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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (32 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—Ésta es nuestra casa —dijo, y le tendió la mano—. Me llamo Caleb. Éste es
mi pa
y ése
m'hijo
Joshua.

David le dio la mano. Advirtió que a Caleb le faltaba el dedo anular.

—Yo soy David. Ésta es mi esposa Monique. —La mentira no requería esfuerzo alguno. Sin mayores problemas, David se inventó una nueva familia—. Y éste mi hijo Michael.

Caleb asintió.

—Que sepáis
q'aquí
no tenemos prejuicios. Negro o blanco, no hay diferencia alguna aquí en las montañas. Todos somos hermanos y hermanas a los ojos de Dios.

Monique forzó una sonrisa.

—Es muy amable de tu parte.

Caleb se acercó a la entrada de la choza y abrió la puerta, un tablón sin pulir que colgaba torcido del marco.

—Entrad y sentaos.
Sus
irá bien descansar, seguro.

Todos entraron en la choza, que consistía en una gran habitación alargada. No había ventanas y la única luz provenía de una bombilla solitaria suspendida directamente de un cable del techo. Sobre una mesa de la habitación descansaban unos tazones de plástico y un hornillo; detrás había un par de sillas de cocina con las fundas de los asientos rotas. Más allá de las sillas, tirada en el suelo, se veía una manta gris del ejército. Era obvio que era ahí donde dormían. Y, en el fondo de la habitación, una pila de cajas de cartón y ropa desordenada.

Sin decir una palabra, el padre de Caleb se quitó la gorra John Deere y se dirigió a la mesa de la cocina. Encendió el hornillo y abrió una lata de estofado
Dinty Moore
[14]
. Mientras tanto, el muchacho fue hacia el final de la habitación y comenzó a jugar a tira y afloja con su perro. Caleb pasó la mano por el pelo negro de su hijo, que no parecía haber sido lavado en bastante tiempo.

—Joshua es el regalo especial que me ha hecho el Señor —dijo—. Los servicios sociales del condado de Mingo han intentao quitármelo desde que murió su madre. Por eso construí este lugar, aquí en la hondonada. Estamos a unos buenos tres kilómetros de la carretera más cercana. Suficiente como para que el
sheriff
nos deje en paz.

Monique miró a David por el rabillo del ojo. Seguramente estaban pensando lo mismo: habían tenido mucha suerte de encontrarse con este tipo. Aunque puede que en esa parte de Virginia Occidental no fuera tan improbable que un grupo de fugitivos se encontrara con otro. Cualquiera que viviera en un lugar tan dejado de la mano de Dios como ése tenía que huir de algo.

Caleb se acercó a Michael e intentó llamar la atención del adolescente.

—Tú también eres un regalo del Señor —dijo—. Como dice la Biblia, Evangelio de Marcos, capítulo 10: «Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis: pues suyo es el Reino de Dios». Michael le ignoró, dedicado como estaba a aporrear los controles de la
Game Boy
con los pulgares. Un rato después Caleb se volvió hacia el montón de ropa vieja arrebujada de cualquier manera sobre las cajas de cartón. Cogió una camiseta y se la dio a David.

—Ten, ponte esto —dijo—. Sois bienvenidos a pasar la noche.

David miró la manta gris extendida en el suelo. Estaba tan cansado que no le importaba dormir encima, por incómodo que fuera, pero todavía le preocupaban los helicópteros que habían visto al otro lado de la cresta.

—Gracias por la oferta, Caleb, pero creo que deberíamos seguir nuestro camino.

—¿Adónde te diriges, hermano? Si no t'importa que te lo pregunte.

—A Columbus, Georgia —David señaló a Monique—. Mi esposa tiene familia ahí abajo. Ellos nos ayudarán.

—¿Y cómo sus vais a llegar hasta ahí?

—Abandonamos nuestro coche cuando los policías empezaron a perseguirnos. Pero de algún modo llegaremos a Columbus. Si hace falta lo haremos andando.

Caleb negó con la cabeza.

—No hará falta. Creo que sus puedo ayudar. En nuestra iglesia hay un hombre llamado Graddick. Mañana viaja hacia Florida. Quizá os puede acercar de camino.

—¿Vive cerca?

—No, pero pasará por aquí a medianoche para recoger las serpientes. Seguro que sus acompaña.

—¿Serpientes? —David creyó haber oído mal.

—La semana pasada cacé unas cuantas serpientes de cascabel en la cresta, y Graddick las va a llevar a la iglesia Holiness de Tallahassee. Manipulan serpientes; como en nuestra iglesia. —Caleb abrió una de las cajas de cartón y sacó una jaula de madera de cedro del tamaño de un cajón de escritorio. Tenía una tapa de plexiglás con pequeños agujeros de forma circular—. Queremos ayudar a nuestros hermanos de Florida, pero no es del todo legal. Así que transportamos las serpientes de noche.

David echó un vistazo a través del plexiglás. Vio una serpiente de color pardo, tan gruesa como el antebrazo de un hombre, enrollada dentro de la caja. Sacudió el cascabel y sonó un áspero y recriminador «¡shhhhh!».

Caleb dejó la jaula en el suelo y sacó otra de la caja de cartón.

—La Biblia nos pide que lo hagamos. Evangelio de Marcos, capítulo 16: «Estas señales seguirán aquellos que crean: en mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas y tomarán serpientes en sus manos».

Sacó una tercera jaula y la colocó sobre las otras dos. Entonces cogió la pila y la apoyó contra su amplio pecho.

—Me voy p'afuera a limpiar las jaulas antes de que llegue Graddick. Mientras tanto vosotros sus podéis descansar. Si tenéis hambre hay algo de cecina en la despensa.

Joshua y su perro siguieron a Caleb fuera de la choza. El padre de Caleb todavía estaba sentado a la mesa, comiendo estofado directamente de la lata, y Michael estaba agachado sobre la manta del ejército. Monique se tumbó en el suelo a su lado, con la espalda apoyada en la pared contrachapada. Su expresión era sombría, estaba exhausta.

David se sentó a su lado.

—¡Eh! ¿Estás bien? —preguntó en voz baja, por si el anciano lo oía.

Ella se quedó mirando a David y negó con la cabeza.

—Míralo —susurró—. Ahora no tiene a nadie. Ni siquiera a su abuelo.

—No te preocupes por Amil, ¿vale? Seguro que está bien. Los agentes del FBI lo llevarán al hospital.

—Es culpa mía. Lo único que me importaba era la teoría. Todo lo demás me daba igual. —Colocó los codos en las rodillas y apoyó la frente en las dos manos—. Mi madre tenía razón. Soy una zorra sin corazón.

—Escucha, no es culpa tuya. Es…

—¡Y tú no eres mejor! —dijo mientras levantaba la cabeza y le lanzaba una mirada desafiante—. ¿Qué piensas hacer cuando encuentres la teoría unificada? ¿Has pensado ya en ello?

Lo cierto era que David todavía no lo había pensado. La única guía con la que contaba eran las vagas instrucciones que el doctor Kleinman le había dado: mantener la teoría a salvo. Evitar que se apoderaran de ella.

—Supongo que deberíamos confiar la teoría a alguien neutral. Quizá algún tipo de organización internacional.

Monique hizo una mueca.

—¿Qué? ¿Se la vas a dar a Naciones Unidas para que la custodie?

—Puede que no sea una idea tan extravagante. Einstein era un gran partidario de la ONU.

—¡Bah! A Einstein que le den.

Monique había alzado la voz lo suficiente como para llamar la atención del padre de Caleb, que dejó de comer un momento y los miró por encima del hombro. David le sonrió para tranquilizarlo y luego se volvió otra vez hacia Monique.

—Tranquilízate —susurró—. El viejo puede oírte.

Monique se inclinó hacia él, acercando sus labios a la oreja de David.

—Einstein debería haber destruido la teoría en cuanto se dio cuenta de lo peligrosa que era. Pero, claro, las ecuaciones eran demasiado importantes. Él también era un cabrón sin corazón.

Tras lo cual miró duramente a David, buscando pelea. Éste, sin embargo, no entró al trapo, y al cabo de un rato ella pareció perder interés. Bostezando, se alejó unos metros y se tumbó sobre la manta gris.

—¡Bah! ¡A la mierda! —dijo—. Despiértame cuando llegue el tipo de las serpientes.

Treinta segundos después ya estaba roncando. Yacía en posición fetal, con las rodillas contra el pecho. Y las manos cogidas bajo la barbilla, como si estuviera rezando. David cogió la manta por un extremo y, doblándola, la tapó con ella. Luego se sentó al lado de Michael, el otro miembro de su nueva familia.

El adolescente todavía estaba absorto en el
Warfighter
, de modo que David se entretuvo observando la acción que tenía lugar en la pantalla de la
Game Boy
. Un soldado animado vestido con un uniforme caqui iba corriendo por un pasillo oscuro. De repente apareció otro soldado al final del pasillo, pero Michael rápidamente lo derribó. Su soldado saltó por encima del cadáver, que yacía boca abajo, y entró en una pequeña habitación en la que había media docena de figuras apiñadas. Michael apretó un botón, su soldado se puso de cuclillas y empezó a disparar su M-16 contra el enemigo. Pronto los seis soldados contrarios yacían en el suelo y de sus heridas salía sangre simulada. Entonces el soldado de Michael abrió la puerta que había en el otro extremo de la habitación. La pantalla se volvió negra y apareció un mensaje en letras parpadeantes: «¡FELICIDADES! HAS LLEGADO AL NIVEL SVIA/4». David supuso que se trataba de un nivel de pericia con el
Warfighter
increíblemente alto, pero Michael no mostró la más mínima muestra de satisfacción. Su rostro permaneció tan inexpresivo como siempre.

De repente David sintió una apremiante necesidad de establecer algún tipo de contacto con el muchacho. Se inclinó cerca de Michael y señaló la pantalla.

—¿Y ahora qué ocurre?

—Vuelve al nivel A1.

La voz de Michael era monótona y sus ojos seguían puestos en la
Game Boy
, pero se trataba de una respuesta, una respuesta inteligible. David sonrió.

—De modo que has ganado la partida, ¿eh? ¡Eso está muy bien!

—No. No he ganado. Vuelve al nivel A1.

David asintió. Muy bien, lo que sea. Señaló otra vez la pantalla, en la que ahora aparecía el soldado caqui en campo abierto.

—Pero es un juego divertido, ¿no?

Esta vez Michael no contestó. Toda su atención había regresado al
Warfighter
. David notó que la oportunidad se había cerrado, de modo que en vez de hablar se limitó a sentarse junto al muchacho y lo miró jugar. Por su experiencia como padre sabía que para comunicarse no siempre eran necesarias las palabras. Durante las tardes que pasaba con Jonah, David solía sentarse al lado de su hijo mientras éste hacía los deberes. La proximidad misma ya era reconfortante.

Diez minutos después, Michael ya estaba en el nivel B3. El padre de Caleb terminó su cena y se quedó dormido en la silla. Entonces David oyó unas voces fuera, voces agitadas. Alarmado, fue a toda prisa hacia la puerta de la choza y la abrió unos centímetros. A través de la rendija vio a Caleb hablando con otro hombre gordo. Iba vestido con unos tejanos caídos y una raída camiseta gris. Al igual que Caleb, tenía una espesa barba castaña y llevaba una escopeta de doble cañón. Debía tratarse de Graddick, pensó David, aliviado. Abrió la puerta del todo y salió fuera.

Caleb se dio la vuelta.

—¡Ve a buscar a tu esposa y tu hijo! ¡Tenéis que iros ahora mismo!

—¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?

Graddick dio un paso adelante. Sus ojos, escondidos dentro de unas cuencas cavernosas, eran de un azul sobrenatural.

—El ejército de Satán está de camino. Un convoy de
Humvees
[15]
se acerca por la Ruta 83. Y los helicópteros negros están aterrizando en la cresta.

—El Armagedón está'quí, hermano —exclamó Caleb—. Será mejor que sus pongáis en marcha antes de que cierren las carreteras.

El profesor Gupta estaba tumbado sobre una mesa de caoba en el comedor del doctor Milo Jenkins. Habían colocado varios cojines del sofá del salón bajo las piernas de Gupta para mantenerlas elevadas, y el doctor Jenkins le había introducido una grapa en el muslo para detener la hemorragia. Desde luego Simon había tenido suerte de encontrar a Jenkins; era un médico de pueblo que trabajaba fuera de casa y tenía cierta experiencia en curar las heridas de escopeta de sus paletos vecinos. Utilizando las existencias de su armario médico, Jenkins astutamente improvisó una vía intravenosa que colgó de la lámpara de araña. Pero no pudo evitar negar con la cabeza mientras se inclinaba sobre la mesa manchada de sangre y palpaba con los dedos el cuello de Gupta. Simon, que apuntaba con la Uzi al doctor, notó que algo iba mal.

Jenkins se volvió hacia él. El médico vestía un camisón a cuadros escoceses que ahora estaba salpicado con oscuras manchas rojas.

—Ya se lo he dicho —dijo con acento sureño—. Si quiere salvar la vida de este hombre, tiene que llevarlo a un hospital. Aquí yo ya no puedo hacer nada más por él.

Simon frunció el ceño.

—Y, como ya le he dicho yo, no me interesa salvarle la vida. Sólo necesito que vuelva en sí unos minutos. El tiempo suficiente para tener una pequeña charla.

—Bueno, eso tampoco va a pasar. Está en las etapas finales de un shock hipovolémico. Si no va pronto a un hospital, la única persona con la que hablará es su Creador.

—¿Cuál es exactamente el problema? Ha detenido la hemorragia y le ha dado fluidos. Ahora ya debería estar recuperándose.

—Ha perdido demasiada sangre. No tiene suficientes glóbulos rojos para transportar oxígeno a los órganos.

—Pues haga una transfusión.

—¿Cree usted que tengo un banco de sangre en la nevera? ¡Necesitaría al menos un litro!

Sin dejar de apuntar a Jenkins con la Uzi, Simon se subió la manga del brazo derecho.

—Mi tipo de sangre es O negativo. Donante universal.

—¿Es que está loco? ¡Si le quito esa cantidad de sangre es usted quien entrará en shock!

—No creo. Ya he realizado transfusiones de campaña otras veces. Vaya a buscar otro equipo intravenoso.

Pero Jenkins no se movió. Cruzó los brazos sobre el pecho. Y, torciendo el gesto, se quedó mirando a Simon con auténtica tozudez paleta.

Simon dejó escapar un suspiro de exasperación. Se acordó de su época con la
Spetsnaz
, en Chechenia, y de todos los problemas que tenía con los soldados reticentes que tenía a su mando. Estaba claro que la amenaza de la ejecución no era argumento suficiente para mantener a raya al doctor Jenkins. Simon tenía que ofrecerle una motivación de mayor peso. Se acercó a la puerta que daba a la cocina del médico.

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