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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (6 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Llegó un camarero, que colocó unos platos en la mesa. Tras él vino otro, que nos sirvió unas suculentas viandas, y después un tercero, encargado de rociarlas con salsa. Daba la impresión de un juego de béisbol en que la pelota fuera pasando en cadena de un jugador a otro.

—De la aplicación de ese método —dijo al tiempo que metía su cuchillo en la mousse de lenguado—, se deduce, en resumen, que tu vida no es nada aburrida; según mi parecer, eres tú quien desea que su vida sea un latazo. ¿Me equivoco?

—Puede que sea así, tal como dices. Quizá mi vida no sea aburrida, y tal vez sea yo quien la vea así. De todos modos, el resultado no cambia. Por cualquiera de los dos caminos, me tengo ganado lo que me ha tocado en suerte. Todo el mundo trata de evadirse del aburrimiento, en tanto que yo trato de zambullirme en él. Es como si intentara entrar por una puerta de salida en una hora punta. Así que no me voy a lamentar por lo aburrida que es mi vida. ¡Si hasta mi mujer salió de estampida, ya ves!

—¿Fue el aburrimiento la causa de que te separaras de tu esposa?

—Como ya te he dicho antes, eso no se puede explicar brevemente. Sin embargo, como dijo Nietzsche, «ante el aburrimiento, aun los dioses repliegan las banderas». Si no dijo eso exactamente, fue algo por el estilo.

Lentamente, nos dedicamos a la cena. Ella repitió el plato aquel de la salsa, y yo pedí más pan. Hasta dar cuenta de nuestro plato fuerte, tuvimos la mente ocupada estudiándonos mutuamente. Retiraron los platos y pasamos al postre, consistente en sorbetes de arándanos. Al traernos el café exprés, encendí un cigarrillo. El humo del tabaco, tras vagar un poco por el aire, desapareció, absorbido por el silencioso aspirador del sistema de ventilación. Algunas de las otras mesas habían sido ocupadas por clientes. Un concierto de Mozart fluía por los altavoces del techo.

—Me gustaría preguntarte más cosas sobre tus orejas —le dije.

—Lo que quieres saber es si tienen o no poderes especiales. No pude menos que asentir.

—Eso es algo que me gustaría que comprobaras por ti mismo —prosiguió—. Por mucho que te dijera, siempre tendría que hacerlo dentro de ciertas limitaciones, y, a fin de cuentas, tampoco creo que entendieras nada.

Una vez más, asentí.

—Porque eres tú, te enseñaré mis orejas para que estés contento —me dijo, una vez terminado el café—. Con todo, no tengo idea de si hacerlo será provechoso para ti o no. Puedes acabar arrepintiéndote.

—¿Por qué?

—Porque tu aburrimiento tal vez no sea tan plúmbeo como crees.

—¡Que sea lo que Dios quiera! —le respondí, decidido.

Ella alargó una mano por encima de la mesa y la posó sobre la mía.

—Y una cosa más: durante una temporada, digamos los próximos meses, no te apartarás de mi lado. ¿Vale?

—Vale.

Sacó de su bolso una cinta negra para el pelo; la sujetó con la boca; se alzó la cabellera con ambas manos y se la echó para atrás. Luego la rodeó con la cinta, que anudó diestramente.

—¿Qué tal?

Conteniendo el aliento, me quedé mirándola asombrado. Tenía la boca reseca y no era capaz de articular sonido alguno. La blanca pared estucada pareció ondularse por un instante. El bullicio de las conversaciones y el roce de cubiertos y platos se debilitaron hasta reducirse a un leve susurro para volver luego a su volumen previo. Se oía un batir de olas, y me llegaba el aroma de tardes añoradas. No obstante, todas y cada una de estas sensaciones no pasaron de ser una pequeñísima parte de cuanto me conmovió en una simple centésima de segundo.

—¡Magnífico! —musité al fin—. Das la impresión de no ser la misma persona.

—Exacto —dijo.

2. De la liberación de las orejas
bloqueadas

Estaba preciosa, hasta el límite mismo de la irrealidad. Su belleza era superior a cuanto me había sido dado contemplar anteriormente ni había alcanzado jamás a imaginar. Era tan expansiva como la energía del cosmos, pero al mismo tiempo estaba tan contraída como si habitara en un glaciar. Resultaba excesiva, hasta rozar el umbral del orgullo, aunque al mismo tiempo sus proporciones eran armoniosas. Desbordaba, en fin, cuanto mi mente me ofreciera como concebible. Ella y sus orejas eran un todo, eran como un inefable rayo de luz que se deslizara cadencioso por la pendiente del tiempo.

—Eres única —musité cuando pude recobrar el aliento.

—Lo sé —me respondió—. Es lo que ocurre cuando mis orejas están liberadas.

Varios de los clientes del restaurante se volvieron hacia nosotros, y fijaron sus ojos en ella, sin ningún recato. Un camarero, que había acudido para servir más café, no acertaba a verterlo en las tazas. Todo el mundo se quedó con la boca abierta. Únicamente los carretes del magnetófono seguían girando sin prisas desde la consola del equipo estereofónico.

Ella sacó de su bolso un cigarrillo mentolado. Yo, la mar de atolondrado, le ofrecí fuego con mi encendedor.

—Me gustaría acostarme contigo —dijo.

Así fue como empezamos a dormir juntos.

3. Donde prosigue la liberación
de las orejas

No obstante, el momento en que ella se mostraría en todo su esplendor aún no había llegado. Durante los dos o tres días siguientes, se limitó a mostrarme sus orejas de forma intermitente, y acto seguido volvía a sepultar bajo su cabellera aquel rutilante prodigio sensorial, lo que le devolvía su aspecto de chica del montón. Era, ni más ni menos, la actitud de quien a principios de marzo de vez en cuando sale a la calle sin abrigo, a ver qué pasa.

—Creo que aún no ha llegado la hora de que me deje las orejas al aire —me dijo—. No estoy segura de poder dominar la situación.

—¿Qué más da? —comenté.

Y es que, aun con las orejas tapadas, no estaba nada mal.

Ella me enseñaba sus orejas de vez en cuando, sobre todo cuando estábamos en la cama. Tenía un extraño atractivo hacer el amor con ella cuando llevaba las orejas al aire. Si entonces estaba lloviendo, el aroma a lluvia nos envolvía. Si los pájaros trinaban, sus trinos nos arrullaban. No encuentro las palabras adecuadas, pero, en resumen, eso era lo que ocurría.

—Cuando te acuestas con otros hombres, ¿lo haces sin enseñar las orejas? —me atreví por fin a preguntarle.

—¡Pues claro! —me respondió—. Es más: no sé si se imaginarán que las tengo.

—¿A qué sabe el amor cuando se hace sin mostrar las orejas?

—A pura obligación. No siento nada, es como si estuviera mascando papel de periódico. Pero hay que pasar por ello. No hay nada de malo en cumplir con las obligaciones.

—Así que es mucho más agradable hacerlo con las orejas descubiertas, ¿no?

—Por supuesto.

—Pues con llevarlas al aire, asunto arreglado —le dije—. No conduce a nada el pasar un mal trago porque sí, digo yo.

Me miró a la cara sin pestañear y dejó escapar un suspiro:

—¡Señor, Señor, no entiendes nada de nada!

Ciertamente, también yo opino que se me escapaban muchas cosas.

Ante todo, no acababa de entender las razones de su diferencia hacia mi persona. No veía claro que hubiera en mí nada que me hiciera superior al resto de los mortales.

Al comentárselo, se echó a reír.

—Es algo sencillísimo —me dijo—. Todo estriba en que me has buscado. Eso es lo que importa.

—¿Y si te busca alguien más?

—De momento, quien me ha buscado eres tú. Y, por otra parte, vales mucho más de lo que piensas.

—¿Por qué crees que me subestimo? —le pregunté.

—Pues porque sólo vives la mitad de tu vida —me respondió llanamente—. La otra mitad permanece inactiva, quién sabe dónde.

—Ya —respondí.

—En ese sentido, nos parecemos bastante. Yo bloqueo mis orejas, y tú vives solamente la mitad de tu vida. ¿No crees que es así?

—Pero bueno, aun suponiendo que estés en lo cierto, esa otra mitad restante de mi vida no es, ni mucho menos, tan esplendorosa como tus orejas.

—Tal vez —respondió, con una sonrisa—. Sigues sin entender nada de nada, como siempre.

Con la sonrisa a flor de labios, se alzó la cabellera y empezó a desabrocharse los botones de la blusa.

Aquella tarde de septiembre, en las postrimerías del verano, decidí no ir a trabajar y, metido con ella en la cama, acariciaba sus cabellos; no se me iba de la cabeza el recuerdo del pene de ballena. El mar era de un denso color plomizo, y un viento tempestuoso azotaba el ventanal acristalado. El techo era alto, y en la sala de exposiciones no había nadie, aparte de mí. El pene de ballena macho, separado de su dueño para siempre jamás, había perdido por completo su significado como pene de ballena.

Tras ello, mis pensamientos se concentraron en las combinaciones de mi mujer. Sin embargo, ya casi ni lograba recordar cómo eran, si es que de verdad tenía alguna.

Sólo la vaga y borrosa imagen de una combinación colgada de la silla de la cocina se aferraba a un rincón de mi mente. No lograba comprender qué diablos podía significar aquello. Tenía la sensación de haber estado viviendo durante mucho tiempo una vida que no era la mía.

—Oye, no llevas nunca combinación, ¿verdad? —le pregunté a mi amiga, aunque la pregunta era realmente ociosa.

Ella alzó la cara, que tenía apoyada sobre mi hombro, y me miró con ojos ausentes.

—No tengo ninguna.

—Ya —respondí.

—Con todo, si crees que, llevando combinación, la cosa iría mejor…

—No, nada de eso —me apresuré a contestar—. No te lo he preguntado con esa intención.

—De verdad, no te avergüences ni te prives por mí. Yo estoy acostumbrada a todo por razones profesionales, y no me importa en absoluto.

—No echo de menos nada —le respondí—. Contigo y con tus orejas ya tengo bastante, de verdad. No necesito nada más.

Con ademán de aburrimiento, meneó la cabeza y abatió su rostro contra mi hombro. Sin embargo, al cabo de unos pocos segundos levantó de nuevo la cara.

—¿Sabes una cosa? Dentro de diez minutos sonará el teléfono; es algo importante.

—¿El teléfono? —pregunté, y lancé una mirada al negro aparato, que estaba al lado de la cama.

—Sí, hombre. El timbre del teléfono va a sonar.

—¿Estás segura?

—Sí.

Con la cabeza reclinada sobre mi pecho desnudo, fumaba un cigarrillo mentolado. Instantes después, la ceniza cayó al lado de mi ombligo y ella, abocinando los labios, sopló para dispersarla fuera de la cama. Cogí entre mis dedos una de sus orejas. Una sensación maravillosa me invadió. Mi cabeza vagaba por el vacío, un vacío en el que flotaban suspendidas imágenes inefables que se borraban inmediatamente.

—Es un asunto de carneros —explicó mi amiga—. De muchos carneros, y de uno en particular.

—¿Carneros, dices?

—Ajajá —asintió, y me pasó el cigarrillo a medio fumar. Yo, tras darle una calada, lo apagué aplastándolo contra el cenicero—. Así que la aventura está en marcha —añadió.

Poco después, sonó el teléfono juntó a la cabecera de la cama. La miré, pero se había quedado dormida sobre mi pecho. Tras dejar que el teléfono sonara cuatro veces, descolgué el auricular.

—¿Podrías venir enseguida? —me dijo mi socio desde el otro lado del hilo. Su voz era apremiante—. Se trata de algo muy importante.

—¿Qué es eso tan importante?

—Si vienes, lo sabrás —me respondió.

—¿Se trata de algo relacionado con carneros? —le pregunté, para ver cómo reaccionaba.

No tenía que haberlo dicho. El auricular pareció enfriarse como un glaciar.

—¿Cómo es que lo sabes? —me preguntó mi socio.

De este modo tan sencillo comenzó la aventura de dar caza al carnero.

IV. LA CAZA DEL CARNERO SALVAJE (I)
1. Aquel extraño individuo.
Introducción

Hay montones de razones para que un ser humano se entregue a la bebida. Las razones forman legión, pero el resultado siempre acaba siendo el mismo.

En 1973 mi socio era un borrachín feliz. En 1976 era un borrachín huraño. Y por fin, en el verano de 1978, andaba tanteando torpemente el pomo de la puerta que conduce al alcoholismo. Cuando estaba sobrio, no es que destacara por su agudeza, pero sí por su rectitud humana y su sensibilidad. Y todo el mundo lo conceptuaba como una persona recta y sensible, aunque no especialmente aguda. También él se tenía en este concepto. Y por ello seguía bebiendo. Porque le parecía que, mientras el alcohol entrase en su cuerpo, podría encarnar a las mil maravillas el ideal de persona recta y sensible.

La verdad es que, al principio, la cosa marchaba bien. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba y la cantidad de alcohol que ingería se incrementaba, empezó a cometer sutiles errores que lo condujeron a hundirse en un profundo abismo de la noche a la mañana. Su consabida rectitud y su sensibilidad le tomaron de tal modo la delantera, que ya no podía darles alcance. Es una situación muy corriente. Sin embargo, la mayoría de las personas tienden a considerar que ellas no pueden verse afectadas por esa situación tan corriente. Y a las personas que no destacan por su agudeza les ocurre con más frecuencia. Con el fin de reencontrar todo cuanto había perdido de vista, mi socio se lanzó a deambular por esa niebla, cada vez más densa, del alcohol. Y, como no podía menos que ocurrir, su estado empeoró gravemente.

Sin embargo, en la época en que ocurrieron los hechos que relato, aún solía conservar su rectitud y su sensibilidad proverbiales hasta la puesta del sol. Como yo había adquirido —conscientemente— desde hacía varios años la costumbre de no encontrarme con él tras el ocaso, puedo decir que, por lo que a mí respecta, se comportaba correctamente. Con todo, yo sabía muy bien hasta dónde llegaba su falta de rectitud y de sensibilidad a partir de la puesta del sol, y él también lo sabía. Y aunque cuando estábamos juntos evitábamos hablar de ese tema, los dos sabíamos que el otro estaba al tanto de la situación. En apariencia, nuestras relaciones no habían cambiado, pero lo cierto es que habíamos dejado de ser el amigo que fuimos el uno para el otro, tiempo atrás.

Si bien no se podía decir que entonces nos entendíamos al ciento por ciento —y probablemente ni siquiera al setenta por ciento—, lo cierto es que en nuestra época universitaria él había sido mi único amigo; y el observar de cerca cómo una persona así iba perdiendo su personalidad me resultaba una experiencia penosa. Aunque, si bien se mira, eso es lo que suele llevar aparejado el envejecer.

Cuando yo llegaba a la oficina, él ya se había tomado un buen vaso de whisky. Mientras no pasara de ese vaso, seguiría siendo una persona recta y sensible; pero aun así, no cabe duda de que aquello era un mal presagio. En cualquier momento podía dar el paso hacia el segundo vaso. Y hacia el tercero. En el caso de que esto ocurriera, no iba a tener más remedio que romper nuestra sociedad y buscarme otro trabajo.

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