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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (4 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Para ella, yo era un caso perdido. Y aunque todavía me quisiera, eso no tenía nada que ver. Nos habíamos acostumbrado demasiado a nuestros respectivos papeles. Ya no me quedaba nada que darle. Ella lo comprendió instintivamente; yo, gracias a la experiencia. En todo caso, no había esperanzas.

Así fue como ella, junto con sus combinaciones, desapareció para siempre de mi vista. Hay cosas que se olvidan, hay cosas que desaparecen, hay cosas que mueren. Y no por eso hay que hacer un drama.

24 de julio. 8.25 de la mañana.

Tras asegurarme de la hora por las cuatro cifras de mi reloj digital, cerré los ojos y me dormí.

III. SEPTIEMBRE DE 1978
1. El pene de ballena y la mujer
con tres oficios

El hecho de dormir con una chica puede considerarse una cuestión de la mayor importancia o bien, por el contrario, como algo intrascendente. Es decir, el sexo puede ser practicado como terapia personal o como pasatiempo.

Existe, pues, una práctica del sexo orientada de principio a fin hacia la promoción de la persona y otra, también orientada de principio a fin, dedicada a matar el rato. Se dan casos de prácticas de ese tipo que empiezan siendo terapéuticas y acaban en pasatiempo, y viceversa. Nuestra vida sexual, la humana… —¿cómo decirlo?— difiere esencialmente de la de las ballenas.

Los hombres no somos ballenas. Esto, para mi vida sexual, constituye un punto importante de referencia.

Cuando yo era niño, a media hora en bicicleta de mi casa había un gran acuario. En él reinaba siempre un silencio frío, sólo interrumpido de vez en cuando por algún borboteo del agua que no parecía venir de ninguna parte. Daba la sensación de que una sirena trataba de disimular sus jadeos en algún rincón de aquellos corredores en penumbra.

Un banco de atunes daba vueltas por una enorme piscina. Los esturiones remontaban contra corriente un estrecho canal. Las pirañas dirigían sus agudos dientes hacia trozos de carne. Y de vez en cuando las anguilas eléctricas hacían relucir sus tenues lamparillas.

En las dependencias del acuario había un sinfín de peces. Tenían nombres diferentes según las especies, y escamas diferentes, y aletas diferentes. Yo no acababa de comprender por qué en el mundo tenía que haber tanta variedad de peces.

Naturalmente, no había ballenas. La ballena es un animal demasiado grande, y aunque hubieran derribado todas las instalaciones del acuario para hacer de él un enorme tanque de agua, habría sido imposible cuidar allí a una ballena. Como compensación, en el acuario se exhibía un pene de ballena. Estaba allí, como si dijéramos, en calidad de detalle representativo. Así que a lo largo de aquellos años, tan impresionables, de mi adolescencia, en vez de contemplar a las ballenas, contemplé el pene de una de ellas. Cuando me cansaba de pasear por los fríos corredores del acuario, me dirigía furtivamente a la tranquila sala de exposiciones de alta techumbre y me sentaba en un sofá ante el pene de ballena; allí me pasaba horas y horas.

Aquel objeto unas veces me parecía una palmerita disecada, mientras que otras lo veía como una gigantesca mazorca de maíz. Sin duda, de no encontrarse allí una placa con la indicación de «órgano genital de la ballena macho», nadie repararía en que aquello era un pene de ballena. La gente se inclinaría más bien a catalogarlo como una reliquia, hallada en alguna excavación en los desiertos de Asia Central, antes que como órgano genital procedente del Océano Glacial Antártico. Era diferente no sólo de mi propio pene, sino de cualquier otro pene que hubiera visto hasta entonces. Sobre él se cernía un aura de tristeza indescriptible, propiciada sin duda por el hecho de que le había sido cortado a su propietario.

Cuando tuve mi primera experiencia sexual con una chica, lo primero que me vino a la cabeza fue aquel gigantesco pene de ballena. Sentí gran desazón en mi pecho al pensar en el destino que le había tocado en suerte, en las vicisitudes que habría tenido que padecer hasta acabar en aquella desnuda sala de exposiciones del acuario. Al pensarlo, me invadía una paralizadora sensación de impotencia. Con todo, yo tenía apenas diecisiete años; era, por tanto, demasiado joven para que la desesperación se apoderara de mí. A partir de entonces fue tomando cuerpo en mi mente esta idea: los hombres no somos ballenas.

Mientras las yemas de mis dedos jugueteaban en la cama con la cabellera de mi más reciente conquista, no dejaba de cavilar sobre las ballenas.

Mi recuerdo del acuario se sitúa invariablemente en las postrimerías del otoño. El cristal de los estanques tenía la frialdad del hielo, y yo iba embutido en un grueso jersey. A través del gran ventanal de la sala de exposiciones se veía un mar de un denso color plomizo, cuyas innúmeras olas blanquecinas semejaban esos cuellos de encaje con que las chicas adornan sus vestidos.

—¿En qué piensas? —me preguntó.

—Recuerdos… —le respondí.

Ella tenía veintiún años, un bonito cuerpo, esbeltísimo, y un par de orejas tan admirablemente formadas que resultaban encantadoras. Trabajaba a ratos como correctora de pruebas de imprenta, al servicio de una pequeña editorial; también como modelo de publicidad, especializada
en
anuncios en que intervinieran orejas, y, por último, como «acompañante» al servicio de una agencia muy discreta que proporcionaba compañía, previo encargo por teléfono, a caballeros distinguidos. Cuál de esos tres oficios constituía su ocupación principal, era un problema para mí irresoluble. Tampoco ella lo tenía claro.

Sin embargo, considerando el asunto desde el punto de vista de cuál de aquellos oficios reflejaba mejor su personalidad, todo apuntaba a su trabajo como modelo publicitaria especializada en orejas. Ésa era mi impresión, y, lo que es más importante, también ella lo creía así. Sin embargo, el abanico de posibilidades que se ofrece a una modelo publicitaria de orejas es muy reducido, y tanto su posición en el escalafón de las modelos como sus emolumentos eran terriblemente bajos. En general, los agentes de publicidad, fotógrafos, maquilladores, periodistas, etcétera, la trataban como una simple poseedora de orejas. En consecuencia, el resto de su cuerpo, así como su espíritu, eran olímpicamente ignorados; se diría que era víctima de una conspiración de silencio.

—No importa, porque todo eso nada tiene que ver con mi verdadera personalidad —decía ella—. Mis orejas son mi yo, y yo soy mis orejas.

En sus facetas de correctora de pruebas de imprenta y de chica acompañante de caballeros opulentos nunca consentía, aunque fuese por un instante, en enseñar sus orejas a nadie.

—¡Ni pensarlo! Es que entonces yo no soy yo —afirmaba a modo de explicación.

La oficina de aquella agencia de chicas de compañía para la que trabajaba (que, por cierto, oficialmente era un «centro de promoción de artistas noveles», por si las moscas) estaba situada en el barrio de Akasaka, y su directora era una inglesa de cabello cano a quien todo el mundo llamaba señora X. Llevaba ya su buena treintena de años en Japón, hablaba bien el japonés y sabía leer casi todos los ideogramas básicos de la escritura japonesa.

La señora X regentaba también una escuela femenina de conversación inglesa, que había instalado en un local situado a menos de medio kilómetro de la agencia. Allí solía reclutar a muchachas que mostraban buena disposición para dedicarse al «acompañamiento», las cuales eran puestas en contacto con la agencia. También había chicas que hacían el trayecto inverso, pues algunas de las empleadas de la agencia asistían a las clases de conversación inglesa; como es natural, las clases les salían muy bien de precio.

La señora X solía llamar «querida» (
dear,
sin traducirlo al japonés) a sus empleadas. Pronunciada por ella, esa expresión tan inglesa poseía la melosa suavidad de una tarde primaveral.

—Nada de leotardos ni pantys, querida —decía, por ejemplo—; debes usar lencería fina.

Y también:

—Tomas el té con leche, ¿verdad, querida?

Y cosas por el estilo. En cuanto a la clientela, la señora X conocía bien a su parroquia, compuesta en su casi totalidad de ricos negociantes, cuarentones y cincuentones: dos tercios de ellos eran extranjeros, y el resto japoneses. La señora X no podía ver a los políticos, los viejos, los pervertidos y los pobretones.

Entre la docena de guapas chicas que componían la plantilla de la agencia, mi nueva amiga era la menos atractiva; francamente, era del montón, sin más, en su aspecto externo. Lo cierto es que, cuando ocultaba sus orejas, los hombres la veían más bien vulgar. Yo no tenía claro por qué la había reclutado la señora X para trabajar en su agencia. A lo mejor intuyó que la chica podía ser brillante a su modo, o, simplemente, pensó que necesitaba disponer de los servicios de una muchacha corriente y moliente. Sea lo que fuere, lo cierto es que el ojo clínico de la señora X acertó de lleno, pues mi amiga pronto tuvo una clientela fija nada desdeñable. Vistiendo lencería y ropa de lo más vulgar, arreglada con un maquillaje vulgar y despidiendo un aroma a jabón vulgar, recorría una o dos veces por semana el camino hacia el Hotel Okura, el Hilton o el Príncipe, donde se iba a la cama con generosos caballeros que le pagaban lo suficiente para vivir holgadamente.

La mitad de las noches restantes se acostaba conmigo, sin cobrarme nada. No tengo idea de cómo pasaba las noches que le quedaban libres.

Por lo que respecta a su vida como correctora de pruebas de imprenta a horas, discurría por cauces más corrientes. Tres días a la semana se desplazaba hasta el barrio de Kanda para trabajar en una oficina situada en el tercer piso de un pequeño edificio. Allí se dedicaba a la corrección de galeradas y a otros menesteres, como preparar té e ir a comprar gomas de borrar, por ejemplo. Dado que el edificio no tenía ascensor, se hartaba de subir y bajar escaleras. Aunque era la única soltera joven, nadie le iba detrás ni le complicaba la vida. Como un perfecto camaleón, mi amiga, según los lugares y las circunstancias, adoptaba hábilmente el colorido más adecuado.

La conocí —o conocí a sus orejas, mejor dicho— a poco de romper con mi esposa, en los primeros días de agosto. Yo estaba realizando un trabajo para una agencia de publicidad: una campaña de anuncios encargada por una empresa de ordenadores. Así fue como entré en contacto con sus orejas.

El director de la agencia de publicidad puso sobre mi mesa de trabajo el guión de un proyecto y unas cuantas fotografías grandes en blanco y negro, y me encargó que le preparara tres textos distintos como posible acompañamiento de aquellas fotos; me dio de plazo una semana. Las tres fotografías eran grandes reproducciones de una oreja. ¡Vaya, una oreja!, pensé.

—¿Por qué se ha escogido como tema una oreja? —pregunté.

—¿Y yo qué sé? Quieren que salga una oreja, y punto. Te pasas una semanita dándole al magín en torno a esa oreja, y asunto concluido.

Así que, durante una semana, mi vida se centró en la contemplación de aquellas fotos de una oreja. Con cinta adhesiva transparente las fijé a la pared ante mi mesa de trabajo, y mientras fumaba, o bebía café, o me zampaba un bocadillo, o me cortaba las uñas, no les quitaba el ojo.

Logré despachar el encargo con más o menos fortuna en el plazo fijado, pero las fotos de la oreja siguieron pegadas a la pared. En parte por el latazo que era despegarlas, y en parte porque su contemplación se había convertido para mí en un hábito cotidiano. Sin embargo, la razón más importante por la que no despegué de la pared las fotos para sepultarlas en un cajón, era el hecho de que aquella oreja, desde cualquier ángulo que la contemplara, ejercía sobre mí una tremenda fascinación. Era una oreja revestida de una forma enteramente onírica, sin dejar de ser al mismo tiempo un apéndice auricular al ciento por ciento. Ante ella experimentaba la mayor atracción jamás sentida en toda mi vida hacia una parte cualquiera del cuerpo humano, incluidos, naturalmente, los órganos genitales. Tenía la sensación de encontrarme en el centro de un gran torbellino.

Una de sus curvas cortaba decididamente la foto de arriba abajo, con una audacia que superaba todo lo imaginable; otras creaban pequeños islotes de sombra misteriosamente delicados y llenos de secretos; de otras parecían emanar innumerables leyendas, como si de antiguas pinturas murales se tratara. La suavidad del lóbulo de aquella oreja, en especial, no tenía parangón sobre la faz de la tierra, y el esponjoso espesor de su carne resultaba más deseable que la propia vida.

Al cabo de algunos días, me resolví a telefonear al fotógrafo autor de aquellas tomas, para que me comunicara el nombre de la persona dueña de la oreja, así como su número de teléfono.

—¿A qué viene eso? —me preguntó.

—Pura curiosidad. Es que se trata de una oreja espléndida.

—Bueno, vale, en lo que se refiere a la oreja —me dijo sin convicción el fotógrafo—. Pero, en cuanto a la modelo, la chica no es nada del otro mundo. Si lo que quieres es ligar con un bombón, puedo presentarte a una chavala que hace poco fotografié en traje de baño…

—Muchas gracias —le respondí, y colgué.

A las dos, a las seis, a las diez… traté de comunicarme con ella, pero nadie cogía el teléfono. Aquella chica parecía estar siempre muy ocupada.

Cuando por fin logré pescarla, eran las diez de la mañana siguiente. Tras hacer una sencilla presentación de mí mismo, le expliqué que deseaba hablarle de un trabajo publicitario que había realizado días atrás. ¿Qué tal si cenábamos juntos?

—Pero tengo entendido que ese trabajo ya se terminó —me respondió.

—Sí, sí, ya está terminado —reconocí.

Parecía un tanto perpleja, pero no puso ninguna objeción. Nos pusimos de acuerdo para vernos al día siguiente, ya avanzada la tarde, en un salón de té de la avenida Aoyama.

Reservé por teléfono una mesa en un restaurante francés, el de más calidad entre los visitados por mí hasta entonces. Eché mano de una camisa nueva que tenía, elegí sin prisas una corbata, y me puse una chaqueta que sólo había llevado dos veces.

Tal como me había advertido el fotógrafo, no era una mujer despampanante. Tanto su vestido como su cara eran de lo más corriente, de modo que habría podido pasar por un miembro del coro de alguna universidad femenina de segundo orden. Sin embargo, como es natural, eso me traía sin cuidado. Lo que sí me decepcionó fue comprobar que su largo pelo lacio ocultaba por completo aquellas orejas…

—Escondes tus orejas —le comenté.

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