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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (28 page)

BOOK: La canción de Kali
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—No puedo aceptarlo, señor.

Das se limitó a mirarme. Sus ojos eran más viejos que el tiempo, tristes y sin embargo iluminados por un designio que yo no había visto antes. Se me quedó mirando y no dije nada más.

Un temblor sacudió el cuerpo del poeta y comprendí el esfuerzo que debía de representar para él el hablar, el concentrarse. Me levanté para despedirme.

—No —musitó Das—. Más cerca.

Hinqué una rodilla. Había un olor que manaba de la carne putrefacta del pobre hombre. Se me puso la carne de gallina al inclinarme hacia él para oír mejor...

—Hoy hablé de poder —dijo con voz rasposa—. Toda violencia es poder. Ella es ese poder. No conoce límites. El tiempo nada significa para Ella. Ésta es Su era. Su canto no tiene final. Su era ha llegado una vez más, ¿comprende?

Luego empezó a hablar en bengalí, seguidamente farfulló en francés para terminar con un torrente de hindi. Desvariaba. Tenía la mirada perdida y el dolorido y sibilante cúmulo de palabras no tenía sentido alguno.

—Sí —asentí tristemente.

—Violencia es poder. Dolor es poder. Es la era de Ella. ¿No lo ve? —Su voz subió de tono hasta convertirse en un grito. Quise hacerle bajar la voz antes de que los Kapalikas entraran precipitadamente, pero fue incapaz de hacer otra cosa que permanecer allí, con una rodilla en el suelo, escuchando. La luz de la lámpara osciló al ritmo de su agitado siseo—. El equilibrio no puede mantenerse. ¡Por el mundo se extiende la anarquía pura y simple! El canto acaba de empezar...

El anciano se inclinó hacia delante, exhalando el reseco hálito de sus pulmones enfermos. Parecía que recuperara el dominio de sí mismo. En sus ojos se extinguió la mirada extraviada y demencial, siendo sustituida por una terrible lasitud. La mano leprosa acariciaba el montón de libros sobre la mesa como si se tratase de un gato. Cuando finalmente habló su voz era tranquila, casi la de un conversador.

—Sepa esto, señor Luczak. Esta es la era de lo indecible. Pero hay actos más allá de lo indecible.

Clavé los ojos en él, pero Das no me miraba a mí. No miraba a nada en la habitación.

—Siempre hemos sido capaces de perpetrar lo indecible —musitó—. Ella puede perpetrar lo increíble. Ahora somos libres de seguir.

Das calló. Tenía la barbilla empapada de saliva. En ese momento supe que su mente había quedado dañada. El silencio se prolongó durante varios minutos. Finalmente, con un gran esfuerzo, recuperó el dominio de sí mismo y fijó en mí su mirada. Una mano que era un muñón carcomido envuelto en sucios y apestosos harapos se alzó en cálida bendición.

—Váyase. Ahora váyase. Váyase.

Salí vacilante al corredor, temblando violentamente. Unas linternas rompían la oscuridad delante de mí. Una mano áspera me quitó el volumen de Tagore y después de examinarlo me lo devolvió. Lo agarré con ambas manos y seguí el círculo de luz a través del laberinto de vestíbulos y escaleras.

Estábamos ya ante la puerta abierta. Podía ver el coche y oler la lluvia cuando, de repente, sonaron dos disparos. Dos disparos como dos trallazos, casi simultáneos, sonando categóricos y definitivos en la oscuridad.

Los cuatro hombres se detuvieron y empezaron a gritarse unos a otros en bengalí, y luego subieron corriendo de nuevo las escaleras. Durante varios segundos quedé solo ante la puerta abierta. Contemplé con la mirada vacía la oscuridad y la lluvia. Estaba como embotado, incrédulo, temeroso de actuar, apenas capaz de pensar. Y entonces el hombre corpulento vestido de caqui corrió otra vez escaleras abajo y me agarró por la pechera de la camisa, arrastrándome al piso superior junto a los demás hombres.

La lámpara seguía encendida con su fría luz blanca. Focos de linternas oscilaron y finalmente convergieron. Me empujaron hacia delante entre un montón de hombres, más allá del círculo de ruidos, hasta el centro silencioso.

Das parecía descansar con la cabeza sobre la mesa. La pequeña pistola cromada, que sujetaba firmemente con la mano izquierda, la tenía obscenamente introducida en la carcomida boca. Tenía uno de los ojos casi cerrado, mientras que el otro mostraba tan sólo su blanco y parecía salírsele como si dentro del destrozado cráneo hubiera todavía una gran presión. Se había formado un charco de sangre oscura que brotaba incesante de la boca, los oídos y las cuencas de la nariz. El ambiente estaba cargado con olor a incienso y cordita.

Hubo gritos. En la habitación se encontraban al menos ocho o nueve hombres, y había más en el oscuro vestíbulo. Un hombre chillaba. Otro me golpeó accidentalmente en el pecho al agitar los brazos en alto. El hombre de caqui, alargando la mano, apartó la pistola de las mandíbulas apretadas de Das, rompiéndole un incisivo. Agitó el arma ensangrentada y lanzó un agudo y largo gemido que lo mismo podía ser una plegaria que una maldición. Más hombres entraron a empujones en la habitación.

«Esto no es real.» No sentía casi nada. En mis oídos había un fuerte zumbido. La agitación que me rodeaba era algo lejano, sin relación alguna conmigo.

Entró otro hombre. Era más viejo, calvo y vestía un sencillo
dhoti
de campesino. Sin embargo la sencillez de su apariencia quedaba contradicha por la deferencia con la que la gente le abría paso. Se quedó mirando por un momento el cuerpo de Das y luego tocó suavemente, casi con reverencia, la cabeza del leproso, de la misma forma en que el poeta tocara mi presente de libros. Luego el hombre volvió unos ojos negros en mi dirección y dijo algo en voz queda a todo aquel gentío.

Infinidad de manos me agarraron por la camisa y los hombros y me llevaron hacia la oscuridad.

Permanecí sentado en una habitación vacía durante un tiempo indeterminado. Llegaban sonidos de detrás de la puerta. Una pequeña lámpara de aceite me daba luz. Seguí sentado en el suelo e intenté pensar en Amrita y Victoria, pero me resultó imposible. No podía concentrarme en nada. Me dolía la cabeza. Al cabo de un tiempo cogí el libro que me habían dejado y leí algunos de los poemas en inglés de Tagore.

Algún tiempo después entraron tres hombres. Uno de ellos llevaba en la mano una taza pequeña con su correspondiente platillo y me la alargó. Vi el humo que ascendía del oscuro té.

—No, gracias —dije, y volví a mi lectura.

—Bebe —ordenó el más corpulento.

—No.

El hombre de caqui me agarró la mano izquierda y me rompió el dedo meñique con un rápido movimiento de muñeca. Grité. El libro cayó al suelo. Me apreté la mano maltratada e intenté calmar el terrible dolor. Me ofrecieron de nuevo el té.

—Bebe.

Tomé la taza y bebí. Me escaldé la lengua con aquel té amargo. Tosí y escupí una parte, pero los tres hombres se mantuvieron vigilantes hasta que lo apuré. Mi meñique tenía una posición casi cómica, y sentí como un nervio de fuego que iba desde la muñeca y el brazo hasta un punto determinado en la base del cuello.

Alguien recogió la taza vacía y dos de ellos salieron. El hombre corpulento sonrió estúpidamente y me dio unos golpecitos en el hombro, como hubiera podido hacerse con un niño. Luego me dejaron solo con el amargo regusto del té y de la cobardía en la boca.

Intenté enderezar el dedo, pero el más mínimo roce me hacía gritar, y casi estuve a punto de perder el conocimiento. Empecé a sudar copiosamente, y sentía la piel fría y pegajosa. Cogí el libro con la mano derecha, di vuelta a la página que había estado leyendo e intenté concentrarme en un poema sobre un encuentro fortuito en un tren. Seguí meciéndome ligeramente y murmurando suaves exclamaciones de dolor.

La garganta me ardía a causa de lo que tuviera aquel té. Unos minutos después las palabras de la página se deslizaron demencialmente hacia la izquierda y huyeron juntas.

Intenté entonces ponerme en pie, pero en ese mismo momento la lámpara de aceite lanzó una cegadora llamarada para sumergirme a continuación en la negrura.

Negrura. Dolor y negrura.

El dolor me sacó de mi propia y reconfortante oscuridad, para sumirme en una ausencia de luz no menos absoluta aunque sí menos benigna. Me encontraba tumbado en lo que al parecer era un frío suelo de piedra. No se veía ni una chispa de luz. Me senté y lancé un grito a causa del dolor que me recorrió el brazo izquierdo. El dolor se hacía más fuerte con cada movimiento.

Tanteé a mi alrededor con la mano derecha. Nada. Piedra fría y aire húmedo y caliente. La última vez que me encontré en una oscuridad tan absoluta ocurrió en Missouri, yendo con unos amigos en una excursión de espeleología, al apagarse nuestras lámparas de carburo. Era una oscuridad claustrofóbica, que lo empujaba a uno hacia su propio interior. Gemí al venirme a la cabeza una idea: ¿y si me hubieran dejado ciego?

Pero al tocarme presuroso los párpados no encontré nada anormal. La cara no me dolía, sólo sentía el angustioso vértigo producido por el té. «No, gracias», les había dicho. Reí entre dientes, aunque intentando ahogar los entrecortados sonidos lo mejor que pude.

Empecé a arrastrarme, apretando la mano palpitante contra el pecho. Mis dedos tropezaron con una pared; cemento resbaladizo o piedra. ¿Me encontraba en algún lugar subterráneo?

El vértigo se acentuó al ponerme en pie. Me apoyé en el muro apretando el rostro contra la fría superficie. Comprobé rápidamente que seguía vistiendo mi propia ropa. Pensé en registrarme los bolsillos. En los de la camisa seguía teniendo el recibo de las líneas aéreas, mi bloc de notas más reducido, un rotulador y restos de arcilla de la piedra que había cogido en la otra ocasión. En los bolsillos del pantalón estaban la llave de la habitación, la cartera, unas monedas, una tira de papel y la carterita de cerillas que Amrita me diera.

¡Cerillas!

Me obligué a sostener en la maltratada mano izquierda la cajetilla mientras encendía una y, protegiéndola, la levantaba.

La habitación era de hecho una alcoba, tres paredes sólidas y una cortina negra. Una sensación de
deja vu
me vino a la boca. Antes de que la cerilla me quemara los dedos tuve tiempo de apartar un poco la cortina para recibir la impresión de una mayor oscuridad tras ella.

Esperé, aguzando el oído. Sentí corrientes de aire sobre la cara. No me atrevía a encender otra cerilla por si alguien aguardaba en la otra habitación. Por encima del sonido entrecortado de mi respiración podía oír un tono susurrante y callado. La respiración de un gigante. O de un río.

Tanteando con el pie me deslicé por detrás del grueso tejido entrando en un inmenso espacio abierto. No podía ver nada pero lo «sentí» inmenso. El aire parecía ligeramente más fresco y lo agitaban corrientes causales, trayendo hasta mí el aroma del incienso y algo más pesado, tan denso y agobiante como la basura después de una semana.

Di unos cuantos pasos agitando cautelosamente la mano derecha delante de mí e intentando no recordar las imágenes, filtradas entre los recuerdos de salmodias inglesas, que a pesar de todo surgían en mi mente. Veinticinco escalones me pusieron en contacto con la nada. Los Kapalikas podían volver en cualquier momento. Podían estar allí. Eché a correr. Corrí sin rumbo fijo, con la boca abierta, apretando contra mí la mano izquierda.

Algo me golpeó en la cabeza. Vi puntitos de todos los colores y caí, golpeándome contra la piedra y volviendo a caer. Aterricé sobre la mano izquierda y grité por el dolor y el sobresalto. La carterita de cerillas se escurrió de entre mis dedos. Arrodillándome palpé el suelo, buscándolas como un loco, haciendo caso omiso del dolor, esperando recibir en cualquier momento un segundo golpe.

Mi mano derecha encontró el cuadradito de cartulina. Temblaba tanto que sólo al tercer intento logré encender la primera cerilla. Mi mirada siguió la luz hacia arriba. Me encontraba arrodillado en la base del ídolo de Kali. Mi cabeza había golpeado contra su mano, bajada y extendida. Parpadeé al sentir la sangre caerme sobre el ojo derecho desde la ceja.

Me puse en pie a pesar del terrible vértigo que sentía. Jamás me arrodillaría ante aquella cosa.

—¿Lo oyes bien, puta? —espeté en voz alta a la oscura cara de piedra que se alzaba a poco más de un metro sobre mí—. No me arrodillaré ante ti. ¿Lo oyes?

Los ojos vacíos ni siquiera me miraban. Los dientes y la lengua eran como las de un tebeo infantil de terror.

—Puta —dije, y la cerilla se extinguió.

Me alejé vacilante del bajo estrado, apartándome del ídolo y sumiéndome en el negro vacío. Diez escalones y me detuve. Ahora ya no había motivo para ir tanteando en la oscuridad. Quedaba poco tiempo. Encendí una cerilla y la sostuve hasta que prendió en el recibo de las líneas aéreas. Al levantarla, mi diminuta antorcha proyectó un círculo de luz de unos cuatro metros. Miré en derredor buscando una puerta o una ventana. Me quedé inmóvil hasta que el papel encendido me quemó la mano.

El ídolo había desaparecido.

El pedestal y el estrado donde estuviera un segundo antes aparecía vacío.

Fuera del círculo de luz agonizante algo rascó y arañó. Hubo un movimiento a mi izquierda y luego tuve que soltar el papel encendido y retornó la oscuridad.

Encendí otra cerilla. Su leve llama apenas me iluminaba a mí. Saqué el otro bloc de notas del bolsillo de mi sahariana, arranqué algunas páginas con los dientes y cambié de mano. La cerilla se apagó. Oí un ruido a menos de tres metros, en la oscuridad.

Otra cerilla. Escupí las arrugadas hojas que tenía entre los dientes y arrodillándome les acerqué la llama antes de que muriera el centelleo azulado. Brotó la luz de la diminuta pira.

Aquella cosa se detuvo a medio camino. Se arrastraba sobre seis extremidades, como una inmensa araña lampiña, pero unos dedos se agitaban en las puntas de algunos de sus miembros. El cuello se arqueó alzando hacia mí el delgado rostro. Los senos colgaban como huevos del vientre de un insecto.

«No eres real.»

Kali abrió la boca y silbó en mi dirección. Su mandíbula se descolgó. La lengua carmesí se deslizó hacia afuera diez centímetros, veinte. Se extendió como blanda cera carmesí hasta tocar el suelo, donde enrolló la punta como una serpiente rastreadora, y avanzó con rapidez hacia mí, a través de la fría piedra.

Entonces grité. Volví a gritar y acerqué a la llama el resto de mi bloc de notas. Luego cogí la cartulina ardiendo y me dirigí hacia la sibilante pesadilla.

La lengua golpeó de costado, casi alcanzándome el pie, y la aparición se arrastró hacia atrás sobre seis extremidades combadas hasta desaparecer en la oscuridad, más allá de mi vacilante círculo de luz. El bloc de notas empezaba ya a quemarme los dedos. Arrojé lo que quedaba en dirección a aquellos ruidos rasposos y eché a correr en dirección contraria.

BOOK: La canción de Kali
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