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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (8 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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Como he dicho, el primer día eran eliminados los que eran notoriamente incapaces. No dudábamos de que nos clasificaríamos, y lo hicimos con facilidad. Yo tuve que boxear con un chico que más o menos tendría mi edad y mi peso, y en menos de un minuto el juez interrumpió la pelea y me envió a pesarme e inscribirme. Volví a ver a Fritz en la tienda que habían levantado para llevar a cabo estos trámites. No mostró sorpresa por mi aparición ni tampoco curiosidad por saber cómo había llegado allí. Le dije que Larguirucho también estaba aquí y asintió. Tres oportunidades valían más que una. Aunque me daba la impresión de que siempre había tenido la convicción de que era él el que lograría entrar en la Ciudad, de que no se podía confiar en nosotros. Casi deseé que perdiera en la primera carrera, pero refrené a tiempo mi estúpido resentimiento. Lo importante era que alguno de nosotros triunfara y, como dijo él, tres mejor que uno.

Más adelante volví a ver a Larguirucho: también se había clasificado sin dificultades, salvando la distancia exigida por un amplio margen en sus dos saltos. A mediodía comimos juntos en la tienda de campaña que hacía las veces de comedor: además de cama nos proporcionaban comida. Le pregunté qué impresión tenía de sus posibilidades, ahora que nos encontrábamos frente al reto. Él dijo con seriedad:

—Creo que voy bien. No tuve que esforzarme mucho. ¿Y tú, Will?

—El que yo derroté también se ha clasificado. Lo he visto en la cabaña.

—Eso está bien. ¿Crees que deberíamos ir a buscar a Fritz?

—Ya habrá tiempo luego. Primero vamos a comer.

A la mañana siguiente se celebró la ceremonia inaugural. La gente llegó en procesión desde la ciudad, portando los estandartes de los Juegos, y el capitán de los Juegos, un anciano de pelo blanco, jefe de los oficiales, dirigió a los participantes reunidos en el Campo un discurso de bienvenida plagado de menciones a la deportividad y el honor.

Tal vez me hubiera sentido impresionado de no ser por aquellos otros que se hallaban también presentes. Durante el torneo que se celebró en el Château de la Tour Rouge, había un Trípode encima del castillo, observando las pruebas en silencio. Aquí había seis. Llegaron de madrugada y ya se encontraban alineados en torno al campo cuando nos despertaron. Palabras tales como deportividad y honor parecían algo vacías cuando se recordaba que la finalidad de estas pruebas deportivas era proporcionar esclavos para aquellos monstruos metálicos. Esclavos o sacrificios. Después de todo, pese a que cada año entraban en la Ciudad centenares de hombres y mujeres, aún no se sabía de ninguno que hubiera salido. Cuando lo pensé me estremecí, a pesar de que el sol calentaba.

Aquel día no había boxeo, así que pude presenciar las pruebas preliminares de otros deportes. Fritz estaba inscrito en las carreras de 100 y 200 metros. Las listas estaban muy concurridas: para la primera había doce series de diez participantes; los corredores que llegaban en primero y en segundo lugar pasaban a tomar parte en tres carreras subsiguientes, en las que se clasificaban los tres primeros. Fritz fue segundo en la cuarta serie. Desde luego yo podía estar equivocado, pero me pareció cuando lo vi que se había empleado a fondo. La primera parte del salto de longitud se celebró por la tarde y Larguirucho ganó con facilidad, aventajando en medio metro a su rival más inmediato.

Mi primera prueba tuvo lugar a la mañana siguiente. Mi contrincante era un muchacho alto y delgado, que se movía veloz, pero casi exclusivamente a la defensiva. Lo perseguí por el cuadrilátero; a veces fallaba, pero casi siempre pude alcanzarle, y no tuve dudas acerca del resultado. Aquel día volví a luchar otra vez y otra vez gané con facilidad. Larguirucho lo presenció. Después me puse el uniforme de participante que me dieron y acudimos a ver las pruebas de atletismo. Se estaban corriendo las series de 200 metros. Larguirucho aguzó la vista para leer el tablón que anunciaba las series, pero tuvo que preguntarme por cuál iban. Le dije que por la siete.

—Entonces Fritz ha corrido ya, —contestó—. Le tocaba en la seis. ¿Han salido los resultados?

—Los están poniendo ahora.

El tablón de resultados estaba a un lado del pabellón de los jueces. Consistía en un complicado sistema de ventanillas, escaleras y repisas situadas por detrás, y por medio del cual un tropel de chicos izaba los números de los dos clasificados de la serie seis.

Larguirucho dijo:

—¿Qué?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—No.

Larguirucho no hizo ningún comentario, ni yo tampoco. La eliminación de Fritz en una de sus dos pruebas era nuestra primera derrota, y nos obligaba a aceptar la posibilidad de que hubiera otras. Sería desolador que todos tuviéramos que regresar, derrotados ante el primer obstáculo; pero había que contar con que una cosa así pudiera suceder.

Y en cuanto a mí, personalmente, la posibilidad de la derrota se convirtió en algo muy real la siguiente vez que combatí. Este oponente, al igual que el primero, era rápido, pero más habilidoso y mucho más agresivo. En el primer asalto me alcanzó con varios golpes buenos y me esquivó cuando contraataqué, dejándome una de las veces enredado en las cuerdas. No me cupo ninguna duda en mi fuero interno de que había perdido el asalto e iba camino de perder el combate. Cuando salimos de nuevo me concentré, procurando acercarme y golpear el cuerpo. Me fue mejor, pero seguía teniendo la sensación de que aún perdía por puntos. En el último asalto salí a la desesperada. Ataqué con un furor que desconcertó a mi contrincante. Bajó la guardia y le alcancé con un derechazo en un lado de la cabeza que lo mandó al suelo. Se levantó enseguida, pero estaba nervioso y procuraba mantener la distancia. Además se le veía notoriamente cansado, seguramente como consecuencia de los golpes al cuerpo del asalto anterior.

Cuando sonó la campana final yo confiaba haber recuperado el terreno perdido, pero no sabía en qué medida. Vi a los jueces cambiando impresiones. Tardaban más tiempo de lo normal y mis temores e incertidumbres me hicieron sentirme mal físicamente. Temblaba cuando regresamos al centro del cuadrilátero y casi no pude creérmelo cuando el árbitro me levantó el brazo en señal de victoria.

Fritz y Larguirucho lo habían presenciado. Larguirucho dijo:

—Creí que ibas a perder.

Todavía estaba temblando pero ya me sentía aliviado. Dije:

—Yo también.

—Lo dejaste para tarde.

—No tanto como tú en los 200 metros.

Era una salida tonta y barata, pero Fritz no reaccionó al mismo nivel. Se limitó a decir:

—Es cierto. Así que tengo que concentrarme en la otra carrera.

Me imagino que su imperturbabilidad era una cualidad positiva, pero yo la encontraba irritante.

Por la tarde sucedieron dos cosas: Fritz se clasificó para la final de 100 metros y eliminaron a Larguirucho en salto de altura. Fritz volvió a llegar en segundo lugar, pero el ganador le sacó una ventaja de varias yardas y yo pensé que no tenía muchas posibilidades de quedar finalmente vencedor. A Larguirucho le deprimió mucho su derrota. Estuvo saltando bien y confiado hasta la última subida de listón; parecía estar seguro de rebasarlo, pero al llegar a aquella altura le falló la coordinación y en el primer intento se precipitó y derribó grotescamente el listón con la cintura. En el segundo intento estuvo mucho mejor, aunque falló claramente. En el tercero creo que lo superó pero debió de tocar el listón con el pie.

—Mala suerte, —dije yo.

Cuando se puso el uniforme de participante tenía el rostro blanco de la ira que sentía contra sí mismo.

—¿Cómo he podido saltar tan mal? —dijo—. He superado alturas muy superiores a ésa docenas de veces. Y ahora, cuando es importante…

—Aún queda el salto de longitud.

—Es que no era capaz de darme impulso…

—Olvídalo. De nada sirve darle vueltas.

—Es fácil decir eso.

—Acuérdate de lo que dijo Fritz. Concéntrate en lo otro.

—Sí. Supongo que es un buen consejo.

No parecía muy convencido.

Y así llegamos al día de las finales. Por la tarde había una procesión hasta la ciudad, donde se celebraba la Fiesta de los Juegos, en la que se honraba a todos los participantes; pero sobre todo a los campeones, que lucirían el cinturón escarlata. Y a la mañana siguiente desfilarían por el Campo, exhibiéndose por última vez antes de que los Trípodes los recogieran para llevarlos a su Ciudad.

Por la noche hizo mucho calor; el cielo ya no estaba azul, sino plomizo, a causa de las nubes; en cualquier momento podía empezar a llover torrencialmente. Se oía un fragor de truenos a lo lejos. Si llovía, había que retrasar las pruebas hasta el día siguiente. Me quedé mirando fijamente al cielo desde la puerta de la cabaña y recé para que no lloviera. Tenía la sensación de que ya estaba sometido a la máxima tensión que podía soportar. Intenté obligarme a desayunar algo, pero me resultó imposible tragar nada.

La prueba de Larguirucho estaba prevista en primer lugar, en segundo la mía y en tercero la de Fritz. Me concentré para verle saltar y me sentí atormentado, pero al menos pude olvidarme de mis propias perspectivas. Saltó bien y resultó evidente que sólo había otros dos que podían estar a su nivel. Iban antes que él en el orden de saltos y en el primer intento sus marcas difirieron en cuestión de pulgadas, mientras que los demás quedaban descolgados. En el segundo salto sus resultados fueron muy parecidos, pero esta vez Larguirucho se situó en cabeza. Le vi regresar del foso, sacudiéndose la arena de las piernas y pensé: ésta es la suya.

De los otros uno saltó muy mal en el último intento. Pero el segundo, un muchacho larguirucho y pecoso con mechones pelirrojos que sobresalían entre la malla metálica de la Placa, lo hizo mucho mejor y su salto le situó en cabeza. Había una diferencia de nueve centímetros, —unas cuatro pulgadas, según la medida inglesa—, lo cual no era mucho por sí mismo, pero a estas alturas resultaba terriblemente desalentador. Vi que Larguirucho se ponía en tensión, recorría velozmente la pista de hierba y se lanzaba por el aire húmedo. Se elevó un grito: aquél era, sin duda, el mejor salto del día. Pero el grito se transformó en decepción cuando el juez levantó la bandera. El salto era nulo; el muchacho pelirrojo había ganado.

Larguirucho se retiró para estar a solas. Yo le seguí y le dije:

—No podía evitarse. Hiciste cuanto estaba en tu mano.

Me miró con expresión vacía.

—Pisé la tabla. No lo hacía desde los primeros días de entrenamiento.

—Te esforzaste demasiado. Podía sucederle a cualquiera.

—¿Que me esforcé?

—Pues claro que sí.

Larguirucho dijo:

—Yo quería ganar. Y también me daba miedo lo que vendría después. Yo creía que lo estaba intentando, ¿pero era así?

—Lo que dices es una tontería. Simplemente has puesto demasiado empeño.

Su ausencia de expresión se había transformado en abatimiento.

—Déjame solo, Will, —dijo—. Ahora no quiero hablar.

Las finales de boxeo eran a primera hora de la tarde; el segundo combate era el de mi categoría. El chico contra el que luchaba era un alemán del norte, hijo de un pescador, aún más pequeño que yo, pero compacto y con buenos músculos. Le había visto boxear y sabía que era bueno, de movimientos rápidos y buena pegada.

Durante el primer minuto estuvimos dando vueltas uno en torno a otro, precavidamente. Después vino hacia mí y me disparó seguidas la derecha y la izquierda, pero le esquivé y contraataqué; le arrinconé contra las cuerdas y alcancé sus costillas con un derechazo cruzado; soltó el aire lanzando un gemido. Pero se escapó antes de que yo le pudiera hacer más daño. Volví a luchar a media distancia, pero en los últimos treinta segundos busqué el cuerpo a cuerpo y puntué varias veces. Pensé que había ganado aquel asalto.

Salí confiado al segundo. Él me rehuía y yo le perseguía. Casi lo tenía contra las cuerdas. Le lancé un izquierdazo a la mandíbula. Fal é por poco, pero fallé. Lo siguiente que recuerdo es que yo estaba tumbado sobre la lona y el árbitro de pie, inclinado sobre mí, contando.

—…
Drei, vier, fünf

Más tarde Larguirucho me contó que fue un gancho corto al mentón, que me levantó y me envió al suelo. Entonces, todo cuanto yo sabía era que estaba flotando en un halo de dolor y al mismo tiempo clavado a las duras tablas que tenía debajo. Pensaba que debía levantarme, pero no sabía cómo conseguirlo. Ni tampoco me parecía urgente. Me parecía que había grandes intervalos entre cada palabra que oía entonar, a un tiempo cerca de mí, por encima, y como un eco lejano.

—…
Sechs, sieben

Había perdido, por supuesto, pero en cualquier caso había hecho lo que podía. Como Larguirucho. Vi su rostro firme, lleno de amargura, a través de la neblina. «Yo creía que lo estaba intentando, pero ¿era así?». ¿Y yo, qué? Me dieron porque había bajado la guardia. ¿Es que en alguna zona oscura de mi interior algo me impulsó a hacerlo? Incluso aquí y ahora se abría paso un sentimiento: hiciste cuanto estaba en tu mano y perdiste, así que nadie puede echarte la culpa. Puedes volver a las Montañas Blancas en lugar de ir a la Ciudad de los Trípodes. Y con el sentimiento llegaba una duda que no resultaría sencillo desdeñar.


Acht!
.

No sé cómo me puse de pie. No veía bien y me tambaleaba. El muchacho del norte vino a por mí. Conseguí esquivar algunos golpes y neutralizar otros pero no tengo ni idea de cómo lo hice. Se pasó el resto del asalto persiguiéndome y en una ocasión me acorraló en un rincón y me dio una andanada de golpes. No volví a caerme pero cuando me senté en la banqueta y me restregaron con una esponja fresca supe que estaba en una desesperante desventaja por puntos. Para ganar tendría que dejarle fuera de combate.

Él también se daba cuenta de esto. Después de constatar que yo ya no estaba aturdido no me buscó, sino que se mantuvo a media distancia. Fui por él, pero él me mantenía alejado. Seguramente yo estaba ganando algunos puntos, pero eso no era nada comparado con los que había perdido. Y los segundos se esfumaban en el gran reloj de madera que tenía el juez encima de la mesa, que empezaba la cuenta al principio del asalto y se detenía al cabo de tres minutos.

Al final me desesperé. Abandoné mi defensa, esta vez deliberadamente, y continué golpeando lo más rápidamente y el mayor número de veces que pude. La mayoría de mis golpes no le alcanzaron; en cambio él me llegó al cuerpo con un par de ellos que me hicieron tambalear. Pero seguí; más que boxeando, peleando, forzando las cosas con la esperanza de lograr algún resultado, no sabía cómo. Y lo logré. Me midió con el fin de lanzar un directo que rematara la labor iniciada por el gancho, y falló. Pero yo no fallé cuando le estrellé mi gancho en la mandíbula. Se le doblaron las rodillas y se desplomó; yo tenía la seguridad de que no iba a levantarse antes de diez, ni siquiera de cincuenta. La única duda era si sonaría la campana antes de que se acabara la cuenta (mi idea era que estábamos en los segundos finales). Pero la cabeza me había jugado una mala pasada. Vi, para asombro mío, que no había transcurrido ni un minuto de este último asalto.

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