La cortesana y el samurai (33 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La cortesana y el samurai
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Dejó la pipa, se apoyó en un codo y fijó la mirada en Hana. Luego descansó la cabeza en la mano. Había algo en él —incluso en la manera de mover el cuerpo— diferente de cuantos hombres ella había conocido. Iba vestido como un sirviente, con ropa prestada —reconoció las prendas que Otsuné le había dado el día anterior—, y su rostro presentaba cicatrices y estaba bronceado por el sol como si fuera un campesino, pero se comportaba con la arrogancia de un príncipe.

Hana estaba acostumbrada a que los hombres cayeran a sus pies. Podía representar el papel que ellos quisieran asignarle: su amante, su confidente, su madre. Para eso pagaban. Ella daba por sentado que podía encandilar a cualquier hombre, pero resultó que Yozo le inspiraba cierto respeto. Él parecía ver la niña que había en ella tras su máscara. Ni siquiera estaba segura de que su afamada belleza surtiera el menor efecto en él.

—¿Dónde dices que conociste a Saburo.

Él negó con la cabeza.

—No importa.

—No fue en el Japón. Fue en otro lugar. ¿Has estado... fuera del Japón.

Se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, empezando a darse cuenta de que era eso lo que le hacía parecer tan diferente. Nadie a quien ella conociera había soñado siquiera en abandonar el Japón. De allí venían los marineros extranjeros, y de allí venía el Jean de Otsuné. Yozo también tenía algo de esa peculiaridad de pertenecer a otro lugar, de conocer cosas que ella no conocía y de formar parte de un mundo que ella ni siquiera podía imaginar.

—Dijiste que me lo contarías todo —murmuró, acercándose más a él.

El brazo de Hana rozó el de Yozo, y ella sintió una punzada de excitación. Él permaneció con la mirada perdida por un rato, luego volvió a coger la pipa y la hizo girar con la mano.

—Ya conoces el dicho: «Un clavo que sobresale hay que remeterlo.» La gente nos considera contaminados, a mis amigos y a mí, porque hemos estado en el extranjero y nos hemos mezclado con personas como Jean. Dicen que somos espías o traidores, no verdaderos japoneses.

Sonrió, pero la sonrisa era triste.

—Yo no creo eso. Pero ¿has estado en el país de Jean? Me gustaría saber cómo es el lugar del que procede.

Yozo suspiró.

—Es hermoso —dijo lentamente—. La capital, París, es casi tan grande como Edo, pero los edificios están hechos de piedra, no de madera, y son tan altos que te duele el cuello de mirarlos. Incluso el cielo tiene un color diferente, más suave y pálido.

Hana frunció el ceño, tratando de imaginarlo.

—Y la gente ¿se parece a Jean? —Pensó en la corpulencia de Jean, en su pelo de color extraño, su piel áspera y sus chocantes ojos azules, y se llevó la mano a la boca—. ¿Las mujeres también? ¿Tienen el pelo negro como nosotras o son como Jean.

Yozo miraba a lo lejos, como si estuviera en un lugar muy distante.

—En cierto modo tienen razón —dijo con suavidad, como si hablara para sí mismo—. No soy un verdadero japonés. Yo ya no soy de aquí. He estado fuera demasiado tiempo. Éste es un mundo cerrado y yo no formo parte de él. He visto demasiado, sé demasiado y hago demasiadas preguntas.

Hana quería decirle que lo comprendía, que en el Yoshiwara ella también era una marginada, que tampoco pertenecía al lugar.

—¿De dónde provienes? —preguntó ella—. ¿Dónde están tu hogar y tu familia.

—Todos murieron. Los tuyos también, sospecho. Yo no fui siempre un pobre soldado ni tú fuiste siempre una cortesana. Tú no perteneces en absoluto al Yoshiwara, ¿verdad? Tú misma lo dijiste: todos hemos tenido que encontrar maneras de sobrevivir.

Yozo se sentó, mirándola con intensidad, y ella advirtió una mota dorada en sus ojos pardos. Luego él le tomó las manos y las alzó hasta sus labios. Hana se estremeció, sintiendo el contacto de su boca, y se apresuró a apartarse. Su cuerpo pertenecía a la tiíta. Incluso el hecho de estar a solas con Yozo era una transgresión. Si alguien los sorprendía, ella recibiría una paliza, y, sólo de pensar en lo que harían con él, se echaba a temblar.

Yozo también estaba ceñudo.

—Los hombres pagan por este privilegio. Pero yo no me puedo permitir siquiera esto.

Hana trató de apartarse de él, de sofocar el ansia que la quemaba, pero parecía haber perdido todo control sobre sus miembros. Alzó la vista hacia Yozo y él le tomó la cara con ambas manos. Cuando los labios de Yozo tocaron los suyos, pareció que todo estaba en su lugar, que todo era plenitud, como el cumplimiento de un sueño.

Ella pasó los dedos por su rostro y acarició su suave mejilla. Luego tomó su mano, sintiendo las callosidades que bordeaban la palma.

—Esta mano ha participado en la guerra —dijo dulcemente.

—Recuerda lo que te dije —replicó él, acariciándole el cabello—. Siempre estaré aquí para protegerte.

Hana lo abrazó, sintiendo su cuerpo cálido contra el suyo. Sus labios se rozaron de nuevo, y ella cerró los ojos y se dejó disolver en el remolino de deseo que aquel contacto despertaba en ella.

Fuera, el corredor estaba en silencio. Con loca temeridad, como quien alarga la mano hacia la libertad, ella dejó que su cuerpo se fundiera en el de Yozo, y sus labios se cerraron en un beso tan intenso que ella se quedó sin respiración.

31

La mañana era bochornosa, y Yozo se hallaba en el dormitorio de Hana, en el Rincón Tamaya. Paseó los dedos por los cabellos de Hana, que se derramaban en una brillante cascada sobre los mullidos futones, y pensó que los dioses debían haberlo tomado bajo su protección. Habían transcurrido pocos días desde la pelea y aún no podía creer lo mucho que su vida había cambiado.

Sus momentos robados, pasados juntos, eran intensamente dulces, tanto más cuanto que debían ser furtivos. A él le gustaban su fragancia y la suavidad de su piel cuando la tenía en sus brazos. Para el mundo exterior, ella era una famosa belleza; pero Yozo sabía que con él podía ser ella misma.

Fuera, los gansos salvajes volaban en bandadas y los primeros porongos florecían a lo largo de las paredes del Yoshiwara. Terminaba el verano. Después de tanto desastre —la guerra imposible de ganar, las desesperadas batallas en el tórrido verano—, por fin Yozo había empezado a olvidar los horrores que había presenciado y miraba al futuro.

Aún no habían hecho el amor. Él sabía que era dueño de su corazón, pero su cuerpo estaba reservado a otros hombres. El hecho de que no pudiera pasar una noche con ella lo torturaba, pero pese a todos los obstáculos que los rodeaban, era más feliz de lo que nunca se hubiera atrevido a imaginar.

No había olvidado su misión de liberar a Enomoto y Otori, y eso también empezaba a encajar. El soldado norteño a quien había ayudado, Ichimura, se había unido a él junto con dos camaradas a los que había localizado, Hiko y Heizo, y hacían lo posible por dar con sus compañeros encarcelados.

Siempre que Yozo acudía para sus visitas matinales, Hana despachaba a las criadas y cerraba las puertas del dormitorio, dejando sólo una rendija para poder oír si alguien se acercaba. Kawanoto, su joven ayudante, a quien se había confiado, le prometió permanecer vigilante y advertirle si la tiíta se acercaba.

Ahora Hana estaba echada de lado, sonriendo a Yozo.

—¿Es verdad? ¿Realmente se ha ido Saburo? —preguntó él.

—Tardará en regresar. La tiíta me dijo que había mandado un mensaje explicando que se iba a Osaka por negocios. Naturalmente, le hice saber lo decepcionada que me sentía.

Sonrió con picardía.

—Volverá —dijo Yozo—. Pero ya nos ocuparemos de eso cuando llegue.

Le besó la nariz, aspirando el olor de su cabello, le rozó el pecho cuando ella se apretó contra él.

—Me gustó verte ayer con ropas occidentales —susurró Hana—. Estabas muy guapo.

—La tiíta está muy satisfecha. Todo gracias a ti.

Hana había convencido a la tiíta de que el Rincón Tamaya necesitaba demostrar su superioridad sobre otras casas disponiendo de un intérprete para los occidentales ricos que empezaban a llegar al Yoshiwara. Antes, a menos que los hubieran llevado allí amigos japoneses, siempre acababan por irse, desanimados porque no podían comunicarse con las chicas. La excepción la constituían los marineros extranjeros, que no estaban interesados en conversar e iban directamente a los burdeles de inferior categoría, situados en las callejas secundarias. El primo de Otsuné, le dijo Hana a la tiíta, sabía hablar las lenguas occidentales y, con él como intérprete, el Rincón Tamaya estaría en condiciones de atraer a una clientela de nivel muy superior y dispuesta a pagar mejores precios.

—De manera que Tama ha tenido esta noche sus primeros clientes occidentales —dijo Hana.

—Eran dos ingleses. Tama quería saber si necesitaban también una chica extra, o un chico, pero le dije que no podía formular a los ingleses semejante pregunta. —Se echó a reír—. Le dije que debíamos animarlos a volver, no asustarlos y que se fueran.

—Los ingleses deben ser muy raros —comentó Hana echándose también a reír—. Yo pensaba que venían aquí a divertirse.

—A Tama le dieron una propina generosa, de modo que acabó complacida, y volvieron a reservarla para esta noche, de modo que debieron de quedar satisfechos.

Empezó a sonar una campana distante, retumbando desde el templo hasta el extremo más alejado del bulevar. Hana se incorporó y se lo quedó mirando.

—Tenemos tan poco tiempo para estar juntos... Y siempre por la mañana —dijo en tono melancólico.

—Encontraré una manera de apartarte de todo esto —susurró Yozo, y le besó el cabello.

Se puso de pie y se vistió con su túnica. Era hora de irse. Estaba dirigiendo una atenta mirada en torno al dormitorio, cuando advirtió que algo había cambiado.

En el altarcito doméstico, sumido en sombras a un lado de la habitación, había ofrendas recientes y una fotografía con velas ardiendo junto a ella. La caja metálica en la que se había fijado estaba también allí, detrás de la fotografía.

Verla le produjo una impresión semejante a un golpe. En los pocos días que se conocían, Yozo no había dicho gran cosa acerca de su vida anterior a su encuentro, y Hana tampoco. Hablaron del viaje a Europa —aunque a él le constaba que para ella era casi una fantasía—, pero evitó hablar de la guerra en Ezo y lo que hizo allí, y jamás le preguntó a Hana por su pasado o por cómo había ido a parar al Yoshiwara. Las mujeres del Yoshiwara nunca hablaban de su pasado. En lo que a sus clientes concernía, sus vidas comenzaron cuando llegaron allí. Con Hana tenía una intimidad con la que sus clientes nunca podrían soñar, pero aun así Yozo no pensó en preguntarle quién o qué fue en otro tiempo. Pero ahora toda esa historia no contada parecía aproximársele, amenazando con reventar la burbuja de felicidad en la que se habían instalado.

Se dirigió al altar. Se resistía a mirar la cara de la fotografía —tenía la sensación supersticiosa de que podría reconocerla—, aunque también sentía una incontrolable curiosidad. La imagen estaba desvaída y amarillenta, doblada en los bordes, y resultaba difícil verla bien a la luz de las velas, pero a Yozo le bastó distinguir la frente despejada, los ojos penetrantes y el espeso cabello peinado hacia atrás.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal, y se le hizo un nudo en la garganta. Precisamente cuando iniciaba una nueva vida, cuando creía que la guerra y sus horrores quedaban atrás, aquella cara volvía para obsesionarlo. Tragó saliva, y en sus oídos resonó el estampido de los disparos, notó el calor de la ciudad en llamas, y al volver la esquina de una calle en ruinas surgió ante él aquel rostro. Porque no podía caber la menor duda: era el comandante en jefe.

Mantuvo la vista fija en la imagen, difuminada por el incienso y el humo de las velas. Tan sólo podía haber una razón para que estuviera allí, en la habitación de aquella mujer que se había adueñado de su corazón: ella debía ser la hija, la hermana o —lo más impensable— la viuda de su enemigo. Ahora debía irse, se dijo, sin dar explicación alguna. No tenía derecho a estar allí. Pero recordó entonces a Saburo y la calle oscura de Batavia. Saburo regresaría pronto, y él no podía permitir que Hana cayera en sus manos.

—Ese hombre ¿qué es para ti? —preguntó, con voz indecisa—. ¿Es tu hermano? ¿Tu padre.

—Mi marido. —Las palabras de Hana fueron como una piedra que cayera en un lago y enviara silenciosos rizos de agua—. ¿Lo conocías.

Apretó los puños, sintiendo que rompía a sudar. No podía mentirle; estaban demasiado cerca el uno del otro. Pero él sabía que si le decía la verdad —que él había matado a aquel hombre— la perdería para siempre.

Dudó, preguntándose qué contestar.

—Todo el mundo conocía al comandante en jefe Yamaguchi —dijo finalmente.

—Por favor, guárdame el secreto —lo apremió—. Mi marido era un rebelde, como tú, y famoso. Si alguien lo supiera, sería mi ruina. Los hombres que vienen aquí son todos sureños.

Yozo percibió pánico en su voz.

Él asintió. Se produjo un largo silencio.

Cuando ella volvió a hablar había alivio en el tono que empleó.

—Sé que era un gran hombre y un gran guerrero; todos se sentían intimidados por él. Mis padres me dijeron lo afortunada que era porque me daban en matrimonio a un hombre así. Pero siempre le tuve miedo. Es terrible decirlo, pero me sentí feliz cuando se fue a la guerra. Sin embargo, terminé aquí, en el Yoshiwara. He estado muy asustada por si regresaba, me encontraba y me mataba. —Apartó la fotografía y las velas y cogió la caja—. Ichimura me mandó una carta y esta caja. Al principio no sabía qué hacer, pero comprendí que era mi deber guardarle el duelo. Sabía que podrías ver la fotografía y reconocerlo, pero no hay nadie más con vida que pueda tributar sus respetos a su espíritu. Su última voluntad era que estos recuerdos fueran inhumados en la tumba familiar, en Kano, y yo lo haré. Era rudo y cruel, pero era mi marido. —Abrió la caja—. Es extraño, pero siento como si nunca lo hubiera conocido. Escribió un poema, y cuando lo leí me emocionó.

Sacó un pequeño rollo y lo desenrolló. Yozo volvía a estar en Ezo, viendo el cadáver de Kitaro a la luz de la luna y se vio a sí mismo irrumpiendo en las habitaciones del comandante en jefe. Pudo ver su rostro bien parecido y el pincel en su mano, y oírlo decir sardónicamente: «Tajima. ¿Ya ha escrito su poema de la muerte?» La primera línea del poema de Yamaguchi le quemaba en la mente. Reconoció las pinceladas, que revelaban confianza en sí mismo, mientras leía aquellas palabras.

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