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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (12 page)

BOOK: La canción de Kali
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»—Ah, sí, sí —asintió el empleado con una sonrisa—. Confío en que el negocio de alfombras en Varanasi sea próspero.

»—Vamos, Jayaprakesh —ordenó Sanjay dando media vuelta y disponiéndose a salir.

»—Pero ¿qué hay de la prima Kamila? —exclamé.

»—¡En marcha! —dijo Sanjay, sacándome de la sala.

»Delante del depósito había un camión blanco. Sanjay se acercó al conductor.

»—¿Adonde van los cuerpos? —le preguntó.

»—¿Cómo?

»—¿Adonde van los cuerpos que no han sido reclamados cuando se los llevan de aquí?

»El conductor se incorporó en su asiento y frunció el entrecejo.

»—Al Hospital de Enfermedades Infecciosas de Naidu. La mayoría. Allí se libran de ellos.

»—¿Dónde está eso?

»—Más allá de la calle.

»Nos costó una hora llegar allí en tranvía, a causa de la densa circulación. El viejo hospital estaba abarrotado de gente que guardaba la esperanza de recuperarse o esperaba la muerte. Los largos corredores, atestados de camas, me recordaban al depósito.

»Los pájaros entraban por entre los barrotes de las ventanas y saltaban sobre las arrugadas sábanas esperando encontrar migajas perdidas. Por las agrietadas paredes se deslizaban lagartos, y vi a un roedor escurrirse debajo de una cama a nuestro paso.

»De repente un interno bigotudo se interpuso en nuestro camino.

»—¿Quiénes son ustedes?

»Sanjay, cogido por sorpresa, dio nuestros nombres. Era evidente que su mente trabajaba furiosamente para urdir una historia creíble.

»—Están aquí por los cuerpos, ¿no es así? —preguntó el interno.

»Ambos nos quedamos atónitos.

»—Son reporteros, ¿verdad?

»—Sí —contestó Sanjay.

»—Maldición. Sabíamos que esto trascendería —gruñó el interno—. Bien, no es culpa nuestra.

»—¿Por qué no? —preguntó Sanjay. Del bolsillo de la camisa se sacó la vieja y baqueteada agenda en la que anotaba los pagos a los Maestros Mendigos, nuestras facturas de la lavandería y las listas del mercado—. ¿Querría hacer alguna declaración? —Humedeció la punta de un lápiz roto.

»—Vengan por aquí —dijo tajante el interno.

»Nos condujo a través de una sala de pacientes con fiebres tifoideas hasta una cocina contigua y luego afuera, entre montones de basura. Detrás del hospital había un campo desierto, cubierto de cizaña, de una extensión superior a una hectárea. En la distancia podían verse las arpilleras y los tejados de hojalata de un
chawl
en construcción. Aparcada sobre la maleza se encontraba una herrumbrosa excavadora, y recostado contra ésta un viejo con unos calzones llenos de bolsillos y un vetusto fusil de cerrojo.

»—¡Heeyah! —gritó el interno. El viejo pegó un salto y se echó el rifle al hombro—. ¡Allí! ¡Allí! —volvió a gritar el interno señalando hacia la cizaña. El viejo disparó y el alto edificio que teníamos detrás nos devolvió el eco del disparo.

»—¡Mierda, mierda, mierda! —vociferó el interno al tiempo que se inclinaba, enderezándose a continuación con una gran piedra en la mano. Por entre la maleza un perro gris de prominentes costillas había alzado la cabeza al oír el disparo, y en ese momento nos estaba mirando. Aquel flaco animal dio media vuelta y se alejó con el rabo entre las piernas y algo rosado en el hocico. El interno arrojó la piedra, que cayó a medio camino entre él y el perro. El viejo de la excavadora luchaba con el cerrojo de su fusil.

»—¡Maldición! —exclamó el interno, y nos condujo a través del campo.

»Había surcos y montones de tierra por todas partes, como si la excavadora hubiera estado arañando aquella tierra durante años como un inmenso gato doméstico. Nos detuvimos junto al borde del pozo poco profundo donde por primera vez viéramos al perro.

»—¡Ayy! —exclamé al tiempo que retrocedía. La mano humana putrefacta que sobresalía del suelo húmedo me había rozado la sandalia y la piel. Más cosas eran visibles. Luego observé a distancia los otros pozos y también a los otros perros.

»—Hace diez años todo iba muy bien —dijo el interno—, pero ahora, con ese
basti
industrial acercándose tanto...

»Se interrumpió para arrojar otra piedra a una nueva manada de perros. Los animales trotaron con calma hacia los arbustos. Detrás de nosotros el viejo había logrado sacar la vaina del cartucho disparado y estaba metiendo otra bala.

»—¿Eran musulmanes o cristianos? —preguntó Sanjay, lápiz en ristre.

»—Lo más probable es que fueran hindúes. ¿Quién sabe? —El interno carraspeó y escupió—. El crematorio no desea tener clientes que no paguen. Pero hace ya meses que esos condenados perros los están desenterrando. Estábamos dispuestos a pagar hasta... Esperen. ¿Se han enterado de lo ocurrido hoy? Eso es por lo que están aquí, ¿no?

»— Desde luego —dijo tranquilamente Sanjay—. Pero tal vez ustedes quieran darnos su punto de vista.

»Yo apenas escuchaba. Estaba demasiado ocupado mirando en derredor, observando cuanto sobresalía del suelo escarbado como peces muertos sobrenadando en un estanque. Por lo que podía ver no parecía que hubiera grandes posibilidades de que Sanjay y yo pudiéramos encontrar allí una ofrenda intacta. Sobre nuestras cabezas volaban en círculo los cuervos. El viejo se había sentado en el tractor y dormitaba.

»—Ha habido muchas quejas sobre lo ocurrido hoy —proseguía el interno—. Pero hemos de hacer algo. Usted tiene que informar que el hospital está dispuesto a pagar las cremaciones.

»—Sí —le aseguró Sanjay, y escribió algo en su agenda.

»Volvimos sobre nuestros pasos en dirección al edificio del hospital. Las familias de los pacientes se encontraban acampadas en tiendas y chozas de confección casera junto a montañas de basura.

»—Tenemos que hacer algo —dijo el interno—. Ya saben, los cortes de corriente. Y con los perros no podemos seguir como lo hemos hecho durante años. Así que pagamos al Ayuntamiento para que se ocupase de su traslado, y esta mañana hemos cargado otros treinta y siete que estaban en cámaras para que se los llevaran a los campos crematorios de Ashutosh. ¿Cómo íbamos a saber que utilizarían un camión descubierto y que se verían retenidos durante horas a causa del tráfico?

»—Claro, ¿cómo hubieran podido saberlo? —Y Sanjay garrapateó algo.

»—Y para empeorar las cosas, después de haber entregado el cargamento en el lugar de la cremación, nos encontramos con aquella muchedumbre del festival.

»—Sí —dije yo—. Hoy empieza el
Kali Puja
.

»—¿Y cómo podíamos saber que la ceremonia movilizaría a diez mil personas en ese parque crematorio? —preguntó indignado el interno.

»No le recordé que Kali era la diosa de todos los lugares de cremación y de muerte incluyendo los campos de batalla y los lugares de enterramiento que no pertenecían a la religión hindú.

»—¿Saben cuánto tiempo se necesita para una cremación completa y como es debido, incluso con las nuevas piras eléctricas de la ciudad? —preguntó el interno—. Dos horas —se contestó sin esperar la respuesta—. Dos horas por cremación.

»—¿Qué les pasó a esos cuerpos? —preguntó Sanjay, ya que aquel tema presentaba escaso interés para él. Ya estábamos a primeras horas de la tarde. Diez horas hasta la medianoche.

»—¡Ah, las quejas! —se lamentó el interno—. Varios de los adoradores se desmayaron. Esta mañana hacía mucho calor. Pero tuvimos que dejar a la mayoría detrás. Los conductores se negaron a volver aquí o al depósito de cadáveres de Sassoon con un cargamento completo.

»—Gracias —dijo Sanjay, y estrechó la mano del hombre—. A nuestros lectores les satisfará conocer el punto de vista del hospital. Y, a propósito, ¿se queda su guardia vigilando una vez que ha oscurecido? —Sanjay indicó con la cabeza al viejo dormido.

»—Sí, sí —aseguró tajante el sudoroso interno—. Aunque maldito si servirá de algo. ¡Heeyah! —gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que se inclinaba a coger otra piedra y se la arrojaba al baboso perro que arrastraba algo grande entre los matorrales.

»A las diez de aquella noche fuimos hasta los campos crematorios de Ashutosh. Sanjay se las había arreglado para tomar prestado uno de los pequeños furgones Premiere que los Maestros Mendigos utilizaban para llevarse y recoger sus lisiados cargamentos. El angosto compartimiento de la parte trasera carecía de ventanas y olía muy mal.

»Yo ignoraba que Sanjay supiera conducir. Y seguía sin estar seguro después de nuestra demencial carrera por entre el tráfico nocturno, haciendo sonar la bocina, encendiendo y apagando las luces y cambiando sin cesar de carril.

»Las puertas del parque de cremación estaban cerradas, pero entramos por la lavandería contigua. El agua había dejado de salir por las cañerías abiertas. Los cubículos y las losas de cemento estaban vacíos, y los trabajadores de la casta lavandera se habían ido al caer la noche. Había un muro de piedra separando el crematorio de la lavandería pero, a diferencia de tantos muros de la ciudad, no tenía por encima trozos de vidrio u hojas de afeitar y resultaba fácil de saltar.

»Una vez que lo hubimos hecho permanecimos vacilantes por un momento. Lucían las estrellas, pero todavía no había aparecido la luna nueva. Estaba muy oscuro. Los pabellones de cremación, cubiertos por tejados metálicos, destacaban como siluetas grises contra el cielo nocturno. Había otra sombra muy cerca de las puertas delanteras: una inmensa plataforma de madera, alta y con una cúpula, que descansaba sobre unas gigantescas ruedas de madera.

»—El carro sagrado para la
Kali Puja
—susurró Sanjay. Yo asentí. Habían ajustado persianas metálicas sobre el marco exterior, pero nosotros dos sabíamos que dentro aguardaba la presencia gigantesca y furibunda de cuatro brazos. Rara vez se consideraba una
jagrata
a semejante ídolo de festival, pero ¿quién podía saber el poder que obtenía durante la noche, sola, en un lugar de muerte?

»—Por aquí —musitó Sanjay, abriendo la marcha hacia el pabellón mayor, el que quedaba más cerca del camino circular. Pasamos junto a pilas de troncos, combustible para las familias que tenían dinero, y excrementos secos de vaca para cremaciones más corrientes. El pabellón descubierto para la banda del funeral era una losa gris y vacía bajo las estrellas. Me pareció una gran losa de morgue, esperando indiferente el cuerpo de algún dios inmenso. Miré nervioso hacia la bien cerrada carreta sagrada.

»—Aquí —dijo Sanjay. Yacían en hileras desiguales. Si hubiera habido luna la sombra de la carreta sagrada se habría proyectado sobre ellos. Avancé un paso en su dirección y en seguida di media vuelta.

»—¡Ay de mí! —exclamé—. Mañana tendré que quemar mis ropas. —Podía imaginarme el efecto que podrían causar en medio de la multitud, con el bochorno del día.

»—Reza para que haya un mañana —siseó Sanjay, y empezó a pasar, sorteando aquellas formas tumbadas. Algunos estaban tapados con lonas o mantas. La mayoría permanecían descubiertos mirando al cielo. Mi vista se había acostumbrado a la débil luz de las estrellas y podía ver el brillo pálido y el blanco centelleo de huesos que se habían abierto camino entre la carne putrefacta. Aquí y allá surgía una extremidad retorcida de montones indistinguibles. Recordé la mano que pareció agarrarme el pie fuera del hospital y me estremecí.

»—¡Rápido! —Sanjay eligió un cuerpo de la segunda fila y empezó a arrastrarlo hacia la pared de atrás.

»—¡Espérame! —susurré angustiado, pero ya se había hundido entre las sombras y yo estaba solo con todas aquellas cosas oscuras a mis pies. Pasé al centro de la tercera fila y al punto lo lamenté. Resultaba difícil poner el pie en el suelo sin tropezar con algo que se hundía al tacto de forma repugnante. Sopló una brisa ligera y a un par de metros de distancia se agitó una andrajosa tela.

»Hubo un movimiento y un ruido repentinos en la hilera más próxima a la fantasmal carreta sagrada. Me quedé rígido, con las manos apretadas en débiles puños. Era una especie de ave inmensa demasiado pesada para volar a pesar de que agitaba unos negros alones. Fue saltando por encima de los cuerpos y desapareció en la oscuridad, bajo el refugio de la diosa. Se escuchó el eco de unos golpes desde detrás de las persianas metálicas. Podía imaginarme al gran ídolo desperezándose, alcanzando con sus cuatro manos el marco de madera, los ojos ciegos abriéndose blancos para examinar sus dominios. Algo me rodeó con fuerza el tobillo.

»Di un grito, salté de costado, tropecé y caí de bruces sobre una maraña de extremidades heladas. Mi antebrazo acabó descansando sobre la pierna de un cuerpo cuyo rostro estaba sepultado en la hierba. La presión sobre mi tobillo no se aflojó. Incluso parecía estar tirando de mí.

»Logré ponerme de rodillas y sacudí con fuerza mi pierna derecha. Había gritado tan fuerte que esperaba ver aparecer guardias corriendo desde la puerta de entrada. Deseaba que alguien acudiese corriendo. Pero allí no había guardias. Grité llamando a Sanjay, pero no hubo respuesta. Me ardía el tobillo allí donde algo lo estaba agarrando.

»Me obligué a dejar de forcejear, a ponerme en pie. La presión pareció aflojarse. Caí sobre una rodilla y escudriñé lo que me había estado sujetando.

»El cuerpo estaba cubierto por un lienzo sedoso, sujeto con muchos cordones de nailon. Había metido el pie por entre uno de aquellos cabos sueltos, el cual, al dar el paso siguiente, se había enredado. Necesité tan sólo unos segundos para desembarazarme de él.

»Sonreí. Del sedoso sudario sólo surgía una mano pálida, de un blanco macilento a la luz de las estrellas. Con la punta de la sandalia, introduje de nuevo la mano bajo la sábana. Perfecto. Que Sanjay luchase con la carne del muerto como un suministrador de clase catalogada. Sin tocar siquiera el bulto bajo el lienzo, lo enrollé aún más en los sedosos pliegues, utilicé los cordones para atarlo, me cargué al hombro la blanda masa y me puse en marcha, alejándome rápidamente de los oscuros pabellones. A medida que me alejaba cesaba el ruido en la carreta sagrada.

»Sanjay estaba esperando a la sombra del muro.

»—¡Deprisa! —siseó. Eran pasadas las once y nos encontrábamos a millas de distancia del templo Kapalika. Juntos izamos los dos cuerpos por encima del muro.

»El viaje desde los crematorios hasta el templo Kapalika fue una auténtica ristra de pesadillas... de absurdas pesadillas. Nuestros bultos rodaban de un lado a otro en la parte trasera del vehículo al ir sorteando Sanjay la circulación, obligando a las yuntas de bueyes a salirse de la carretera, haciendo saltar a los peatones sobre montones de basura para evitar ser atropellados y encendiendo y apagando frenéticamente las luces para advertir a los camiones que llegaban de frente que no estaba dispuesto a renunciar a su derecho de paso. Por dos veces hubimos de saltar sobre las aceras al pasar por la izquierda. En la noche de Calcuta dejamos una estela de obscenas imprecaciones.

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