La caída de los gigantes (9 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Bea estaba en su elemento. Iba vestida de forma arrebatadora en seda rosa y, con un efecto perfectamente estudiado, sus tirabuzones rubios parecían un tanto alborotados, como si acabase de interrumpir un beso ilícito. Conversaba animadamente con el rey. Intuyendo que las charlas superficiales no eran del agrado de Jorge V, la princesa estaba contándole cómo Pedro el Grande había creado la armada rusa, y el monarca asentía con gesto de interés genuino.

Peel se asomó por la puerta del comedor con una expresión expectante en el rostro cubierto de pecas. Captó la atención de Fitz y le hizo una señal muy elocuente. Fitz se dirigió a la reina:

—¿Desea que pasemos a cenar, su majestad?

Ella le ofreció el brazo. Detrás de ellos, el rey entrelazó el suyo con el de Bea y el resto de los comensales formaron parejas conforme al protocolo. Cuando todos estuvieron listos, entraron en el comedor en procesión.

—Qué bonita… —murmuró la reina al ver la mesa.

—Gracias, majestad —contestó Fitz, y exhaló un imperceptible suspiro de alivio.

Bea había hecho un trabajo maravilloso: había tres arañas de luces colgadas a escasa altura encima de la alargada mesa, cuyos reflejos destellaban en las copas de cristal distribuidas en el sitio de cada comensal. La totalidad de la cubertería era de oro, al igual que los saleros y los pimenteros, y aun las minúsculas cerilleras para los fumadores. El mantel blanco estaba cubierto de rosas procedentes del invernadero y, para conferir un último toque espectacular al conjunto, Bea había colocado delicadas hojas de helecho que descendían desde las arañas hasta las pirámides de uvas sobre las bandejas doradas.

Todos tomaron asiento, el obispo bendijo la mesa y Fitz se tranquilizó. Las reuniones que empezaban bien casi siempre transcurrían sin incidencias; por lo general, el vino y la comida hacían que los asistentes estuvieran menos dispuestos a encontrar defectos.

El menú comenzaba con los
hors d’oeuvres
rusos, un guiño a la tierra natal de Bea: blinis con caviar y nata, tostadas con pescado ahumado, galletitas saladas con arenques en vinagre, todo regado con el champán Perrier-Jouët de 1892, tan delicioso y suave como Peel había prometido. Fitz no apartaba la mirada del mayordomo, y este no le quitaba la vista de encima al rey. En cuanto Su Majestad soltaba los cubiertos, Peel retiraba su plato, y esa era la señal para que los lacayos se llevaran el resto. El comensal que todavía siguiese disfrutando del plato tenía que dejarlo en señal de deferencia.

A continuación, sirvieron la sopa, un
pot-au-feu
acompañado de un oloroso jerez de Sanlúcar de Barrameda. El pescado era lenguado, regado con un maduro Meursault Charmes que sabía a gloria. Para los medallones de cordero galés, Fitz había escogido el Château Lafite de 1875, pues el de 1870 todavía no estaba listo para su consumo. Siguió corriendo el vino tinto con el
parfait
de hígado de oca que sirvieron después y con el último plato de carne: hojaldre relleno de codorniz con uvas.

Nadie se comía todo aquello: los hombres seleccionaban lo que les gustaba y hacían caso omiso del resto, mientras que las mujeres picoteaban de uno o dos platos. Muchas de las viandas regresaban a la cocina intactas.

Hubo ensalada, un postre, surtido de aperitivos salados, fruta y
petits fours
. Finalmente, la princesa Bea alzó una discreta ceja en dirección a la reina, quien respondió con un asentimiento casi imperceptible. Ambas se pusieron en pie, todos los demás las imitaron y las damas abandonaron la sala.

Los hombres volvieron a tomar asiento, los lacayos llevaron cajas de cigarros y Peel depositó un decantador de oporto Ferreira de 1847 a la derecha del rey. Fitz aspiró agradecido el humo de un cigarro. Las cosas habían ido bien. El rey era célebre por su escasa afición a la vida social, pues solo se sentía cómodo entre sus viejos compañeros de sus felices días en la Marina. Sin embargo, aquella noche se había mostrado muy afable y todo había ido como la seda. Hasta las naranjas habían llegado a tiempo.

Fitz había hablado antes con sir Alan Tite, el ayuda de cámara del rey, un oficial retirado que aún lucía anticuadas patillas. Habían acordado que, al día siguiente, el rey dispondría de aproximadamente una hora a solas para departir con cada uno de los hombres sentados a la mesa, todos ellos depositarios de información privilegiada de un gobierno u otro. Aquella noche, Fitz debía romper el hielo entablando una conversación política de carácter general. Carraspeó unos segundos y se dirigió a Walter von Ulrich.

—Walter, tú y yo somos amigos desde hace quince años, fuimos juntos a Eton. —Le habló entonces a Robert—: Y conozco a tu primo desde que los tres compartimos apartamento en Viena cuando éramos estudiantes. —Robert sonrió y asintió. A Fitz le caían bien ambos: Robert era un tradicionalista, como Fitz, y si bien Walter no era tan conservador como ellos, lo cierto es que era muy inteligente—. Ahora asistimos con perplejidad a los rumores de una posible guerra entre nuestros países —siguió diciendo Fitz—. ¿Creéis que cabe realmente la posibilidad de que se produzca semejante tragedia?

Fue Walter quien contestó.

—Si hablar de la guerra puede hacer que esta estalle, entonces sí, no tendremos más remedio que enfrentarnos, porque todo el mundo se está preparando para esa eventualidad, pero ¿existe en verdad una razón de peso? Yo no lo creo.

Gus Dewar levantó la mano tímidamente. A Fitz le gustaba Dewar, pese a sus devaneos con la política liberal. Se suponía que los norteamericanos se comportaban con un exceso de desparpajo, pero aquel tenía buenos modales y era un poco tímido. También estaba asombrosamente bien informado. En ese momento dijo:

—Gran Bretaña y Alemania tienen muchas razones para enfrentarse.

Walter se volvió hacia él.

—¿Como por ejemplo?

Gus exhaló el humo de su cigarro.

—La rivalidad naval.

Walter asintió.

—Mi káiser no cree que exista ninguna ley divina por la que la armada alemana deba seguir siendo inferior en número a la británica.

Fitz lanzó una mirada nerviosa al rey; el monarca amaba la Royal Navy por encima de todas las cosas, y podía sentirse ofendido. Por otra parte, el káiser Guillermo era su primo. El padre de Jorge y la madre de Guillermo eran hermanos, ambos hijos de la reina Victoria. Fitz sintió un gran alivio al comprobar que Su Majestad esbozaba una sonrisa indulgente.

Walter siguió hablando.

—Eso ha sido motivo de fricciones en el pasado, pero hace dos años que estamos de acuerdo, de manera extraoficial, sobre el tamaño relativo de nuestras flotas.

—¿Y qué hay de la rivalidad económica? —preguntó Dewar.

—Es verdad que Alemania se está haciendo cada día más próspera y que puede que pronto alcance a Gran Bretaña y a Estados Unidos en cuanto a sus niveles de economía productiva, pero ¿por qué habría de suponer eso un problema? Alemania es uno de los principales clientes de Gran Bretaña. Cuanto más dinero tengamos para gastar, más compraremos. ¡Nuestro poderío económico es bueno para los productores británicos!

Dewar volvió a la carga.

—Se rumorea que los alemanes quieren más colonias.

Fitz volvió a mirar de soslayo al rey, preguntándose si no le molestaría que aquellos dos hombres monopolizasen la conversación, pero Su Majestad parecía fascinado.

—Ha habido guerras a causa de las colonias —contestó Walter— sobre todo en su país de origen, señor Dewar. Sin embargo, hoy en día parece ser que podemos dirimir esos conflictos sin recurrir a las armas. Hace tres años Alemania, Francia e Inglaterra se pelearon por culpa de Marruecos, pero la disputa se resolvió sin recurrir a ninguna guerra. Más recientemente, Gran Bretaña y Alemania han llegado a un acuerdo respecto al espinoso asunto del ferrocarril de Bagdad. Si seguimos haciendo las cosas de este modo, no entraremos en ninguna guerra.

—¿Me perdonaría usted el uso del término «militarismo alemán»? —inquirió Dewar.

Aquello era pasarse de la raya, y Fitz sintió un escalofrío.

Walter se ruborizó, pero respondió con calma.

—Le agradezco su franqueza. El Imperio alemán está dominado por los prusianos, que desempeñan prácticamente el mismo papel que los ingleses en el Reino Unido de Su Majestad.

Era una osadía equiparar a Gran Bretaña con Alemania, o a Inglaterra con Prusia. Walter estaba rozando el límite de lo permisible según las normas de urbanidad que regían el arte de la conversación, pensó Fitz con cierta desazón.

Walter prosiguió con su argumentación.

—Los prusianos poseen una fuerte tradición militar, pero no van a la guerra sin tener un motivo.

—Entonces, Alemania no es agresiva —dijo Dewar en tono escéptico.

—Ni mucho menos —dijo Walter—; les aseguro que Alemania es la única… y subrayo, la única… potencia de la Europa continental que no es agresiva.

Alrededor de la mesa se propagó un murmullo de sorpresa, y Fitz vio que el rey arqueó las cejas. Dewar se recostó en la silla, con gesto de asombro, y preguntó:

—Ah, ¿por qué lo dice?

Los modales exquisitos de Walter, así como su tono amigable, quitaban hierro a sus provocadoras palabras.

—En primer lugar, examinemos el caso de Austria —prosiguió—. Mi primo vienés Robert, aquí presente, no negará que al Imperio austrohúngaro le gustaría ampliar sus fronteras al sudeste.

—Aunque no sin razón —protestó Robert—. Esa parte del mundo, a la que los británicos llaman los Balcanes, ha formado parte del dominio otomano durante siglos, pero el Imperio otomano se ha desmoronado, y ahora en los Balcanes reina la inestabilidad. El emperador austríaco considera su deber sagrado mantener el orden y la religión cristiana en esa región.

—Es cierto —repuso Walter—, pero también Rusia quiere territorio en los Balcanes.

Fitz se creyó en la obligación de defender al gobierno ruso, quizá a causa de Bea.

—Ellos también tienen buenas razones —dijo—. La mitad de su comercio exterior atraviesa el mar Negro y llega hasta el Mediterráneo a través de los estrechos. Rusia no puede dejar que ninguna otra potencia domine los estrechos anexionándose territorio en los Balcanes orientales. Sería como poner una soga al cuello de la economía rusa.

—Exacto —dijo Walter—. En cuanto al extremo occidental de Europa, Francia alberga la ambición de arrebatarle a Alemania los territorios de Alsacia y Lorena.

En ese momento, el único invitado francés, Jean-Pierre Charlois, estalló indignado.

—¡Robados a Francia hace cuarenta y tres años!

—No voy a entrar en discusiones acerca de ese punto en concreto —repuso Walter con ánimo conciliador—. Dejémoslo en que los territorios de Alsacia y Lorena fueron anexionados al Imperio alemán en 1871, tras la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana. Robado o no,
monsieur le compte
, convendrá conmigo en que Francia desea recuperar dichos territorios.

—Naturalmente. —El francés se recostó en la silla y tomó un sorbo de su copa de oporto.

Walter retomó su discurso.

—Hasta a Italia le gustaría quitarle a Austria los territorios de Trentino…

—¡Donde la mayoría de la población habla italiano! —exclamó el
signor
Falli.

—… además de buena parte de la costa dálmata…

—¡Que está llena de leones de Venecia, iglesias católicas y columnas romanas!

—…y el Tirol, una provincia con una larga historia de autogobierno, donde la mayor parte de la población habla alemán.

—Pura necesidad estratégica.

—Por supuesto.

Fitz advirtió lo inteligente que había sido Walter. Sin ser descortés, sino discretamente provocador, había azuzado a los representantes de cada nación para que confirmasen, en un lenguaje más o menos beligerante, sus ambiciones territoriales.

En esos momentos, Walter decía:

—Pero ¿qué territorios nuevos está reclamando Alemania? —Miró a su alrededor en la mesa, pero nadie contestó—. Ninguno —repuso en tono triunfal—. ¡Y el único país de Europa, aparte de Alemania, que puede decir lo mismo es Gran Bretaña!

Gus Dewar pasó la botella de oporto y dijo con su acento norteamericano:

—Supongo que tiene razón.

—Entonces —dijo Walter—, ¿por qué, mi viejo amigo Fitz, deberíamos ir a la guerra?

IV

El lunes por la mañana, antes del desayuno, lady Maud mandó llamar a Ethel.

La joven doncella tuvo que contener un suspiro de exasperación, pues estaba extremadamente ocupada. Era temprano, pero el servicio ya llevaba rato trabajando con ahínco. Antes de que los huéspedes se despertaran, había que limpiar las chimeneas, volver a encender todos los fuegos y llenar los cajones para el carbón. Había que ordenar y ventilar los salones principales como el comedor, la sala de estar, la biblioteca, el salón de fumadores y las habitaciones más pequeñas de acceso general. Ethel estaba supervisando las flores de la sala de billar, sustituyendo las que empezaban a marchitarse, cuando la llamaron. Pese a la debilidad que sentía por la hermana de ideas radicales de Fitz, esperaba que Maud no tuviese reservada para ella ninguna tarea especialmente complicada.

Cuando Ethel entró a trabajar en la mansión de Ty Gwyn, a la edad de trece años, la familia Fitzherbert y sus huéspedes eran personajes prácticamente irreales para ella: se le antojaban los protagonistas de algún cuento, o unas tribus extrañas de la Biblia, los hititas tal vez, y lo cierto es que la aterrorizaban. La aterraba pensar en la posibilidad de cometer algún error y perder su trabajo, pero también sentía una gran curiosidad por ver a aquellas extrañas criaturas más de cerca.

Un día, una de las criadas que ayudaba en la cocina le dijo que subiera a la sala de billar y trajera el tántalo. Estaba demasiado nerviosa para preguntar qué era aquello, de modo que fue a la sala y buscó por todas partes, esperando que fuera algo evidente, como una bandeja de platos sucios, pero no vio nada cuyo sitio pudiese estar en la cocina. Ya se le empezaban a saltar las lágrimas cuando Maud entró en la habitación.

Maud era entonces una espigada muchacha de quince años, una mujer vestida con ropa de niña, malhumorada y rebelde. Hasta más tarde no le dio sentido a su vida canalizando toda su rabia y su descontento en una cruzada personal. Sin embargo, a los quince años ya poseía esa compasión inmediata que la hacía sensible a las injusticias y a la opresión.

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