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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (3 page)

BOOK: La canción de Kali
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—No tengo inconveniente —me aseguró Amrita—. Me gustará mucho ver de nuevo a mis padres.

—Pero la India —le dije—. Calcuta... ¿Quieres ir allí?

—No me importa si puedo ser de ayuda —dijo.

Me puso sobre el hombro el pañal doblado y limpio y me dio a Victoria. Froté la espalda de la niña sintiendo su calor, oliendo su aroma a leche y bebé.

—¿Estás segura de que no te creará problemas con tu trabajo? —le pregunté. Victoria se retorció entre mis manos alargando la suya regordeta hacia mi nariz. Le soplé en la palma y la niña rió, eructando luego.

—En modo alguno —afirmó Amrita, aunque yo sabía que los tendría. Tenía que empezar a dar clases en un nuevo curso de matemáticas a los nuevos graduados de la Universidad de Boston antes de finales de agosto, y yo sabía la ardua preparación que tenía ante ella.

—¿Tienes ganas de volver a ver la India? —inquirí.

Victoria había acercado su cabeza a mi mejilla y babeaba feliz sobre mi cuello.

—Tengo curiosidad por compararla con la India que yo recuerdo —dijo Amrita.

Su voz era suave, modulada por los tres años en Cambridge, pero en modo alguno sincopada, según el más puro estilo británico. Escuchar a Amrita era como si te acariciara una mano firme aunque bien engrasada.

Amrita tenía siete años cuando su padre trasladó su empresa de ingeniería de Nueva Delhi a Londres. Los recuerdos de la India que compartía conmigo se basaban en el estereotipo de una cultura desbordante de ruido, confusión y discriminación de castas. Nada podía ser más ajeno al propio carácter de Amrita. Era la esencia física de la dignidad tranquila, aborrecía el ruido y el estruendo de cualquier tipo, la aterraba la injusticia, y su mente había estado sometida a la disciplina del ritmo perfectamente ordenado de la lingüística y las matemáticas.

En cierta ocasión Amrita me había descrito su hogar en Delhi y el apartamento de Bombay donde ella y sus hermanos pasaban los veranos con su tío. Paredes desnudas cubiertas de mugre y de viejas huellas digitales, ventanas abiertas, sábanas ásperas, lagartos deslizándose de noche por las paredes, en fin, la sórdida mezcolanza de todo aquello. Nuestra casa cerca de Exeter estaba limpia y abierta como el sueño de un diseñador escandinavo, todo el mobiliario en madera natural pulimentada, confortables asientos modulares, paredes de un blanco inmaculado y obras de arte iluminadas por luces indirectas.

El dinero de Amrita fue lo que hizo posible la construcción de nuestra casa y nuestra pequeña colección de arte. Ella solía llamarlo en broma su «dote». En un principio yo protesté. En 1969, primer año de nuestro matrimonio, declaré unos ingresos anuales de cinco mil setecientos treinta y dos dólares. Había dejado mi trabajo como profesor en el Wellesley College y consagraba toda mi jornada a escribir y preparar la edición. Vivíamos en un apartamento de Boston en el que hasta las ratas tenían que caminar encogidas. No me importaba. Estaba dispuesto a sufrir lo indecible por mi arte. Pero a Amrita sí que le importaba. Jamás discutió. Se mostró de acuerdo con el principio de fondo de mi argumento, sobre la no utilización de su fondo en fideicomiso. Pero en 1972 hizo el pago inicial de nuestra casa más algo menos de dos hectáreas, y compró la primera de nuestras nueve pinturas, un pequeño boceto al óleo de Jamie Wyeth.

—Está dormida —señalo Amrita—. Puedes dejar de mecerla.

Bajé la mirada y vi que tenía razón. Victoria estaba profundamente dormida, con la boca abierta y los puños medio cerrados. Sobre mi cuello sentía su respiración suave y rápida. Continué meciéndola.

—¿Y si la entramos? —preguntó Amrita—. Está refrescando mucho.

—Dentro de un minuto —dije. La palma de mi mano era más grande que la espalda del bebé.

Cuando nació Victoria yo tenía treinta y cinco años y Amrita treinta y uno. Durante años yo había estado repitiendo a todos cuantos querían oírme, y también a algunos que no lo querían, lo que opinaba sobre la locura de traer hijos al mundo. Hablaba de la superpoblación, de la injusticia de someter a los jóvenes a los horrores del siglo XX y de la estupidez de las gentes al tener hijos no deseados. Amrita tampoco discutió nunca conmigo sobre esa cuestión, aun cuando dado su entrenamiento en lógica pura sospecho que en dos minutos hubiera echado por tierra todos mis argumentos, pero en algún momento, a principios de mil novecientos setenta y seis, allá por la época de las primarias de nuestro estado, Amrita decidió unilateralmente prescindir de la píldora. Nuestra hija Victoria nació el veintidós de enero de mil novecientos setenta y siete, dos días después de que Jimmy Carter entrara en la Casa Blanca tras su toma de posesión.

Yo nunca habría elegido el nombre de Victoria, pero en mi fuero interno me sentía encantado con él. Amrita fue la primera en sugerirlo durante un caluroso día de julio y bromeamos sobre ello. Al parecer uno de sus primeros recuerdos era la llegada en tren a la Estación Victoria de Bombay. Aquel edificio inmenso, uno de los vestigios del Raj británico que aún hoy en día sigue caracterizando a la India, había prácticamente deslumbrado a Amrita. Desde aquel momento el nombre Victoria traía consigo ecos de belleza, elegancia y misterio. Así que en un principio bromeamos sobre lo de llamar al bebé Victoria, pero para la Navidad de 1976 teníamos la certeza de que ningún otro nombre se adaptaría tan perfectamente, en el caso de que fuera niña.

Antes de que Victoria naciera yo solía burlarme de parejas conocidas que parecían haber sufrido una lobotomía con el nacimiento de sus hijos. Personas de gran inteligencia con quienes habíamos disfrutado en infinitas ocasiones discutiendo sobre política, prosa, la muerte del teatro o el declive de la poesía, nos abrumaban con detalles sobre el primer diente de su hijito o se pasaban horas contándonos al dedillo el primer día de la pequeña Heather en el parvulario. Por mi parte juraba que nunca caería en semejante aberración.

Pero con nuestra hija era «diferente». El desarrollo de Victoria era digno de un estudio serio por parte de cualquiera. Yo mismo me sentía absolutamente fascinado por sus primeros ruidos y sus movimientos en extremo desmañados. Incluso la desagradable operación de cambiarla de pañales podía resultar realmente deliciosa cuando mi hija, «mi» hija, agitaba sus gordezuelos brazos y me miraba con lo que a mí me parecía un cariñoso aprecio del hecho de que su padre, «conocido poeta», se dedicara por ella a menesteres tan a ras de tierra. Cuando a las siete semanas nos bendijo una mañana con su primera sonrisa verdadera, telefoneé de inmediato a Abe Bronstein para hacerlo partícipe de la buena nueva. Abe, que era bien conocido tanto por no levantarse jamás antes de las diez y media de la mañana como por su sentido de la buena prosa, me felicitó al tiempo que me hacía observar amablemente que lo estaba llamando a las cinco cuarenta y cinco de la madrugada.

Y ahora que Victoria tenía ya siete meses, resultaba más palpable que se trataba de una niña muy dotada. Casi un mes antes había aprendido a jugar a, «¡Tan grande, tan grande!», y con semanas de antelación a ello había dominado el juego del escondite. Iba camino de los seis meses y medio, indicio seguro de gran inteligencia pese a los comentarios en contra de Amrita, y no me preocupaba en modo alguno el hecho de que los intentos locomotores de Victoria la condujeran invariablemente hacia atrás. Cada día aumentaba de manera constante su habilidad para el lenguaje y aun cuando yo no había sido capaz de extraer un «papá» o un «mamá» de aquel entresijo de sílabas, incluso pasando mis grabaciones a velocidad reducida, Amrita me aseguraba con una leve sonrisa que le había oído decir varias palabras completas en ruso o alemán y, en cierta ocasión, una frase completa en hindi. Entretanto yo leía todas las noches a Victoria, alternando «Madre Gansa» con Wordsworth, Keats y fragmentos cuidadosamente elegidos de los
Cantos
de Pound. La niña mostraba preferencias por estos últimos.

—¿No crees que deberíamos irnos a la cama? —preguntó Amrita—. Mañana tenemos que levantarnos temprano.

En la voz de Amrita algo captó mi atención. Había ocasiones en que preguntaba «¿No crees que deberíamos irnos a la cama?» y otras en que la pregunta era «¿
No crees que deberíamos irnos a la cama
?». Esta vez fue la segunda.

Acosté a Victoria en su cuna, arropándola bien. Me quedé un minuto mirándola, tumbada boca abajo, cubierta con la ligera colcha, rodeada de sus animales de peluche, su cabeza contra la almohadilla amortiguadora. La luz de la luna se derramaba sobre ella como una bendición.

Al cabo de un rato bajé, cerré la casa, apagué las luces y me dirigí de nuevo arriba, donde Amrita me esperaba en el lecho.

Mucho más tarde, durante los últimos segundos en que hicimos el amor, me volví para mirarle el rostro como buscando la respuesta a preguntas no formuladas, pero una nube había ocultado la luna y todo quedó perdido en la repentina oscuridad.

3

¿Te gustaría conocer Cálenla?

Entonces prepárate a olvidarla.

SUBRATA CHAKRAVARTY

Llegamos a Calcuta a medianoche, procedentes del norte, atravesando la bahía de Bengala.

—Dios mío —susurré. Amrita se inclinó por delante de mí para escudriñar por la ventanilla.

Siguiendo el consejo de sus padres, habíamos volado con la BOAC hasta Bombay para pasar allí la aduana. Hasta entonces todo se había desarrollado a las mil maravillas, pero el vuelo de enlace con Air India hasta Calcuta se había retrasado tres horas a causa de problemas técnicos. Finalmente se nos permitió subir a bordo, pero hubimos de permanecer allí sentados, en la terminal, durante otra hora, sin luces ni aire acondicionado, pues habían sido retirados los generadores exteriores. Un hombre de negocios que se encontraba en la fila delante de nosotros comentó que durante tres semanas el vuelo Bombay-Calcuta había salido cada día con retraso a causa de un desacuerdo entre el piloto y el ingeniero de vuelo.

Una vez en el aire el avión se desvió bastante más hacia el sur debido a fuertes tormentas con aparato eléctrico. Victoria se mostró muy agitada durante parte de la noche, pero al final se quedó dormida en brazos de su madre.

—¡Dios mío! —repetí.

Abajo se extendía Calcuta, unos seiscientos kilómetros cuadrados de ciudad. Una galaxia de luces después de la absoluta negritud de las nubes altas y la bahía de Bengala. Calcuta, a medianoche, centelleaba con incontables linternas, fogatas y un extraño y suave destello, una fosforescencia casi fungosa, que manaba de millares de fuentes invisibles. En lugar de la esperada sucesión urbana de líneas rectas, calles, carreteras, aparcamientos, la miríada de fuegos de Calcuta parecía dispersa y caótica, una revuelta constelación rota tan sólo por la oscura curva del río. Me imaginé que ése sería el aspecto que debieron de presentar Londres o Berlín ardiendo ante las aterradas tripulaciones de los bombarderos durante la guerra.

Después las ruedas entraron en contacto con la tierra, la terrible humedad invadió la fresca cabina y de inmediato nos encontramos fuera, formando parte del desordenado tropel que se abría camino en dirección a la entrega de equipajes. La terminal era pequeña y sucia. A pesar de lo avanzado de la hora, un gentío sudoroso empujaba y voceaba por doquier en derredor nuestro.

—¿No iba a venir alguien a recibirnos? —preguntó Amrita.

—Sí. —Rescaté nuestras cuatro maletas de la deteriorada cinta continua que transportaba los equipajes. Se palpaba la histeria en aquella humanidad de camisa blanca y sari que ocupaba el pequeño edificio—. Esta mañana hablé con el Sindicato de Escritores Bengalíes. Al parecer un tipo llamado Michael Leonard Chatterjee iba a llevarnos al hotel, pero llegamos con horas de retraso. Probablemente se habrá ido a casa. Intentaré encontrar un taxi.

Una mirada hacia la puerta, bloqueada por hombres vociferantes que hacían llamativos gestos, me indujo a quedarme junto a las maletas.

—¿Señor y señora Luczak? ¿Robert Luczak?

—Loo-zack —dije, corrigiendo de manera automática la pronunciación—. Sí, soy Robert Luczak. —Miré al hombre que se había abierto camino hasta nosotros. Era alto y flaco, llevaba unos sucios pantalones marrones y una camisa blanca que se veía gris y mugrienta bajo la verde luz fluorescente. Su rostro parecía bastante joven, posiblemente en la veintena, e iba perfectamente afeitado, pero el negro pelo se alzaba en grandes mechones eléctricos y sus ojos, oscuros y penetrantes, daban una impresión de tal intensidad que era casi una sensación de violencia contenida. Sus cejas eran unos trazos oscuros y poblados que casi se unían sobre un depredador pico de halcón. Avancé a medias y dejé caer una maleta para poder darle la mano derecha—. ¿Señor Chatterjee?

—No, no he visto al señor Chatterjee —replicó con voz estridente—. Soy M. T. Krishna—. En un principio, debido al ruido y al pesado sonsonete del dialecto, me pareció que decía «vacío Krishna»
[1]
.

Alargué la mano, pero Krishna se había vuelto para abrirnos camino hacia el exterior. Utilizaba el brazo derecho para apartar a la gente...

—Por aquí, por favor. Deprisa, deprisa.

Hice una seña a Amrita y cogí tres de las maletas. Por increíble que pudiera parecer Victoria seguía durmiendo pese al calor y al alboroto.

—¿Es usted del Sindicato de Escritores? —pregunté.

—No, no, no. —Krishna habló sin volver la cabeza—. Soy profesor a media jornada, ¿comprende? Tengo contactos con la Fundación Educación de Estados Unidos en la India. El señor Abraham Bronstein, de Nueva York, que es un viejo y muy buen amigo del señor Shah, mi superintendente, se puso en contacto con él y el señor Shah me pidió que les hiciera este favor. Deprisa.

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