene un aire un tanto extraño».

«¿No recibía a nadie?».

«¡A nadie! Y jamás, salvo en los últimos tiempos, volvía después de medianoche».

«¿Y en los últimos tiempos?».

«Regresó al hotel más tarde de lo usual dos o tres veces. Una vez, el miércoles, le abrí la puerta poco antes de las cuatro de la madrugada».

El miércoles en cuestión fue el día en que se cometió el crimen de Saint-Cloud. Y los médicos forenses afirmaban que la muerte de las dos mujeres se había producido aproximadamente a las dos de la madrugada.

Además, ¿no poseían pruebas fehacientes de la culpabilidad de Heurtin? Esas pruebas, en su mayoría, habían sido descubiertas por el propio Maigret.

La mansión se alzaba junto a la carretera de Saint-Germain, a un kilómetro escaso del local Pavillon Bleu. A medianoche Heurtin había entrado en este establecimiento, a solas, y se había tomado cuatro ponches. Al pagar se le cayó del bolsillo un billete de ida, de tercera clase, París-Saint-Cloud.

Mistress Henderson, viuda de un diplomático estadounidense relacionado con las grandes familias del mundo de las finanzas, vivía sola en la mansión, cuya planta baja había dejado de utilizar desde la muerte de su marido.

Sólo tenía una doncella, más dama de compañía que sirvienta, llamada Elise Chatrier, una francesa que había pasado su infancia en Inglaterra, donde había recibido una excelente educación.

Dos veces por semana, un jardinero de Saint-Cloud acudía a la mansión para ocuparse del jardín que la rodeaba.

La mujer recibía escasas visitas. Muy de vez en cuando, las de William Crosby, sobrino de la anciana, acompañado de su mujer.

Aquella noche de julio —era el día 7— los coches circulaban como de costumbre por la carretera que lleva a Deauville.

A la una de la madrugada, el Pavillon Bleu y los demás locales, restaurantes y salas de baile, cerraron sus puertas.

Un automovilista declaró que, hacia las dos y media, había visto luz en el primer piso de la mansión y unas sombras que se movían de manera extraña.

A las seis de mañana llegó el jardinero, porque era su día de trabajo. Tenía la costumbre de empujar la verja sin hacer ruido y, a las ocho, Elise Chatrier lo llamaba para servirle el desayuno.

Pues bien, ese día, a las ocho nadie llamó al jardinero. A las nueve, las puertas de la mansión seguían cerradas. Preocupado, el hombre llamó y, al no obtener respuesta, corrió a avisar al agente apostado en la encrucijada más próxima.

Poco después se descubría la tragedia. En el dormitorio de Mistress Henderson apareció el cadáver de la anciana tendido en la alfombra, con el camisón ensangrentado y el pecho traspasado por una decena de cuchilladas.

Elise Chatrier, que dormía en la habitación contigua a petición de su señora —pues ésta temía necesitarla durante la noche—, había sufrido idéntica suerte.

Un doble y brutal asesinato, lo que la policía denomina un crimen vesánico en todo su horror.

Y huellas en todas partes: pisadas, huellas sangrantes de dedos en las cortinas…

Siguieron las diligencias habituales: comparecencia del juez, llegada de los expertos de Identidad Judicial, análisis múltiples, autopsias…

A Maigret le correspondió dirigir la investigación policial y no tardó dos días en dar con la pista de Heurtin.

¡Estaba tan claramente trazada! Los pasillos de la mansión carecían de alfombras y el parquet estaba encerado.

Bastaron algunas fotografías para descubrir unas pisadas de excepcional nitidez.

Se trataba de unos zapatos de suelas de goma, muy nuevos. A fin de evitar que la goma resbalara en tiempo de lluvia, estaba estriada de una manera especial, y en el centro aún podía leerse el nombre del fabricante y el número.

Horas después Maigret entraba en una zapatería del Boulevard Raspail y descubría que en el curso de las dos últimas semanas sólo habían vendido un par de zapatos de ese tipo y de ese número, el 44.

«Los compró un repartidor que llegó con su bicicleta de reparto. Se le ve a menudo por el barrio».

Al cabo de unas horas el comisario interrogaba a Monsieur Gérardier, dueño de una floristería de la Rue de Sèvres, y encontraba los célebres zapatos en los pies de su repartidor, Joseph Heurtin.

Sólo restaba comparar las huellas dactilares. El análisis se efectuó en los locales de Identidad Judicial, en el Palacio de Justicia.

Los expertos, con sus instrumentos en la mano, comenzaron a trabajar, y la conclusión fue inmediata: «¡Es él!».

«¿Por qué lo hiciste?».

«¡Yo no he matado a nadie!».

«¿Quién te dio la dirección de Mistress Henderson?».

«¡Yo no he matado a nadie!».

«¿Para qué fuiste a la mansión a las dos de la madrugada?».

«¡No lo sé!».

«¿Cómo regresaste de Saint-Cloud?».

«¡Yo no regresé de Saint-Cloud!».

Su enorme cabeza, terriblemente deformada, tenía un color macilento, y los párpados enrojecidos, como si no hubiera dormido en varios días.

En la habitación de su hotel, en la Rue Monsieur-le-Prince, se descubrió un pañuelo ensangrentado, y los químicos, tras afirmar que se trataba de sangre humana, averiguaron que se correspondía con la de Mistress Henderson.

«Yo no he asesinado a nadie».

«¿A qué abogado va a designar?».

«No quiero abogado».

Le señalaron a uno de oficio, Monsieur Joly, que tenía sólo treinta años y que se movió desesperadamente.

Los psiquiatras tuvieron a Heurtin en observación durante siete días y declararon:

«Realmente, no es un degenerado. Pese a su depresión actual, debida a una violenta conmoción nerviosa, este hombre es responsable de sus actos».

Estaban en período de vacaciones. Una investigación reclamó la presencia de Maigret en Deauville. Al juez de instrucción, Coméliau, el caso le pareció bastante claro, y el tribunal se pronunció en sentido afirmativo.

Pese a todo, Heurtin no había robado nada y no parecía tener motivos para desear la muerte de Mistress Henderson ni de su doncella.

Maigret había investigado a conciencia la vida de Heurtin. La conocía, en sus aspectos materiales y morales, a todas las edades.

Había nacido en Melun; su padre era camarero en el Hôtel de la Seine, y su madre, lavandera.

Tres años después sus padres arrendaron una taberna cerca de la Maison Centrale; las cosas les fueron mal y acabaron por abrir una fonda en Nandy, en Seine-et-Marne.

Joseph Heurtin tenía seis años cuando nació su hermana Odette.

Maigret, entre otros documentos, poseía una fotografía en la que se veía a Heurtin en traje de marinero, en cuclillas delante de una piel de oso donde estaba tendida su hermanita, pataleando con brazos y piernas, muy rolliza.

A los trece años Heurtin cuidaba los caballos y ayudaba a su padre a servir a los clientes.

A los diecisiete trabajaba de camarero en un elegante hotel de Fontainebleau.

A los veintiuno, terminado el servicio militar, llegó a París, se instaló en la Rue Monsieur-le-Prince y se convirtió en recadero de Monsieur Gérardier.

«Leía mucho», había dicho Monsieur Gérardier.

«¡Su única distracción consistía en ir al cine!», afirmaba su patrona.

¡Pero nada relacionaba a Heurtin con la mansión de Saint-Cloud!

«¿Estuviste antes en Saint-Cloud?».

«Jamás».

«¿Qué hacías los domingos?».

«¡Leía!».

Mistress Henderson no era dienta del florista. Nada. Su mansión no tenía por qué atraer, más que cualquier otra, a unos ladrones. Y, además, ¡no habían robado nada!

«¿Por qué no hablas?».

«No tengo nada que decir».

Durante un mes Maigret estuvo trabajando en Deauville, tras la pista de una banda de estafadores internacionales.

En septiembre, había ido a visitar a Heurtin a su celda.

Y se encontró ante un hombre destrozado.

«No sé nada. Yo no he matado a nadie».

«Sin embargo, estabas en Saint-Cloud».

«¡Quiero que me dejen en paz!».

«¡Asunto banal!», había dictaminado el Tribunal. «Lo reservaremos para el inicio de la temporada».

Y el 1 de octubre Heurtin inauguraba la sala de lo criminal.

El abogado, Joly, sólo había encontrado un sistema de defensa: exigir un informe médico sobre el estado mental de su cliente. Y el médico propuesto por él había declarado: «Responsabilidad atenuada».

A lo que el fiscal había replicado:

«¡Crimen de un profesional! Si Heurtin no ha robado nada, es porque alguna circunstancia se lo impidió. ¡Asestó un total de dieciocho cuchilladas!».

Distribuyó fotografías de las víctimas, que los magistrados rechazaron con repugnancia.

«¡Decididamente, culpable!».

¡Muerte! Al día siguiente Joseph Heurtin fue trasladado a la zona de Máxima Seguridad en compañía de otros cuatro condenados a muerte.

«¿No tienes nada que decirme?», había acabado por preguntarle Maigret, que no se sentía satisfecho.

«Nada».

«¿Sabes que van a ejecutarte?».

Y Heurtin lloraba, con la cara siempre muy pálida y los ojos enrojecidos.

«¿Quién es tu cómplice?».

«No tengo».

Maigret fue a verlo cada día, aunque oficialmente ya no tenía derecho a ocuparse del caso.

En cada ocasión, encontró a un Heurtin deshecho pero tranquilo, que no temblaba y en cuyas pupilas asomaba a veces cierta ironía.

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