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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (9 page)

BOOK: La chica del tambor
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–Pulsa el timbre de arriba -dijo Litvak-. Dos llamadas, pausa, una tercera llamada, y vendrá enseguida. Le dieron un cuarto encima de la tienda. -Kurtz salió del coche-, Buena suerte, ¿eh? Toda la del mundo.

Litvak vio a Kurtz cruzar la calle a trancos. Le vio avanzar por la calzada con su paso arrollador, demasiado aprisa, para luego detenerse con demasiada premura al llegar al ruinoso portal. Vio subir su grueso brazo hasta el timbre y abrirse la puerta poco después, como si alguien hubiera estado esperando detrás, y supuso que así había sido. Vio cuadrarse a Kurtz y bajar la espalda para abrazar a un hombre más delgado; vio los brazos de su anfitrión rodearle en un enérgico y marcial saludo.

Al volver lentamente en coche a la ciudad, Litvak miraba ceñudo a todo cuanto veía a su paso, exteriorizando así su envidia: Berlín como lugar de odio para él, enemigo heredado para siempre; Berlín, donde el terror iba a desovar, entonces y ahora. Se dirigía a una pensión barata donde nadie parecía dormir, él incluido. Hacia las siete menos cinco estaba de nuevo en la calleja donde había dejado a Kurtz. Tocó el timbre, esperó y oyó lentos pasos. Kurtz entró y la puerta se cerró. Se abrió la puerta y apareció Kurtz aspirando agradecido el aire de la mañana y estirándose después. Iba sin afeitar y se había quitado la corbata.

–¿Y bien? -preguntó Litvak, en cuanto estuvieron en el coche.

–Y bien ¿qué?

–¿Qué ha dicho? ¿Lo va a hacer o piensa quedarse pacíficamente en Berlín y aprender a hacer vestidos para un puñado de refugiados polacos?

Kurtz parecía sorprendido de veras. Estaba a medio ensayar aquel gesto que tanto había fascinado a Alexis, consistente en llevar su viejo reloj de pulsera a su campo visual mientras se subía la manga izquierda con la otro mano. Pero al oír la pregunta de Litvak, lo dejó a medias.

–¿Si lo va a
hacer
? Él es un agente israelí, Shimon. -Luego sonrió tan calurosamente que Litvak, cogido por sorpresa, le sonrió a su vez-. Primero, lo reconozco, Gadi dijo que prefería continuar estudiando su nuevo oficio en sus muchos aspectos. Y entonces hablamos de su magnífica misión en Suez en el sesenta y tres. Luego dijo que el plan no funcionaría, así que hablamos a fondo de los inconvenientes de vivir escondido en Trípoli y de mantener allí una red de agentes libios más que mercenarios, algo que Gadi estuvo haciendo tres años, si no recuerdo mal. Y entonces dijo «Busca a un hombre más joven», cosa que nadie ha pensado en serio en ningún momento, y recordamos sus muchas incursiones nocturnas en el Jordán y las limitaciones de la acción militar contra los blancos guerrilleros, un punto sobre el que me dio toda su conformidad. Y después hablamos de la estrategia. ¿Qué más?

–¿Y el parecido? ¿Será suficiente? ¿Su altura, su cara?

–El parecido es suficiente -replicó Kurtz mientras sus rasgos se endurecían, apareciendo sus viejas arrugas-. Estamos en ello, y es suficiente. Y ahora déjame tranquilo, Shimon, o harás que acabe queriéndole más de la cuenta.

Dejó a un lado su seriedad y se echó a reír hasta que se le saltaron lágrimas de alivio y de cansancio. Litvak se rió también, y con las carcajadas notó que le desaparecía la envidia. Estos súbitos y un poco delirantes cambios de humor eran muy propios de Litvak, en cuya personalidad influían muchos y muy irreconciliables factores. Su apellido significaba originalmente «judío de Lituania» y en tiempos fue un término desdeñoso. ¿Cómo se veía él a sí mismo? Un día como un huérfano de kibbutz, con veinticuatro años y ningún pariente vivo conocido; otro, como el hijo adoptivo de una fundación ortodoxa norteamericana y de las fuerzas especiales de Israel. Y otro, en fin, como el devoto policía de Dios encargado de limpiar el mundo a conciencia.

Tocaba maravillosamente el piano.

Sobre el secuestro poco había que decir. Hoy en día, cuando el equipo tiene experiencia, estas cosas o suceden rápido y de un modo casi ritual, o no suceden. Únicamente el tamaño de la presa le daba ese toque de atrevimiento extra. No se trataba de tiroteos ni de cosas desagradables, sólo de la limpia apropiación de un Mercedes color vino tinto, y de su ocupante, el conductor, a unos treinta kilómetros en el lado griego de la frontera grecoturca. Litvak comandaba el equipo y, como siempre que actuaba en campaña, estuvo excelente. Kurtz, nuevamente en Londres para resolver una crisis en el seno de su Comité Literario, pasó aquellas horas críticas al pie del teléfono en la embajada israelí. Los dos chicos de Munich, tras haber informado de la devolución del coche alquilado sin que hubiera sustituto a la vista, siguieron a Yanuka hasta el aeropuerto y, efectivamente, ya no se supo más de él hasta que tres días después, en Beirut, un grupo de escucha clandestina que operaba en un barrio palestino sintonizó su alegre voz saludando a su hermana Fatmeh, que trabajaba en una oficina revolucionaria de las muchas de la ciudad. Había venido para ver a unos amigos, dijo, estaría un par de semanas en Beirut; ¿tenía ella una tarde libre? Yanuka parecía realmente contento, informaron los escuchas: arrojado, entusiasmado, vehemente. Sin embargo, Fatmeh se mostró fría. O su recibimiento era tibio, dijeron los escuchas, o sabía que el teléfono estaba intervenido. Las dos cosas, quizá. Sea como fuere, los hermanos no llegaron a verse.

Se le volvió a escuchar por radio cuando llegó a Estambul en avión, alojándose en el Hilton con un pasaporte diplomático chipriota y dedicándose durante dos días a disfrutar de los placeres religiosos y seglares de la ciudad. Quienes le seguían definieron su actitud como la de alguien que se da un atracón de Islam antes de volver a la cristiana Europa. Visitó la mezquita de Solimán
el Magnífico;
fue visto rezando no menos de tres veces y haciéndose limpiar después sus zapatos Gucci, una vez, en la alameda cubierta de hierba que corre paralela al Muro Sur. También se tomó varios vasos de té en compañía de dos hombres callados a quienes se pudo fotografiar pero cuya identidad no fue descubierta nunca: resultó ser una pista falsa, no el contacto que ellos estaban esperando. Y luego se divirtió muchísimo viendo en la acera a unos viejos disparar por turnos unos dardos emplumados, con una escopeta de aire comprimido en la acera a un blanco dibujado en una caja de cartón. Él quiso sumarse al torneo, pero no le dejaron.

En los jardines de la plaza del Sultán Ahmed, se sentó en un banco entre macizos de flores naranjas y malvas, mirando con dulzura las cúpulas y los minaretes que delimitaban la plaza, así como los enjambres de risueños turistas americanos, especialmente un grupito de quinceañeras en pantalón corto. Pero algo le contuvo de acercarse, lo que en él habría sido normal: charlar y reír con ellas hasta hacerse aceptar. Compró diapositivas y postales a unos mercachifles que no tendrían más de nueve años, sin preocuparse de sus precios escandalosos; paseó por Santa Sofía, admirando con idéntico placer las glorias del Bizancio de Justiniano y las de la conquista otomana, y se le oyó soltar una exclamación de sincero asombro a la vista de las columnas traídas a rastras desde Baalbek, en el país que tan recientemente había abandonado.

Pero su concentración más devota la reservó para el mosaico de Agustín y Constantino ofreciendo su iglesia y su ciudad a la Virgen María, pues fue allí donde realizó su enlace clandestino: un hombre alto y nada premioso, con cazadora, que enseguida le hizo de guía. Hasta entonces Yanuka había rechazado con decisión cualquier oferta semejante, pero algo que le dijo este hombre -sumado indudablemente al lugar y a la hora en que se le acercó- le convencieron al punto. Codo a codo, efectuaron una segunda y sumaria vuelta por el interior del templo, admirando debidamente su cúpula sin apoyaturas, y luego fueron a un aparcamiento cercano a la autopista de Ankara. El Plymouth se alejó; Yanuka estaba de nuevo solo en el mundo, pero esta vez como dueño de un bonito Mercedes rojo que él llevó tranquilamente de vuelta al Hilton, adjudicándose su propiedad al entregar las llaves al conserje.

Yanuka no salió aquella noche -ni siquiera para ver a las bailarinas de la danza del vientre que tanto le habían hechizado la víspera- y ya no se le vio hasta la mañana siguiente a primera hora partiendo hacia el oeste por la carretera absolutamente recta que se adentra en la llanura camino de Edirne e Ipsala. El día empezó brumoso y frío y con horizontes cercanos. Yanuka paró en un pueblo a tomar café y fotografió a una cigüeña que tenía su nido en la cúpula de una mezquita. Subió a un montículo y orinó mirando el mar. Empezó a hacer calor, las monótonas lomas se volvieron rojas y amarillas, entre ellas corría el mar a la izquierda de él. En una carretera así, sus seguidores no tenían más alternativa que emparedarle, como se suele decir, con un coche mucho más adelante y otro mucho más atrás, confiando en que él no se metiera por un desvío no señalizado, cosa de la que era muy capaz. La naturaleza desértica del lugar no les dejaba otra opción, pues las únicas señales de vida en varios kilómetros eran unos gitanos acampados, algún pastor joven y algún que otro arisco hombre de negro cuya vida parecía asociada al estudio del fenómeno del movimiento. Al llegar a Ipsala, los despistó tomando la bifurcación que llevaba a la ciudad en lugar de seguir hacia la frontera. ¿Acaso iba a entregar el coche? ¡Dios no lo quiera! Entonces ¿qué demonios buscaba en una pestilente ciudad fronteriza turca?

La respuesta era Dios. En una anónima mezquita de la plaza mayor, en los márgenes mismos de la cristiandad, Yanuka volvió a encomendarse a Alá, cosa que, como diría después Litvak lúgubremente, fue una gran idea por su parte. Al salir fue mordido por un perro marrón que escapó antes de que él pudiera desquitarse. También eso fue interpretado como un presagio.

Finalmente, para alivio de todos, volvió a la carretera. La frontera, a esa altura, es un lugar insignificante y hostil. Turcos y griegos no se ven con buenos ojos y apenas coinciden allí, pues la zona está indiscriminadamente minada a ambos lados; terroristas y
contrebandiers
de todo pelaje tienen allí sus rutas e intenciones ilegales; hay tiroteos frecuentes de los que raramente se habla; la frontera búlgara queda a unos cuantos kilómetros al norte. En el lado turco hay un letrero que dice «buen viaje», en inglés, pero no hay palabras amables para los griegos que se van. Primero está el escudo turco, en un tablero militar, luego un puente sobre aguas calmadas y verdes y después una pequeña cola de gente nerviosa esperando las formalidades de la inmigración turca, que Yanuka trató de saltarse confiando en su pasaporte diplomático; y lo logró, efectivamente, corriendo sin saberlo en pos de su propia destrucción. Luego, emparedada entre la jefatura de policía turca y los centinelas griegos, hay una tierra de nadie de unos veinte metros de largo donde Yanuka compró una botella de vodka libre de impuestos y se tomó un helado en la cafetería observado por un muchacho de aire soñador y cabello largo llamado Reuven, que llevaba tres horas allí comiendo bollos dulces. La última fioritura turca es un gran busto de bronce de Ataturk, el decadente visionario, lanzando una mirada furiosa a las hostiles llanuras griegas. En cuanto Yanuka hubo pasado por allí, Reuven saltó a su motocicleta y transmitió una señal de cinco puntos a Litvak, que esperaba en Grecia, a treinta kilómetros de la frontera pero fuera de la zona militarizada, en un punto en que el tráfico rodado debía aminorar la marcha al mínimo debido a unas obras. Reuven corrió después a sumarse a la fiesta.

Utilizaron una chica, muy sensata idea teniendo en cuenta las probadas aficiones de Yanuka, y le dieron una guitarra, muy bonito detalle porque hoy día una guitarra legitimiza a una chica aunque no sepa tocar. La guitarra es el distintivo de cierta apacibilidad sentimental, tal como les habían recordado recientes observaciones en otros puntos. Titubearon a la hora de utilizar a una rubia o una morena, sabiendo su preferencia por las rubias, pero conscientes también de que él siempre estaba dispuesto a hacer excepciones. Al final se decantaron por la chica morena, en base a que tenía mejor trasero y andares más insolentes, y la apostaron en el lugar donde terminaban las obras. Las obras en la carretera eran una merced divina. Así lo creían. Algunos pensaron que era Dios -el dios judío- y no Kurtz o Litvak quien manipulaba magistralmente su suerte o su desgracia.

Primero venía una superficie asfaltada; luego, sin previo aviso, unos toscos guijarros azules, como pelotas de golf irregulares. Luego venía la rampa de madera con sus luces amarillas como espantapájaros parpadeando a todo lo largo, límite de velocidad diez kilómetros por hora y ni un loco se habría atrevido a pasar de ahí. Luego, del otro lado de la rampa, la chica caminando laboriosamente por el andén de peatones. Tú, muévete como siempre, le dijeron: no te menees mucho, sólo tienes que sacudir el pulgar de la mano izquierda. Lo único que realmente les preocupaba era que siendo una chica tan guapa pudiera meterse en cualquier coche antes de que Yanuka apareciera para reclamarla. Una característica particularmente propicia fue el modo en que el escaso tráfico era dividido temporalmente. Había como un páramo de unos cincuenta metros entre los dos carriles, el que iba hacia el este y el que iba hacia el oeste, con casetas de alhamíes, tractores y un montón de basura esparcida entre ambos. Se podría haber escondido a todo un regimiento sin que nadie se diera cuenta. No es que fuesen un regimiento. El equipo estaba formado por siete elementos, incluidos Shimon Litvak y la chica señuelo. A Gavron
el Tahúr
no había quien le sacara un céntimo más. Los otros cinco eran muchachos vestidos con alegres prendas veraniegas y calzado deportivo, esa clase de individuo que puede estarse todo el día mirándose las uñas sin que nadie le pregunte por qué no habla, para luego ponerse rápidamente en movimiento antes de volver a sus letárgicas meditaciones.

Eran cerca de las diez de la mañana; el sol estaba alto el aire, cargado de polvo. El resto de la circulación estaba formado por grises camiones cargados de alguna clase de cieno o arcilla. El bruñido Mercedes color vino tinto -que no era nuevo, pero tenía un magnífico aspecto- destacaba entre coches tales como el de unos recién casados atascado entre sendos camiones de basura. Llegó a la zona de guijarros a treinta kilómetros por hora, que era demasiado, y frenó cuando las piedras empezaron a chocar contra la parte inferior. Subió la rampa a veinte, redujo a quince, luego a diez, y al pasar junto a la chica todos pudieron ver cómo Yanuka volvía la cabeza para comprobar si por delante estaba tan bien como por detrás. Lo estaba. Siguió otros cincuenta metros hasta llegar al trozo asfaltado, y, por un momento, Litvak creyó que habría que echar mano del plan de reserva, un asunto complicado en el que debía intervenir un segundo equipo y un falso accidente de carretera cien kilómetros más allá, Pero la lujuria, la naturaleza, o lo que sea que nos obnubila, se salió con la suya. Yanuka paró el Mercedes y bajó la ventanilla, asomó su joven y bonita cabeza y, lleno de alegría de vivir, vio avanzar lascivamente a la chica a la luz del sol. Al llegar ella a su altura le preguntó si tenía intención de seguir andando hasta California. Ella respondió, también en inglés, que se dirigía «más o menos» hacia Tesalónica y preguntó si él también. Según dijo la chica, él contestó «Más o menos, si a ti te va bien», pero nadie más le oyó y fue una de esas cosas que siempre son objeto de controversia cuando termina una operación. El mismo Yanuka negó categóricamente que hubiera dicho nada, de modo que tal vez la chica se apuntó un tanto porque sí. Sus ojos, sus facciones en general, eran de lo más seductor, y sus tentadores y pausados movimientos consiguieron atraer toda la atención de él. ¿Qué otra cosa podía pedir un buen chico árabe después de dos semanas de austera instrucción política en las colinas meridionales del Líbano, que esta cautivadora visión de un harén con téjanos?

BOOK: La chica del tambor
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