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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (7 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—¡Apagad las luces! —exclamó bruscamente una voz—, y los otros dos haces de luz desaparecieron. Simon bajó las escaleras en silencio, sorteando el cuerpo del agente muerto, y sacó la cabeza por la esquina. En el pasillo vio dos siluetas en cuclillas, una a unos diez metros y la otra un poco más atrás. El agente más cercano estaba a distancia de tiro. Sostenía la pistola con ambas manos y la movía frenéticamente de un lado a otro, en busca de un objetivo en la oscuridad. La imagen infrarroja era tan precisa que Simon podía ver la estela gris de sudor frío cayendo por su cara blanca. Simon liquidó al pobre desgraciado de un disparo en la frente. Antes de poder eliminar al tercer agente, sin embargo, una bala le pasó rozando la oreja derecha.

Simon se escondió rápidamente detrás de la esquina al pasarle rozando otra bala. El tercer agente disparaba a ciegas en su dirección. No estaba mal, pensó. Por lo menos éste le ponía ganas. Esperó unos segundos y luego se volvió a asomar para localizar a su adversario. El agente se había puesto de lado para ofrecer menos blanco, y en el visor infrarrojo Simon vio una robusta y corpulenta silueta de piernas rollizas y enormes pechos. Vaciló antes de levantar la Uzi, ¡el agente era una
babushka
! ¡Podía ser su abuela! Y en este momento de vacilación ella disparó tres veces más.

Simon se pegó a la pared. ¡Dios, eso había estado cerca! Entonces levantó el arma y se preparó para devolver el fuego, pero la
babushka
había dado media vuelta y había desaparecido detrás de una esquina.

Ahora Simon estaba enfadado. ¡Esa vieja lo había humillado! Fue a por ella, caminando sigilosamente por el pasillo. No había avanzado mucho cuando oyó un grito apagado detrás de él. Se detuvo y se dio la vuelta. Oyó otro grito, una voz masculina, lejana pero muy alta, tanto que atravesaba las paredes y se pudo oír en todo el complejo:

—¡Ya me ha oído, Hawley! ¡Abra la maldita puerta!

A regañadientes, Simon abandonó la persecución de la
babushka
. Ya se encargaría de ella más tarde. Ahora tenía algo que hacer.

Las luces se apagaron justo cuando David metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de Lucille. Se quedó helado cual carterista al que hubieran sorprendido robando. Al agente Hawley, de pie al otro lado de la puerta cerrada, también le sorprendió el repentino apagón; David le oyó exclamar «¡Me caguen…!» antes de quedarse callado y no decir nada más.

David respiró hondo. Muy bien, pensó. Esto no cambia las cosas. Tanto si las luces están encendidas como apagadas he de salir de aquí. Sacó la petaca del bolsillo interior de la chaqueta de Lucille y la dejó con cuidado encima de la mesa, procurando no hacer ruido. Luego buscó un poco más y encontró el Zippo. Consideró un momento la posibilidad de encenderlo para ver lo que estaba haciendo, pero sabía que Hawley vería la luz por la ranura de la puerta. No, tendría que hacerlo a oscuras. Puso el encendedor sobre la mesa, memorizando su posición, y luego cogió la
Super Soaker
.

Afortunadamente, a estas alturas ya era un experto en el manejo de la escopeta de agua. Jugando con Jonah, apenas unas horas antes, había rellenado el cargador de la escopeta por lo menos una docena de veces, así que ahora pudo encontrar con facilidad la abertura del depósito y quitar la tapa a ciegas. El recuerdo de la tarde que había pasado con Jonah lo hizo detenerse un segundo, y sintió un nudo en el estómago al preguntarse si volvería a ver a su hijo. No, se dijo a sí mismo, no pienses en ello. No te pares.

Cogió la petaca plateada y le quitó la tapa. Tenía capacidad para más o menos un cuarto de litro de licor y, tal y como había asegurado Lucille, era casi alcohol puro: los vapores le escocieron los ojos mientras lo vertía en la
Super Soaker
. Se preguntó si habría suficiente licor. Necesitaba por lo menos medio litro para generar suficiente presión en el segundo cargador. ¡Mierda!

Aunque la habitación se encontraba completamente a oscuras, cerró los ojos para pensar. Agua. Había dos vasos de papel con agua sobre la mesa. Podía diluir el alcohol hasta el cincuenta por ciento y todavía ardería. Con cuidado, buscó a tientas y encontró uno de los vasos de papel. Sacó la colilla de cigarrillo y vertió más o menos un litro de agua en el depósito. Luego localizó el otro vaso y vertió casi un litro más. Esto era lo máximo que podía poner. Esperaba que fuera suficiente.

David cerró el depósito de la escopeta y lo bombeó silenciosamente. En la oscuridad imaginó la mezcla de agua y alcohol pasando al segundo depósito y ejerciendo presión en las moléculas de aire. Después de bombear tanto como pudo, colocó el pulverizador de la escopeta en «chorro amplio». El alcohol ardería más fácilmente si salía en gotitas diminutas. Alargó entonces el brazo para coger el Zippo de donde lo había dejado, pero entonces oyó en los pasillos el eco de dos detonaciones. Eran tiros. Asustado, se le cayó el encendedor y lo perdió en la oscuridad.

Parecía que la habitación se hubiera inclinado. David se sentía como si se estuviera ahogando en lo más hondo del negro océano. Impotente, se quedó mirando fijamente hacia el abismo en el que había caído el Zippo, y entonces se puso a cuatro patas y empezó a buscarlo a tientas. Cubrió de forma metódica toda la zona que iba de la mesa a la pared, haciendo amplios arcos con los brazos en el frío linóleo, pero no hubo forma de encontrar el maldito encendedor.

En los pasillos retumbó el eco de más disparos, ahora todavía más cercanos. Frenético, David siguió rastreando el suelo, hurgando con los dedos por todos los rincones. ¡Por el amor de Dios! ¿Dónde diablos está? Entonces se dio con la cabeza en una de las sillas, y al meterse debajo de la mesa por fin encontró el Zippo.

Temblando, abrió el encendedor e hizo girar la ruedecilla contra la piedra. La llama surgió como si de un ángel se tratara, un pequeño milagro del cielo. David se puso en pie, cogió la
Super Soaker
y apuntó hacia la puerta. Oyó el estallido de un tercer disparo mientras posicionaba la llama delante del cañón de plástico, pero esta vez no se acobardó.

—¡Hawley! —gritó—. ¡Abra la puerta! ¡Tiene que dejarme salir!

Entonces oyó que una voz le susurraba al otro lado de la puerta.

—¡Cierra el pico, imbécil!

Era obvio que Hawley no quería llamar la atención de quien fuera que estuviera disparando. Pero David intuía que de todos modos se estaban acercando.

—¡Ya me ha oído, Hawley! ¡Abra la maldita puerta!

Pasaron unos segundos. Se está preparando, pensó David. Su posición se ha vuelto insostenible y ahora tiene que adoptar las medidas necesarias. Su única opción es matarme.

Entonces la puerta se abrió y David apretó el gatillo.

Simon llegó al cruce con otro pasillo y vio a otro agente federal más en el visor de infrarrojos. Estaba de pie delante de una puerta, cogido al pomo con una mano y sosteniendo una pistola en la otra. Con curiosidad, Simon se acercó un poco más, sin dejar de apuntar al tipo con su Uzi. El agente permaneció así durante varios segundos como si fuera un pretendiente nervioso, murmurando para sí «Me caguen todo, me caguen todo…» mientras intentaba tranquilizarse. Entonces abrió la puerta de golpe mientras metía la mano en el bolsillo para coger una linterna. De repente, de la entrada salió una brillante llamarada blanca.

Simon se quedó cegado. La abrasadora llamarada se había extendido por toda la pantalla, convirtiendo el visor en un rectángulo completamente blanco. Se quitó las gafas, ahora inútiles, se agachó y se colocó en posición defensiva, cruzando los brazos sobre la cabeza. Se trataba de algún tipo de artefacto incendiario, pero no olía a gasolina o a fósforo blanco. Parecía más bien vodka casero. La bola de fuego se disipó en un par de segundos, dejando apenas unas pocas llamas azuladas ardiendo en algunos charcos del suelo. El agente del FBI se tambaleó y cayó de espaldas. Luego empezó a rodar por el suelo como un tronco, intentando apagar los restos del fuego azul de su chaqueta.

Entonces Simon oyó una rápida serie de chirridos como de goma. Al pasar a su lado se dio cuenta de qué se trataba: las zapatillas deportivas del prisionero. Inmediatamente, Simon levantó su Uzi y apuntó en dirección a los veloces pasos, pero no se atrevió a disparar. Quería al hombre vivo. Se puso en pie como pudo y empezó a perseguirlo por el pasillo completamente a oscuras. Cuando ya estaba a punto de alcanzarlo, sin embargo, oyó que caía algo al suelo, algo hueco y de plástico, y un segundo más tarde lo pisó y perdió el equilibrio. Era esa maldita escopeta de agua, comprendió mientras caía de espaldas y se golpeaba la base del cráneo en el marco de una puerta.

Se quedó tumbado en la oscuridad, aturdido, durante diez o quince segundos. Al abrir los ojos vio que el agente del FBI, todavía humeante, iba detrás del prisionero fugitivo. Un auténtico idiota norteamericano, pensó Simon. Entregado, pero insensato. Después de respirar hondo para aclararse la cabeza, Simon se puso en pie y se volvió a poner las gafas térmicas. El sistema de visión se había reiniciado y la pantalla volvía a funcionar con normalidad. Recogió la Uzi y empezó correr.

David se sumergió en la oscuridad. Sólo pensaba en huir. Después de tirar la
Super Soaker
oyó un ruido sordo detrás, pero no se volvió, siguió corriendo. Sin aminorar la marcha, encendió otra vez el Zippo, y la llama iluminó un pequeño círculo a su alrededor. Al principio no vio nada más que puertas lisas a ambos lados del pasillo, pero luego divisó el rellano del ascensor a su izquierda y un letrero luminoso de color rojo en el que ponía SALIDA. Se dirigió directamente hacia la puerta que había debajo del letrero y la embistió con el hombro. Para su consternación, sin embargo, la puerta no se abrió. Intentó girar el pomo, pero no se movió. ¡Increíble! ¿Cómo se les ocurría cerrar una salida de emergencia? Mientras estaba ahí de pie, intentando abrir la puerta infructuosamente, oyó un bramido lejano («Me caguen») y luego el eco de los pasos del agente Hawley.

David empezó a correr otra vez. Volvió a girar a la izquierda y recorrió a toda velocidad un nuevo pasillo, buscando desesperadamente otra salida. El complejo ocupaba toda la planta del edificio, de modo que tenía que haber otra escalera en algún lugar. Pero ¿dónde diablos estaba? Mientras corría tan rápido como podía, inspeccionando ambos lados del pasillo, tropezó con algo que parecía un saco de ropa sucia. David volvió a encender el Zippo y vio que era un cadáver. Uno de los agentes de traje gris que iban con Hawley. Había recibido dos disparos en la frente. Antes de ser presa del horror, sin embargo, David advirtió que el cadáver yacía al pie de una escalera.

Un momento después Hawley torcía la esquina y aparecía al final del pasillo. Adoptó la posición de disparo en cuanto vio el Zippo, de modo que David apagó inmediatamente la llama y se apresuró a subir las escaleras. Lo hizo a oscuras, cogiéndose como podía a la barandilla y raspándose las espinillas con los peldaños, mientras Hawley iba apenas unos segundos por detrás. Después de subir tres tramos, advirtió un débil resplandor amarillento que provenía de una puerta entreabierta. Atravesó una habitación repleta de monitores de vídeo rotos y sorteó dos cadáveres más sin siquiera detenerse. Estaba en un aparcamiento y ya podía oler la dulce contaminación del aire de Nueva York. Echó a correr por la rampa en dirección a la gloriosa luz de la calle.

Pero había por lo menos treinta metros hasta el final de la rampa, y no veía ningún sitio en el que ponerse a cubierto, de modo que supo que ya no tenía nada que hacer cuando miró por encima del hombro y vio a Hawley en la base de la pendiente. En el rostro del agente, ennegrecido y con quemaduras, se advertía una amplia sonrisa. Lentamente levantó su Glock y apuntó con mucho cuidado. De repente, sin embargo, se oyó un disparo y Hawley cayó al suelo.

David se quedó mirando el cuerpo sin vida del agente, que se había quedado en posición fetal. Estaba demasiado confundido para sentir ningún tipo de alivio por este repentino giro de los acontecimientos, y durante un momento pensó incluso que alguien le estaba gastando una broma. Sin embargo, a pesar de su confusión, David no dejó de correr. Sus piernas lo llevaron al final de la rampa, y unos segundos más tarde estaba en una calle vacía, rodeado de altos edificios de oficinas. Leyó los nombres en una esquina: calles Liberty y Nassau. Estaba en el Lower Manhattan, apenas tres manzanas al norte de la Bolsa. Oyó sirenas de policía, así que siguió andando en dirección al este, hacia Broadway y el río Hudson.

Para cuando Simon llegó al final de la rampa, después de liquidar al chamuscado agente del FBI, media docena de coches patrulla bajaban ya por la calle Liberty. La
babushka
, pensó. Debía de haber llamado a la policía para pedir refuerzos. Se escondió detrás de un quiosco de prensa cerrado cuando los coches se detuvieron y los policías salieron disparados hacia el aparcamiento. El prisionero se encontraba a una manzana, en la esquina de Broadway con Liberty, pero Simon no podía arriesgarse a pasar entre todos esos policías. No con una Uzi escondida debajo de la cazadora. Decidió bajar por Nassau y correr hacia el norte, en dirección al callejón Maiden, con la esperanza de interceptar ahí a su presa. Cuando llegó a Broadway, sin embargo, no vio rastro del prisionero. Simon recorrió la avenida, sin dejar de mirar también las calles laterales, pero el tipo había desaparecido. «
Yobany v'rot!
» maldijo Simon mientras se daba un manotazo de frustración en la pierna.

Pero su furia apenas duró un momento. Es todo cuestión de saber adaptarse, se recordó a sí mismo. Tan sólo necesitaba modificar de nuevo su estrategia.

De pie en la esquina, todavía resollando como un perro, Simon pensó en el prisionero. Había pocos lugares a los que pudiera ir, y eran todos bastante predecibles. Lo primero era identificar al tipo y determinar su relación con el profesor Kleinman. Luego sólo tenía que localizar a sus conocidos. Estaba seguro de que tarde o temprano este tipo con zapatillas deportivas lo llevaría a la
Einheitliche Feldtheorie
.

Simon recobró el aliento mientras se dirigía a donde había aparcado el Mercedes. Sintió una sombría satisfacción al levantar la mirada hacia los rascacielos de Broadway y contemplar las oscuras torres que se cernían sobre la calle. Muy pronto, pensó, todo esto habrá desaparecido. 

4

—¡Maldita sea, Lucy! ¿Qué diablos ha pasado?

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