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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (7 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Yo estaba de pie ante la rejilla del aire acondicionado, tratando de secarme el sudor, y bebía un té frío que me había traído una de nuestras empleadas. Él no abría la boca, y yo tampoco decía nada. El sol de la tarde vertía sus firmes rayos sobre el suelo de linóleo, como una lluvia fantasmal. Ante nuestra vista se extendía a lo lejos el verde panorama del parque, sobre cuyo césped se divisaban las minúsculas formas de las personas tendidas despreocupadamente para tostarse al sol. Mi socio se surcaba la palma de la mano izquierda con la punta de un bolígrafo.

—Según me han dicho, te has divorciado —dijo, rompiendo el silencio.

—Eso ocurrió hace ya dos meses —le respondí, sin dejar de mirar por la ventana. Al quitarme las gafas de sol, los ojos me dolieron.

—¿Por qué te divorciaste?

—Es un asunto personal.

—Y bien que lo sé —dijo con aire paternal—. Nunca he oído hablar de ningún divorcio que no sea un asunto personal.

Permanecí callado. Durante años habíamos mantenido de un modo tácito la convención de respetar mutuamente nuestra intimidad, de no comentar asuntos de la vida privada.

—No es que quiera meter las narices en tu vida —se excusó—. Pero como también soy amigo de tu mujer, la cosa me ha sorprendido. Y además, parecía que os llevábais bien, sin problemas.

—Nos llevábamos bien, sin problemas, es verdad. Y no tuvimos ninguna pelea.

Mi socio puso cara de preocupación y se quedó en silencio. Seguía recorriéndose la palma de la mano con la punta del bolígrafo. Llevaba una corbata negra sobre su nueva camisa azul marino, y su cabello estaba cuidadosamente peinado. El aroma de su colonia hacía juego con el de su loción facial. Yo, por mi parte, vestía una camiseta que llevaba estampada la figura de Snoopy acarreando una tabla de surfing; mis pantalones eran unos viejos Levi's, con tantos lavados encima que estaban blanquecinos, y calzaba unas enlodadas zapatillas de tenis. Para cualquiera que nos viese, él sería el más respetable de los dos.

—¿Recuerdas —me preguntó— aquella época en que los tres trabajábamos juntos?

—Claro que la recuerdo —respondí.

—Entonces nos lo pasábamos bien —añadió.

Me alejé del aire acondicionado y dejé caer mis posaderas sobre un mullido sofá sueco de color celeste, situado hacia el centro de la habitación. De una tabaquera que teníamos como atención hacia los visitantes, saqué un Pall Mall emboquillado y usando el pesado encendedor de sobremesa, lo encendí.

—¿Y…? —le insinué.

—Que, a fin de cuentas, me pregunto si no habremos ido demasiado lejos.

—¿Te refieres a la publicidad, las revistas y todo lo demás? —pregunté.

Mi socio asintió. Al percatarme de lo mal que —seguramente— lo habría pasado para llegar a expresarse así, sentí cierta compasión por él. Sopesé en mi mano el encendedor y giré el tornillo graduable para ajustar la longitud de su llama.

—Me hago cargo de lo que quieres decir —dije mientras devolvía a la mesa el encendedor—. Pero deberías recordar que cargarse de trabajo no fue idea mía, para empezar, ni fui yo quien dijo: «¡Manos a la obra!» Fuiste tú quien lo dijo y quien propuso ampliar el negocio. ¿O no?

—Por un lado, las circunstancias eran muy favorables, y, además, entonces no nos sobraba el trabajo…

—Y ganamos mucho dinero.

—Mucho dinero —asintió—. Gracias al cual pudimos mudarnos a una oficina más amplia y ampliar la plantilla. Yo cambié de coche, me compré una buena vivienda y llevo a mis dos hijos a un costoso colegio privado. No todo el mundo tiene tanto dinero a los treinta años.

—Te lo ganaste. No hay nada de qué avergonzarse.

—No me avergüenzo, ni mucho menos —dijo mi socio. Acto seguido, recogió el bolígrafo, que había dejado caer sobre su mesa de trabajo, y volvió a rascarse la palma de la mano, por el centro—. Sin embargo, ¿sabes?, cuando pienso en el pasado, no sé cómo decirlo, me da la impresión de que todo es cuento. Recuerdo cuando andábamos por ahí cargados de deudas y tratando de hacernos con alguna traducción, o bien repartiendo octavillas delante de la estación…

—Si lo que quieres es repartir octavillas, por mí encantado.

Mi socio alzó la cabeza para mirarme.

—¡Oye, que no es ninguna broma lo que te digo! —exclamó.

—Yo tampoco bromeo —le respondí.

Durante un rato nos quedamos mudos los dos.

—Muchas cosas han cambiado por completo —dijo al reanudar la charla—. Cosas como el ritmo de vida, la manera de pensar… Para empezar, ni nosotros mismos tenemos una idea clara de lo que ganamos. Cuando viene el asesor fiscal, nos da la lata con el rollo de las deducciones, las amortizaciones, las medidas fiscales… todo para rellenar papelotes que no entiende ni él.

—Pero es que así son las leyes.

—De sobra lo sé. Ya sé que es así como hay que hacerlo, y así lo hacemos. Pero en aquellos tiempos todo era más agradable. Mi respuesta sonó así:

He aquí que las sombras de la prisión en torno

a nuestro día crecen desbordando el azar…

Versos de un antiguo poema, que recité casi para mí.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada en particular —le respondí—. Y tú, ¿qué ibas a decir?

—Pues que me da la impresión de que nos están explotando.

—¡Que nos explotan! —exclamé mientras levantaba la cabeza, sorprendido.

Entre nosotros mediaba una distancia de unos dos metros y, dada la altura de la silla que él ocupaba, su cabeza se erguía sobre la mía unos veinte centímetros. Por detrás de su cabeza, una litografía colgaba de la pared. Era una litografía nueva, al menos yo no la había visto antes; representaba a un pez al que le habían crecido alas. No parecía muy feliz aquel pez ante el apéndice que había brotado en su dorso. Tal vez no supiera aún cómo usarlo.

—¡Que nos explotan! —volví a exclamar, esta vez en voz baja, como si me dirigiera a mí mismo.

—Sí, puedes estar seguro.

—¿Y quién demonios nos explota?

—Nos explotan de muchas maneras y poco a poco.

Yo descansaba con las piernas cruzadas en el sofá celeste, y me quedé mirando fijamente sus manos, que estaban precisamente a la altura de mi mirada, así como el movimiento del bolígrafo que sostenían.

—De todos modos, ¿no piensas que hemos cambiado? —preguntó mi socio.

—Somos los mismos. No hemos cambiado. Nada ha cambiado.

—¿De veras lo crees?

—Sí. Eso de la explotación y demás zarandajas no tiene ninguna base. Son cuentos de hadas. No creerás que las trompetas del Ejército de Salvación van a salvar al mundo de verdad, ¿eh? Es que cavilas demasiado.

—Bueno, dejémoslo estar. Seguramente, cavilo demasiado —dijo mi socio—. La semana pasada tú…, es decir, nosotros, elaboramos aquella campaña publicitaria de la margarina. La verdad es que fue un buen trabajo.Tuvo, además, excelente acogida. Sin embargo, ¿cuántos años hace que no has comido margarina?

—Muchísimos. No puedo ni verla —le dije.

—Tampoco yo. Y ahí es adónde quería ir a parar. En otros tiempos, tú y yo sólo aceptábamos trabajos que nos convencían al ciento por ciento, y en ellos poníamos nuestro orgullo. Eso es lo que nos falta ahora. Estamos, sencillamente, sembrando al aire farfolla sin sentido.

—La margarina —dije— es buena para la salud. Es grasa vegetal, baja en colesterol. No causa ningún perjuicio a las personas mayores, e incluso su sabor ha mejorado últimamente. La margarina es barata, y se conserva mucho tiempo.

—Pues toda para ti. ¡Come margarina!

Me repantigué en el sofá desperezando calmosamente brazos y piernas.

Le respondí:

—Bueno, pero ¿qué más da? Comamos margarina o no, al fin y a la postre viene a ser igual. En el fondo, es lo mismo un prosaico trabajo de traducción que una hábil campaña publicitaria ensalzando la margarina. Sin duda, estamos sembrando al aire farfolla sin sentido. Ahora bien, ¿adónde hay que ir para encontrar algo que tenga sentido? ¿Adónde? No queda nadie que trabaje con honestidad, no nos hagamos ilusiones, del mismo modo que ya nadie respira ni mea con honestidad. Son actitudes que se extinguieron.

—Antes no eras tan cínico —me espetó.

—Es muy posible —dije, y aplasté mi cigarrillo contra el cenicero para apagarlo—. En algún sitio ha de haber por fuerza una ciudad que desconozca el cinismo, donde un carnicero honesto esté cortando un solomillo sin trampa ni cartón. Si crees que beber whisky desde que sale el sol es el colmo de la honestidad, bebe alegremente cuanto gustes.

El ruidito acompasado del bolígrafo golpeando en la mesa resonó durante un buen rato en solitario a lo largo y lo ancho de la habitación.

—Perdóname —me disculpé—. No debí hablarte así.

—Nada, hombre, no te preocupes —dijo él—. Tal vez sea eso la causa de mis cavilaciones.

El termostato del aire acondicionado lanzó un pitido. Era una tarde terriblemente bochornosa.

—Ten más confianza en ti mismo —le aconsejé—. ¿No hemos salido adelante hasta ahora por nuestro propio esfuerzo? Sin pedirle nada prestado a nadie y sin prestar nada. Y sin tener nada que ver con toda esa gente que te mira por encima del hombro y sólo sabe vanagloriarse de sus títulos y sus estudios.

—¡Antes éramos tan buenos amigos…! —suspiró mi socio.

—Y seguimos siéndolo —le aseguré—. Sumando nuestros esfuerzos, mira hasta dónde hemos llegado.

—Sentí que te divorciaras.

—Lo sé —respondí—. Pero ¿no me ibas a hablar de carneros?

Asintió. Devolvió el bolígrafo a la bandejita portaplumas y se restregó los ojos con las yemas de los dedos.

—Esta mañana, a eso de las once, vino a verme un hombre.

2. Aquel extraño individuo

Eran las once de la mañana cuando llegó aquel hombre. En una empresa de pequeña envergadura, como la nuestra, las once de la mañana es una hora en la que pueden darse dos situaciones: o estamos agobiados de trabajo, o no tenemos nada que hacer. Son las dos únicas posibilidades, no hay términos medios. Por tanto, a las once de la mañana, o bien nos encontramos trabajando a todo tren, sin pensar en otra cosa, o bien contemplamos las musarañas medio adormilados y, evidentemente, sin pensar en otra cosa. En cuanto a los trabajos que no exigen poner la carne en el asador —en el caso hipotético de que los haya—, es mejor dejarlos para la tarde.

Cuando aquel hombre nos visitó, estábamos metidos de lleno en la segunda variedad —la ociosa— de las once de la mañana. Y, además, era una de esas once de la mañana tan ociosas que se merecerían un monumento a la ociosidad.

Durante la primera quincena de septiembre hubo jornadas de locura, en que estábamos de trabajo hasta las orejas; cuando lo terminamos, nuestra actividad quedó bruscamente reducida al mínimo. Tres de los empleados, incluido yo, lo aprovechamos para tomarnos las vacaciones veraniegas, con un mes de retraso; aun así, al resto del equipo no le quedó otra tarea que ocuparse en sacar punta a los lápices. Mi socio había ido al banco, donde tenía que hacer algunas gestiones; uno de nuestros empleados se hallaba en una de las cabinas de audición de una tienda de discos que había cerca de la oficina, donde mataba el tiempo escuchando las últimas novedades musicales, y, en fin, la única persona que quedaba en la empresa, una chica, hacía guardia junto el teléfono mientras hojeaba una revista femenina para enterarse de las últimas tendencias en los peinados para el otoño.

El hombre abrió sin hacer el menor ruido la puerta de la oficina, y con el mismo sigilo la cerró. Con todo, no pretendía conscientemente pasar inadvertido. Todo era en él natural y espontáneo. Tales eran su finura y su elegancia, que la chica ni siquiera se dio cuenta de que aquel individuo había entrado. Cuando lo advirtió, el visitante estaba plantado ante su mesa y la dominaba con la mirada.

—Desearía ver al director —le dijo. Su voz era suave, y le recordó a la chica una mano enguantada que fuera quitando el polvo de la mesa.

¿Cómo había llegado hasta allí? La chica no se lo podía imaginar. Levantó la cabeza y lo miró. La mirada del visitante era demasiado inquisitiva para ser la de un posible cliente, su indumentaria era muy elegante, lo que descartaba que fuera un inspector de Hacienda, y tenía un aire tan intelectual, que no podía ser de la policía. Fueron las tres posibilidades que se le ocurrieron a la chica. Aquel individuo había aparecido frente a ella como cerrándole el paso, y su presencia tenía un no sé qué de ominoso, de fatídico.

—Ha salido —respondió la chica al tiempo que cerraba atolondradamente la revista—. Dijo que volvería dentro de media hora.

—Esperaré —dijo el hombre, sin el menor tono de vacilación, como si lo hubiera decidido de antemano.

La chica estuvo a punto de preguntarle su nombre, pero desistió de hacerlo, y le invitó a sentarse en el sofá azul celeste. El visitante se arrellanó, cruzó las piernas y se quedó inmóvil contemplando el reloj eléctrico que colgaba de la pared de enfrente. No hizo ni un solo gesto superfluo. Cuando, poco después, la chica le ofreció un té, continuaba en la posición inicial, sin moverse ni un milímetro.

—Precisamente en el sitio donde tú estás sentado —me dijo mi socio—. Ahí permaneció, inmóvil, durante media hora, sin cambiar de postura, contemplando el reloj.

Miré hacia el hueco en el asiento del sofá donde estaba arrellanado, y luego levanté la vista hacia el reloj eléctrico de la pared. A continuación volví a mirar a mi socio.

A pesar de la ola de calor que padecíamos en aquella segunda quincena de septiembre, aquel hombre vestía de un modo serio y elegantísimo. Los puños de su blanca camisa asomaban exactamente un centímetro y medio por la bocamanga de su traje gris, hecho a medida; su corbata listada, de suaves tonalidades, tenía un nudo perfecto, con una ligera inclinación lateral para deshacer la simetría; sus zapatos negros de cordobán brillaban esplendorosos.

En cuanto a su edad, había pasado de sobra la mitad de la treintena e iba camino de los cuarenta. Su estatura superaba el metro setenta y cinco, y en su cuerpo no parecía haber un solo gramo de carne superflua. Sus finas manos no tenían ni una arruga, y aquellos diez dedos largos y suaves hacían pensar en alguna raza de animales gregarios que, por muchos años que hubieran pasado de domesticación y vida sedentaria, en lo más hondo de su ser albergaban todavía la memoria de sus orígenes salvajes. Las uñas mostraban una manicura perfecta, que debía de haber costado tiempo y dedicación, y formaban, en la punta de cada dedo, un elegante óvalo. Unas manos, en suma, ciertamente bellas, aunque un tanto extravagantes. Manos que transmitían la sensación de pertenecer a una persona muy especializada en un campo bien definido; ahora bien, no era fácil adivinar cuál podía ser ese campo.

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