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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (10 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Padre se había despertado y había dicho: «Muy bien, vámonos». Corrió por la casa sin mirar a derecha e izquierda.

Nos largamos de aquí.

Más tarde, pensé que así obraban los verdaderos refugiados. Terminaban el desayuno y huían, dejando la vajilla en el fregadero y la puerta principal medio abierta. Así era más dramático que si hubiéramos envuelto cuidadosamente todas nuestras pertenencias y vaciado la casa.

La casa, en miniatura, resaltaba ahora en la distancia, entre los campos, a una milla de nosotros. Nunca había tenido un aspecto tan pacífico. Era nuestra ratonera. Y, como todas nuestras cosas seguían dentro y el reloj seguía haciendo tic-tac, sentí que podíamos regresar en cualquier momento y encontrarla como la habíamos dejado, y reclamarla.

Así que no me importaba marcharme. Pero ¿adónde nos dirigíamos? Como no lo sabía, el tiempo transcurría tan despacio que me enfermaba. Una vez pasado Springfield, Padre siguió por la carretera de peaje, y ciudades y pueblos se alzaron junto a las salidas. Vimos chimeneas e iglesias y edificios altos. Nos acostumbramos a los autobuses de ventanas sucias, al zumbido rápido de los camiones, con sus corrientes de viento con emanaciones de humo y la lona negra batiendo sobre las cargas. Los indicadores decían Connecticut, después Nueva York. Paramos a almorzar en un Howard Johnson’s. Padre dijo «desprecio todo cuanto este lugar representa» y se negó a comer. Dijo que las almejas fritas ni siquiera tenían estómago, y probablemente estaban hechas de cuerda. «¡Hamburguesas de queso!», exclamaba. Después, Nueva Jersey. Ahí estaban las chimeneas más altas y el aire más sucio que había visto en mi vida, y los pájaros eran pequeños y aceitosos. La gente que nos pasaba en sus coches, sobre todo las chicas, nos hacían muecas a Jerry y a mí. Nos bajamos las viseras de nuestras gorras de béisbol para que no se nos quedasen mirando. Cerré los ojos y recé por llegar. La velocidad a la que Padre conducía por aquella carretera rápida me hacía pensar que nos estábamos escapando, huyendo apresuradamente, perseguidos por truenos, recorriendo un camino largo y recto por un paisaje que parecía un lavabo grasiento. Jamás había visto llamas como aquéllas que escupían las chimeneas. Oíamos el
flub-flub
del aire ardiente a su agitada salida de los negros tubos.

«Baltimore» decía un indicador, «Próximas Siete Salidas». Tomamos la tercera, vimos un centro comercial exactamente igual al que dejamos atrás por la mañana en Springfield, atravesamos un barrio que me recordaba Chicopee y finalmente entramos en la ciudad propiamente dicha. Era una ciudad más accidentada que cualquier otra de Massachusetts. Las casas y los hoteles se agolpaban como ladrillos en calles inclinadas. El crepúsculo del temprano atardecer se reflejaba en las aguas cercanas, asistido por una curva de cielo azul rosado, nada parecido al acostumbrado espesamiento que solía observar en Hatfield, una puesta de sol verde moho con incrustaciones doradas. La lechosa luz oceánica de Baltimore y sus nubes color masilla eran una imagen pálida y ampliada, libre de la obstrucción de los árboles. Los pocos arbolitos que pude ver se debatían luchando contra el viento.

Unos cinco minutos más tarde se puso el sol, y todo cambió. Un sector del cielo se oscurecía en gris, otro deslumbraba en rojo, había un montón de nubes con forma de garras y color caparazón de langosta cocida, igualmente agrietadas y rotas. Aquel brillante cielo carmesí era una novedad para mí. Avisé a gritos a Padre para que lo mirara.

—¡Contaminación! —exclamó—. ¡Es la refracción de las emanaciones de gasolina!

Siguió delante, insertando la camioneta entre el tráfico, en dirección a la parte baja de la ciudad. Paró en un lugar ventoso, junto a un gran almacén.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Jerry.

Padre señaló con el nudillo por encima del almacén.

—Éste es nuestro hotel —dijo.

Era la proa, amarilla y blanca, de un barco, de cuyas gateras, semejantes a orificios nasales, manaban como sangre las manchas de óxido. Aunque no podíamos ver el resto del barco, a juzgar por las dimensiones de la proa debía ser enorme. Me abstuve de comentar lo contento que estaba de tener un lugar donde quedarnos. Ya era de noche. Había pensado que dormiríamos en un camping a un lado de la carretera.

Subimos la destartalada pasarela, y, una vez en cubierta, un marinero indicó a Padre adónde debíamos dirigirnos. Los cuatro niños ocupábamos un camarote, Madre y Padre otro contiguo.

Todo despedía un olor acre a pintura secándose. Entre los dos camarotes había un cubículo con ducha y lavabo. Introdujimos nuestras pertenencias bajo los camastros inferiores y esperamos a que ocurriera algo más. Por la mañana en Massachusetts, por la noche en un barco... a seiscientas millas de distancia. Parecía como si Padre supiera hacer milagros.

—¡Es un barco! —dijo Clover—. ¡Estamos en un barco de verdad!

Padre asomó la cabeza en nuestro camarote y dijo:

—Bueno, ¿qué os parece?

Estaban cargando el barco. Durante toda la noche, las grúas chirriaron y giraron, las correas transportadoras zumbaron por debajo de nosotros, y, a través de las particiones de acero de nuestro camarote desnudo, oí deslizar la carga en la bodega.

Permanecimos amarrados al muelle mientras cargaban: cajas rotuladas e incluso coches colgados del cable de una grúa. Comimos en un comedor vacío y, durante todo el día, observamos el movimiento pendular de las grúas. No vi que hubiera más pasajeros que nosotros. Y Padre seguía negándose a decirnos adónde íbamos. Eso me preocupaba y me hacía sentirme particularmente dependiente de él. No sabía el nombre del barco, y ninguna de las personas que había visto parecía hablar inglés. La tripulación nos ignoraba. Estábamos en manos de Padre.

La mañana antes de zarpar salimos del barco y recorrimos la ciudad en nuestra vieja camioneta, cruzando un puente y tomando la dirección del mar donde, al final de la carretera, había una playa. Madre se quedó leyendo en la cabina de la camioneta mientras los demás caminábamos por la playa, lanzando piedras a ras de agua y mirando los barcos de vela. En el fondo de la playa había un muelle arruinado, algunas rocas en el agua y otras inclinadas sobre la arena.

—Está subiendo la marea —dijo Padre. Tiró la colilla de su puro a la espuma—. ¿Quién me va a demostrar lo valiente que es?

Yo ya sabía lo que nos esperaba. Nos lo había hecho más de una vez. Nos desafiaba a sentarnos en una roca exterior y quedarnos allí hasta que la subida de la marea nos amenazara. Era un juego de verano al que habíamos jugado en Cape Cod. Pero estábamos en Baltimore y en primavera —demasiado frío para nadar— y con toda la ropa puesta. Como no podía creer que lo dijera en serio, le dije que lo intentaría, pensando que se echaría a reír.

—Te estamos esperando —dijo.

Una ola rompió y se retiró deslizándose y arrastrando arena y cantos rodados. Sin quitarme la ropa, ni siquiera los zapatos, corrí hasta una roca cubierta de algas, situada en la línea de espuma, y me subí a ella, esperando que Padre me llamara. Las gemelas y Jerry se echaron a reír. Padre seguía en la playa, más arriba, sin apenas mirar. Al principio no me perturbó ninguna ola. Subían por detrás de mí, pasaban a mis lados, se convertían en espuma y desaparecían.

—Charlie tiene miedo —chilló Jerry.

No dije nada. Estaba de rodillas, inestable, sujetándome a la roca con la punta de los dedos. Era como una silla sin estribos. No sabía si aceptaba el farol de Padre o si él aceptaba el mío. Una serie de olas me empapó las piernas y me mojó los zapatos. Delante de mi roca se formó una piscina. Las olas, cada vez más altas, me entumecían los dedos.

Cuando ya ensayaba una excusa para rendirme, vi la silueta de Padre en la luz cetrina del atardecer, el sol por debajo de sus hombros. Era oscuro, no le conocía, y él me observaba como quien observa a un extraño, antes con curiosidad que con afecto. Y yo me sentía un extraño para él. Éramos dos personas que esperaban, una de ellas en una roca, la otra en la arena, niño y adulto. No le conocía, ni él me conocía a mí. Tuve que esperar a ver quiénes éramos.

En ese preciso instante —Padre tan simple y oscuro como un paseante, dudando de mi existencia con su postura indiferente—, llegó la ola. Me golpeó con fuerza por detrás, me subió por la espalda y me acarició el cuello, empujándome hasta ponerme a flote, para después soltarme con la misma rapidez. Temblé de frío y me aferré con fuerza a la roca, temiendo que el alarido que estaba reteniendo me reventara el pecho.

—¡Lo hizo! —gritó Jerry, corriendo en círculos por la playa—. ¡Está todo mojado!

Ahora veía el rostro de Padre. Por él pasaba algo salvaje, como una memoria desesperada que le atenazara locamente la mandíbula. Entonces, sonrió y me gritó que regresara. Pero dejé que me rompieran encima dos olas más antes de rendirme y volver tambaleante a la playa, llorando de frío contra mi voluntad.

—Así está mejor —dijo Padre, mientras las gemelas me vitoreaban tocando mi ropa mojada. Pero más bien parecía que se estaba elogiando a sí mismo, no a mí—. Quítate los zapatos.

Padre cogió un zapato en cada mano y caminamos playa arriba hacia Madre y la camioneta.

—Eh, póngale los zapatos al crío —era una voz a nuestras espaldas—. En este sitio, aquí hay cristal y porquerías.

Nos volvimos y vimos a un hombre negro. Se apretaba una radio contra la oreja y llevaba un gorro de lana estrecho en la cabeza. Guiñó ambos ojos a Padre, que tenía dos veces su tamaño y seguía sonriendo.

—Es usted precisamente el hombre que andaba buscando —dijo Padre.

El hombre apagó la radio. Parecía realmente intrigado. Dijo que se llamaba Sidney Torch y que no vivía en la vecindad. Pero había visto a unos críos romper cristales en la playa y era peligroso andar descalzo porque uno podía cortarse. Pero no quería meterse con nadie, dijo, porque él no era nadie, iba a ver a su hermano y nunca nos había visto antes.

—Quería decirle algo —dijo Padre.

Lo dijo con amabilidad, y el negro, quien le miraba de reojo, emitió una risa ahogada.

—Nadie ama a este país más que yo —dijo Padre— y por eso me voy. Porque no soporto ver lo que pasa —dio unos pasos y enlazó por el hombro a aquel hombre, Sidney Torch—. Es como cuando murió mi madre. No era capaz de mirar. Siempre fue fuerte como un buey, pero se rompió la cadera y, después de una temporada en el hospital, pescó una pulmonía doble. Y ahí estaba, tendida en la cama, muriéndose. Me acerqué y le cogí la mano. ¿Sabes lo que me dijo? Me dijo: «¿Por qué no me dan matarratas?». No quería verla, no podía escucharla. Así que me fui. Según dicen, fue un combate feroz, implacable, pero estaba condenada. Cuando murió, regresé a casa. No faltará quien diga que es el colmo de la indiferencia. Pero jamás lo he lamentado. La amaba demasiado para verla morir.

Para entonces, Mr. Torch movía inquieto los mandos de su radio. Yo nunca había oído la historia de Padre, pero relatar detalles personales de su vida a un perfecto desconocido era algo típicamente suyo. Quizá era su forma de evitar traiciones, divulgar sus secretos a gente con quien se encontraba por casualidad y a quien jamás volvería a ver.

—Es una historia triste de verdad —dijo Mr. Torch.

—Entonces, es que no la ha entendido —dijo Padre.

Mr. Torch parecía confundido y, cuando Madre me vio todo mojado e increpó a gritos a Padre —«¿Qué pretendes demostrar?»—, Mr. Torch tragó grandes bocanadas de aire y se echó atrás.

Pero Padre se dirigió de nuevo a él. Tenía algo que proponerle:

—Mr. Torch —dijo—, estoy dispuesto a venderle esta camioneta por veintidós dólares, porque eso me costó registrarla.

—Sólo pensaba que su chaval tenía que calzarse —dijo Mr. Torch, muy suavemente.

—O me la puede cambiar por su radio —dijo Padre—. Hay una en la camioneta. No me sirve de nada —alargó un brazo y el negro le entregó mansamente la radio.

Regresamos al barco. Mr. Torch se sentó detrás, conmigo y con Jerry.

—Si que habla bien vuestro viejo —dijo—. Podría ser predicador. Os predicaría hasta que se os cayeran las orejas. Pero una cosa tengo que deciros. ¡No es precisamente un hombre de negocios! —se rió para sí y añadió—: ¿Adónde os vais?

Le dijimos que no lo sabíamos.

—¿No es vuestro viejo ése que va al volante? ¡Si fuera vosotros no estaría tan seguro!

—Mi padre es Allie Fox —dijo Jerry.

Mr. Torch se rascó los dientes con una larga uña.

—El genio —dije yo.

—Eso es —dijo Mr. Torch.

Llegados al barco, Padre le entregó las llaves y le dijo que podía quedarse con la radio también. Bien pensado, no la quería. Subimos por la pasarela, y eso fue todo.

—¡Al fin libres! —dijo Padre.

Estábamos en la estrecha cubierta que bordeaba nuestro camarote. Las luces de Baltimore cubrían la ciudad con un halo de nubes resplandecientes. La noche no era oscura, simplemente tenía una especie diferente de luz fangosa. Los ruidos del tráfico eran apagados y nerviosos. Una brisa acarició un costado del barco, y dio la impresión de que nada nos conectaba con la ciudad, de que ya nos habíamos hecho a la mar. Nos quedamos con los ojos fijos en la porción de muelle donde Mr. Torch se había marchado al volante de nuestra camioneta.

—Si la policía le coge —dijo Madre—, pensarán que la ha robado. Le meterán en chirona.

—¡A mí qué me importa! —dijo Padre. Estaba satisfecho consigo mismo—. Lo regalé, eso es todo. «¡Llévatelo!», dije. «A mí no me sirve para nada.» ¿Viste la cara que puso? ¡Una camioneta con la transmisión nueva y gratis! Como la «Bañera de Gusanos». ¡La regalé! Como el trabajo de Polski. ¡Despejen la cubierta!

Pero Madre dijo secamente:

—¿Qué has regalado? Una camioneta destartalada que no valía la pena ni llevar al chatarrero. Una heladera hecha en casa que apestaba los cielos. Un trabajo que para empezar no valía la pena.

—Eso quería decir.

—No finjas ser mejor de lo que eres.

Padre siguió mirando fijamente a Baltimore por encima de la estacha.

—¡Adiós, América! —dijo—. Si alguien pregunta, dile que naufragamos. ¡Adiós a tu basura y a tus espantos! ¡Y que lo pases bien!

8

Bien entrada la noche, zarpamos de Baltimore en el
Unicorn
. Las paredes del camarote vibraban como si bailaran en los dientes de una sierra circular. Mi camastro gruñó y se meneó hasta despertarme. Acerqué la cara al ojo de buey y vi un chapoteo en las ondas, como cal vertida a manguera sobre hielo negro. Oí el gemido de una sirena de niebla, el tañido de una boya de campana y una rociada que sonó como gravilla chocando contra un balde de latón. La puerta de acero traqueteó, pero ninguno de los niños se despertó. Por la mañana estábamos en alta mar.

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