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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (10 page)

BOOK: La conquista del aire
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Por cortesía siguió a Julia, quien se arrimaba al resto del grupo. Estaban comentando el papel de la Iglesia en la insurrección de Chiapas. Luego pasaron al subcomandante Marcos, pero Marta se había quedado en la Iglesia. Siempre le producía una suerte de extrañamiento el que esa institución hubiera sido la pista de despegue de su identidad. Recordó la parroquia donde había conocido a Carlos cuando los dos tenían dieciséis años. En un pequeño sótano se reunían varios «jóvenes»; hablaban del Evangelio, de Garaudy, de Hélder Câmara, cantaban himnos dulzones, decían que el cristianismo no era lo mismo que el catolicismo, discutían sobre la miseria, la justicia, la no-violencia. Luego empezó la facultad y ya no volvió a la parroquia, pero continuó viéndose con algunos del grupo, con Cristina, dos hermanos a los que había perdido la pista y Carlos.

Pagaron los cafés. Marta pidió un vaso de agua. Los demás ya iban hacia el ascensor. Subo en el siguiente, le dijo a Julia con un gesto. Apenas tocó el agua, no tenía sed. Tenía un recuerdo en la punta de la lengua. La sensación de haber topado con algo que debía solucionar y haberlo olvidado. Se dirigió a la escalera y volvió a sus diecisiete años, a cuando iban al monte de acampada, encendían fuego en los refugios, se contaban historias de miedo y dormían en sacos de dormir acercándose mucho. Subía despacio, peldaño a peldaño, pensando que no llegaron a enamorarse; los novios y novias venían de fuera, aquel ex grupo cristiano era una formación autónoma, un lugar donde se proveían no tanto de emociones como de códigos propios. Cuando Cristina se marchó a Barcelona y los dos hermanos dejaron de ir, apareció el amigo de un amigo de Carlos, se llamaba Santiago. Entre los tres empezaron a hablar de libros, de política; idearon
A trancas y barrancas
,la única revista de varias facultades a la vez; después Carlos les metió en el ateneo de Magallanes, y aunque Santiago se fue pronto de allí, siguieron viéndose. Llegaron a ser un trío indestructible. Se habían acompañado en cada traslado de casa, habían celebrado cada trabajo, cada cambio, se habían ido a esperar a estaciones y aeropuertos. Santiago y Carlos habían vivido un año y medio juntos y ella había estado cinco meses en su piso. Habían hablado noches enteras, tenían siempre una copia de la llave de la casa del otro, habían compartido los coches, se habían visto felices y furiosos y desesperados, y cómo ahora iba a pensar en Carlos con celos, sí, con celos porque Carlos tenía cuatro millones y ella no.

Se detuvo en un rellano. Nadie usaba, por suerte, la escalera de emergencia. Sólo ella, pues al fin había comprendido contra qué chocaba su columna de aire. Desde hacía más de una semana su malestar en el trabajo, el odio a su jefe, el deseo de abandonar el ministerio y quizá también Madrid, iban siempre a parar a una imagen no dicha, a la empresa de Carlos. Miró los escalones con la idea de sentarse a descansar en uno de ellos, pero siguió subiendo. Alguien podía pasar por casualidad y ella tendría que inventarse un mareo o cualquier otra cosa. Ya se había inventado la sed en la cafetería. Con un despacho para ella sola, pensó, sería diferente. Iba cada vez más despacio, procurando no acordarse de Guillermo. Porque a veces tenía la intuición de que Guillermo la contemplaba pendiente de lo malo, de sus embestidas injustas, de su malhumor. Trataba de esquivar su recuerdo, igual que de pequeña había intentado esquivar la mirada de unos padres atentos a cada muestra de celos de Marta, la hermana guapa y mimada y mayor que, a la fuerza, debía vivir mal la irrupción de un hermano siete años más pequeño.

Le habría gustado, se dijo, ser la hermana pequeña y haber nacido, como Santiago, como Guillermo, en un sitio donde el otro no fuera una posibilidad, ni una intrusión, ni siquiera pregunta sino, sobre todo, existencia, carne ajena, un elemento más del día y de la noche. Ella, en cambio, creció imaginando un mundo sin intrusos, lo deseaba y su deseo iba más allá de los primeros celos, tal vez naturales, de Bruno. Lo deseaba todo porque había tenido casi todo, porque su no tener era fruto de una ficción. Aunque sus padres le negasen caprichos, ella sabía que se los negaban para que aprendiera, no porque esos caprichos fueran inaccesibles. Y aprendió. Aprendió a graduar sus deseos, pero no a renunciar a ellos. Sólo una vez había renunciado, el año en que el oído interno de su madre pareció romperse y los médicos no sabían lo que era, y los calmantes no conseguían paliar el dolor y su madre se tumbaba en la cama con las manos en la cabeza sin ver a nadie, susurrando un gemido continuo, vuelta hacia un lado con los ojos abiertos y empañados todo el tiempo.

Marta cruzó por la sala grande de su planta. Recordaba el miedo a la operación cuando por fin se supo que era preciso operar con un alto riesgo de que el cerebro de su madre no sobreviviera. Entonces Marta había renunciado a todo, había visto su vida como un vaso que cae al suelo: podía romperse o quedar intacto. No se había roto. La operación había salido bien, y Marta empujaba la puerta del despacho, saludaba y fingía que iba hacer algo en el ordenador pero sólo miraba la pantalla preguntándose cómo se aprende lo que no se ha vivido. Cómo podía ella alegrarse de la insurrección de Chiapas sin mentir, sin ser consciente de que sólo le alegraba el romanticisimo exótico, lejano. Si la insurrección se extendiera, desde México a Oceanía pasando por los demás continentes, por el portero de casa de sus padres, por el hombre que la atracó, los camareros, la asistenta; si la insurrección alcanzase a todos ellos y derrocaran el poder hegemónico, y abolieran los títulos y las herencias, los viajes al extranjero, las casas de noventa y cinco metros cuadrados para dos personas, entonces ni ella ni ninguno de los que trabajaban con ella se alegrarían. Entonces, en aras de la convivencia pacífica y democrática o de cualquier otra cosa, serían capaces, estaba segura, de apoyar una contrarrevolución. «No seas extremista», dijo la voz de Guillermo. El extremismo pasa del cero al cien y vuelve al cero y al cien y al cero sin que haya avance posible. Pero el extremismo, pensaba ella, siquiera alimenta la voluntad de avanzar, mientras que el romanticismo de sus compañeros celebrando el mito del subcomandante sólo la suplantaba.

Los dibujos del protector de pantalla fluían incesantes. Galaxias o fuegos artificiales en blanco y negro crecían, empequeñecían, reproduciendo mil formas distintas en una especie de movimiento inmóvil. Marta escribió la clave en la pantalla: «brazos». A Guillermo le costaría adivinar esa clave. Guillermo se asombraría si supiera que no eran brazos en abstracto, sino sus brazos morenos, rematados en dos manos anchas, los que Marta nombraba cada vez.

El último sábado de febrero Santiago vio de lejos a Sol; esperaba apoyada en la pared de granito del Auditorio, quieta. No miraba hacia el callejón por donde venía él. Parecía absorta en algo. ¿Por qué la había llamado? Si hubiera podido resistir un mes más, y luego otro, entonces todo se habría disuelto sin mentiras, pensó. Pero él no sabía actuar como un hijo de puta; era un blando necesitado del suave plumón de las justificaciones. «Te dejo, pero te quiero. Te dejo pero tengo una explicación lógica, sé que es lo mejor para los dos.» Santiago dio marcha atrás. Aún faltaban diez minutos para el concierto. Encendió un cigarrillo en la otra calle y avanzó hasta el descampado donde había aparcado el coche. Si fuera capaz de marcharse. Ni era capaz ni podía permitirse un derroche así. Sus casi tres años con Sol tenían que servirle para algo. Y a ella también. Estaba dispuesto a soportar la ira de Sol, su sarcasmo o sus lágrimas con tal que esos años no cayeran en saco roto. Como los pobres, se dijo, que nunca tiraban las sobras. Como el padre de su cuñado que había prosperado en Argentina quedándose cerca de la tienda después que cerraba por si acaso acudía alguien, por si acaso podía aprovechar y vender algo pasada la hora. Sintió un impulso de ternura hacia Sol. Los enemigos son ellos, ¿no lo ves? El marido de Leticia, Marta, los competidores de Carlos, todos los que nos obligan a aferrarnos a lo poco que tenemos a costa de desgarrarlo. Tiró la colilla en la arena, iba en busca de Sol resuelto a manifestar esa ternura. Pero, al verle, ella se despegó de la pared y Santiago pudo advertir que llevaba colgada del hombro la mochila negra, señal de que quería ir a dormir a su casa. También de ti, pensó, tengo que defenderme.

—Llego tarde, lo siento —dijo. Se besaron en los labios con aprensión.

En el concierto, Santiago no disfrutaba de la música. Aunque nunca se lo había confesado a Sol, en realidad lo único que él pedía a un concierto de música clásica era tiempo disponible para callarse, darle vueltas a las cosas y no hacerlo a la intemperie. Esta vez la mochila, como un automóvil atravesado en la carretera, bloqueaba todos sus pensamientos. La mochila contenía una provocación. La casa de Sol estaba más cerca; además, él la prefería porque tenía calefacción central, plantas, manteles. Prefería el barrio de Sol porque, por las mañanas, había un alborozo de niños en la plaza más próxima, columpios y árboles, y una fuente, mientras que la plaza adonde daba su casa era el techo de un aparcamiento y durante el día estaba sucia y desierta. Lo normal aquella noche habría sido dormir en casa de Sol. Comprendía que después de dos meses sin haber hablado apenas, ella estuviese asustada y tratara de controlarle. Pero le irritaba que invadiera su territorio. A ratos, sin embargo, la visión de la muñeca blanca y delgada sobre el cuero negro de la mochila le conmovía. Era casi como ver a Sol frente a su armario, guardando una blusa, unas bragas, el neceser: guardando el último cartucho. Porque estaba seguro de que ella había decidido hacer de la mochila un último cartucho, una cuestión de honor.

—¿Vamos a tu casa? —preguntó Sol a la salida.

Santiago trató de aparentar indiferencia al responder:

—No veo por qué. Tengo el coche bien aparcado aquí y aparcar en mi barrio a estas horas es imposible.

Sol se puso seria.

—De acuerdo —dijo—. Vamos a la mía. Tenemos que hablar.

Cuando llegaron, Sol atravesó el pasillo sin encender la luz. Dejó atrás el salón. Iba deprisa, rozó al pasar las faldas de la mesa camilla y las hojas del ficus benjamina se movieron con el aire desplazado. Santiago la seguía más despacio, receloso. Pero Sol no pensaba preguntarle, entró directamente en el cuarto de las colchonetas y los almohadones tirados. Sólo entonces encendió una luz, una lámpara que era un gato de porcelana al que le brillaban dos ojos amarillos.

—Dispara —dijo.

Sol se había sentado en una colchoneta. Su cabeza asomaba entre las rodillas, las manos cubrían la lengüeta de los zapatos de cordones. Santiago estaba enfrente, sentado como los indios, mirando el doble triángulo de sus piernas largas, fuertes, pero tan poco flexibles que se levantaban sin él quererlo.

—Es como este cuarto —contestó—. Me encuentro raro aquí. Creo que estoy haciéndome mayor.

—Enhorabuena.

—A ti también te pasa. Sé que a veces te gustaría que tuviéramos otro tipo de relación, que fuera a casa de tus padres, incluso que viviéramos juntos, pero…

—Santiago.

—Espera, déjame. Cada uno tiene que encontrar su forma de madurar. Estamos en el momento de hacerlo. Creo que en ese proceso no vamos a poder servirnos mucho el uno al otro. Yo necesito aclararme. Aunque nuestra relación ha estado bien…

Él mismo se interrumpió. Se sentía estúpido y torpe. En los últimos días había dedicado bastante tiempo a buscar una frase que les justificara a los dos, una frase capaz de transfigurar sus tres años de «noviazgo» en algo autónomo, en una fuerza independiente, viva más allá de ellos mismos. Una frase donde cupieran los besos en los bancos, las mañanas que salían de Madrid para quererse en un robledal cerca de un río, bailar, darse la mano en la calle, la fiereza con que los dos habían querido resarcirse de dos adolescencias solitarias. Una frase como un fruto que lleva en sí la semilla, pero al final todo lo que había conseguido decir era «nuestra relación ha estado bien». Se acercó a Sol dispuesto a deshacer su postura defensiva. Le soltó las manos de los tobillos y la atrajo por los hombros. Luego él recostó la espalda en la pared para que Sol, tumbada boca arriba, apoyara la cabeza en sus piernas estiradas. Ahora Santiago pasaba la mano por la frente de Sol una y otra vez, como si ella tuviera fiebre.

—Es mejor que lo dejemos —continuó—. Tú estás contenta con el coro, con tus amigos, te gusta tu ambiente. Yo sólo sería un problema. Todavía no he orientado mi vida. Necesito estar solo, dedicar más tiempo a la investigación. No estoy seguro de querer ser un simple profesor titular. Estarás mejor con alguien más centrado, menos insatisfecho.

—Santiago, me imaginaba que esto iba a pasar, pero no hagas que pase justo como me lo imaginaba, por favor. —Sol hablaba con los ojos cerrados—. No me vendas motos. Atrévete a decirlo, supongo que no es tan grave. Di que me dejas. Adiós, Sol.

Santiago sujetó la cabeza de Sol procurando que ella la levantara.

—Mírame.

Sol abrió los ojos y no miró a Santiago, sólo dijo:

—Apaga esa lámpara, anda. Ya no me gusta tanto la luz que da.

—Pero antes mírame. No es que yo te deje.

Sol había vuelto a tumbarse.

—Acabarás diciendo que te vas porque no quieres hacerme daño —le cortó—. Santiago, no lo acapares todo para ti. Te vas, de acuerdo, pero no pretendas que encima te dé las gracias. No te quedes con mi derecho a estar triste. —Cogió la mano de Santiago y la llevó a sus labios—. Se me pasará pronto, ya te he dicho que me lo imaginaba.

Santiago no sabía qué hacer. Estaba empezando a emocionarse y a pensar que a lo mejor no quería dejar a Sol, sino que las circunstancias le obligaban. Pero al mismo tiempo se sentía herido en su amor propio, o tal vez descubierto, pensó, porque Sol tenía razón, se había comportado como el ganador de un partido que además reclamara para sí la dignidad de la derrota. Lo quería todo, el poder y la tristeza. Un cínico, sí, un acaparador. Sin embargo su emoción era real, su tristeza era real y le dolía que Sol no comprendiera cómo esa emoción era lo único que ellos podían acaparar: ni millones, ni casas, ni idiomas, ni másters en el extranjero, sólo compasión y tristeza, sólo grandes sentimientos.

Sol se incorporó, le abrazó el cuello con las manos y le besó en la boca. Santiago respondió al beso mordiendo sus labios, su cara. Empezó a desnudarla con avidez.

—Apaga, por favor —insistió Sol, y tenía la voz ronca, las manos heladas. Santiago la obedeció sintiéndose excluido. Sol se guardaba el llanto como si quisiera recordarle que aquélla iba a ser la última vez, al menos la última vez en mucho tiempo. ¿Por qué la última?, ¿por qué el dolor y las despedidas? Ya no le empujaba el deseo sino el amor propio. Él quería a Sol, no había sabido explicárselo bien, no siempre había sabido quererla bien pero la quería. Impidió que Sol le desabrochara la camisa y se la desabrochó él mismo mientras la besaba por todas partes muy despacio. Más despacio que nunca. Muy muy lento. Cogió la colcha que estaba, como siempre, doblada en un rincón. Tapó a Sol y entró debajo de la colcha para seguir besándola y acariciándola. Ella dulcificó los gemidos, estaban a oscuras, casi nunca lo hacían a oscuras. Santiago subió hasta la cara, imaginaba lágrimas y era un error. Ella le abrazó buscándole, pero él no quería penetrarla aún, quería su risa y le acariciaba el sexo agazapado, se lo mojaba de saliva, volvía a acariciárselo, oía cómo se agitaba su respiración, la sentía temblar y entonces comprendió que Sol no iba a reírse, tendría un orgasmo ahora y luego acaso otro, pero no se reiría. Sintió angustia, ganas de salir corriendo. Ya sólo quería terminar. Hizo que su mano se amoldara a los movimientos de Sol, oyó su grito asombrado, corto, y sin dejar apenas tiempo entró en ella y se movía a golpes casi cronometrados, había roto algo, le habían echado, ya sólo le quedaba concentrarse en que viniera, unos segundos y podría soltarlo. Habría querido gritar más alto que nunca pero la voz no le salió, se había corrido, pero aún seguía embarrancado en la vía del tren, a lo hecho pecho y se aferraba a los hombros delgados de Sol, por qué no te has reído, no nos merecíamos algo tan gris. Se hizo a un lado.

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