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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (7 page)

BOOK: La conquista del aire
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Eran casi las tres, el Retiro se estaba quedando vacío. Fuera, en la calle, también se percibía el abandono, la retirada mayoritaria de las gentes a comer a sus casas. Santiago comenzó a andar más rápido, con zancadas más largas. A la hora de comer, pensaba, la soledad deja de ser una insignia para convertirse en una humillación. Su nevera estaba casi vacía. No había hecho compra para el puente. Acordándose del coche, preparó una sopa de sobre y unos espaguetis solos.

A las cinco, Carlos estaba en el cuarto de Diego y le hablaba de los planetas, de las galaxias, del extraordinario tamaño del universo.

—¿Cuántas estrellas caben aquí? —le preguntó Diego.

—Las estrellas son muy grandes. Parecen pequeñas porque están lejos. La estrella que veíamos este verano, Antares, la más brillante, la roja, es mucho más grande que esta casa.

—¿Cuánto de grande?

—Mucho, muchísimo. Si esa estrella fuera tan grande como las montañas que se ven desde casa de los abuelos, entonces la Tierra sería tan pequeña como una naranja.

—¡La tierra! —gritó Diego arrojando puñados imaginarios con las manos.

En ese momento entró Ainhoa para llevarse al niño a una fiesta de cumpleaños. Él no podía acompañarla, debía volver a la empresa. Pero tampoco salió enseguida. Nadie le había explicado a Diego lo que era el planeta Tierra, y Carlos se reprochaba su distracción. Luego empezó a preguntarse en qué momento habría descubierto él que no vivíamos en una inmensa superficie segura, que la impresión de firmeza obtenida al apoyar los pies en el suelo tenía como único punto de referencia un juego de fuerzas gravitacionales sustentado en el vacío. No lo recordaba.

Salió del cuarto de Diego a buscar su bolsa de lona. En el dormitorio no estaba. Entró en el salón y se dijo que había perdido la bolsa dentro de un fragmento infinitesimal de la superficie de una naranja. La astronomía era su lado oscuro, su lado existencialista. No debía contagiárselo a Diego. Una naranja resultaba demasiado pequeña. ¿Qué sentido tenía esforzarse, soñar, en un fragmento infinitesimal de una superficie de naranja? Pero aun, vaciló, una naranja era demasiado grande: estaban todos tan lejos. Él estaba alejándose de Ainhoa, o viceversa. Lucas no iba a ir a Jard, se lo había dicho. Supuso que Santiago estaría en Murcia. Recordó que a Marta le gustaba el mal tiempo y deseó invitar esa noche a Guillermo y a Marta a una cena improvisada. No podía ser; se había hecho tarde para llamarles, tarde para avisar a Ainhoa, tarde, muy tarde, para darle esquinazo a ese sábado de silencio gris oscuro. En la calle la lluvia, después de la sequía, caía con fuerza inusual. Parecía menos hospitalario que nunca salir en la vespa. Podía esperar a que volviese Ainhoa con el coche. Sin embargo, prefería no estar cuando llegara ella, no estar los dos a solas en casa, esa tarde no. Recordaba su promesa: hacer un movimiento. Y ya habían pasado cinco días desde la discusión con Lucas. Tenía que hablar con Ainhoa, pero esa tarde no. A la vuelta, se dijo mientras se colgaba la bolsa y fue a coger su chubasquero.

El suburbio se le antojó más triste, más barato y provinciano y pobre con el mal tiempo. El portal y, después, el pasillo de Jard estaban helados. Sin embargo, en la nave hacía un calor agradable. Así que Lucas ha venido, se dijo. En efecto, acababa de irse; encontró una nota en el tablero: «18.15. Esta lluvia me mata de melancolía. Me voy a ver el fútbol. Léase el resto». El resto eran tres o cuatro hojas con gráficos y figuras y cálculos donde todo encajaba. Había avanzado mucho. «Camarada —concluía—, sólo nos queda un paso.» Así era, un paso y entrarían en la fase de producción, si es que no surgían nuevos problemas. Carlos le llamó por teléfono, pero notó que no sabía felicitarle. ¿Cómo iba a creer Lucas en sus palabras después de la discusión del otro día?

Trabajó apenas una hora. Abandonó Jard convencido de que para disfrutar de la buena noticia y colocarse a falta de un solo paso en el proceso, él aún debía dar un paso anterior. Dar un paso, sí, hacer un movimiento.

En la cocina, mientras preparaban la cena, preguntó a Ainhoa por su contrato.

—Sólo hay rumores —dijo ella. Cortaba unas judías verdes sin mirarle.

Durante la cena dejaron que Diego les contara su fiesta. A las diez y media, el niño dormía delante de la televisión. Le acostaron. Ainhoa abrió una revista médica, buscaba en el índice el artículo que iba a leer cuando Carlos insistió en hablar de su contrato.

—Déjalo —dijo Ainhoa. Pero Carlos acercó una silla al sillón grande donde se había sentado ella. Ainhoa cerró la revista—. Creo que va a arreglarse —dijo—. Tú también crees que lo de la empresa va a arreglarse, ¿no?

Carlos la besó en las manos.

—No estemos así. No hemos hecho nada malo.

Y de repente Ainhoa replicaba:

—Yo no estoy segura. Si pierdo la plaza también va a ser responsabilidad mía, por lo menos en parte.

Aunque Ainhoa no le había incluido, Carlos pensó que había acentuado la palabra responsabilidad contra él. Y pensó también que las buenas noticias de Lucas no la calmarían. La acusación de Ainhoa no iba dirigida a Jard, S.L., sino a Carlos Maceda. Eludió su rostro mirando el grabado con una ventana abierta que había detrás del sillón. La noche aguardaba al fondo de esa ventana, la noche negra, la Tierra dentro de la noche negra, el universo estallado hacía millones de años que acaso ya empezaba a contraerse. Apretó la mano de Ainhoa como en una rendición. Luego la soltó y se fue del borde de la silla, ese borde donde se había colocado para poder tocar a Ainhoa. Ahora estaban más lejos.

—¿Me lo contarás? —dijo con voz cansada—. Lo que crees que hemos hecho mal. Todo lo que te preocupa.

Carlos trató de cubrir con su pierna el medio metro que les separaba. Su zapatilla alcanzó la de Ainhoa.

Ella llevó la mirada hacia el lugar del contacto, la zapatilla de Carlos, el tobillo desnudo, y siguió imaginando el cuerpo desnudo que había bajo la ropa de Carlos. Se detuvo al llegar a los hombros, que eran redondos, como si le nacieran dos músculos redondos, densos, duros, a cada lado de la clavícula. Otra vez no, se dijo queriendo pararlo, pero enseguida empezó a acordarse de cómo era su vida antes de que aparecieran los secretos de Carlos y Jard. Se acordó del día en que esos dos hombros habían salido disparados, dos bolas de billar que al ser golpeadas chocan contra las bandas opuestas de la mesa. No había mesa, sin embargo, ni bandas que frenaran la trayectoria opuesta de las bolas. Ainhoa estaba embarazada de Diego y Carlos le había dicho que tenía una historia con alguien llamado Laura, pero que iba a dejarla; también dejaría su trabajo en la multinacional para montar una pequeña empresa autónoma, para cambiar de vida. Los hombros dislocados, despedidos en dirección contraria, sin bandas, sin freno. Cada hombro en una esquina del mundo.

Ainhoa le había preguntado si llevaba así mucho tiempo. Carlos lo negó con la cabeza murmurando «Un mes», y los hombros volvieron a juntarse un poco. Casi después de un año, Ainhoa se lo había contado a su hermana. «¡Y estando embarazada!», se había escandalizado ella al principio. Pero Ainhoa sabía que su fuerza, su capacidad para atraer aquellas bolas de billar enloquecidas le había venido de estar embarazada. Porque estarlo era como tener dos cuerpos: el de siempre y otro más firme, más atado a la existencia. Algunas veces, en primavera, o al salir del hospital, o jugando con Diego, o follando con Carlos, ese segundo cuerpo volvía a aparecer. Otras, sin embargo, le oprimía su debilidad, notaba por dentro un río que desembocaba, pero no en el mar que se evapora y se hace lluvia y vuelve, sino más lejos, fuera; era cuando se diagnosticaba una pérdida leve pero continua de caudal y salía de casa como si sólo pudiera vivir a contrarreloj, trasnochar o cansarse en el trabajo, o mover el volante del coche sintiendo que sus reservas disminuían.

Como ahora, pensó, pues estaba notando que el río desembocaba en otra parte, en su falta de sueño, en el frío que le cubría las manos, en la cara del Carlos de hacía cuatro años. Entonces él le había hablado de cambiar de vida, de cambiar, entre otras cosas, una vida que Ainhoa ni siquiera sabía que estuviera viviendo. Y algo se vaciaba dentro de Ainhoa y se perdía, desembocaba fuera, y ella no lograba reunir el coraje para salir del silencio donde estaba tendida. Si consiguiera confiar en sus propias fuerzas y levantarse del sillón. Coger las manos de Carlos, atreverse a decirle que a lo mejor era injusto que le hubieran hecho un contrato en comisión de servicios precisamente a ella pero que, en todo caso, ella podía haber trabajado más, y haber aprendido más. Si se atreviera a reconocer que estaba asustada, que tenía la sensación de haber jugado con la oportunidad de ser una médica buena. No le remordía la conciencia, si así fuera ella habría intentado aplacarla, pero ¿cómo aplacar el estado de sus conocimientos, su aptitud improbable, los años de aprendizaje desaparecidos porque, si la echaban, dónde iba a terminar su formación?

—¿Y tú? —dijo por fin—. ¿Me contarás cómo va Jard? Las dos bolas de billar se movieron; Carlos se había puesto de pie.

Ahora él tenía tan cerca la cara de animal perseguido de Ainhoa. Los ojos grandes, la melena, palpitaban. A las once y media Carlos se asomó por esa cara, vio un paladar, un cielo que se expandía. Cuando Ainhoa se puso de pie sin dejar de besarle, Carlos casi rezó: que esta noche no se olvide, que el deseo cuente, Dios, que no se anule como llama de cerilla en el fuego.

A las once y media Guillermo y Marta estaban en el cine. Aunque preferían no ir los sábados, por evitar las colas, ese sábado habían quedado con unos amigos a quienes resultaba difícil salir entre semana. A Marta la película no le estaba gustando. Había sufrimiento en la pantalla, una pirámide de sufrimiento, pero Marta desconfiaba de él. ¿Por qué se lo mostraban? La película estaba basada en un hecho real: en Inglaterra, una mujer de baja extracción había sido despojada uno a uno de todos sus hijos porque el Estado la consideraba incapaz de asumir la responsabilidad de velar por ellos. Era inmenso el sufrimiento de esa mujer, pero ¿por qué lo había elegido el director? Se trataba de un director progresista, capaz, en principio, de hacerse cargo de los significados de la película, de haberlos trabajado hasta obtener un sentido mejor que esa mezcla de morbo y lástima social, se decía Marta. Sin embargo, las imágenes se sucedían y ella iba viendo cómo los personajes elegidos, los actores, los gestos sólo reforzaban el sentido más obvio y, al cabo, más conservador. Pensó en hablarlo a la salida, aunque a su lado Concha y Jorge parecían estar entregados a la historia. Luego se fijó en Guillermo. A él tampoco debía de estarle gustando, se había hundido en el asiento de tal modo que el asiento de delante tenía que taparle algo de pantalla. Quizá se estaba durmiendo, aunque más bien parecía pensativo.

Marta se concentró en la escena de una reconciliación. Era una escena melodramática, cursi, pero no obstante se emocionó. Se le humedecieron los ojos, sin llegar a desbordarse, y un ligero estremecimiento le subió por los brazos. Recuperó pronto el control. Y bien, había una tecla que los directores y los guionistas conocían. Un mecanismo un poco más complejo que el de la cebolla, aunque no mucho más. Eso decía Guillermo. Sin embargo, a ella le preocupaba ser tan vulnerable a las despedidas o a las reconciliaciones cinematográficas. Guillermo cambió de postura y puso una mano en su brazo. La mujer protagonista empezó a cantar. Marta entornó los ojos, luego los apartó de la pantalla. Lo único que le agradaba de la película era la música. Seguía notando la mano de Guillermo, escuchaba la canción y, como a veces le ocurría, no anhelaba carreras veloces, un galope sin fin, un espacio para la imparcialidad: alcanzar un estado donde los actos no tuvieran consecuencias, donde ella pudiera hablar sin que Guillermo recelara, con razón, del origen de sus argumentos. La imparcialidad, una inteligencia aristocrática y desengañada que no necesitara hacerse ilusiones con respecto a Carlos, a la izquierda o a sí misma. Se acabó la canción. Marta se daba cuenta de que la imparcialidad requería rentas, y una villa de piedra, pero quién, se dijo apoyando la cabeza en el hombro de Guillermo, no tiene dentro un alma corrupta y decadente, un alma orgullosa y jamás arrepentida.

Después de la película fueron a un café cercano. Jorge era ayudante de meteorología, como Guillermo. Concha daba clases de latín y de griego en un instituto. Tenían una hija de ocho meses y estaban pensando en ir a vivir a Cádiz. Eran gente pacífica. «Demasiado pacífica», solía decirle Marta a Guillermo, y él sonreía dándole la razón. Sin embargo, pensaba ahora, el proyecto de Jorge y Concha debía de ser para Guillermo lo que eran para ella los caballos imaginarios, la nieve y, por último, una villa con viejas estatuas mordidas por el tiempo. Porque tal vez Guillermo no tenía un alma corrupta y decadente, pero sí, quizá, un alma funcionaria y corrupta. Porque de alguna forma, se decía, de una forma al menos, los funcionarios habían aceptado el orden establecido, eran perros en vez de lobos, gatos en vez de linces, animales que difícilmente se rebelarían contra sus amos. Cierto que tanto Jorge como Guillermo colaboraban con una consultora haciendo informes. Pero una cosa era colaborar y otra, ganarse la vida. Y la vida se la ganaban con su puesto de funcionarios. En la consultora quizá se ganaran una imagen, una reputación, su cuota de sentido y hasta un pequeño sobresueldo que, sin embargo, no les daba para vivir. Una cosa era invertir el tiempo libre, sobre todo teniendo tanto como ellos tenían, y otra apostar la propia biografía en una sucesión de empleos.

Siguió distraída la conversación sobre el puerto de Cádiz, las playas, el estrecho, el viento de Levante. Planes y deseos que se hacían realidad. En cambio los planes de Carlos, o los suyos, se dijo, quizá no salieran nunca pues no dependían sólo de ellos dos. Ella no iba a conseguir sacar adelante, ni siquiera como una prueba, el método de asignación de costes globales en el transporte. Había demasiados grupos interesados en que no se supiese cuánto le costaba de verdad al país cada viaje en automóvil. Y, al final, tal vez ella perdiera su contrato en el ministerio. Entonces volverían los caballos imaginarios, negros y azules, veloces, incansables. Caballos para dejar atrás la tentación de transigir y esa otra tentación más cercana: no haberle prestado el dinero a Carlos, irse del ministerio. Un desamparo distante la invadía al llamar a eso tentación.

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