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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (27 page)

BOOK: La canción de Kali
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La bolsa marrón estaba en el mismo lugar del armario en el que yo la pusiera. La automática calibre 25 era más pequeña de lo que yo recordaba. Tal vez su mismo aspecto de juguete fue lo que me impulsó a dar el siguiente paso.

Saqué de la bolsa de la farmacia el paquete de hojas de afeitar y la botella de pegamento. Luego calibré el tamaño de los tres libros más grandes, pero sólo el ejemplar en rústica de poesía de Lawrence Durrell parecía responder a mis propósitos. Vacilé antes de comenzar. Durante toda mi vida había aborrecido la idea de estropear un libro.

Me costó cuarenta minutos vaciarlo, siempre preocupado de no llevarme un dedo por delante antes de haber terminado. La papelera estaba llena hasta la mitad de trozos de papel. Daba la impresión de que las ratas hubieran estado royendo el interior del libro durante años, pero la pequeña automática se ajustaba perfectamente al hueco que yo había practicado.

El mero hecho de verlo hacía que el pulso se me acelerara. Seguí diciéndome que siempre podría cambiar de idea y tirar aquella cosa en un callejón cualquiera. A fin de cuentas, el libro resultaría una forma muy conveniente de sacar el arma del hotel para poder arrojarla. O al menos eso me dije.

Pero saqué la pistola de su hueco y con tiento metí el cargador lleno, hasta que hizo clic y encajó. Busqué el seguro pero no pude encontrarlo. Luego volví a introducir la pistola en el libro y encolé cuidadosamente las hojas en vanos puntos.

«Sueño con ello constantemente.»

Sacudí la cabeza y guardé los libros en la bolsa marrón en la que campeaba el rótulo «LIBRERÍA DE MANNY». El de Durrell era el tercero empezando por abajo.

Eran las ocho cincuenta de la noche. Cerré la habitación y atravesé velozmente el vestíbulo. Fue entonces cuando se abrieron las puertas del ascensor y salió de él Amrita llevando a Victoria en sus brazos.

13

Y medianoche, gritos bestiales...
¿Quién es enemigo de quién, quién...
En la ferocidad de esta falsa ciudad?

SIDDHESWAR SEN

—Ha sido espantoso, Bobby. El vuelo de la una se retrasó hasta las tres. Permanecimos allí sentadas tiempo y tiempo y durante la mayor parte de éste no funcionó el aire acondicionado. La azafata aseguró que se trataba de un problema técnico, pero un hombre de negocios de Bombay, sentado junto a mí, me comentó que existían disensiones entre el piloto y el ingeniero de vuelo. Afirmó que ya había pasado varias veces durante las últimas semanas. Luego hicieron volver al aparato a la terminal y todos tuvimos que bajarnos. Victoria me había llenado de babas y no tuve tiempo de ponerme la otra blusa que llevaba en el maletín. Te aseguro que fue espantoso, Bobby.

—Mmm —dije consultando mi reloj. Eran exactamente las nueve.

Amrita estaba sentada en la cama, pero yo seguía plantado junto a la puerta abierta. No podía creer que ella estuviera realmente allí con Victoria. Mil veces mierda. Sentía deseos de agarrarla y sacudirla furiosamente. Me sentía mareado por la fatiga y la confusión.

—Luego nos propusieron que tomáramos otro vuelo a Delhi con escalas en Benarés y Khajuraho. Habría tenido el tiempo justo de enlazar con la Pan Am si hubiera despegado a su hora.

—Pero no lo hizo —dije con voz neutra.

—Claro que no. Y no trasladaron nuestro equipaje. Aun así pensé en tomar el vuelo de las siete treinta para Bombay y volar con la British Airways a Londres, pero el primer vuelo desde Bombay hubo de cambiar de rumbo hasta Madras a causa de un problema con las luces de aterrizaje en el aeropuerto de Calcuta. Volvieron a programar el vuelo para las once, pero estaba agotada, y además Victoria se había pasado horas llorando...

—Comprendo —dije.

—Telefoneé una y otra vez pero tú no estabas, Bobby. El gerente prometió darte mi mensaje.

—Pues no lo hizo. Lo vi cuando llegué y no me dijo palabra.

—Ese
matyeryebyets
—farfulló Amrita—. Me lo prometió.

Amrita nunca juraba a menos que lo hiciera protegida por el anonimato de otro idioma. Sabía que yo no hablaba ruso. Lo que no sabía era que precisamente esa palabrota había sido la favorita de mi abuelo polaco para referirse a todos los rusos.

—No importa —aseguré. «Esto lo cambia todo.»

—Lo siento, pero no podía pensar en otra cosa que en darme una ducha fría, dar de comer a Victoria e irme de aquí mañana contigo.

—Está bien. —Me acerqué a ella y la besé en la frente. No recordaba haber visto nunca antes a Amrita tan trastornada—. Todo va bien. Nos iremos mañana por la mañana. —Consulté de nuevo mi reloj. Eran las nueve y ocho minutos—. Volveré en seguida.

—¿Tienes que irte?

—Sí, durante unos minutos. Tengo que entregar estos libros a cierta persona. No tardaré nada, pequeña. —Me detuve en la puerta—. Escucha: asegúrate de que quede bien cerrada y echa la cadena, ¿de acuerdo? No abras la puerta a nadie, sólo a mí. Si suena el teléfono déjalo sonar. No contestes. ¿Me has entendido bien?

—Pero ¿por qué? ¿Qué...?

—Haz lo que te digo, maldición. Estaré de regreso dentro de treinta minutos más o menos. Por favor, Amrita, haz lo que te digo. Te lo explicaré después.

Di media vuelta para salir, pero me detuve al ver a Victoria agitando los brazos y las piernas sobre la manta en la que la había colocado Amrita para cambiarla. Atravesé la habitación y levanté en el aire a la niña, soplándole ruidosamente sobre el estómago. Estaba desnuda, suave, retorciéndose de alegría. Me dedicó una gran sonrisa e intentó cogerme la nariz con sus dos manitas gordezuelas. Olía a champú para niños de Johnson & Johnson, y su piel estaba increíblemente suave. La volví a dejar, haciendo rodar sus piernas con mis manos como si fuera en bicicleta.

—Cuida de mamá hasta que yo vuelva, ¿de acuerdo, enanita?

Victoria dejó de agitarse y me miró con expresión solemne.

La besé otra vez en el estómago, acaricié la mejilla de Amrita y salí presuroso.

Nunca llegué al Kalighat. Acababa de salir del hotel y estaba pensando en cómo librarme del libro de Durrell cuando el Premiere negro se detuvo frente a mí. Conducía el hombre corpulento vestido de caqui. Un desconocido abrió la puerta de atrás.

—Suba, por favor, señor Luczak.

Retrocedí sujetando con fuerza la bolsa de los libros.

—Yo... había acordado que iría... a reunirme con alguien en el Kalighat —dije estúpidamente.

—Por favor, suba.

Permanecí inmóvil durante varios segundos. Luego miré a un lado y a otro de la calle. La entrada del hotel se encontraba a unos pocos pasos. Una joven pareja india de aspecto acaudalado reía bajo la marquesina mientras los mozos sacaban su equipaje de un Mercedes negro.

—Mire —dije—. Esto es lo que le había prometido.

Alargué la bolsa al hombre sentado en el asiento de atrás. No hizo el menor ademán para coger los libros.

—Haga el favor de entrar, señor Luczak.

—¿Por qué?

El hombre suspiró y se frotó la nariz.

—El poeta desea verle. Será breve. Dice que usted estuvo de acuerdo.

El conductor corpulento frunció el ceño y se giró en su asiento como para decir algo. El hombre del asiento trasero le puso ligeramente la mano en la muñeca y fue él quien habló.

—El poeta tiene algo que desea darle. Suba, por favor, señor Luczak.

Me asombré de mí mismo al encontrarme inclinándome para entrar en el vehículo. La portezuela se cerró de golpe y nos sumergimos en el tráfico. En la noche de Calcuta.

Lluvia y llamas. Carreteras, bocacalles, callejas y encenagados surcos dejando atrás grandes ruinas. El centelleo de las linternas y las luces reflejadas de la ciudad. Y durante todo aquel tiempo yo esperaba que el Kapalika se volviera hacia mí, me exigiera inspeccionar los libros. Supuse que a eso seguirían los gritos y los golpes.

Viajábamos en silencio. Yo mantenía la bolsa de libros sobre las rodillas y el rostro vuelto hacia la ventanilla, aun cuando recuerdo que no vi muchos detalles salvo mi pálido reflejo mirándome a su vez. Finalmente nos detuvimos ante una gran verja de hierro. Cerca, en alguna parte, dos altas chimeneas de ladrillo arrojaban sus llamas a la noche. Aquél no era el camino que recorriera antes. Un hombre de negro apareció bajo la llovizna y abrió la puerta para que pasáramos.

Los faros iluminaron edificios de ladrillo vacíos, vías muertas de ferrocarril y una pequeña montaña de tierra sobre la que se encontraba un camión abandonado, medio enterrado por la maleza. Cuando finalmente nos detuvimos lo hicimos ante una gran puerta iluminada por una bombilla amarilla. Los insectos se precipitaban sobre aquella luz.

—Salga, por favor.

Había puertas y corredores. Dos hombres de negro portando linternas se unieron a nosotros. Desde alguna parte llegaban en sordina el rasgueo de sitares y el golpear de tambores. Al final de una angosta escalera nos detuvimos y los hombres de negro se dirigieron en tono enérgico al conductor. Entonces comenzó el registro.

Uno de los hombres cogió la bolsa de libros. Yo permanecí impasible mientras unas manos rudas me palpaban los costados, hurgaban por la parte interior de los muslos y recorrían rápidamente mis piernas de arriba abajo. El conductor abrió el paquete y sacó los tres primeros ejemplares en rústica. Los hojeó casi con furia y arrojándolos a un lado sacó un libro más grande encuadernado. No era la antología de Durrell. El hombre de caqui volvió a guardarlos en la bolsa, la dobló y me la alargó sin decir palabras.

Yo permanecí allí plantado y empecé a respirar de nuevo.

El Kapalika de negro me hizo un ademán con la linterna para que lo siguiera por otra corta escalera y luego a la derecha por un angosto vestíbulo. Mantuvo la puerta abierta y entré.

La habitación no era más grande que la primera en la que me había encontrado con Das, pero en ésta no había cortinas. Sobre una estantería de madera había una lámpara de queroseno junto con una taza de porcelana, algunos boles de madera, unos cuantos libros y una minúscula estatua en bronce de Buda. Era extraño que el avatar de Kali conservara cerca de sí una imagen de Buda.

Das se encontraba sentado en el suelo, cruzado de piernas, junto a una mesa baja. Estaba examinando un libro delgado, pero al entrar yo levantó la vista. Aquella luz más fuerte hacía mucho más evidente su aflicción.

—¡Ah, señor Luczak!

—Señor Das.

—Ha sido muy amable al volver.

Paseé la vista por la pequeña habitación. Al fondo, una puerta abierta conducía a la oscuridad. De alguna parte llegaba el olor a incienso. Podía escuchar levemente el rasgueo discordante de una sitar.

—¿Son ésos los libros? —preguntó Das, señalando desmañadamente con las manos fuertemente vendadas.

—Sí.

Me arrodillé en el suelo de madera y dejé el paquete sobre la mesa baja. Una ofrenda. La linterna siseaba. La luz de un amarillo verdoso iluminaba círculos de escamosa putrefacción en la mejilla derecha del poeta. Unas profundas grietas en su cuero cabelludo destacaban blanquecinas sobre la piel más oscura. Los agujeros donde Das tuviera la nariz estaban medio obstruidos por mucosidades y al respirar el pecho le silbaba de forma audible por encima del siseo de la linterna.

—¡Aaahh! —suspiró Das. Apoyó la mano casi con reverencia sobre el papel arrugado—. La Librería de Manny. Sí, lo conocía bien, señor Luczak. Una vez, durante la guerra, vendí a Manny mi colección de poetas románticos, pues escaseaba el dinero para el alquiler. La conservó apartada hasta que pude comprársela de nuevo años más tarde. —Los ojos grandes y húmedos de Das se volvieron para mirarme. Una vez más me sentí más que abrumado por la conciencia del dolor perceptible en ellos—. ¿Trajo el Edwin Arlington Robinson?

—Sí —contesté. Me tembló la voz y carraspeé con fuerza para aclararme la garganta—. No estoy seguro de que me merezca la misma opinión que a usted. Tal vez deba analizarlo mejor, su
Richard Cory
no es, en realidad, digno de un poeta. No alienta esperanza alguna.

—A veces no hay esperanza —musitó Das.

—Siempre queda algo de esperanza, señor Das.

—No, señor Luczak, no la hay. A veces no hay más que dolor. Y aceptación del dolor. Y, acaso, desafío al mundo que exige tal dolor.

—El desafío es una forma de esperanza, ¿no cree, señor?

Das me miró durante un largo momento. Luego, tras una rápida ojeada a la oscura habitación que se abría al fondo, cogió el volumen que había estado leyendo.

—Este es para usted, señor Luczak.

Lo dejó sobre la mesa para que yo no tuviese que cogerlo de sus manos.

Era un libro viejo, delgado, bellamente encuadernado, con páginas de grueso y resistente pergamino. Pasé suavemente la mano sobre el material repujado de la portada y lo abrí. Las gruesas páginas no habían amarilleado y tampoco se habían vuelto quebradizas con la edad. Tampoco se había endurecido el lomo. Todo en aquel delgado volumen revelaba un exquisito trabajo de artesanía hecho con minucioso cuidado.

Algunos de los poemas estaban en bengalí, otros en inglés. Reconocí estos últimos de inmediato. En la guarda aparecía una larga inscripción en bengalí, pero la misma mano había escrito una nota final en inglés: «Para el joven Das, el más prometedor de mis "Ocho Elegidos". Con todo afecto.» La firma hubiera resultado indescifrable de no haberla visto en fecha muy reciente, detrás de cristal, apresuradamente garrapateada al final del discurso de aceptación del Premio Nóbel. «Rabindranath Tagore, marzo de 1939.»

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