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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (10 page)

BOOK: La chica del tambor
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Hay que añadir que Yanuka era flaco y de aspecto extraordinariamente gallardo, con un bello aire semítico comparable al de ella, y que todo él exhalaba una contagiosa jovialidad. Resultó de ello un olfateo mutuo como el que puede darse de inmediato entre dos personas físicamente atractivas, en el que parecen compartir realmente una imagen especular de ellos mismos haciendo el amor. La chica dejó la guitarra en el suelo, y, fiel a sus órdenes, se deshizo de su mochila entre contoneos y la arrojó con aire agradecido a tierra. El efecto de este ademán de desnudamiento, había argumentado Litvak, sería obligar a Yanuka a hacer una de estas dos cosas: o abrir la puerta de atrás desde dentro, o bien salir del coche y abrir el maletero desde fuera. En un caso como en otro se expondría a ser atacado. Claro está que en ciertos modelos de Mercedes se puede operar el maletero desde el interior. Pero en éste no. Litvak lo sabía. Igual que sabía a ciencia cierta que el maletero estaba cerrado; y que no habría tenido sentido ofrecerle la chica en el lado turco de la frontera ya que -por buenos que hubieran sido sus papeles, y siendo árabe tenían que ser muy buenos- Yanuka no habría sido tan tonto como para incrementar los riesgos de atravesar un paso fronterizo llevando a bordo trastos injustificables.

Como resultó después, Yanuka escogió la opción que a ellos les había parecido más deseable. En lugar de alargar simplemente el brazo y abrir una puerta manualmente, como podía haber hecho, optó, quién sabe si para impresionar, por accionar el dispositivo central de cierre electrónico, desconectando así no una sino las cuatro- puertas a la vez. La chica abrió la puerta trasera que tenía más a mano y, sin entrar, lanzó mochila y guitarra sobre el asiento trasero. Para cuando había cerrado de nuevo la puerta e iniciado su traslado hacia la parte delantera, como con la intención de sentarse en el asiento del acompañante, un hombre apuntaba ya una pistola a la sien de Yanuka mientras el propio Litvak, de aspecto mucho más frágil, se arrodillaba en el asiento trasero sosteniendo la cabeza de Yanuka por detrás mediante una presa asesina y muy entrenada, mientras le administraba la droga que mejor se adecuaba al historial médico de Yanuka, tal como le habían asegurado con la mayor seriedad: de adolescente había sufrido bastante por culpa del asma.

Lo que sorprendió a todos después fue lo silencioso de la operación. Incluso mientras esperaba a que la droga hiciera su efecto, Litvak oyó claramente cómo se partían unas gafas de sol en medio del jaleo del tráfico, y transcurrió un espantoso instante en que creyó haberle roto el cuello a Yanuka, lo cual habría arruinado toda la operación. Al principio pensaron que se las había ingeniado para deshacerse de las matrículas y documentos falsos que necesitaba para el viaje, hasta que lo encontraron todo a su entera satisfacción, pulcramente metido en su elegante maletín negro, debajo de unas camisas de seda confeccionadas a mano y unas corbatas llamativas, de todo lo cual se vieron obligados a apropiarse para sus propios fines, junto con su bonito reloj de oro marca Cellini y su brazalete de oro a juego y el amuleto dorado que Yanuka solía llevar pegado al corazón y que se suponía un regalo de su querida hermana Fatmeh. Otra de las cumbres de la operación -atribuible únicamente al ingenio de Yanuka- fue que el coche tenía lunas ahumadas a fin de evitar que la gente corriente viese lo que ocurría dentro del vehículo. Este fue uno de los muchos ejemplos de cómo Yanuka se convirtió en la víctima fatal de su propio tren de vida lujoso. Después de esto, hacer desaparecer el coche hacia el oeste y luego hacia el sur no les dio ningún quebradero de cabeza; podrían haberlo sacado de allí sin que nadie se diera cuenta. Pero para más seguridad habían alquilado un camión supuestamente cargado de abejas camino de un nuevo hogar. En esa región, razonó sensatamente Litvak, existe bastante comercio de abejas, e incluso el más inquisitivo policía se lo habría pensado dos veces antes de alterar la intimidad de sus panales.

El único elemento realmente no previsto fue la mordedura de perro; ¿y si el animal tenía la rabia? Habían comprado un poco de suero y se lo inyectaron por precaución.

Con Yanuka temporalmente apartado de la sociedad, lo más crucial era asegurarse de que nadie, en Beirut o en cualquier otra parte, notara su ausencia. Conocían de antemano su naturaleza independiente y despreocupada. Conocían también su afición a hacer las cosas más insospechadas, sabían que era famoso por alterar sus planes en cuestión de segundos, en parte por capricho y en parte porque creía, con razón, que ése era el mejor sistema para no dejar rastro. Conocían su recién adquirida pasión por las cosas griegas, y su probada costumbre de perderse a la búsqueda de antigüedades mientras iba de camino. En su última excursión había llegado hasta Epidaurus sin siquiera comunicarlo a nadie (un gran rodeo, sin razón aparente o conocida, desviándose de su ruta). Estas impensadas estratagemas le habían hecho extremadamente difícil de coger. Usadas, como ahora, en su contra, nadie podía salvar a Yanuka -así pensaba fríamente Litvak- puesto que los suyos no podían comprobar mejor su paradero que sus enemigos. El equipo le apresó y le quitó de en medio. Ahora había que esperar. Y allí donde les fue posible escuchar, no sonó ninguna alarma ni hubo susurro alguno de inquietud. Si los jefes de Yanuka tenían de él alguna visión, concluyó cautelosamente Shimon Litvak, era la de un joven en la flor de la edad desaparecido en pos de la vida y -¿quién sabe?- de nuevos soldados para la causa.

De modo que la ficción, como Kurtz y su equipo lo llamaban ahora, podía empezar ya. Si podría acabar también -es decir, si había tiempo aún, según el viejo reloj de Kurtz, para que todo se desarrollase como él tenía decidido- era harina de otro costal. Kurtz estaba sometido a dos tipos de presiones: la primera, y no había vuelta de hoja, era demostrar algún progreso o que Misha Gavron le pusiera de patitas en la calle; la segunda era la amenaza de Gavron en el sentido de que si no se veían progresos a corto plazo él no podría contener por más tiempo el creciente clamor en favor de la solución militar. A Kurtz le aterraba esto.

–¡Me sermoneas como hacen los ingleses! -le chilló el Tahúr con su voz cascada, durante una de sus frecuentes discusiones-. ¡Pues fíjate en
sus
crímenes!

–O sea que también habría que bombardear a los ingleses… -propuso Kurtz, sonriendo con furia.

Pero el tema inglés no había surgido por una coincidencia; irónicamente, era en Inglaterra donde Kurtz buscaba ahora su salvación.

3

José y Charlie fueron normalmente presentados en la isla de Mykonos, en una playa con dos merenderos, durante un almuerzo entrada ya la tarde a finales de agosto, que es cuando el sol de Grecia abrasa con más ganas. O, para situarlo en la historia con mayúsculas, cuatro semanas después de que los reactores israelíes bombardearan el atestado barrio palestino de Beirut, en una supuesta operación para destruir la jefatura del movimiento, aunque entre los varios centenares de muertos no había ningún jefe, como no fueran naturalmente futuros dirigentes, pues muchos de ellos eran niños.

–Charlie, te presento a José -dijo alguien con entusiasmo, y ahí empezó todo.

Sin embargo, ambos se comportaron como si el encuentro apenas hubiera tenido lugar: ella poniendo su ceño de revolucionaria y tendiendo la mano para saludar, como una colegiala inglesa, con una respetabilidad bastante malsana; y él lanzándole una mirada de tranquila y tolerante evaluación, extrañamente desprovista de anhelo.

–Ah, ya, Charlie, encantado -dijo él, y sonrió lo imprescindible para ser cortés. De modo que fue él y no Charlie quien saludó primero.

Ella se fijó en que tenía ese hábito castrense de fruncir los labios antes de decir algo. Su voz, que sonaba extranjera y bajo arresto, tenía una suavidad que amilanaba; ella tuvo más conocimiento de lo que se guardaba que de lo que ofrecía. Así pues, la actitud de él hacia ella fue el anverso de la agresión.

Se llamaba en realidad Charmian, pero todo el mundo la conocía por Charlie y a menudo por Charlie
la. Roja,
por el color de su pelo y su actitud radical más o menos alocada, que era su modo de estar en el mundo y de plantarle cara a sus injusticias. Charlie era el bicho raro de una bulliciosa compañía de jóvenes actores ingleses que dormían en una granja destartalada a poco más de medio kilómetro tierra adentro y que solían bajar hasta la costa formando una peluda y muy unida familia que nunca se separaba. El cómo habían llegado a esa granja -y cómo habían llegado a la isla, para empezar- era un milagro para todos ellos, aunque siendo actores no había milagro que les causara sorpresa. Su benefactor era una próspera firma de la City que recientemente había adoptado el papel de sponsor de los cómicos ambulantes. Terminada su gira por las provincias, la media docena de actores de la compañía había visto con asombro cómo se les invitaba a pasar una temporada de descanso a expensas de la empresa patrocinadora. Llegaron a la isla en vuelo chárter, la granja resultó acogedora y tenían asegurado el dinero para los gastos con una modesta ampliación de los términos de su contrato. Demasiada generosidad, demasiada amabilidad, demasiado repentino todo. Y hacía ya demasiado tiempo. Sólo un hatajo de fascistas, habían convenido gozosamente al recibir la invitación, podía haberse comportado con semejante filantropía. Y luego se olvidaron simplemente de cómo habían llegado allí, hasta que uno u otro levantaba soñolientamente su copa y mascullaba el nombre de la empresa en un frío y displicente brindis.

Charlie no era la chica más guapa del grupo aunque, eso sí, su sexualidad brillaba por doquier así como su incurable buena voluntad, que no siempre quedaba del todo oculta por las posturas que adoptaba. Lucy, aunque tonta, era despampanante, en tanto que Charlie era, según la opinión unánime, feúcha, con una nariz larga y fuerte y una cara poco agraciada prematuramente anublada que un momento parecía infantil y al siguiente tan vieja y apesadumbrada que uno temía por lo que hubiera podido ser su vida hasta el presente y se preguntaba qué le quedaría aún por pasar. A veces era como una niña expósita, otras como una madre, la que contaba el dinero y sabía dónde estaba la loción contra los mosquitos y el esparadrapo para los cortes. En ese papel, como en todos los demás, Charlie era la más desprendida y la más capaz. Y de vez en cuando hacía las veces de conciencia del grupo, regañándoles por algún delito, real o imaginario, de chovinismo, sexismo o apatía de occidentales. Su derecho a ejercer como tal le venía conferido por su clase, ya que Charlie era su toque de
qualité,
como ellos gustaban de decir: educada en colegio privado e hija de un corredor de bolsa, si bien -como ella nunca se cansaba de decirles- el pobre hombre había terminado sus días en chirona por estafar a sus clientes. Pero, en el fondo, la clase se conserva.

Y por último, Charlie era la líder indiscutible. Al caer la tarde, cuando la familia se dedicaba a representar pequeños dramas privados con sus sombreros de paja y sus vaporosos albornoces, era Charlie la que, cuando se decidía a tomar parte, lo hacía mejor. Si optaban por cantar, era Charlie la que acompañaba con la guitarra un poco mejor, Charlie la que conocía las canciones de protesta y la que las cantaba con voz airada y varonil. Otras veces se repantigaban en taciturna asamblea para fumar marihuana y beber retsina a treinta dracmas el medio litro. Todos excepto Charlie, que se quedaba aparte como si ya hubiera fumado y bebido tiempo atrás todo lo que le hacía falta. «Veréis cuando llegue mi revolución -les había advertido con voz amodorrada-. Os haré cultivar nabos a todos vosotros antes de desayunar.» Y los otros fingían asustarse: ¿dónde sería eso? ¿Cuándo rodarían las primeras cabezas? «La cosa empezará en el maldito Rickmansworth -solía contestar ella, rememorando su muy tormentosa infancia en el extrarradio-. Cogeremos sus malditos Jaguar y los arrojaremos a sus malditas piscinas.» Y ellos soltaban alaridos de terror, aunque sabían la debilidad que Charlie sentía por los coches rápidos.

Pero eso sí, la querían. Sin disputas. Y Charlie, por mucho que lo negara, les quería también.

José, como le llamaban ellos, no era en absoluto un miembro de la familia. Ni, como Charlie, una facción de una sola persona. Su autosuficiencia era en sí misma una especie de coraje para los espíritus más débiles. José era un solitario que no se quejaba de ello, el desconocido que no necesitaba de nadie, ni siquiera de ellos. Una toalla, un libro, una cantimplora y su pequeña madriguera en la arena. Solamente Charlie sabía que era un aparecido.

La primera vez que Charlie le vio por allí había sido la mañana después de su gran pelea con Alastair, que ella salió perdiendo por un rotundo fuera de combate. Cierta mansedumbre innata parecía impulsar a Charlie a todo tipo de gente pendenciera, y aquella vez el pendenciero de turno había sido un escocés borracho de metro ochenta de alto que la familia conocía como Long Al, un sujeto que solía proferir amenazas y que citaba inexactamente frases del anarquista Bakunin. Al igual que Charlie, era pelirrojo, de tez blanca, y con ojos azules y duros. Cuando emergían juntos del agua, eran como personas de una raza totalmente aparte, y por su voluptuosa expresión se notaba que los dos lo sabían. Cuando partían bruscamente para la granja cogidos de la mano sin decir nada a nadie, uno sentía la urgencia de su deseo como un dolor soportado pero compartido apenas. Pero cuando peleaban -cosa que había sucedido la noche antes- su rencor desmoralizaba de tal modo a individuos tan tiernos como Willy y Pauly, que éstos optaban por escabullirse hasta que pasara la tormenta. Y lo mismo había hecho esta vez Charlie: habíase arrastrado hasta un rincón del pajar para curarse las heridas. Sin embargo, al despertar bruscamente a las seis de la mañana, decidió darse un baño en solitario y luego ir al pueblo para regalarse con un periódico inglés y un buen desayuno. Fue mientras compraba el
Herald Tribune
cuando ocurrió la aparición: un claro ejemplo de fenómeno psíquico.

Era el hombre del blazer rojo. Estaba justo detrás de Charlie escogiendo un libro de bolsillo y haciendo caso omiso de ella. Aunque aquel día no llevaba el blazer rojo sino una camiseta, pantalones cortos y sandalias. Pero era el mismo hombre, no cabía duda. El mismo pelo negro, corto y con las puntas canosas, que terminaba en mitad de la frente en una punta diabólica; la misma mirada cortés de ojos castaños, respetuosa con las pasiones ajenas, que había notado clavarse en ella como un faro desde la primera fila de butacas en el teatro Barrie de Nottingham durante medio día: primero en la función de tarde y después por la noche, sin apartar los ojos de ella ni de sus menores gestos. Una cara que el tiempo no había ablandado ni endurecido, sino que parecía indeleble como un grabado. Una cara que a ojos de Charlie expresaba una firme y constante realidad, al revés de las muchas máscaras del actor.

BOOK: La chica del tambor
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