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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (3 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Atacado, dijo el detective. El profesor Kleinman había sido atacado en su apartamento de la calle 127. Ahora estaba en estado crítico en la sala de emergencias del Saint Luke. Y había preguntado por David Swift. Les había susurrado su número de teléfono a los enfermeros.

—Será mejor que se dé prisa, —dijo el detective.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó David.

—Usted dese prisa —se limitó a contestar el detective.

La culpa reconcomía a David. No había visto al profesor Kleinman hacía más de tres años. El anciano se había convertido en un recluso desde que se retiró del Departamento de Física de la Universidad de Columbia. Vivía en un pequeño apartamento en la frontera con el Harlem West, y había donado todo su dinero al estado de Israel. No tenía esposa ni hijos. La física había sido toda su vida.

Veinte años atrás, cuando David estudiaba en la universidad, Kleinman había sido su tutor. A David le gustó desde el primer momento. No era distante ni severo, y salpicaba sus discursos sobre teoría cuántica con términos
yiddish
. Una vez a la semana, David acudía a la oficina de Kleinman para oírlo dilucidar los misterios de las funciones de onda y las partículas virtuales. Lamentablemente, todas sus pacientes explicaciones resultaron insuficientes; tras dos años de frustraciones, David tuvo que reconocer que le venía grande. Simplemente, no era suficientemente inteligente para ser físico. Así pues, dejó el curso de posgrado y lo cambió por lo mejor a lo que podía aspirar: un doctorado en Historia de la Ciencia.

Para Kleinman supuso una decepción, pero se mostró comprensivo. A pesar de las carencias de David como físico, el anciano le había cogido cariño. Estuvieron en contacto durante diez años, y cuando David empezó a investigar para su libro —un estudio sobre la colaboración de Albert Einstein con varios de sus asistentes—, Kleinman le contó sus recuerdos personales sobre el hombre al que él llamaba
Herr Doktor
. El libro,
Sobre hombros de gigantes
, obtuvo un éxito tremendo y le proporcionó a David una gran reputación. Ahora ejercía como profesor en el Departamento de Historia de la Ciencia de la Universidad de Columbia. Sin embargo, David sabía que eso no significaba demasiado. En comparación con un genio como Kleinman, no había conseguido nada.

Los frenos del taxi chirriaron al detenerse delante de la sala de emergencias del Saint Luke. Tras pagar al conductor, David cruzó a toda prisa las puertas automáticas de cristal e inmediatamente vio a tres oficiales del cuerpo de policía de Nueva York de pie junto al mostrador de recepción. Dos de ellos, un sargento panzón de mediana edad y un novato alto que parecía recién salido del instituto, iban uniformados. El tercero era un detective de paisano, un apuesto latino con el traje perfectamente planchado. «Ése es el hombre que me ha llamado», pensó David. Recordaba el nombre del detective: Rodríguez.

Con el corazón latiéndole con fuerza, David se acercó a los oficiales.

—Disculpe. Soy David Swift. ¿Es usted el detective Rodríguez?

El detective asintió con seriedad. Los dos agentes, sin embargo, parecían alegres. El sargento barrigudo sonrió a David.

—Oiga, ¿ya tiene permiso para esa cosa?

Señalaba la
Super Soaker
. David iba tan distraído que se le había olvidado que todavía llevaba en la mano la escopeta de agua de Jonah.

Rodríguez miró con desaprobación al sargento. No estaba para tonterías.

—Gracias por venir, señor Swift. ¿Es usted pariente del señor Kleinman?

—No, no, soy sólo un amigo. Un antiguo estudiante suyo, en realidad.

El detective pareció desconcertado.

—¿Fue profesor suyo?

—Sí, en Columbia. ¿Cómo se encuentra? ¿Está grave?

Rodríguez colocó una mano sobre el hombro de David.

—Venga conmigo, por favor. Está consciente, pero no responde a nuestras preguntas. Insiste en hablar con usted.

El detective guió a David por un pasillo mientras los dos agentes iban detrás. Pasaron junto a un par de enfermeras que se los quedaron mirando con gravedad. No era una buena señal.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó David—. ¿Es cierto que lo han atacado?

—Recibimos una llamada informando de que se estaba cometiendo un robo en su casa —dijo con serenidad Rodríguez—. Desde el otro lado de la calle alguien vio entrar a un hombre por la salida de incendios. Cuando los agentes llegaron, encontraron al señor Kleinman en el cuarto de baño, gravemente herido. Esto es todo lo que sabemos por ahora.

—¿A qué se refiere con gravemente herido?

El detective levantó la mirada.

—Quienquiera que hizo esto es un auténtico perturbado. El señor Kleinman tiene quemaduras de tercer grado en la cara, el pecho y los genitales. Además, un pulmón ha sufrido un colapso y tiene heridas en otros órganos. Los médicos dicen que ahora le falla el corazón. Lo siento mucho, señor Swift.

A David se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Y no pueden operarlo?

Rodríguez negó con la cabeza.

—No sobreviviría.

«Maldita sea», dijo David entre dientes. Sentía más rabia que pena. Apretó los puños al pensar en el doctor Hans Walther Kleinman, ese anciano amable y brillante, recibiendo una paliza de algún gamberro sádico.

Llegaron a una habitación que recibía el nombre de Sala de Urgencias. Al otro lado de la entrada David vio a dos enfermeras más con el uniforme verde, de pie junto a una cama rodeada por el equipo médico: un monitor cardíaco, un carro curativo, un desfibrilador, un pie de suero. Desde el pasillo, David no podía ver quién yacía en la cama. Cuando iba a entrar en la habitación, el detective Rodríguez le cogió del brazo.

—Sé que esto va a ser difícil, señor Swift, pero necesitamos su ayuda. Quiero que le pregunte al señor Kleinman si recuerda algo del ataque. Los paramédicos dicen que cuando estaba en la ambulancia no dejaba de repetir un par de nombres. —Rodríguez miró por encima del hombro hacia el guardia novato—. ¿Me repites los nombres?

El muchacho hojeó las páginas de su cuaderno.

—Esto… Espere un segundo. Recuerdo que eran nombres alemanes. Ah, vale, aquí están. Einhard Liggin y Feld Terry.

Rodríguez miró atentamente a David.

—¿Conoce a alguna de estas personas? ¿Eran acaso colegas del señor Kleinman?

David repitió para sí los nombres: Einhard Liggin, Feld Terry. No eran frecuentes, ni siquiera en alemán. Y de repente se dio cuenta.

—No son nombres —dijo—. Son dos palabras alemanas.
Einheitliche Feldtheorie
.

—¿Qué quieren decir?

—Teoría del campo unificado.

Rodríguez se lo quedó mirando.

—¿Y qué diantre significa eso?

David optó por darles la misma explicación que le habría dado a Jonah.

—Es una teoría que explicaría todas las fuerzas de la naturaleza. Todas, de la gravedad a la electricidad, pasando por la nuclear. Es el Santo Grial de la física. Los investigadores han estado trabajando en el problema durante décadas, pero todavía nadie ha conseguido elaborar la teoría.

El sargento panzón soltó una risita.

—Bueno, ya tenemos al culpable. Teoría del campo unificado. ¿Aviso a todas las unidades?

Rodríguez volvió a mirar con desaprobación al sargento, y luego se volvió hacia David.

—Pregúntele al señor Kleinman qué recuerda. Cualquier cosa podría sernos de utilidad.

—Está bien, lo intentaré —dijo David, pero ahora se sentía perplejo. ¿Por qué Kleinman había repetido concretamente esas palabras? «Teoría del campo unificado» era un término en cierto modo pasado de moda. La mayoría de los físicos se referirían a ella como teoría de cuerdas, teoría M o gravedad cuántica, que eran los nombres que recibían los enfoques más recientes del problema. Es más, a Kleinman no le entusiasmaba ninguno de estos enfoques. Sus colegas no habían entendido nada, decía él. En vez de intentar estudiar cómo funciona el universo se dedicaban a construir extravagantes torres de fórmulas matemáticas.

Rodríguez lo miró con impaciencia. Le cogió la
Super Soaker
de las manos y lo empujó suavemente hacia la sala de urgencias.

—Será mejor que entre. Puede que no le quede mucho.

David asintió y entró en la habitación. Mientras se acercaba a la cama, las dos enfermeras se apartaron discretamente y centraron su atención en el monitor cardíaco.

Lo primero que advirtió fueron los vendajes, la gruesa gasa sujeta con cinta que había en el lado izquierdo de la cara de Kleinman y las vendas ensangrentadas que le envolvían el pecho. Los vendajes cubrían casi todo el cuerpo de Kleinman pero ni siquiera así le tapaban todas las heridas. David podía ver restos de sangre seca bajo el pelo blanco del anciano y moratones en los hombros. Lo peor, sin embargo, era el tono azul oscuro de su piel. David tenía los suficientes conocimientos de fisiología para saber lo que esto quería decir: el corazón de Kleinman ya no podía bombear sangre oxigenada de los pulmones al resto del cuerpo. Los médicos le habían puesto una máscara de oxígeno y lo habían sentado en una posición que favoreciera el drenaje pulmonar, pero no parecía que estas medidas tuvieran demasiado efecto. David sintió una presión en el pecho mientras observaba al profesor Kleinman. El anciano ya casi parecía un cadáver.

Unos segundos más tarde, sin embargo, ese cadáver se empezó a mover. Kleinman abrió los ojos y lentamente se llevó la mano a la cara. Con los dedos doblados dio unos golpecitos en la máscara de plástico que le cubría la boca y la nariz. David se inclinó sobre la cama.

—¿Doctor Kleinman? Soy yo, David. ¿Me puede oír?

A pesar de que el profesor tenía los ojos acuosos y apagados, posó la mirada sobre David. Kleinman le volvió a dar unos golpecitos a la máscara y luego asió la bolsa de vinilo que colgaba debajo, que se llenaba y se vaciaba de aire como un tercer pulmón. Tras tantear un momento, logró cogerla bien y empezó a tirar.

David se alarmó.

—¿Hay algún problema? ¿No le llega el aire?

Kleinman tiró con más fuerza de la bolsa y la retorció con las manos. Sus labios seguían bajo la máscara de plástico. David se inclinó para acercarse todavía más.

—¿Qué ocurre? ¿Cuál es el problema?

El anciano negó con la cabeza. Una gota de sudor le cayó por la frente.

—¿Es que no lo ves? —susurró debajo de la máscara—. ¿No lo ves?

—¿Ver el qué?

Kleinman soltó la bolsa y levantó la mano, girándola lentamente, como si estuviera mostrando un premio.

—Es tan bello —susurró.

David podía oír el húmedo estertor del pecho de Kleinman. Era el fluido que volvía a entrar en los pulmones.

—¿Sabe dónde se encuentra, profesor? Está usted en un hospital.

Maravillado, Kleinman seguía mirando fijamente su mano. O, más concretamente, el espacio vacío de la palma ahuecada.

—Sí, sí —carraspeó.

—Alguien le atacó en su apartamento. La policía quiere saber si recuerda usted algo.

El anciano tosió, rociando con baba rosada el interior de la máscara. Seguía observando, sin embargo, el premio invisible que sostenía su mano.

—Él tenía razón. ¡
Mein Gott
, él tenía razón!

David se mordió el labio. Ya no tenía duda alguna de que Kleinman se estaba muriendo. Ya había visto una agonía similar en otra ocasión. Diez años antes permaneció junto a la cama de su padre en el hospital y lo vio morir de cáncer de hígado. El padre de David, John Swift, era conductor de autobús y ex boxeador que había abandonado a su familia y se había dado a la bebida hasta morir. Al final ni siquiera era capaz de reconocer a su hijo. Pero, en cambio, sí lanzaba golpes bajo las sábanas y maldecía los nombres de los pesos medianos con los que había luchado hasta perder el sentido treinta años antes.

David cogió la mano de Kleinman. Era suave, sin fuerza, y estaba muy fría.

—Profesor, por favor, escuche. Esto es importante.

Los ojos del anciano volvieron a posarse sobre él. Eran la única parte que todavía parecía con vida.

—Todo el mundo pensaba… que había fracasado. Pero en realidad lo consiguió. ¡Lo consiguió! —Kleinman hablaba en breves arrebatos, respirando hondo entre cada uno—. Pero no podía… publicarlo.
Herr Doktor
se dio cuenta… del peligro. Mucho peor… que una bomba. Destructor… de mundos.

David se quedó mirando fijamente al anciano. ¿
Herr Doktor
? ¿Destructor de mundos? Sujetó con más fuerza la mano de Kleinman.

—Intente prestarme atención, ¿de acuerdo? Hábleme del tipo que le ha hecho esto. ¿Recuerda qué aspecto tenía?

El rostro del profesor brillaba a causa del sudor.

—Por eso… vino el
shtarker
. Por eso… me torturó.

—¿Torturar? —David sintió una punzada de indignación.

—Sí, sí. Quería que yo… se lo pusiera por escrito. Pero no lo hice. ¡No lo hice!

—¿Poner por escrito el qué? ¿Qué quería?

Kleinman sonrió bajo la máscara.

—La
Einheitliche Feldtheorie
—susurró—. El último regalo… de
Herr Doktor
.

David estaba desconcertado. La explicación más sencilla era que el profesor estaba alucinando. El trauma del ataque había provocado que volvieran a aflorar a su mente recuerdos de medio siglo atrás, cuando Hans Kleinman era un joven físico en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, contratado como asistente del legendario pero ya enfermo Albert Einstein. David había escrito sobre ello en su libro: el incesante flujo de cálculos en la pizarra de la oficina de Einstein, la larga y fútil búsqueda de una ecuación del campo que englobara tanto la gravedad como el electromagnetismo. No era de extrañar que Kleinman, en su delirio final, volviera a esos días. Y sin embargo el anciano no parecía delirar. Respiraba con dificultad y sudaba profusamente, pero su rostro traslucía calma.

—Lo siento, David —carraspeó—. Lamento no haberte dicho nada.
Herr Doktor
fue consciente del… peligro. Pero fue incapaz…, fue incapaz… —Kleinman volvió a toser y todo su cuerpo se estremeció—. Fue incapaz de quemar… sus cuadernos. Su teoría era… demasiado hermosa. —Volvió a toser violentamente y de repente se dobló de dolor.

Rápidamente, una de las enfermeras se dirigió al otro lado de la cama de Kleinman. Cogió al profesor por los magullados hombros y lo volvió a reclinar sobre la cama. David, que todavía sujetaba la mano de Kleinman, advirtió que la máscara de oxígeno todavía estaba llena de espuma rosada.

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