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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

La cabeza de un hombre (6 page)

BOOK: La cabeza de un hombre
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Maigret caminó hasta La Coupole y descubrió la entrada del bar norteamericano, por la que se metió.

Sólo había cinco mesas, todas ocupadas. Y la mayoría de los clientes estaban encaramados en los elevados taburetes de la barra, o de pie alrededor de ésta.

El comisario oyó a alguien que pedía:

—Un Manhattan.

Y se le escapó:

—Lo mismo.

El pertenecía a la generación de las cervecerías y de las jarras. El
barman
le acercó un platito con aceitunas, pero él no lo tocó.

—¿Me permite? —dijo una sueca delgada y de cabellos más amarillos que rubios.

Aquello era un hervidero. Una ventanilla abierta en el fondo del local se abría y cerraba incesantemente, mientras de la antecocina salían aceitunas, patatas fritas, bocadillos y bebidas calientes.

Cuatro camareros gritaban a un tiempo, entre el trajín de platos y vasos, y los clientes se interpelaban en diferentes idiomas.

La impresión dominante era que consumidores,
barmans
, camareros y decorado formaban un conjunto muy homogéneo.

La gente se codeaba con familiaridad y, tratárase de una jovencita, de un industrial que bajaba de su limusina acompañado de joviales amigos o de un pintorzuelo estonio, todo el mundo llamaba al jefe de los
barmans
Bob.

Se dirigían la palabra sin presentaciones previas, como compañeros. Un alemán hablaba en inglés con un estadounidense, y un noruego mezclaba por lo menos tres idiomas para entenderse con un español.

Había dos mujeres que todos conocían y todos saludaban, y Maigret reconoció a una de ellas, ahora gruesa, envejecida, cubierta de pieles: tiempo atrás, cuando era una chiquilla, le habían encargado llevarla a la prisión de Saint-Lazare tras una redada en la Rue de la Roquette.

Tenía la voz rota, los ojos cansados y, al pasar, le estrechaban la mano. Sentada a una mesa, reinaba como si encamara por sí sola toda la turbia mezcla que bullía a su alrededor.

—¿Tiene papel y lápiz para escribir? —preguntó Maigret dirigiéndose a un camarero.

—No a la hora del aperitivo. Si quiere, tendrá que ir a la cervecería.

En medio de los grupos ruidosos había algunos solitarios. Y tal vez fuera eso lo más pintoresco del lugar. De un lado, personas que hablaban en voz alta, se movían, inquietas, pedían una copa tras otra y exhibían trajes tan lujosos como excéntricos.

De otro lado, aquí y allá, se veían seres que parecían haber llegado de los confines del mundo sólo para incrustarse en esta multitud brillante.

Una joven, por ejemplo, no alcanzaba los veintidós años y llevaba un traje de chaqueta negro, bien cortado y confortable, pero que habían planchado miles de veces.

Una extraña cara cansada y nerviosa. A su lado, tenía un cuaderno de dibujo. Y, rodeada de gente que tomaba aperitivos a diez francos la copa, ella bebía un vaso de leche y comía un
croissant
.

¡A la una! Se trataba evidentemente de su almuerzo. Lo aprovechaba para leer un diario ruso que el local ponía a disposición de los clientes.

No oía ni veía nada. Mordisqueaba lentamente su
croissant
y bebía a veces un sorbo de leche, indiferente a un grupo que, en su propia mesa, iba por el cuarto cóctel.

No menos sorprendía un hombre cuya cabellera bastaba para atraer las miradas: era de color caoba, crespa y larguísima.

Vestía un traje oscuro, con brillo, muy raído, y una camisa azul sin corbata, con el cuello abierto hasta el pecho.

Instalado en el fondo del bar, como un viejo cliente al que nadie se atrevería a molestar, comía, cucharada tras cucharada, un yogur.

¿Tenía siquiera cinco francos en el bolsillo? ¿De dónde procedía? ¿Adónde iba? ¿De dónde sacaba los pocos céntimos que costaba ese yogur, que debía de ser su única comida del día?

Al igual que la rusa, tenía la mirada ardiente y los párpados cansados, aunque su fisonomía traslucía algo infinitamente despectivo y altivo.

Nadie acudía a estrecharle la mano o dirigirle la palabra.

La puerta giratoria dio paso de repente a una pareja y, a través del espejo, Maigret reconoció a los Crosby, que acababan de apearse de un coche de marca estadounidense que valía como mínimo doscientos cincuenta mil francos.

El automóvil podía verse al borde de la acera, resplandeciente, con un brillo que subrayaba la carrocería, totalmente niquelada.

William Crosby tendió la mano por encima de la barra de caoba, entre dos clientes que se sentaban en ese momento, y, estrechando la mano del
barman
, dijo:

—¿Todo bien, Bob?

Mistress Crosby, por su parte, corrió hacia la sueca; se besaron y comenzaron a hablar locuazmente en inglés.

No necesitaron pedir nada. Bob acercó a Crosby un whisky con soda, y preparó un Rose para la joven, mientras preguntaba:

—¿Qué, ya han vuelto de Biarritz?

—Sólo nos quedamos tres días. Llueve aún más que aquí.

Crosby, al descubrir a Maigret, le dirigió un saludo con la cabeza.

Era un joven alto de unos treinta años, cabello oscuro y paso ágil.

De todos los congregados en ese instante en el bar, Crosby era, sin duda, aquel cuya elegancia estaba más exenta de mal gusto.

Estrechaba manos, blandamente. Preguntaba a sus conocidos: «¿Qué quieren tomar?».

Era rico. Tenía en la puerta un coche deportivo que utilizaba para viajar a Niza, Biarritz, Deauville o Berlín, siguiendo sus caprichos.

Vivía desde hacía varios años en un hotel de la Avenue George V, y de su tía había heredado, además de la mansión de Saint-Cloud, unos quince o veinte millones de francos.

Mistress Crosby, muy delgadita pero trepidante, hablaba sin cesar, mezclando el inglés y el francés con un acento inimitable, y su voz de pito bastaba para identificarla sin necesidad de verla.

Unos clientes los separaban de Maigret. Entró un diputado, que el comisario reconoció al instante, y estrechó afectuosamente la mano del joven estadounidense.

—¿Almorzamos juntos?

—Hoy no. Estamos invitados a comer fuera de casa.

—¿Mañana?

—De acuerdo. Nos encontraremos aquí.

—¡Llaman a Monsieur Valachine al teléfono! —gritó un empleado.

Alguien se levantó y se dirigió a las cabinas.

—¡Dos Roses, dos!

Ruido de platos. El bullicio iba en aumento.

—¿Puede cambiarme dólares?

—Mire la cotización en el periódico.

—¿No ha venido Suzy?

—Acaba de salir. Ha quedado para almorzar en Maxim’s.

Maigret, por su parte, pensaba en el muchacho de cabeza hidrocefálica y brazos largos que estaba sumido en el barullo de París, con poco más de veinte francos en el bolsillo, y al que toda la policía de Francia estaba persiguiendo en ese instante.

Recordaba la cara macilenta que había visto subir lentamente por el oscuro muro de la prisión Santé.

Después de las llamadas de Dufour…

«Duerme».

¡Había dormido un día entero!

¿Dónde estaba ahora? ¿Y por qué, sí, por qué había matado a Mistress Henderson, a la que no conocía de nada y a la que no había robado ni cinco céntimos?

—¿Toma a veces el aperitivo aquí?

Le hablaba William Crosby. Se había acercado a Maigret y le ofrecía su pitillera.

—Gracias. Sólo fumo en pipa.

—¿Quiere algo? ¿Un whisky, tal vez?

—Ya estoy bebiendo, gracias.

Crosby pareció contrariado.

—¿Entiende el inglés, el ruso y el alemán? —le preguntó el estadounidense.

—El francés y basta.

—Entonces, La Coupole debe de resultarle una torre de Babel. Jamás lo había visto aquí. A propósito, ¿es cierto lo que cuentan?

—¿A qué se refiere?

—Al asesino, ya sabe.

—¡Bah! No hay motivo para preocuparse.

Por un instante, Crosby dejó pesar su mirada sobre él.

—¡Vamos! Háganos el favor de tomar una copa con nosotros. Mi mujer estará encantada. Le presento a la señorita Edna Reichberg, la hija del fabricante de papel de Esto— colmo y campeona de patinaje el pasado año en Chamonix. El comisario Maigret, Edna.

La rusa vestida de negro seguía sumida en la lectura de su periódico y el hombre pelirrojo soñaba, con los ojos entornados, ante el tarro del que había extraído hasta la última partícula de yogur.

Edna dijo con desgana:

—Encantada.

Estrechó con vigor la mano de Maigret y después prosiguió, en inglés, su conversación con Mistress Crosby, mientras William se excusaba:

—Permítame. Me llaman al teléfono. Dos whiskys, Bob. Me disculpa, ¿verdad?

En el exterior, el vehículo niquelado resplandecía en la luz gris cuando un vagabundo lo rodeó, se acercó a La Coupole arrastrando una pierna y se detuvo delante de la puerta giratoria del bar.

Unos ojos enrojecidos escrutaron el interior; un empleado se acercó para alejar al pordiosero.

La policía, en París y en todas partes, seguía buscando al evadido de la Santé.

¡Estaba allí, al alcance del comisario!

El aficionado al caviar

Maigret no se movió; ni siquiera se sobresaltó. A su lado, Mistress Crosby y la joven sueca charlaban en inglés mientras tomaban un cóctel. Y el comisario estaba tan cerca de esta última, debido a la exigüidad del bar, que ella, cada vez que se movía, le rozaba con su carne tersa.

Maigret entendía más o menos que hablaban de un tal Joseph que había flirteado con la joven en el Ritz y le había ofrecido cocaína.

Las dos reían. William Crosby, al regresar del teléfono, repitió al comisario:

—Discúlpeme. Se trata de ese coche que quiero vender para comprarme otro. —Echó soda en los dos vasos—. ¡A su salud!

En el exterior, la ridícula silueta del condenado a muerte parecía flotar literalmente por los alrededores de la terraza.

En su huida de La Citanguette, Joseph Heurtin debió de perder la gorra; por eso llevaba la cabeza descubierta. En la cárcel le habían cortado el pelo casi al cero, lo cual subrayaba aún más la desmesura de sus orejas. Sus zapatos carecían ya de color y forma.

¿Y dónde había dormido, para llevar el traje tan arrugado, cubierto de polvo y barro?

Si hubiera tendido la mano a los transeúntes, éstos no se habrían extrañado, porque parecía el más lastimoso de los desechos. Pero no mendigaba, ni vendía cordones de zapatos o lápices.

Iba y venía, siguiendo los movimientos de la multitud; a veces se alejaba unos metros y regresaba como si remontara una fuerte corriente.

Tenía las mejillas cubiertas de barba oscura. Parecía más flaco.

Pero lo más inquietante eran los ojos, unos ojos que no se despegaban del bar y que escudriñaban a través de los cristales empañados.

Pisó por segunda vez el umbral y Maigret llegó a creer que se disponía a empujar la puerta.

El comisario fumaba nerviosamente, con las sienes húmedas y los nervios tan tensos que le parecía que su sensibilidad se había decuplicado.

Fue un minuto excepcional. Muy poco antes el comisario parecía derrotado: había perdido pie, el caso Heurtin se había alejado de él y nada le permitía creer que saldría bien librado.

Bebió lentamente su whisky mientras Crosby, por cortesía, se volvía a medias hacia él sin dejar de intervenir en la conversación de su mujer y Edna.

Cosa extraña: sin quererlo, prácticamente sin darse cuenta, Maigret no perdía ni un detalle del complejo espectáculo.

Montones de personas se movían a su alrededor. Los ruidos eran tan diversos que se convertían en un rumor tan confuso como el del mar. Había voces, gestos, actitudes…

Él lo veía todo: al hombre sentado ante su yogur, al vagabundo que reaparecía insistentemente ante la puerta, la sonrisa de Crosby, la mueca de su mujer al pintarse los labios, la agitación del
barman
, que preparaba un
flip
agitando la coctelera con energía.

Y los clientes que se marchaban precipitadamente. Las frases que se decían:

—¿Esta noche, aquí?

—Intenta traer a Lea.

El bar iba vaciándose. Era la una y media. En la sala contigua aumentaba el ruido de los cubiertos.

Crosby dejó un billete de cien francos sobre la barra.

—¿Se queda? —le preguntó al comisario.

Crosby no había visto al hombre. Pero se tropezaría con él al salir.

Maigret esperaba ese instante con casi dolorosa impaciencia. Mistress Crosby y Edna se despidieron con un movimiento de cabeza y una sonrisa.

Joseph Heurtin estaba a menos de dos metros de la puerta. Uno de sus zapatos carecía de cordón. De un momento a otro un agente le pediría la documentación o le rogaría que circulara.

La puerta giró sobre sus goznes. Crosby, con la cabeza descubierta, se dirigió a su coche. Las dos mujeres lo seguían, riéndose de la broma de una de ellas.

¡No ocurrió nada! Heurtin no miró a los estadounidenses con más insistencia que a los demás transeúntes. Ni William ni su mujer le prestaron atención.

Los tres personajes se instalaron en el coche, cuya portezuela sonó al cerrarse.

Seguían saliendo personas y alejaban al condenado a muerte, que se había acercado de nuevo.

Entonces, de repente, en el espejo, Maigret descubrió un rostro, dos ojos vivaces detrás de unas espesas cejas y una sonrisa apenas esbozada pero vibrantemente irónica.

Los párpados cayeron inmediatamente sobre las pupilas demasiado expresivas. Pero no con la suficiente rapidez como para que el comisario no tuviera la sensación de que la ironía le estaba destinada.

El hombre que lo había mirado, y que ahora ya no miraba a nada ni a nadie, era el pelirrojo consumidor de yogur.

Cuando un inglés que leía el
Times
abandonó el bar, ya no quedó nadie en los altos taburetes, y Bob anunció:

—Me voy a comer.

Sus dos ayudantes limpiaban la barra de caoba y ordenaban los vasos y los platos en los que servían las olivas y las patatas fritas.

Pero en las mesas quedaban dos clientes: el pelirrojo y la rusa vestida de negro, que no parecían darse cuenta de que estaban solos.

Joseph Heurtin seguía merodeando en el exterior; sus ojos se veían tan fatigados y su cara tan descolorida que uno de los camareros, después de observarlo a través del cristal, dijo a Maigret:

—Otro que va a sufrir un ataque de epilepsia. Tienen la manía de elegir las terrazas de los cafés. Voy a avisar a un empleado.

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