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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (10 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—¡Esperadme! —exclamó arrastrando la voz, y luego se dejó caer de bruces al suelo, con cuidado de frenar la caída con las palmas de las manos.

Larry se agachó a su lado. Apestaba a
Jagermeister
.

—Eh, Phil, ¿te encuentras bien?

—Estoy un poco… pasado —contestó David, intentado sonar lo más borracho posible—. ¿Me puedes… echar una mano?

—Claro, colega, ¡ningún problema!

Larry cogió a David del brazo, lo levantó y lo condujo hacia la puerta del
Station Break
. David se cogió al ancho hombro del tipo y salieron tambaleándose del bar. Aunque hacía veinte años que David no se emborrachaba, podía imitar con facilidad el paso vacilante y la postura encorvada de un borracho. Tenía el recuerdo grabado en lo más hondo.

En el vestíbulo de la estación ya no había prácticamente viajeros, pero todavía estaba lleno de agentes de policía. Media docena de polis estaban apostados delante del acceso al andén número diez, que era hacia donde se dirigían los juerguistas de la despedida. Al acercarse a los agentes, Larry levantó el puño y gritó.

—¡Viva el Departamento de Policía de Nueva York! ¡Estamos con vosotros, tíos! ¡A por los putos terroristas!

—¡A por ellos! —gritó alguien más—. ¡MATÉMOSLOS A TODOS!

Un adusto sargento de policía les hizo una señal con la mano para que se detuvieran.

—Muy bien, amigos, tranquilícense —dijo—. Enséñenme sus permisos de conducir.

Mientras los demás sacaban sus carteras David sintió cómo su estómago se revolvía. Muy bien, pensó. Allá vamos. Con grandes aspavientos hizo ver que buscaba algo en los bolsillos de sus vaqueros, primero los de delante, luego los de detrás.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Oh, mierda! Y, haciéndose el borracho, se puso a cuatro patas en el suelo y empezó a buscar la cartera.

Larry se volvió a agachar junto a él.

—¿Ocurre algo, Phil?

—La cartera —dijo jadeante, mientras se colgaba del hombro de Larry—. No la encuentro… mi puta cartera.

—¿No te la habrás dejado en el bar?

David negó con la cabeza.

—Mierda… No sé… Podría estar… En cualquier parte.

El sargento de policía advirtió el alboroto y se acercó.

—¿Qué ocurre aquí?

—Phil ha perdido su cartera —dijo Larry.

David levantó la mirada hacia el sargento y, con la mandíbula colgando y la cabeza ladeada, le dijo:

—No… lo entiendo…, hace un momento… estaba… aquí mismo…

El poli frunció el ceño. Su boca adoptó un rictus tirante y severo. Oh, oh, pensó David. Este tipo es duro de roer.

—¿No lleva ningún tipo de documentación encima?

—Se llama Phil —explicó Larry—. Es de New Brunswick. —Y señalando la camiseta de la «DESPEDIDA DE SOLTERO DE PETE», añadió—: Va con nosotros.

El sargento frunció el ceño.

—Sin la documentación no puede subir al tren.

Como a propósito, el sistema de megafonía de la estación emitió entonces un timbre agudo.

—Atención —anunció una voz pregrabada—. Último aviso para el tren de la línea Northeast Corridor, estacionado en el andén número diez, con paradas en Newark, Elizabeth, Rahway, Metuchen, New Brunswick y Princeton Junction. Embarquen en el andén número diez.

—¡Tenemos que coger ese tren! —gritó Larry. Frenético, se metió la mano en el bolsillo y sacó la cartera, abriéndola para que el sargento de policía pudiera ver su placa—. Mire, pertenezco al Departamento de Policía de Metuchen. Aquí está mi placa. Ya se lo he dicho, Phil va con nosotros. Es colega mío.

El sargento miró la placa, todavía con el ceño fruncido y renuente a dejarlos pasar. En ese momento, David oyó los ladridos de un perro. Volvió la cabeza y vio a un guardia nacional y a su pastor alemán debajo del panel de llegadas y salidas, a unos quince metros. El perro se dirigía directo a ellos, tirando de la correa con un entusiasmo tal que el guardia tenía que inclinarse hacia atrás para mantener el equilibrio. Oh, Dios mío, pensó David. El jodido animal huele algo en mí.

Cerró los ojos y sintió una náusea. Estoy perdido, pensó. Me arrestarán, me entregarán al FBI y me llevarán de vuelta a una de sus salas de interrogatorio. Ya lo visualizaba mentalmente: la habitación desnuda, sin ventanas y con luces fluorescentes, y los agentes del FBI con sus trajes grises alrededor de la mesa de metal. Sintió entonces otra náusea, ésta tan fuerte que de repente David se dobló por la mitad y tuvo una arcada. Un delgado hilo de saliva cayó de la boca al suelo de linóleo.

—¡Cuidado! —avisó Larry—. ¡Phil va a vomitar!

Rápidamente, el sargento de policía retrocedió.

—Oh, mierda —exclamó—. ¡Apártenlo!

David levantó la cabeza y miró al sargento. Éste tenía el gesto torcido, visiblemente asqueado. Sin pensarlo, David se acercó tambaleante al agente e hizo ver que tenía arcadas, haciendo un húmedo y gutural «¡Uhhhhhhh!».

El sargento apartó a David, empujándolo hacia Larry.

—¡Mierda, llévense a este tipo! —exclamó—. ¡Vamos, métanlo en el tren!

—¡Sí, señor! —contestó Larry, agarrando a David por debajo de las axilas. Juntos se fueron corriendo al andén diez y cogieron finalmente el tren de la una y media en dirección a Metuchen.

Simon estaba sentado delante de un escritorio de época en una de las exageradamente caras suites del
Waldorf Astoria
. El hotel cobraba dos mil dólares la noche por un recargado salón con vistas a Park Avenue y un dormitorio decorado como un burdel zarista. Simon se podía permitir estas tarifas, pero por meros principios se negaba a pagarlas; lo que hacía, en cambio, era birlar en internet el número de una tarjeta de crédito. Sin siquiera saberlo, un tal Neil Davidson de Oregón estaba pagando la estancia de Simon en el
Waldorf
, así como las costillas de cordero y la botella de
Stolichnaya
que había pedido al servicio de habitaciones.

Mientras se tomaba otro vaso de vodka, Simon tenía la mirada puesta sobre la pantalla de su ordenador portátil, que mostraba la página web del Departamento de Física de la Universidad de Columbia. La lista de los miembros del departamento incluía una fotografía a color de cada uno de los profesores, conferenciantes y becarios. Simon fue bajando la página, estudiando las caras una a una. Tenía lógica que el cómplice de Kleinman fuera un profesor de física. Sin duda la
Einheitliche Feldtheorie
era demasiado intrincada para alguien profano en la materia; sólo para ser capaz de reconocer los términos matemáticos de las ecuaciones de campo revisadas era necesaria una profunda base en teoría de la relatividad y mecánica cuántica. Y sin embargo Simon no veía al tipo de las zapatillas deportivas en la página web del Departamento de Física. Procedió entonces a comprobar los listados de profesores de otras veinte universidades que contaran con un Departamento de Física de importancia —Harvard, Princeton, MIT, Stanford y demás—, pero siguió sin encontrar rastro de su presa en las galerías de fotos de sonrientes científicos. Una hora más tarde cerró el ordenador portátil y tiró la botella de vodka, ya vacía, a la papelera. Era exasperante. Lo único que necesitaba era el nombre del tipo.

Para calmarse, Simon se acercó a la ventana y se quedó mirando las luces de Park Avenue. Aunque ya eran las dos de la mañana, los taxis seguían recorriendo la calle. Mientras observaba las maniobras que hacían para aparcar en su zona, se preguntó si se le habría pasado algo, algún dato biográfico crucial en la vida del profesor Kleinman que le revelaría la identidad de su colega. Quizá era un sobrino o un ahijado de Kleinman, o el hijo natural de una antigua relación. Simon se dirigió entonces al armario, abrió su talego y cogió el libro que había utilizado para localizar a Kleinman. Era un libro extenso, de más de quinientas páginas, repleto de información útil sobre todos los físicos que habían ayudado a Albert Einstein en los últimos años de su vida.
Sobre hombros de gigantes
era su título.

Al abrir el libro le pareció ver algo que le resultaba familiar. Se fijó entonces en la solapa interior de la contraportada. Ahí, justo debajo de una elogiosa cita del
Library Journal
, había una fotografía del autor.

Simon sonrió.

—Hola, David Swift —dijo en voz alta—. Encantado de conocerlo.

5

A pesar de las súplicas de Larry, Pete y los demás juerguistas de la despedida de soltero, David no quiso bajarse en Metuchen. Dijo que su esposa lo mataría si no iba directo a su casa, en New Brunswick, pero prometió ir con sus nuevos amigos al
Lucky Lounge
alguna otra noche. Todo el grupo de borrachos le chocó la mano al salir y cantó «¡Phil! ¡Phil! ¡Phil! ¡Phil!» desde el andén. David agradeció sus vítores levantando el pulgar y luego se desplomó en el asiento, exhausto.

Mientras el tren se alejaba de la estación, David comenzó a temblar. El aire acondicionado le parecía insoportablemente frío. Cruzó los brazos y se frotó los hombros para darse algo de calor, pero seguía sin dejar de temblar. Entonces se dio cuenta de lo que le pasaba: era una reacción de estrés postraumático, su cuerpo había aplazado la respuesta a todos los terribles acontecimientos que había vivido en las últimas cuatro horas. Cerró los ojos y respiró hondo. Está todo bien, se dijo. Ahora estás lejos de Nueva York. Ya lo has dejado todo atrás.

Abrió los ojos cuando el tren entraba en la estación de New Brunswick. Ya no temblaba, así que ahora podía pensar con más claridad. Decidió permanecer en el tren hasta llegar a Trenton. Ahí cogería un autobús hacia Toronto. Sin embargo, cuando las puertas se cerraron y el tren emprendió la marcha en dirección oeste, David comenzó a encontrarle defectos a su plan. ¿Y si le pedían la documentación en la estación de autobuses? No podía contar con otra despedida de soltero. Y seguro que cuando el autobús llegara a la frontera con Canadá la policía también lo estaría buscando ahí. No, coger un autobús era demasiado arriesgado, a no ser que consiguiera un permiso de conducir falso. Pero ¿cómo narices iba a conseguir eso?

Demasiado inquieto para permanecer sentado, David comenzó a caminar por el pasillo del tren, que iba prácticamente vacío. Sólo había otros tres pasajeros: un par de adolescentes vestidas con pantalones cortos y un anciano con un suéter de rombos que hablaba en voz baja por su teléfono móvil. Por un momento David contempló llamar a Karen y Jonah desde su propio teléfono, pero sabía que tan pronto como encendiera el aparato, éste enviaría una señal al repetidor más cercano, y el FBI sabría inmediatamente dónde se encontraba. Lo que resultaba más frustrante era que David estaba preocupado por su ex esposa. Intuía que los hombres de traje gris querrían interrogarla.

—Estamos llegando a Princeton Junction. Conexión con el ramal de Princeton con dirección a Princeton —anunció poco después el conductor. Fue la repetición, los tres Princeton seguidos, lo que le hizo caer en la cuenta. De repente a David se le ocurrió quién lo podía ayudar. No la había visto desde hacía casi veinte años pero sabía que todavía vivía en Princeton. Había pocas posibilidades de que el FBI lo estuviera esperando en su casa; aunque era obvio que el Bureau había realizado una concienzuda investigación de su pasado, no creía que hubieran descubierto nada sobre ella. Y lo mejor de todo es que también era física, una de las pioneras de la teoría de las cuerdas. David sospechaba que sólo un físico podía desentrañar algo de la historia que tenía que contar.

El tren se detuvo y las puertas se abrieron. David bajó al andén y caminó hacia la vía del ramal que iba a la Universidad de Princeton.

En 1987, cuando David todavía era un estudiante de física en la universidad, acudió a una conferencia en Princeton sobre la teoría de cuerdas. Por aquel entonces, la comunidad científica andaba revolucionada con esta nueva teoría que prometía resolver una problemática que venía de largo. Aunque la teoría de la relatividad de Einstein explicaba la gravedad a la perfección, y la mecánica cuántica podía dar cuenta del mundo subatómico con todo detalle, las dos teorías eran matemáticamente incompatibles. Durante treinta años, Einstein había intentado unificar los dos sistemas de leyes físicas con el propósito de crear una única teoría general que pudiera explicar todas las fuerzas de la naturaleza. Todas las soluciones que publicó Einstein, sin embargo, resultaron ser imperfectas, y, tras su muerte, muchos físicos concluyeron que su búsqueda había ido desencaminada.

En la década de los setenta, sin embargo, algunos físicos habían resucitado la idea de una teoría unificada al conjeturar que todas las partículas fundamentales no eran sino minúsculas cuerdas de energía, la longitud de cada una de las cuales era menor que una billonésima de una billonésima de milímetro. En la década de los ochenta los físicos de la teoría de cuerdas habían refinado su modelo al afirmar que las cuerdas vibraban en diez dimensiones, seis de las cuales formaban variedades en espiral, demasiado pequeñas para ser vistas. Esta teoría estaba indefinida, incompleta y era increíblemente rígida, y sin embargo espoleó la imaginación de investigadores de todo el mundo. Uno de ellos era Monique Reynolds, una estudiante universitaria de veinticuatro años del Departamento de Física de Princeton.

David la vio por vez primera en la sesión de clausura de la conferencia, que tuvo lugar en un gran auditorio de Jadwin Hall. Monique se encontraba encima del escenario, preparándose para realizar una presentación sobre variedades multidimensionales. Lo primero que advirtió fue lo alta que era, le sacaba una cabeza al arrugado director del Departamento de Física, que presentó a Monique como «la joven estudiante más brillante con la que he tenido el placer de trabajar». David se preguntó si el anciano no le habría cogido demasiado cariño, porque además de alta era una mujer bellísima. Su rostro parecía el de uno de esos retratos antiguos de Atenea, la diosa griega de la sabiduría, pero en vez de un casco, Monique llevaba una corona de trencitas intrincadamente entrelazadas, y su piel tenía el color del licor de café. Un largo vestido de tela Kente amarilla y roja le colgaba de los hombros, y llevaba unas cuantas pulseras de oro en ambos brazos. En medio de la monotonía de Jadwin Hall ella resplandecía como una lluvia de partículas.

En la década de los ochenta todavía era infrecuente que las mujeres se dedicaran a la física, pero que una mujer negra investigara la teoría de cuerdas era un fenómeno francamente extraño. Los científicos del auditorio la observaban como hubieran hecho con cualquier otro fenómeno extraño, con una mezcla de intimidación y escepticismo. En cuanto comenzó su presentación, sin embargo, la aceptaron como una de los suyos. Hablaba su mismo idioma, el abstruso lenguaje de los matemáticos. Tras acercarse a la pizarra garabateó una larga secuencia de ecuaciones, todas repletas de símbolos que representaban los parámetros fundamentales del universo: la velocidad de la luz, la constante gravitacional, la masa del electrón, la potencia de la fuerza nuclear. Entonces, con una soltura que David no podía más que envidiar, manipuló y transformó los densos matorrales de símbolos en una única y elegante ecuación que describía, condensada, la forma del espacio alrededor de una cuerda vibratoria.

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