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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (5 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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—¡Hombre, claro! —me contestó, como si fuera lo más natural.

Habíamos llegado un poco antes de lo previsto, y éramos los primeros clientes que se disponían a cenar. La iluminación del local era muy tenue. Un camarero que se paseaba entre las mesas encendió —con una larga cerilla— la roja vela que había en la nuestra. El maître, un individuo con ojos de arenque, controlaba al detalle la disposición de servilletas, platos, tazas y demás. El parquet, que era del tipo espinapez, había sido cuidadosamente pulido, y al andar sobre él, las suelas de los zapatos del camarero emitían un sonido crujiente, muy agradable. Aquellos zapatos parecían, por cierto, bastante más caros que los míos. Las flores que adornaban el local eran todas frescas, y sobre las blancas paredes destacaban cuadros de estilo moderno, que a primera vista cabía calificar de originales.

Tras echar una ojeada a la carta de vinos, elegí un blanco refrescante y, como entremeses, paté de oca, terrina de besugo e hígado de rape a la crema. Ella, tras un detenido examen de la carta, pidió sopa de tortuga marina, ensalada y mousse de lenguado. Yo opté por una sopa de erizos de mar, ternera asada al perejil y ensalada con tomate. Mi presupuesto de medio mes estaba a punto de volatilizarse.

—¡Qué sitio tan estupendo para comer! —exclamó—. ¿Vienes a menudo?

—Sólo de vez en cuando, por asuntos de negocios. La verdad es que, cuando voy solo, en vez de comer en un restaurante me apetece más entrar en un bar a tomar cualquier cosa, acompañándola de un trago. Es más fácil así.

No hay que escoger entre tantos platos.

—Y ¿qué sueles tomar en los bares?

—De todo; en especial, tortillas y bocadillos.

—Tortillas y bocadillos —repitió— ¿Así que te alimentas de tortillas y bocadillos?

—No siempre. Un día de cada tres me hago la comida en casa.

—De todos modos, dos días de cada tres comes tortillas y bocadillos en algún bar.

—Sí, claro —le contesté.

—Y ¿por qué tortillas y bocadillos?

—Es que en cualquier bar normal puedes comer una rica tortilla y un buen bocadillo.

—Ya —murmuró—. ¡Qué raro eres!

—No veo qué tengo de raro —dije, mohíno.

No sabía cómo arreglármelas para encarrilar la conversación, de modo que me quedé un ratito callado, contemplando una colilla en el cenicero que había encima de la mesa.

Ella me dijo, para romper el hielo:

—Querías hablarme de un trabajo, ¿no?

—Como te dije ayer, ese trabajo está terminado. Y no hubo ningún problema. No es de eso de lo que quería hablarte.

Sacó un fino cigarrillo mentolado de un bolsillo exterior de su bolso, lo encendió con una de las cerillas del restaurante y me miró como diciéndome: «¿De qué se trata, pues?»

Cuando yo iba a romper a hablar, el maître se aproximó a nuestra mesa con paso decidido, haciendo resonar el parquet con sus zapatos. Sonriendo, y con el ademán de quien enseñara la fotografía de su único hijo, orientó hacia mí la etiqueta del vino. Asentí, y la descorchó, operación que produjo un agradable ruidito. Luego nos sirvió una generosa ración en cada vaso. Cada gota de aquel vino era una verdadera sangría en mi presupuesto mensual.

Cuando se retiraba el maître, se cruzaron con él dos camareros, que nos traían la cena: tres fuentes con los entremeses y dos platos individuales. Al irse los camareros, volvimos a encontrarnos los dos solos.

—Quería ver tus orejas a toda costa —le dije sin rodeos.

Ella, sin decir ni media palabra, se sirvió un poco de paté y otro poco de hígado de rape. Se bebió un buen sorbo de vino.

—¿Te he sorprendido? —le pregunté, receloso.

Ella esbozó una sonrisa:

—Con esta rica comida francesa delante, nadie puede ser sorprendido.

—¿Te molesta que te hablen de tus orejas?

—Nada de eso. Bueno…, depende de cómo se mire el asunto.

—Pues lo miraré como tú quieras.

Mientras se llevaba el tenedor a la boca, meneó la cabeza.

—Háblame con toda franqueza. Es lo que más me gusta.

Por unos instantes bebimos y comimos en silencio.

—Mira, supongamos que vuelvo la esquina —le expliqué— y, en ese momento, alguien que caminaba delante de mí está doblando la próxima esquina. No alcanzo a distinguir a esa persona. Sólo entreveo la blancura de su vestido. No obstante, esa blancura queda grabada a fuego en el fondo de mis ojos, y no hay manera de borrarla. ¿Puedes entender que alguien tenga tales emociones?

—Me imagino que sí.

—Pues tus orejas me hacen sentir algo así.

De nuevo nos dedicamos a comer en silencio. Le serví vino, y a continuación llené mi copa.

—No es que hayas vivido esa escena, sino que la has visto mentalmente, ¿no? —me preguntó.

—Exacto.

—Y ¿habías tenido esas emociones antes?

Tras un momento de cavilación, sacudí la cabeza:

—Pues… no, creo.

—Así que la causa de tu desazón son mis orejas, ¿no?

—No estoy seguro de que sea así, sin más. ¿Quién puede estar seguro de algo, y en especial de un sentimiento? Nunca he oído contar de nadie que la contemplación de una oreja le provocara esta clase de sensaciones.

—Yo sé de alguien que estornudaba cada vez que veía la nariz de Farrah Fawcett Majors. Hay mucho de psicológico en un estornudo, ¿no? Una vez que la causa y el efecto se unen, no hay fuerza alguna que los separe.

—No tengo ni idea de lo que pasa con la nariz de Farrah Fawcett Majors —dije, y me bebí un trago de vino. Entonces se me fue el santo al cielo, y no supe qué decirle.

—Quieres decir que lo tuyo es algo distinto, ¿eh? —insistió.

—Sí; algo distinto, en efecto —respondí—. La sensación que me invade es tremendamente vaga. Pero a la vez muy tangible.

Hice el gesto de separar ampliamente las manos, para después aproximarlas hasta casi tocarse.

—No acierto a explicarlo como es debido —concluí.

—Un fenómeno concentrado, a partir de un motivo borroso.

—Exactamente eso —le dije—. Tu cabeza funciona mucho mejor que la mía.

—He estudiado por correspondencia.

—¿Has estudiado por correspondencia?

—Sí, lecciones de psicología por correspondencia.

Nos repartimos el paté que quedaba. De nuevo se me fue el santo al cielo.

—Si no me equivoco, se te escapa la relación entre mis orejas y tus emociones.

—¡Exacto! —exclamé—. No logro ver claro si tus orejas me atraen directamente, o si son una especie de llamada de atención para que me fije en otras cosas.

Apoyó sus manos sobre la mesa y se encogió de hombros levemente:

—Esas emociones que sientes, ¿son positivas o negativas? —preguntó.

—Ni una cosa ni la otra. Y al mismo tiempo, las dos. ¡Qué sé yo!

Ella rodeó con las palmas de sus manos la copa de vino, y por un momento se quedó mirándome.

—No te vendría nada mal acostumbrarte a expresar mejor tus emociones, ¿sabes?

—Desde luego, no se me dan nada bien las descripciones de esa clase —reconocí.

Sonrió:

—Bueno, ¿qué más da? Más o menos, he entendido lo que has dicho.

—Entonces, ¿qué crees que debería hacer?

Se quedó un rato callada. Daba la impresión de estar pensando en otra cosa. Sobre la mesa se alineaban cinco platos vacíos. Semejaban otros tantos planetas arrasados, formando constelación.

—¡Oye! —exclamó ella tras un largo silencio—, creo que lo mejor es que seamos amigos; siempre, naturalmente, que te parezca bien.

—Claro que me parece bien —le respondí.

—Pero tenemos que ser amigos de verdad, grandes amigos —recalcó.

No pude menos que asentir.

De este modo, nos hicimos grandes amigos. No había pasado ni media hora desde que nos conocimos.

—Ahora que somos amigos, quisiera hacerte algunas preguntas —le dije.

—Pues adelante.

—En primer lugar, ¿por qué no enseñas las orejas? Y también quisiera saber si, aparte de mí, tus orejas han ejercido alguna influencia especial sobre alguna otra persona.

Ella, sin decir palabra, contempló fijamente sus manos, posadas sobre la mesa.

—Les ha pasado a varias personas —dijo con toda calma.

—¿A varias?

—Como lo oyes. Aunque, con franqueza, considero que mi verdadera personalidad es la que adopto cuando no muestro mis orejas.

—¿Quieres decirme que tu personalidad que enseña las orejas es distinta de la que no las enseña?

—Así es.

Los dos camareros retiraron los platos vacíos y nos trajeron la sopa.

—¿Querrías hablarme, por favor, de esa personalidad tuya que enseña las orejas?

—Pertenece a un pasado muy remoto, y casi no sé qué decir de ella. Piensa que desde los doce años no he enseñado ni una sola vez mis orejas.

—Bueno, pero al trabajar como modelo las enseñas, ¿no?

—Sí y no —respondió—. Resulta que ésas no son mis verdaderas orejas.

—¿No son las verdaderas?

—Ésas son orejas bloqueadas.

Tras engullir un par de cucharadas de sopa, levanté la cabeza para mirarla a la cara.

—¿Por qué no me explicas con más detalle eso de las orejas bloqueadas?

—Las orejas bloqueadas son orejas neutralizadas. Yo misma las neutralizo. Es decir, conscientemente, las dejo incomunicadas. Supongo que me entiendes, ¿no? Pues no la entendía.

—Hazme más preguntas, hombre —me animó.

—Lo de neutralizar a las orejas, ¿significa ensordecerlas del todo?

—No, las orejas siguen oyendo como siempre. Sin embargo, están bloqueadas. Es algo que tú también, seguramente, puedes lograr.

Dejó sobre la mesa la cuchara, enderezó la espina dorsal, alzó los hombros unos cinco centímetros, proyectó su mentón decididamente hacia adelante, y durante diez segundos, más o menos, se mantuvo en esa postura.

Acto seguido, bajó los hombros.

—Con esto mis orejas quedan neutralizadas. Prueba a hacerlo.

Tres veces repetí sus gestos, pero no tuve la impresión de haber neutralizado nada. Lo único singular era que ahora el vino parecía correr algo más deprisa por mi organismo.

—Nada. Parece que mis orejas no se neutralizan como está mandado —le dije con desánimo.

Ella negó con la cabeza.

—Déjalo estar. Si no hay necesidad de neutralizarlas, no pasará nada porque no lo hagas.

—¿Puedo preguntarte algo más?

—¿Por qué no?

—Recapitulando lo que me has dicho, creo que se resume así: Hasta los doce años, enseñabas las orejas. Un buen día, te las tapaste. Desde entonces no las has enseñado ni una sola vez. Cuando no tienes más remedio que hacerlo, bloqueas el pasadizo que las comunica con tu conciencia. Es eso, ¿no?

Sonrió complacida.

—Así es.

—¿Qué les pasó a tus orejas cuando tenías doce años?

—Sin prisas, ¿eh? —me contestó, y alargó su mano derecha por encima de la mesa hasta tocar suavemente los dedos de mi mano izquierda—. Por favor…

Repartí el vino que quedaba en nuestras copas, y luego, sin prisas, di cuenta de la mía.

—Ante todo —dijo—, quiero saber cosas de ti.

—¿De mí? ¿Qué cosas?

—Todas. Dónde naciste, qué estudiaste, cómo eran tus padres, cuántos años tienes, qué haces… Cosas así.

—Todo eso es un rollazo tan grande, que a buen seguro te duermes a la mitad.

—Me encantan los rollos.

—Pues el mío es de tal calibre, que no creo que haya quien lo soporte.

—Resistiré. Háblame durante diez minutos.

—Nací en Nochebuena, el 24 de diciembre de 1948. No es precisamente la fecha ideal para un cumpleaños, porque los regalos del aniversario y la Navidad se funden en uno solo, y todo el mundo sale del compromiso por cuatro cuartos. Mi signo es Capricornio, y mi grupo sanguíneo, el A. Dado este conjunto de circunstancias, mi destino hubiera debido ser el de empleado de banca, o funcionario del Estado en algún lugar tranquilo. Tengo una manifiesta incompatibilidad de caracteres con los Sagitario, los Libra, y los Acuario. ¿No crees que la mía es una vida de lo más aburrida?

—¡Qué va! Parece interesante.

—Me crié en una ciudad vulgar, y fui a una escuela igual de vulgar. De pequeño era un crío reservado, y al crecer me convertí en un niño aburrido. Conocí a una chica vulgar y tuve con ella un vulgar primer amor. A los dieciocho años me vine a Tokio para cursar estudios universitarios. Al salir de la universidad monté con un amigo una pequeña agencia de traducciones que nos ha dado para ir tirando. Desde hace tres años extendimos nuestra actividad a revistas de empresa, publicidad, cosas así y la verdad es que nos ha ido a pedir de boca. Conocí a una chica, empleada en la compañía, y me puse en relaciones con ella; hace cuatro años nos casamos, y hace dos meses nos divorciamos. Las razones de nuestra separación no se pueden explicar con brevedad. Tengo en casa un gato viejo. Me fumo cuarenta cigarrillos al día. No consigo dejar el tabaco, por mucho que me esfuerce. Tengo tres trajes, seis corbatas y quinientos discos, todos pasados de moda, por cierto. Recuerdo los nombres de todos los asesinos que aparecen en las novelas de Ellery Queen. Tengo también la edición completa de
Á la recherche du temps perdu,
de Marcel Proust, pero no he leído más que la mitad. En verano bebo cerveza, y en invierno, whisky.

—Y, además, dos días de cada tres comes tortillas y bocadillos en algún bar, ¿no?

Asentí.

—Una vida que parece interesante.

—Hasta ahora ha sido de lo más aburrida, y no creo que cambie. De todos modos, no puedo decir que me disguste. En resumidas cuentas, no hay más cera que la que quema.

Miré el reloj. Habían pasado nueve minutos y veinte segundos.

—Aun así, seguro que lo que me has explicado no es todo. Algo te quedará por contar.

Me quedé mirando por un momento mis manos, apoyadas sobre la mesa.

—Naturalmente. No puede ser todo. Aunque se trate de la vida humana más aburrida del mundo, en diez minutos no se puede contar de cabo a rabo.

—¿Puedo decirte lo que pienso?

—Adelante.

—Cuando conozco a alguien, tengo por norma dejarle que me hable durante diez minutos; después suelo situarme en una perspectiva diametralmente opuesta a la que se desprende del contenido de su charla, a ver si se contradice. ¿Crees que estoy en un error?

—No veo por qué —le dije, sacudiendo la cabeza—. Puede que tu manera de actuar sea la correcta.

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