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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (3 page)

BOOK: La conquista del aire
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Tal vez porque presuponía su consentimiento, y hacía bien, se dijo. Él no era una persona apegada al dinero; además, Carlos le gustaba, había llegado a quererle. O tal vez porque, aunque el dinero fuera de los dos, una gran parte había venido de Marta o de sus padres. Entonces, para acallar el temor, Guillermo pensó que en la mente de Marta podía estar la idea de pedir ese dinero a sus padres si por alguna causa, no rotundamente improbable, la empresa de Carlos quebraba. Lo pensó sin hacerse ilusiones. Sabía bien que Marta era capaz de pedir dinero a sus padres, pero incapaz de reconocerlo ni siquiera ante sí misma, y menos ahora que estaban jubilados. Si Marta había decidido prestarle los millones a Carlos, eso significaba que antes había aceptado, o mejor, que estaba convencida de haber aceptado la posibilidad de perderlos.

Una vez cruzado ese límite, Guillermo casi podía tocar la lengua áspera, los suaves colmillos amarillentos, la caliente respiración del temor: Marta hablaba, pero en sus palabras no había la menor alusión al futuro común, a las posibles repercusiones del préstamo en el futuro común. Y un jabalí latía en la oscuridad. Alerta, con la espalda apoyada en el respaldo de la silla, las manos anchas sobre los vaqueros, Guillermo buscaba un disparo en las palabras de Marta: espantar al jabalí, matar el espejismo. Encontraba sólo delicadeza, esa capacidad de Marta para ponerse en el lugar del otro y hablarle con respeto y hacerle sentir partícipe de su decisión. Guillermo no quería que Marta se pusiera en su lugar, el jabalí se ríe de la delicadeza. Guillermo quería que Marta se pusiera en el lugar de los dos. Alguna vez habían hablado de tener un hijo. Guillermo quería oír cómo Marta relacionaba el dinero con el hijo. Y no lo oía. Y el jabalí latía en la oscuridad. Porque si Carlos no les devolvía el dinero en el plazo previsto, a él le iba a importar menos, él sabía cómo vivir sin un remanente en el banco, sin una garantía por delante. Marta no. Marta cumpliría en diciembre treinta y dos años y aún no estaba segura de querer tener un hijo. Una mala situación económica podía afectarla lo bastante como para inclinar hacia un lado la balanza, hacia el lado de las dudas y las dificultades. Guillermo quería oír que Marta había valorado eso, pero no lo oía.

Quizá, se dijo, no fuera el momento. Y se propuso olvidar al jabalí. Eligió ver la cara de golfillo con gorra de visera de Marta y admitir que ese día estaba siendo importante para ella porque la vida le había permitido hacer un acto de amistad. No era tan sencillo. Marta fumaba, a Marta le brillaban los ojos, Marta sonreía, y de sus dientes brotaba el humo del cigarrillo, un humo caliente, como vapor condensado en lo oscuro. Marta estaba contenta porque había vuelto a encontrar una pandilla. A Guillermo le preocupó haber acudido a esa palabra, pandilla, tan llena de connotaciones adolescentes. Cuatro millones no eran un juego de adolescentes. Sin embargo, Marta se había colocado ahí, en la pandilla, en el grupo de amigos que opone sus propias reglas a las reglas de un mundo exterior y hostil. Después hubo un carraspeo, una nube de tierra en la voz de Marta a la vez que sus dedos empezaban a jugar con la colilla. Eran señales de agobio, Guillermo lo sabía y la cogió por los hombros.

—¿Pasamos al salón?

Marta se quitaba los zapatos y Guillermo encendía una pequeña lámpara japonesa junto al sofá. Las decisiones de la vida, lo había comprobado, no se resolvían haciendo cálculos, sino viviendo, porque la propia vida era el factor clave para calcular. Ahora a él le tocaba vivir con Marta la decisión de prestarle cuatro millones a Carlos Maceda. Se dijo que Marta no estaba tan segura de querer prestar ese dinero, de ahí su agobio; y aunque en la inquietud de Marta no entrase la idea del hijo, pensó que en la voluntad de vencer esa inquietud sí entraría la certeza de no estar sola. Marta se tumbó, usaba la cadera de Guillermo como almohada.

Se quedaron callados. La música celta había cesado hacía rato. La mano grande y morena de Guillermo pasaba por la cabeza de Marta, firme. Ella procuró serenarse. Volvió la cara hacia un lado y después todo el cuerpo. Respiraba con gusto el olor del jersey verde claro de Guillermo. Miraba la textura de la lana iluminada por la lámpara y distinguía, en el verde, motas de color teja y amarillas. Marta cerró los ojos. Al fondo de la habitación quedaban las copas de vino. Sobre el mantel azul, los fragmentos de corteza de pan flotarían como placas tectónicas en miniatura. Por una vez no sintió necesidad de llevarse las copas y sacudir el mantel. Pensó que las placas tectónicas estaban bien allí, a la deriva en aquel océano.

A las doce de la noche del martes 11 de octubre de 1994, la operación amigos se había resuelto con un saldo de ocho millones a favor de Carlos. Guillermo había dado su consentimiento y Santiago había decidido firmar el cheque sin contárselo a Sol. A las doce Guillermo se quitaba el jersey verde con motas de color teja, Sol dormía, el padrino moría jugando con su nieto y Ainhoa, en paralelo a la película, veía sucederse un tiempo sin escollos, sin deudas, sin mentiras: terminar de formarse, ser una buena médica; dentro de bastantes años, dejar el hospital por una plaza de médico de familia en un pueblo de Bizkaia y allí, prados al final de cada calle; por la tarde, creciendo, el ruido de los grillos; salir con Carlos a oírlo; entrar en casa y leer, y dormir resguardados por la calma nocturna.

Carlos casi no salía de la empresa. Llegaba temprano y se quedaba con Lucas hasta el final. Lucas en el acorazado, y él, entre el acorazado y el despacho. En realidad, al despacho iba sólo a llamar por teléfono; una vez conseguido el dinero, se había pasado con bártulos y papeles al tablero de Lucas. Había sitio de sobra para dos taburetes. Allí combinaba su función de administrador con otra más a su gusto. Porque las dificultades al menos le habían devuelto al trabajo material. Lucas conducía la investigación y él iba en la cabina como un capitán que a ratos fuera mecánico. Cuando había que poner a prueba un diseño, contrastar cálculos, encontrar un filtro adecuado, Carlos se encargaba de hacerlo. Durante horas quedaba libre de la tarea de tomar decisiones sin red, sin el contraste fácil de la materia. Luego, cumplida la misión, retornaba al orden de lo incierto, allí donde cada movimiento proponía su trayectoria y no había voluntad compartida, y eran sólo supuestas las necesidades. Iniciar un plan y culminarlo con la conciencia de que, antes del inicio, no hubo otra autoridad que su ingenio solitario. Preparar estrategias, alianzas; decidir con qué talleres y en qué condiciones trabajaría Jard, a qué ferias intentaría ir y a cuáles no; buscar en los catálogos los componentes mejores; redactar textos para anunciarse en publicaciones electrónicas; hacer balances de urgencia y listados de futuros clientes sabiendo que el mercado era apenas un paisaje de resultados, renovado cada día igual que se renueva en el cubo de la basura la estratificación de los despojos.

El tablero, blanco, estaba inclinado, aunque no mucho. Fuera, un otoño seco cerraba la ciudad, un otoño cálido de clima invertido. Octubre avanzaba y, sobre el tablero, Carlos se sentía como un hombre en una planicie, un blanco fácil sin la protección de un arbusto. Sólo a primera hora, durante el viaje en la moto, las manos endurecidas por el frío, hallaba calma. Pero mientras aparcaba, el escozor del sol le afilaba los dedos provocándole una pequeña molestia, una especie de vergüenza de baja intensidad.

Había llegado el viernes 21 sin que se hubiera producido ningún progreso significativo en el diseño de la nueva fuente de alimentación. Era lo normal, se repetía Carlos. Estaban metidos en el famoso 1,4 por segunda vez. El 1,4 del desaliento, pensaba ahora, la gota que es todo un vaso, el último tramo de ascensión en la montaña que es toda la montaña. Durante la primera crisis de Jard, Lucas se lo había contado de mil maneras: «La resistencia a vencer nunca es uno, siempre es uno coma cuatro. Hemos resuelto el noventa por ciento de las dificultades, pero el diez por ciento que falta equivale a un cincuenta. Aunque parezca que son simplezas y tonterías, son justo las simplezas y las tonterías que no hemos sido capaces de resolver en todo este tiempo. Por algo se han quedado para el final». Carlos conocía ese modelo matemático, se trataba de un problema típico de estimación de riesgos, y si aquella primera vez se lo saltó no fue por exceso de confianza, sino por falta de capital. A un ritmo agotador, ayudados por la buena suerte, consiguieron reducir la cifra al 1,25. Entretanto trabajaron sin cobrar durante cinco meses, ellos no cobraban y pagaban menos de medio sueldo a Rodrigo, el único técnico contratado. También pidieron un segundo crédito blando al Instituto de Crédito Industrial. En el último momento, Carlos llegó a ofrecer como garantía el ordenador y el resto de los materiales al taller que iba a producir gran parte de las piezas. Hasta que por fin obtuvieron una remesa de fuentes de gran calidad, especialmente diseñadas para algunos instrumentos de electromedicina. Lograron remontar la crisis pero, advertidos, decidieron no dar tregua a la línea de investigación y contratar a un chico para que ayudara a Rodrigo relevándoles a ellos, casi por completo, del trabajo manual. Esteban, con sus dieciocho años, su flamante título de formación profesional y su lenguaje de barrio, se convirtió en el protegido de los tres, en el futuro: ya tenían alguien a quien enseñar. Hacía sólo año y medio de aquello, desde entonces aún habían ampliado la plantilla otra vez: para cumplir un encargo de veinticinco unidades de control, tuvieron que contratar a Daniel, un estudiante de cuarto de ingeniería. En enero, las veinticinco unidades estuvieron terminadas y Carlos recordó con qué seguridad tanto él como Lucas habían decidido renovar el contrato de aprendizaje de Daniel. Así lo hicieron porque se suponía que iban a entrar en la segunda etapa, que dejarían de ser recolectores nómadas sin casa y empezarían a trabajar la tierra, y luego esperarían la cosecha y levantarían una aldea. Habían abierto el primer surco. No les había dado tiempo a más.

Carlos encontró la dirección del suministrador que necesitaba. Ahora deseaba apoyar la cabeza en el tablero, cerrar los ojos, pero la presencia de Lucas se lo impedía. Pensó en decirle que fueran a tomar una copa. Últimamente lo hacían a menudo: él se tomaba un gin-tonic; Lucas, dos cervezas. Aunque esta vez no serviría. Él necesitaba hablar con alguien que no estuviese implicado en Jard. Alguien a quien poder contarle su cansancio, aunque no su cansancio lógico, su preocupación por la quiebra y los futuros problemas de todos, sino su cansancio absurdo, el temor a que sus padres se enteraran, su inclinación a atribuirse responsabilidades que no eran suyas, su vanidad de elegido, de héroe, la aceleración de su pensamiento.

En otras circunstancias habría llamado a Santiago o se habría pasado por casa de Marta y Guillermo sin avisar. Pero ahora ellos, igual que Lucas, igual que Ainhoa, formaban parte de su cansancio. Tampoco quería acudir a un conocido cualquiera. No anhelaba exponer sus razones, sino ser visto, decir «mis padres» y que alguien pudiera ver, o pudiera al menos imaginar, su casa modesta y, en ella, su cuarto perfectamente equipado de hijo único: la enciclopedia, la caja de compases, el bigote de morsa tranquila de su padre cuando se inclinaba para ayudarle a montar el circuito de un timbre. Necesitaba un amigo que hubiera conocido a sus padres y supiese que eran de baja estatura, los dos, y se pudiera imaginar a Carlos, un chico bajo en su clase, el día que ya no quiso que le midieran porque se había medido él y sabía que iba a sacarle dos centímetros a su padre. Gilipolleces, pensó. Y se acordó de Alberto, de la bolsa de lona. Alberto estaba en Edimburgo, pero solía ir a Madrid dos veces al año. Si ésta hubiera sido una de las veces, le habría pedido, seguro, que tuviera cuidado. Cuidado. Atención. Pon atención en lo que estás haciendo. ¿Qué estaba haciendo ahora con su cansancio, con las presiones materiales, con la cara callada de Ainhoa? Darles la razón. Carlos recolocó los codos en el tablero.

—¿Cómo vamos? —le dijo a Lucas.

Lucas se quitó las gafas de cerca.

—En la zona hay tres submarinos alemanes. Esto es malo. Pero les hemos descubierto y ellos a nosotros no. Esto es bueno. —Se puso de pie. Guardó las gafas en la funda—. Tengo que irme. Mañana vendré por la tarde.

Carlos asintió. «Mañana» era sábado, y ni siquiera intentó decirle a Lucas que lo dejara, que podían perder un día. La verdad era que no podían. Salieron juntos.

En cuanto abrió la puerta de casa, el niño se acercó para contarle que había llamado Santiago. Aunque sin ganas, Carlos devolvió enseguida la llamada. Hacerlo le permitía postergar unos minutos más lo previsible: la esforzada jovialidad de Ainhoa, su presencia sosegada, su voz amable y sin embargo en su cuerpo un silencio vengativo, doloroso, tal vez ni siquiera premeditado. No encontró a Santiago sino el contestador. De nuevo le alegraba la prórroga. Dejó un mensaje rápido y trató de calmarse. Él no era un fugitivo, Santiago no le perseguía. Tampoco era un hombre solo. Era Carlos Maceda, estaba en casa, con su mujer. Podía ponerse las zapatillas, dar un beso a su hijo y entrar despacio en la noche. Su hijo, sus amigos, su mujer. Pero la idea de que fueran suyos no le daba tranquilidad. Siempre había tenido cosas, muchas más de las que habría sido lógico que tuviera el hijo de una celadora y un maestro industrial que había perdido dos veces su trabajo. Sus padres habían pasado por épocas duras, sin embargo él siempre había tenido cosas. A cambio de algo. Porque vivían en una casa pequeña y a través de los tabiques no le había quedado más remedio que oír cómo la enciclopedia del hijo significaba letras, la intranquilidad de su madre, el no abrigo nuevo de su padre. Carlos había entendido el mecanismo. Y se había sentido fascinado cuando, a los trece años, conoció la biblioteca popular del barrio. Allí sí era posible tener un libro a cambio de nada. Tenerlo en casa prestado, usarlo y devolverlo a cambio de nada, a cambio de ningún no deseo de sus padres. Eso quería Carlos, una biblioteca pública, tener algo que no fuera suyo y no le faltara a otro. Ahora tenía un dinero prestado, como los libros, pero ese dinero les faltaba a Santiago y a Marta. Los bancos tampoco eran una biblioteca: vendían sus préstamos.

—No voy a cenar —le dijo a Ainhoa—. Voy a calentar un vaso de leche y me lo llevo a la cama. Creo que estoy incubando una gripe.

Ainhoa le puso una mano en la frente.

—Yo te lo preparo —dijo.

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