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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (2 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Llegué a tener la sensación de que mientras el mundo continuaba su marcha, yo permanecía atascado en el mismo lugar. En el otoño de 1970 cuanto entraba por mis ojos era una invitación a la nostalgia; todo se traducía para mí en un vertiginoso marchitarse de los colores. La luz solar y el aroma de la hierba, y hasta el tenue son de la llovizna, me llenaban de fastidio.

Muchísimas veces soñé con aquel tren nocturno. Siempre el mismo sueño: un expreso cargado de humanidad, en el que reina un ambiente infecto de humo de tabaco y hedor a orines. Tan atestado de gente va, que ni siquiera queda sitio para viajar de pie. Los asientos están cubiertos de vómitos secos. Incapaz de aguantar aquello, me levanto y me apeo en la próxima estación. Pero resulta ser un paraje desolado, donde no brilla ni una sola luz que delate la existencia de una habitación humana. No hay ni empleado del ferrocarril, ni un reloj, ni un tablón de horarios. Nada, absolutamente nada. Éste era mi sueño.

Tengo la impresión de que, durante aquellos meses, más de una vez tuve peleas desabridas con ella. ¿Qué provocaba nuestras discusiones? No lo recuerdo con claridad. ¡Quién sabe si, en realidad, lo que buscaba yo entonces no era enfrentarme conmigo mismo! Sea como fuere, ella no parecía sentirse afectada en lo más mínimo. Puede que incluso —por decirlo acentuando las tintas— llegara a pasárselo en grande con todo aquello. No entiendo por qué.

Quizá lo que esperaba de mí, al fin y al cabo, no fuera precisamente amabilidad. Cuando lo pienso, aún me siento sorprendido. Es algo así como la triste sensación que invade a quien ha tocado con la mano una extraña pared, invisible para sus ojos, suspendida en el aire.

Aún recuerdo con suma claridad aquella tarde fatídica del 25 de noviembre de 1970, el día en que Yukio Mishima se suicidó. Hojas de ginkgo, abatidas por las fuertes lluvias, alfombraban con su tinte amarillento las sendas interiores de los bosquecillos, que parecían el lecho seco de un río. Por esas sendas serpenteábamos los dos dando un paseo, las manos hundidas en los bolsillos de nuestros gabanes. No se oía ningún ruido, aparte del que hacían nuestros zapatos al pisar las hojas caídas y del agudo trinar de los pájaros.

—Oye, ¿qué es lo que te preocupa tanto de un tiempo a esta parte? —me espetó ella, inquisitiva.

—Nada de particular —le respondí.

Tras avanzar unos pasos, se sentó al borde del sendero y dio una buena calada a su cigarrillo. Entonces me senté a mi vez a su lado.

—¿Tus sueños son siempre pesadillas?

—Tengo bastantes pesadillas. Por lo general, sueño que una máquina expendedora de algo se va tragando todas las monedas que llevo encima, cosas así.

Se echó a reír y posó la palma de su mano sobre mis rodillas, aunque acto seguido la retiró.

—No tienes ganas de hablar sobre eso, ¿no?

—Es que no sé si sabría expresarme.

Tiró al suelo su cigarrillo a medio consumir y lo aplastó a conciencia con su calzado deportivo.

—O sea, que te gustaría hablar de ello pero no puedes explicarlo como es debido. ¿No es eso lo que te pasa?

—¡Y yo qué sé! —le respondí.

Con un batir acompasado de alas, se alzaron del suelo dos pájaros que desaparecieron volando, como absorbidos por aquel cielo sin nubes. Durante un rato nos quedamos silenciosos, contemplando el lugar por donde habían desaparecido los pájaros. A continuación, ella se puso a dibujar sobre el terreno algunas figuras indescifrables, valiéndose de una ramita seca.

—Cuando duermo contigo, a veces me siento muy triste.

—Discúlpame. Lo siento de veras —le respondí.

—No es tuya la culpa. Ni tampoco se trata de que, cuando me tienes en tus brazos, estés pensando en otra chica. Eso, al fin y al cabo, da igual. Yo… —enmudeció de pronto, mientras trazaba en la tierra tres líneas paralelas—, la verdad, no lo entiendo.

Permanecí silencioso un buen rato antes de responderle:

—Nunca he tenido, desde luego, la intención de dejarte al margen.

Simplemente, ni yo mismo sé qué me pasa. De veras, me gustaría comprender mi propia situación con absoluta imparcialidad, dentro de lo posible. No pretendo exagerar las cosas ni hacerlas más complicadas de lo que son. Pero eso me llevará tiempo.

—¿Cuánto tiempo? Sacudí la cabeza y contesté:

—Ni idea. Tal vez resuelva el asunto en un año, tal vez me cueste diez años resolverlo.

Ella tiró al suelo la ramita y, levantándose, se sacudió del abrigo la hojarasca seca que se le había adherido.

—¡Buenooo! ¿No te parece que diez años son una eternidad?

—¡Pues claro! —respondí.

A través del bosque, nos dirigimos caminando hacia el campus de la universidad. Una vez allí, tomamos asiento, como de costumbre, en la sala de descanso estudiantil, donde engullimos unos bocadillos. A partir de las dos de la tarde, en el televisor aparecieron sin cesar imágenes de Yukio Mishima. El mando del volumen estaba estropeado, y la voz resultaba casi inaudible, pero eso, al fin y al cabo, nos traía sin cuidado. Tras dar cuenta de nuestros bocadillos, nos tomamos un segundo café. Uno de los estudiantes se subió a una silla y se puso a manipular el botón del volumen, pero se hartó al poco rato, bajó de la silla y se fue.

—Te deseo, nena —le dije.

—¡Estupendo! —replicó con una sonrisa.

Con las manos fundidas en los bolsillos de nuestros gabanes, nos fuimos andando despacio hacia el apartamento.

Me desperté de repente. Ella sollozaba calladamente. Bajo la ropa de la cama sus hombros menudos se agitaban temblorosos. Encendí la estufa de gas y miré el reloj. Eran las dos de la madrugada. En mitad del cielo flotaba una luna blanquísima.

Tras darle un respiro para que se desahogase llorando, puse a hervir agua e hice té echando una bolsita de papel. Compartimos aquel té. Sin azúcar, ni limón, ni leche. Un té caliente, y se acabó. Acto seguido encendí dos cigarrillos y le pasé uno. Ella inhalaba ansiosa el humo para expulsarlo enseguida; lo hizo tres veces consecutivas, hasta que se atragantó y rompió a toser.

—Oye, ¿has sentido alguna vez ganas de matarme? —me preguntó.

—¿A ti?

—Ajajá.

—¿Por qué me lo preguntas?

Se restregó los ojos, con el cigarrillo todavía colgando de sus labios.

—No es por nada. Curiosidad.

—Nunca en la vida —le respondí.

—¿De veras?

—De veras.

Y, tras una pausa, añadí:

—Y ¿por qué tendría que matarte?

—Sí, claro —asintió ella, con desgana—. Bueno, es que se me ocurrió que no estaría tan mal que alguien se me cargara. Por ejemplo, cuando estuviera como un tronco.

—No soy de los que se cargan a la gente.

—¿No?

—¡Quién sabe! ¿Eh?

Ella se rió y aplastó la colilla contra el cenicero. Se bebió de un trago el té que le quedaba, y encendió a continuación un nuevo cigarrillo.

—Voy a vivir hasta los veinticinco años —dijo—. Luego, me moriré.

Murió en julio de 1978, a los veintiséis años.

II. JULIO DE 1978
1. La importancia de caminar
dieciséis pasos

El silbido de los compresores que movían la puerta del ascensor me aseguró que ésta se había cerrado. Esperé hasta oír ese ruido a mi espalda y cerré calmosamente los ojos. Luego, tras reunir los fragmentos dispersos de mi conciencia, eché a andar a lo largo del corredor el trayecto —dieciséis pasos— que llevaba a la puerta de mi apartamento. Con los ojos cerrados, eran exactamente eso: dieciséis pasos, ni uno más ni uno menos. Sentía que mi cabeza giraba sin parar como un tornillo pasado de rosca, y mi boca parecía embreada a causa de lo mucho que había fumado.

Con todo, por muy borracho que esté, con los ojos cerrados soy capaz de caminar los dieciséis pasos en una línea tan recta como si hubiera sido trazada con regla. Es el fruto de una autodisciplina absurda mantenida durante años y años. Todo estriba en empinar de un respingo la columna vertebral, alzar la cabeza y llenar resueltamente los pulmones aspirando el aire de la mañana y los olores del corredor de cemento. Y luego, tras cerrar los ojos, recorrer en línea recta los dieciséis pasos en medio de la nebulosa del whisky.

Dentro de ese pequeño universo de los dieciséis pasos, me tengo ganado el título de «el borracho más educado». Se trata de algo bien simple. Basta con aceptar la borrachera como un hecho consumado.

No valen «peros», «sin-embargos», «aunques», «aun-asíes»… Es que me he emborrachado, y se acabó.

De ese modo me convierto en «el borracho más educado». O en «el estornino más madrugador». O en «el último vagón de mercancías que cruza el puente».

Cinco, seis, siete…

Al octavo paso me detuve; abrí los ojos y respiré hondo. Me zumbaban los oídos ligeramente. Era un zumbido como el del viento marino atravesando una tela metálica espesa y oxidada. Y al pensar en el mar me invadieron los recuerdos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que fui a la playa?

Día 24 de julio, a las seis y media de la mañana. Es la estación ideal para ver el mar, la hora ideal. La playa aún no ha sido mancillada por nadie. Orilla adelante se encuentran desparramadas huellas de aves marinas, como agujas de pino abatidas por el viento.

Conque el mar, ¿eh?

Eché a andar de nuevo. Mejor sería olvidarse del mar. Todo aquello se acabó, hace muchísimo tiempo.

Al contar dieciséis pasos, me detuve en seco y abrí los ojos. Como es habitual, me encontraba justo enfrente de mi puerta, que me ofrecía su pomo. Recogí del buzón los periódicos de los dos últimos días y un par de cartas, y me lo metí todo bajo el brazo. Acto seguido, de los recovecos de un bolsillo logré pescar el llavero y lo sostuve con la mano mientras apoyaba mi frente durante unos instantes contra la fría puerta de hierro. Tuve la impresión de haber oído un leve clic detrás de mis orejas. Mi cuerpo parecía un algodón empapado en alcohol. Lo único de él que funcionaba —más o menos— era la conciencia.

Algo es algo.

Con la puerta abierta a un tercio de su recorrido, dejé deslizar mi cuerpo en el interior y cerré. El recibidor estaba sumido en el silencio. Un silencio excesivo, de tan intenso.

Entonces advertí que en el suelo, a mis pies, había un par de zapatillas rojas. La verdad es que las tenía muy vistas. Allí estaban, entre mis enlodadas zapatillas de tenis y unas sandalias de playa baratas, dando la impresión de ser un regalo navideño equivocado de fecha. Lo envolvía todo un silencio que era como una capa de fino polvo.

Ella estaba de bruces sobre la mesa de la cocina. La frente apoyada sobre sus brazos, la negra cabellera lisa le ocultaba el perfil de la cara. Por entre las guedejas se mostraba su blanco cuello, apenas tostado por el sol. El hueco de la axila de su vestido estampado —vestido que, por cierto, no recordaba haber visto antes— dejaba entrever el delicado tirante del sostén.

Mientras me despojaba de la chaqueta, me desembarazaba de la corbata y me quitaba el reloj de pulsera, ella no se movió. Mirando su espalda, recordé cosas del pasado. Cosas ocurridas cuando aún no me había encontrado con ella.

—Oye, ¡ejem…! —le dije tímidamente para entablar conversación.

Francamente, me parecía que no era yo quien hablaba; tenía la impresión de que aquellas palabras venían de muy lejos, de algún lugar remoto.

Como era de esperar, no hubo respuesta.

Ella parecía dormir, aunque también podía estar a punto de echarse a llorar, o incluso muerta.

Tras sentarme a la mesa frente a ella, me restregué los ojos con la punta de los dedos. Unos vívidos rayos de sol dividían la mesa en dos zonas; yo estaba en la mitad iluminada, y a ella la envolvía una suave penumbra, donde los colores brillaban por su ausencia. Sobre la mesa había un tiesto con geranios marchitos. Más allá de las ventanas, alguien se puso a regar la calle. Se oía caer el agua sobre el suelo, y hasta se olía a asfalto mojado.

—¿No quieres un café, eh?

Ni una palabra de respuesta.

Convencido de que no me respondería, me levanté y fui a la cocina, donde molí café para dos tazas; de paso puse en marcha el transistor. Terminada la molienda, me di cuenta de que lo que en realidad me apetecía beber era un té con hielo. Siempre me pasa lo mismo.

El transistor iba desgranando inocuas canciones pop una tras otra, muy apropiadas, por cierto, a la temprana hora del día. Oír aquellas canciones me hizo pensar que en los últimos diez años el mundo no había cambiado mucho, sólo cambiaba que los cantantes y los títulos de las canciones eran distintos, y que yo, por mi parte, era diez años más viejo; eso era todo.

Tras comprobar que la tetera hervía, cerré la llave del gas, y durante medio minuto dejé que el agua se enfriara un poco, para proceder luego a verterla sobre la manga. El polvo de café fue empapándose del agua caliente a medida que la iba absorbiendo, y cuando por fin empezó a fluir lentamente el café, su cálido aroma se esparció por la habitación.

Fuera, un coro de cigarras se puso a cantar.

—¿Estás aquí desde anoche? —le pregunté, vacilante, sosteniendo aún la tetera.

Sobre la mesa, las finas hebras de su pelo parecieron manifestar un levísimo asentimiento.

—¿Así que has estado esperándome todo ese tiempo? Esta vez no hubo contestación por su parte.

El vapor que emanaba de la tetera y el intenso sol hicieron que el ambiente de la habitación empezara a caldearse. Cerré la ventana que había sobre el fregadero, puse en marcha el aire acondicionado y coloqué un par de tazas de café sobre la mesa.

—Anda, bebe —le dije. Mi voz iba recobrando poco a poco su tono habitual.

Ni palabra.

—Te conviene tomar algo.

Tras una larga pausa, como de medio minuto, ella levantó la cabeza de la mesa con un movimiento calmo y equilibrado. Un movimiento que la condujo a fijar sus ojos ausentes en el tiesto de geranios. Una porción de sus delicados cabellos se le había adherido desordenadamente a las húmedas mejillas. Era como si un tenue halo de humedad envolviera su figura.

—No te preocupes por mí —exclamó—. Sin querer, me he echado a llorar.

Le ofrecí una cajita de pañuelos de papel. Se sonó la nariz silenciosamente, y luego, con cara de disgusto, apartó los mechones de cabello pegados a sus mejillas.

—La verdad es que pensaba irme antes de que estuvieras de vuelta. No tenía ganas de verte.

—Pero cambiaste de idea.

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