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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (8 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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La cara de aquel hombre no era, en cambio, tan elocuente como sus manos. Un rostro impecable, desde luego, pero sin expresión, sin relieve. Los rasgos de su nariz y sus ojos eran angulosos y rectilíneos, como si hubieran sido cortados con una cuchilla; sus labios eran delgados y secos. La piel de aquel hombre estaba ligeramente bronceada por el sol, pero al primer golpe de vista se advertía que aquella tonalidad broncínea no era consecuencia de la exposición a los rayos del sol, por mero entretenimiento, en una playa o una pista de tenis. Un bronceado de aquella calidad sólo podía producirlo un sol desconocido que brillara en un espacio etéreo ignorado por el común de los mortales.

El tiempo pasaba con asombrosa lentitud. Fueron treinta minutos densos, compactos, como el parsimonioso avance de un tornillo sin fin que se alzara desafiando a las alturas. Cuando mi socio regresó del banco, el aire de la oficina le pareció terriblemente cargado. Exagerando un poco, se le ocurrió que todo cuanto había allí estaba materialmente clavado al suelo. Ésa fue la impresión que tuvo.

—Naturalmente, todo era pura impresión —me explicó mi socio.

—Claro, claro —asentí.

La chica que se había quedado a cargo del teléfono estaba exhausta, a causa de la tensión que llenaba el ambiente. Mi socio, sin idea cabal de lo que pasaba, fue al encuentro del extraño visitante y se autopresentó como el gerente. Entonces aquel hombre salió por fin de su inmovilidad, extrajo un fino cigarrillo del bolsillo superior de la chaqueta, lo encendió y exhaló unas bocanadas de humo con gesto de estar hastiado. La tensión ambiental disminuyó.

—Como dispongo de poco tiempo, será mejor que vaya al grano —dijo el hombre sin alzar la voz.

Dicho esto, sacó de su cartera una tarjeta de visita, de cartulina tan fina que parecía capaz de cortar la piel de quien la cogiera, y la puso sobre la mesa. Aquella cartulina era semejante al plástico y, además, blanquísima, de una blancura realmente insólita. Llevaba impreso un nombre en diminutos caracteres, muy negros, y, por lo demás, no constaba título alguno, ni dirección, ni teléfono: sólo un nombre en cuatro ideogramas. Aquella tarjeta era tan blanca, que podía provocar dolor en los ojos sólo con mirarla. Mi socio le dio la vuelta, y al comprobar que el reverso estaba en blanco, le echó otra mirada al anverso antes de dirigir sus ojos al visitante.

—Le suena ese nombre, ¿verdad? —le preguntó.

—Sí —contestó mi socio.

Un leve movimiento de la barbilla de su misterioso interlocutor pareció indicar a mi socio que aquélla era la respuesta esperada. Pero la mirada del hombre no se desplazó ni un ápice.

—Quémela, por favor —dijo.

—¿Quemarla?

Y mi socio miró asombrado a su interlocutor.

—Hágame el favor de quemar enseguida esa tarjeta —dijo el hombre con aire imperioso.

Mi socio echó mano precipitadamente del encendedor de sobremesa, y encendió la blanca tarjeta por un extremo. La sostuvo por el otro hasta que el fuego llegó a la mitad, y entonces la depositó en un gran cenicero de cristal. Los dos hombres, uno frente a otro, contemplaron la quema de la tarjeta hasta que se redujo a una ceniza blancuzca. Al acabar de consumirse la tarjeta, la habitación quedó sumida en un pesado silencio, como si allí hubiera tenido lugar una terrible matanza.

Tras una larga pausa, el hombre rompió el silencio:

—He venido aquí de parte de ese señor, provisto de plenos poderes —dijo—. Eso significa que todo cuanto le diga a partir de ahora, es lo que ese señor quiere y lo que él espera de usted. Entiéndalo así.

—Lo que él espera… —repitió mi socio.

—«Lo que él espera» es una expresión, con muy bellas palabras, de una situación anímica fundamental orientada a un objetivo específico, naturalmente —dijo el hombre—. Hay otros modos de expresarse que conducen al mismo fin. ¿Me entiende?

Mi socio trató de traducir mentalmente aquella parrafada a un lenguaje más vulgar.

—Entendido —replicó.

—A pesar de los pesares, no se ventila aquí un tema conceptual, ni un asunto político, sino que de principio a fin nos hallamos en una conversación de negocios, de
business.

Pronunció esta última palabra a la americana. Tal vez aquel hombre fuera un estadounidense descendiente de japoneses.

—También usted es hombre de negocios, como yo. Hablando con realismo, no hay entre nosotros tema alguno de conversación que no sea los negocios,
business.
Cuanto sea irreal, dejémoslo, pues, para otros. ¿No es así?

—Así es, en efecto —respondió mi socio.

—Ante tales factores irreales, corresponde a nuestro ingenio el transformarlos en una compleja configuración, para irlos insertando en el magno terreno de la realidad. Las personas tienden a precipitarse en la irrealidad. ¿A causa de qué? —Y en medio de esta pregunta retórica, el hombre acarició con su mano derecha la verde gema del anillo que llevaba en el dedo medio de su mano izquierda—. Pues a causa de que ese modo de proceder parece más fácil. A mayor abundamiento, suelen menudear las circunstancias tendentes a proporcionar la impresión de que en ocasiones la irrealidad predomina sobre la realidad. No obstante lo cual, en el mundo de lo irreal el negocio no tiene ningún sentido. En suma, a nosotros nos cabe la misión, en tanto que seres humanos, de señalar las dificultades. De donde se desprende que… —mientras decía estas frases, el hombre recalcaba las palabras; una vez más, manoseó su anillo— lo que estoy pretendiendo transmitirle es que por muy dificultosa que sea la acción o bien la decisión que se requiera de su persona, tenga a bien descargar de toda culpabilidad a quien lo solicita. Es todo.

Mi socio había quedado atónito ante tal parrafada, y optó por asentir en silencio.

—En consecuencia, procederé a manifestarle los requerimientos que he de hacerle de parte de la persona que me envía. En primer y principal lugar, que suspenda al punto la publicación del boletín informativo de la compañía de seguros X, que se confecciona aquí.

—Pero es que…

—En segundo lugar —prosiguió el hombre, sin hacer caso de las palabras de mi socio—, exijo que se me concierte inmediatamente una entrevista con el responsable de esta página, con el que he de hablar de un asunto.

Al decir esto, el hombre iba sacando del bolsillo interior de su chaqueta un sobre blanco, del que extrajo un trozo de papel doblado en cuatro que fue entregado acto seguido a mi socio. Éste tomó en sus manos el papel, lo desplegó, y lo miró. Sin ningún género de dudas, se trataba de una página de una revista, en la que aparecía un anuncio confeccionado por nuestra empresa, para una compañía de seguros. Era una foto vulgar, un paisaje de la isla de Hokkaidô: nubes, montañas, carneros y una pradera, con la adición de un poemita bucólico, más bien ramplón, fusilado para el caso de alguna antología. Eso era todo.

—Los dos puntos mencionados sumarizan nuestros requerimientos. Por cuanto hace referencia al primero de ellos, más bien que llamarlo requerimiento, diremos que se trata de una realidad inconmovible. Por darle una expresión correcta, he de manifestarle que la decisión concomitante a tal requerimiento ya ha sido tomada. Ante cualquier eventual dubitación que pudiera surgirle, llame sin dilación al jefe del departamento de publicidad de la mencionada aseguradora con el objeto de cerciorarse.

—Entiendo —dijo mi socio.

—A pesar de ello, no es en absoluto inimaginable considerar que, para una compañía del rango de la de ustedes, el daño infligido por un trastorno de tal monto pueda elevarse en definitiva a una altura inconmensurable. Por un azar venturoso, poseemos en el medio financiero, como a usted mismo no se le ocultará, un poder nada despreciable. En consecuencia, y en previsión de que nuestro segundo requerimiento halle una cumplida respuesta, supuesto sea que el antedicho responsable nos proporcione una información a la altura de nuestras expectativas, nos encontramos dispuestos a verter en sus manos una copiosa compensación por cuantos daños infligiéramos a todos ustedes. Un montante que, presumiblemente, sobreabunde al concepto mismo de compensación.

El silencio se apoderó de la habitación.

—En la hipótesis de que nuestro requerimiento no sea cumplido —añadió el hombre—, ustedes verán cerrárseles todos los caminos. A partir de ahora, e indefinidamente, no han de encontrar en este mundo dónde meter la cabeza.

De nuevo reinó el silencio.

—¿Tiene alguna pregunta que hacer?

—Es decir, que… todo el problema ha venido por esa foto… ¿verdad? —preguntó mi socio, que apenas se atrevía a respirar.

—En efecto —confirmó el hombre y, seleccionando las palabras meticulosamente, como si las llevara escritas en la palma de la mano, añadió—: Efectivamente, tal es el caso. Ello no obstante, no me encuentro facultado para comunicarle más información. Es una competencia que excede mis atribuciones.

—Voy a llamar por teléfono al encargado de esa página. A las tres debería estar aquí —dijo mi socio.

—Está bien —aprobó el hombre, echando una mirada a su reloj de pulsera—. Eso supuesto, haré venir un vehículo a las cuatro. Y todavía una cosa, que es de suma importancia: por cuanto respecta a nuestra conversación, está absolutamente de más cualquier filtración a terceros. ¿Nos hallamos de acuerdo?

Y en ese punto los dos interlocutores se despidieron cortésmente con el mejor estilo de los hombres de negocios.

3. El jefe supremo

—Y eso es lo que hay —resumió mi socio.

—¡Que me aspen si lo entiendo! —exclamé, con un cigarrillo sin encender colgándome del labio—. Para empezar, no tengo idea de quién pueda ser el tipo de la tarjeta. Luego, por qué le molesta tanto la foto de unos carneros. Y, como remate, a qué viene eso de que decida cerrar una publicación nuestra. ¿Tú lo entiendes?

—El tipo de la tarjeta es un pez gordo de la extrema derecha. Como ha procurado que su nombre, y más aún su fotografía, permanecieran en la sombra, es casi un desconocido para la mayoría de la gente, aunque no lo es en nuestro ambiente, tú debes de ser uno de los poquísimos que no lo conocen.

—Soy un topo que evita la luz del día —me excusé.

—Y por más que se diga que es de extrema derecha, no pertenece a la extrema derecha tradicional; yo incluso diría que ni siquiera es de derechas.

—Cada vez lo entiendo menos.

—Hablando en plata, nadie sabe cuáles son sus ideas, pues no ha publicado nada con su firma, ni habla en público. Tampoco permite que se le entreviste o se le fotografíe. Hasta tal punto, que incluso cabe dudar de que esté vivo. Hace cinco años, un reportero que trabajaba para cierta revista mensual realizó un reportaje sensacionalista que implicaba a nuestro hombre en un asunto de malversación de fondos; pero ese reportaje no se publicó.

—Estás bien enterado, ¿eh?

—Conozco por referencias al reportero.

Eché mano al encendedor para dar fuego a mi cigarrillo.

—Y ese reportero, ¿a qué se dedica ahora?

—Lo trasladaron al departamento de administración, donde ordena facturas de la mañana a la noche. El mundo de los medios de comunicación es mucho más reducido de lo que pueda pensarse; y este ejemplo es un buen botón de muestra: como esos esqueletos que te encuentras a modo de advertencia a la entrada de algunas aldeas africanas.

—Ya —asentí.

—Sin embargo, se saben algunos datos de la biografía de nuestro personaje, al menos del período anterior a la guerra. Nació en Hokkaidô en 1913, y al terminar la escuela primaria marchó a Tokio, donde tuvo diversos empleos y se afilió a la extrema derecha. Creo que estuvo en prisión, al menos una vez. Al salir de la cárcel se fue a Manchuria, y allí trabó buenas relaciones con oficiales del ejército destacado en Kwantung, con los que colaboró para tramar una conspiración. Los detalles de esa conjura no se han divulgado, pero lo cierto es que por esas fechas se convirtió de pronto en una figura enigmática. Hubo rumores, desmentidos, que lo relacionaban con el tráfico de drogas; pero también podrían ser ciertos. Siguió al ejército por el territorio continental de China saqueando cuanto encontraba a su paso, y justo un par de semanas antes de que las tropas soviéticas iniciaran la ofensiva final se embarcó en un destructor de vuelta al Japón. No olvidó traer consigo, por cierto, una inmensa fortuna en metales nobles.

—Un prodigio de oportunidad, por decirlo de algún modo —intervine.

—Verdaderamente, es un tipo excepcional para coger las oportunidades por los pelos. Tiene un instinto especial para decidir cuándo hay que atacar o retirarse. Y, además, sabe dónde fijar el punto de mira. Aun cuando las tropas de ocupación lo arrestaron como criminal de guerra de la peor calaña, el juicio fue suspendido y ya no se reanudó. Se dio como razón una grave enfermedad, pero sobre este extremo se alzó una cortina de humo muy espesa. Me huelo que mediarían negociaciones con el ejército americano; no hay que olvidar que la atención de MacArthur ya apuntaba hacia la China continental.

Mi socio volvió a sacar el bolígrafo de la bandeja portaplumas de su escritorio y se puso a juguetear con él.

—A todo esto, cuando salió libre de la prisión de Sugamo, dividió en dos partes el tesoro que tenía escondido; con una mitad se hizo dueño de toda una facción del partido conservador, y con la otra se convirtió en el árbitro en la sombra del mundo de la publicidad. Te estoy hablando de cuando la «industria publicitaria» se reducía prácticamente a repartir octavillas.

—El don de la previsión, se llama eso. Pero ¿no hubo ninguna demanda contra él por ocultación de capital?

—¿Estás de broma? ¿No te dije que se había hecho con una facción del partido conservador?

—¡Ah! Es cierto —asentí.

—En todo caso, gracias a su dinero tenía en un puño al partido conservador, y en el otro al mundo de la publicidad, y esa situación se mantiene hasta hoy. Si no sale a la luz pública, es porque maldita la falta que le hace. Mientras tenga en sus manos los puntos clave del mundo publicitario y del poder político, no hay obstáculo alguno que se le resista. ¿Te haces cargo de lo que representa controlar la publicidad?

—Creo que no.

—Pues representa, nada más y nada menos, controlar casi todo lo que se imprime o se transmite por las ondas. No hay actividad editorial ni audiovisual que funcione sin publicidad. Sería como un acuario sin agua. El noventa y cinco por ciento de la información que te entra por los ojos ha sido previamente comprado y cuidadosamente seleccionado.

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