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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

La cabeza de un hombre (9 page)

BOOK: La cabeza de un hombre
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Se levantó. Maigret siguió sentado y, despidiendo una espesa nube de su pipa, examinó a Radek de pies a cabeza.

Comenzaban a llegar clientes.

—¿Me detiene?

El comisario no tenía prisa por responder. Se apoderó de los billetes y los contempló antes de guardárselos en el bolsillo.

Finalmente se levantó, con tanta lentitud que al checo se le crisparon las facciones. Le colocó suavemente dos dedos en el hombro.

Era el Maigret de las grandes ocasiones, el Maigret poderoso, seguro de sí mismo, plácido.

—Escucha, hombrecillo.

Sus palabras contrastaban admirablemente con el tono de Radek, con su silueta nerviosa y con su mirada aguda y chispeante, de una clase de inteligencia completamente distinta.

Maigret contaba con veinte años más que su interlocutor, y eso se notaba.

«¡Escucha, hombrecillo!».

Janvier, que lo había oído, hacía esfuerzos por no reírse y por contener la alegría de ver acercarse finalmente a su jefe.

Y éste, como despedida, con la misma desenvoltura bonachona, se limitó a añadir:

—¡Ya verás como un día u otro volvemos a encontrarnos!

A continuación se despidió del
barman
, hundió las manos en los bolsillos y salió.

—Creo que son los mismos, pero voy a comprobarlo —dijo el empleado del Hotel George V al examinar los billetes que Maigret acababa de entregarle.

Instantes después hablaba por teléfono con el banco.

—Díganme. ¿Anotaron ustedes la numeración de los cien billetes de cien francos que recogí ayer por la mañana?

La anotó a lápiz, colgó y se volvió hacia el comisario.

—¡Los mismos! Confío en que no se trate de una historia desagradable.

—En absoluto. ¿Siguen los Crosby en sus habitaciones?

—Se fueron hace una media hora.

—¿Los vio salir usted personalmente?

—Tal como lo estoy viendo a usted.

—¿Tiene el hotel varias salidas?

—Dos, pero la segunda está reservada al servicio.

—Usted me dijo que Míster y Mistress Crosby regresaron ayer por la noche alrededor de las tres. Desde entonces, ¿no han recibido ninguna visita?

Interrogaron a varios empleados, entre ellos al encargado del piso, a la camarera y al portero de noche.

De este modo, Maigret se enteró de que los Crosby no habían abandonado su suite desde las tres de la madrugada hasta las once, y de que nadie había entrado en ella.

—¿Tampoco enviaron alguna carta a través de un recadero?

¡Nada! Por otro lado, desde las cuatro de la tarde del día anterior hasta las siete de la mañana, Jean Radek había permanecido encerrado en el cuartelillo de Montparnasse, desde donde no había podido comunicarse con el exterior.

A las siete de la mañana, estaba en la calle y sin un céntimo en el bolsillo. Alrededor de las ocho, despistaba al inspector Janvier en la Gare de Montparnasse.

A las diez, volvían a encontrárselo en La Coupole provisto de una suma de, por lo menos, once mil francos, diez mil de los cuales, con toda seguridad, se hallaban la noche anterior en los bolsillos de William Crosby.

—¿Me permite que eche una mirada arriba?

El director, incómodo, acabó por concederle el permiso y el ascensor llevó a Maigret a la tercera planta.

Era una suite como tantas de un hotel de lujo, compuesta de dos habitaciones, dos cuartos de baño, un salón y un tocador.

Las camas seguían deshechas y los desayunos sin retirar. El mozo de habitación estaba cepillando el esmoquin del estadounidense, y en el otro dormitorio había un vestido de noche arrojado sobre una silla.

Encontró objetos por todas partes: pitilleras, un bolso de señora, un bastón, una novela con las páginas todavía sin cortar.

Maigret salió a la calle y se hizo llevar al Ritz, donde un
maître
confirmó que, la víspera, los Crosby, en compañía de Miss Edna Reichberg, habían ocupado la mesa 18. Habían llegado alrededor de las nueve y no se habían ido antes de las dos y media. El
maître
no había notado nada anormal.

«Sin embargo, los billetes…», gruñó Maigret al cruzar la Place Vendóme.

Se detuvo bruscamente y casi le rozó el guardabarros de una limusina.

«¿Por qué diablos me los enseñó el tal Radek? Peor aún: ahora están en mi poder, y me costaría mucho trabajo dar una explicación legal de este hecho. Y esa historia del Sena…»

Paró un taxi repentinamente, sin apenas reflexionar.

—¿Cuánto tiempo cree que necesita para llegar a Nandy? Está un poco más lejos que Corbeil.

—Una hora. Las carreteras están peligrosas debido a la lluvia.

—¡En marcha! Antes pare delante de un estanco.

Y Maigret se acomodó, bien apoltronado en un lado del automóvil; los cristales estaban empañados en el interior, mientras en el exterior los azotaba la lluvia; el comisario disfrutó de la hora que duró el trayecto.

Fumaba sin parar, cálidamente envuelto en el enorme abrigo negro que era célebre en el Quai des Orfèvres.

Vio desfilar los suburbios, después la campiña otoñal y, de vez en cuando, la turbia franja del Sena, entrevista entre dos pinos o árboles pelados.

«Radek sólo pudo tener un motivo para hablar y mostrar los billetes: el deseo de desviar momentáneamente la investigación arrojándome un nuevo misterio. Pero ¿por qué? ¿Para darle a Heurtin el tiempo de escapar? ¿Para comprometer a Crosby? ¡Al mismo tiempo se compromete a sí mismo!».

Y el comisario recordó las palabras del checo:

«Desde el principio, todos los datos han sido falseados».

¡Pues claro! ¿Acaso no lo había entendido Maigret así, consiguiendo el permiso para realizar esta investigación suplementaria después de que el tribunal ya se hubiera pronunciado?

Pero, falseados, ¿en qué proporción y cómo? ¡Existían pruebas que era imposible trucar!

En último término, el asesino de Mistress Henderson y de su doncella podía haber utilizado los zapatos de Heurtin para dejar pisadas en la mansión.

No ocurría lo mismo con las huellas dactilares. ¡Habían sido halladas en objetos que no habían abandonado el lugar del crimen durante la noche, como las cortinas y las sábanas!

Entonces, ¿qué estaba falseado? Heurtin había sido visto a medianoche en el Pavillon Bleu. Y había regresado a su hotel, en la Rue Monsieur-le-Prince, a las cuatro de la madrugada.

«Usted no entiende nada y cada vez entenderá menos», afirmaba el tal Radek, que aparecía en el centro del caso cuando durante meses había sido totalmente ignorado.

El día antes, en La Coupole, William Crosby no había dirigido una sola mirada al checo. Y cuando Maigret había pronunciado su nombre, no se había inmutado.

¡Pero eso no impedía que los billetes de cien francos hubieran pasado del bolsillo del uno al bolsillo del otro!

Y Radek se empeñaba en informar de ese detalle a la policía. Más aún: era Radek quien ahora parecía precipitarse a la primera fila, reclamando el papel principal.

«Dispuso exactamente de dos horas desde que abandonó la comisaría hasta el momento en que volví a encontrármelo en La Coupole. Durante esas dos horas, se afeitó y se cambió de camisa. Y durante ese tiempo se convirtió también en el poseedor de los billetes».

Maigret, que quería tranquilizarse, lo consiguió argumentando:

«Como mínimo, eso le llevó una media hora. Así que no tuvo tiempo material de presentarse en Nandy».

El pueblecito se encuentra en la meseta que domina el Sena. En lo alto, el viento de oeste soplaba a ráfagas, doblando los árboles, mientras unos campos oscuros, en los que vagaba la minúscula silueta de un cazador, se desplegaban hasta el horizonte.

—¿Dónde quiere que le deje? —preguntó el taxista corriendo el cristal.

—En la entrada del pueblo. Espéreme.

Sólo había una larga calle y, en medio, un rótulo anunciaba:

E
VARISTE
H
EURTIN,
F
ONDA

Cuando Maigret empujó la puerta, sonó una campanilla, pero no había nadie en la sala adornada con estampas. Sin embargo, el sombrero del brigada Lucas colgaba de un clavo. El comisario llamó:

—¡Hola! ¿Hay alguien?

Escuchó pasos por encima de su cabeza, pero pasaron por lo menos cinco minutos antes de que se decidieran a descender por la escalera que se abría al fondo de un pasillo.

Entonces Maigret vio delante de él a un hombre de unos sesenta años, bastante alto, cuya mirada tenía una fijeza inesperada.

—¿Qué quiere? —preguntó, desde el pasillo. Y, casi inmediatamente, añadió—: ¿Usted también es de la policía?

La voz sonaba neutra; el dueño de la fonda articulaba escasamente las sílabas y no se molestó en añadir nada más. Con un gesto señaló la escalera, a cuyo pie había permanecido y por la que subió lentamente.

De arriba llegaban ruidos confusos. La escalera era estrecha, con las paredes enjalbegadas. Cuando se abrió una puerta, Maigret descubrió en primer lugar al brigada Lucas; éste, cabizbajo, instalado ante la ventana, tardó un instante en verlo.

Luego descubrió una cama, una silueta inclinada y una anciana desplomada en un viejo sillón Voltaire.

La habitación era grande, con vigas descubiertas en el techo y un papel pintado que faltaba a trechos. El suelo de madera de pino crujía bajo los pasos.

—¡Cierre la puerta! —exclamó impaciente el hombre inclinado sobre la cama.

¡Era un médico! Su maletín estaba abierto sobre la mesa redonda de caoba. Y Lucas, con la cara descompuesta, se acercó al fin a Maigret.

—¿Tan pronto? ¿Cómo lo ha conseguido? No hace ni una hora que le he llamado.

Con el pecho desnudo, la piel lívida y las costillas salientes, Joseph Heurtin, como un objeto roto, estaba tendido en la cama.

La anciana no paraba de gemir. El padre, de pie en la cabecera del condenado, mostraba una mirada terrible y vacía.

—Venga —dijo Lucas—. Se lo explicaré.

Salieron. En el rellano, el brigada titubeó y empujó la puerta de otra habitación que todavía estaba por arreglar. En medio del desorden, había prendas de mujer. La ventana daba a un patio donde unas gallinas chapoteaban en el estiércol empapado.

—¿Entonces?

—¡Una fea mañana, se lo juro! Inmediatamente después de hablar con usted, volví aquí y le dije al gendarme que ya podía irse. Lo que ocurrió a partir de entonces tuve que ir adivinándolo poco a poco.

»Heurtin padre estaba en la sala conmigo. Me preguntó si quería comer algo. Yo notaba que me miraba con aire suspicaz, sobre todo cuando le comenté que quizá dormiría en la fonda y que esperaba a alguien. En determinado momento, se oyeron murmullos en la cocina, que está al fondo del pasillo, y vi que el dueño mostraba cierta sorpresa. «¿Estás ahí, Victorine?», exclamó. Siguieron dos o tres minutos de silencio. Después apareció la vieja, con una cara extraña, la cara de alguien que está alterado y que quiere aparentar naturalidad. «Voy a buscar la leche», anunció. «¡Pero si es demasiado pronto!». Se marchó de todos modos, en zuecos, con un pañuelo en la cabeza, y su marido se dirigió a la cocina, donde estaba la hija.

»Oí voces, sollozos, y sólo conseguí entender una frase: «Debí habérmelo imaginado. Sólo por la cara de tu madre…». Y salió al patio a grandes zancadas. Abrió una puerta, sin duda la del cobertizo donde se había ocultado Joseph Heurtin.

»Cuando regresó, al cabo de una hora, la joven servía unas copas a unos carreteros. Tenía los ojos enrojecidos. No se atrevía a miramos. Regresó la vieja. Hubo un nuevo conciliábulo en el fondo de la casa. Cuando reapareció el padre, tenía la mirada que usted le ha observado. Sólo después comprendí todas esas idas y venidas: las dos mujeres habían descubierto a Joseph Heurtin en el cobertizo y decidieron silenciárselo al viejo; éste percibió en el ambiente algo anormal y, cuando su mujer se fue, interrogó a la hija, que no supo callarse. Entonces fue a ver a nuestro muchacho y le dijo que no lo quería en la casa. Usted ya lo ha visto: es un hombre honesto, que debe de tener unos principios muy severos. Al mismo tiempo, adivinó que yo era… En fin. Sin embargo, no creo que me hubiera entregado al muchacho. Es posible incluso que hubiera decidido ayudarle a desaparecer.

»El caso es que, a eso de las diez, cuando yo me había colocado cerca de la ventana del patio, descubrí a la vieja que, a pesar de la lluvia, caminaba sin zuecos y, rozando las paredes, se dirigía al cobertizo. Segundos después, la oí gritar. ¡Un espectáculo desagradable, jefe! Llegué al mismo tiempo que Heurtin padre y le juro que vi cómo el sudor saltaba de sus sienes.

»El muchacho estaba extrañamente pegado a la pared y había que mirar de cerca para descubrir que se había ahorcado de un clavo. El viejo tuvo mayor presencia de ánimo que yo. Cortó la cuerda, recostó a su hijo en la paja y comenzó a tirarle de la lengua mientras gritaba a su hija que fuera a buscar un médico.

»A partir de entonces reinó el caos. Ya lo ha visto. Todavía tengo un nudo en la garganta. En Nandy, nadie sabe la verdad. Creen que la enferma es la vieja. Entre los dos subimos el cuerpo a la habitación, y el médico lleva casi una hora manoseándolo. Parece que Joseph Heurtin puede salir vivo de ésta. Su padre no ha despegado los labios. La joven ha sufrido un ataque de nervios y la han encerrado en la cocina para impedir que se oyeran los chillidos.

Se abrió una puerta. Maigret salió al rellano y vio al médico, que ya se iba. Bajó con él y lo paró en la sala del café.

—Policía Judicial. Doctor, ¿cómo está?

El médico rural no ocultó su escasa simpatía por la policía.

—¿Piensa llevárselo? —preguntó de mal humor.

—No lo sé. ¿Cuál es su estado?

—Lo han descolgado a tiempo. Pero le llevará varios días recuperarse. ¿Es en la Santé donde se ha debilitado de ese modo? Diríase que ya no le queda sangre en las venas.

—Le pido que no hable de esto con nadie, ¿entiende?

—No se apure: debo guardar el secreto profesional.

El padre había bajado a su vez. Su mirada seguía atentamente al comisario, pero no le hizo ninguna pregunta. Maquinalmente, tomó dos vasos vacíos que había en el mostrador y los hundió en el fregadero. Siguió un minuto cargado de angustia contenida. Los sollozos de la joven llegaron hasta los tres hombres. Al fin, Maigret suspiró.

—¿Le gustaría tenerlo aquí algún tiempo? —exclamó escrutando al viejo.

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