La cruzada de las máquinas (97 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Aunque estaba realmente apenado por la suerte de Serena, Iblis lo consideraba un sacrificio necesario. Ella había aceptado el precio y salió a luchar. Sola.

Mientras la gente aplaudía, Iblis decidió aprovechar la ocasión para velar por sus otros intereses. Aquello era parte del acuerdo, ya que los tlulaxa le habían ayudado con el paquete visual de la tortura y ejecución de Serena.

—Debemos avanzar, y luchar. La mayoría ya sabéis que la sacerdotisa Butler deseaba desde hace tiempo estrechar nuestras relaciones con los Planetas No Aliados a fin de fortalecer la Liga y la humanidad libre. Ahora necesitamos esa fuerza, dondequiera que nos la ofrezcan.

»En honor a ella, como primer paso deberíamos buscar una relación más estrecha con los tlulaxa. Aunque hasta ahora habían permanecido fuera de la Liga de Nobles, sus granjas de órganos han servido a nuestra causa. —Respiró hondo y prosiguió—: Con vuestro apoyo, viajaré a Tlulax y les convenceré para que por fin se unan a la Liga.

Como si le diera la réplica, un gran héroe de los primeros tiempos de la Yihad se puso en pie: el primero Xavier Harkonnen.

—Estoy de acuerdo. Unos pulmones de las granjas de órganos de Tlulax me salvaron la vida hace mucho tiempo, y me permitieron seguir luchando contra las máquinas. Sé que Serena hubiera estado de acuerdo; ella visitó personalmente esas granjas e invitó a los tlulaxa a unirse a nosotros. Ahora debemos insistir para que nos den una respuesta.

Iblis sonrió, sorprendido. Ciertamente, Harkonnen era un aliado inesperado.

—Gracias, primero Harkonnen. Ahora, yo…

Pero Xavier no se sentó.

—De hecho, me ofrezco voluntario para llevar al Gran Patriarca a Tlulax. Soy demasiado viejo para dirigir una nueva carga contra las máquinas pensantes, pero puedo colaborar en otras misiones. Hay miles de Planetas No Aliados. Debemos llegar al mayor número de personas posible, y deprisa.

Con el sorprendente apoyo del primero Harkonnen, los representantes que abarrotaban la sala aprobaron la petición de Iblis por un margen mucho más amplio de lo que él esperaba. Después salió de la cámara de ponencias y se paseó entre su público, estrechando manos y dando palmaditas en la espalda a los políticos.

Serena no habría podido pedir más.

108

Para poder curarse, lo primero es contar con la capacidad de recuperación del propio cuerpo, tanto si se trata del cuerpo físico como si se trata de sus diferentes formas políticas y sociales.

D
OCTOR
R
AJID
S
UK
,
Cuadernos de batalla

Consciente de la importancia de aquella comida, Octa se empleó a fondo y preparó un exquisito festín de despedida antes de que Xavier partiera con el Gran Patriarca y su séquito de agentes de la Yipol. Los criados y el cocinero de la casa insistieron en ayudar, pero Octa lo hizo casi todo personalmente: era su forma de demostrar su amor por su marido. Sabía exactamente lo que a Xavier le gustaba, cuáles eran sus platos y postres preferidos.

Pero en realidad a Xavier lo que más le gustaba era poder pasar una velada con ella y sus tres hijas. La más pequeña, Wandra, solo tenía diez años y seguía viviendo en casa, pero las otras dos ya les habían hecho abuelos. La vida de Xavier parecía plena y satisfactoria, tenía todo lo que podía desear.

Pero había perdido a Serena… otra vez. Y esta vez ya no volvería.

Xavier había visto aquellas imágenes totalmente horrorizado; vio cómo el robot verdugo torturaba y mataba a Serena. Aquella espantosa y dolorosa muerte hizo que en la Liga todo el mundo aullara de rabia y clamara venganza.

Ya antes de que partiera de Salusa Secundus, Xavier se temía lo peor, sospechaba que Serena ya lo había decidido. Era consciente de lo que iba a pasar; es más, seguramente ella misma lo habría provocado. Pero a Xavier le costaba creer que la supermente fuera tan estúpida para entregar aquellas imágenes y el cadáver a la Liga, cuando era evidente que solo podía suscitar el deseo de venganza.

Pero claro, las máquinas pensantes nunca habían entendido a los humanos. Obviamente, lo que Omnius quería era mandar un aviso a la Liga de Nobles, pero el martirio de Serena dio un impulso totalmente inesperado a la humanidad libre.

Seguramente Serena pensó que era la única posibilidad que tenía su Yihad. Y el manipulador de Iblis Ginjo la convenció para que se sacrificara a sí misma. Xavier sabía muy bien que ella lo había visto como una forma de ayudar a la gente a la que amaba tan profundamente.

Sus seguidores estaban cansados, y dispuestos a aceptar unos términos inaceptables con tal de poner fin a aquella eterna lucha. Pero la brutalidad que las máquinas pensantes habían empleado contra su amada sacerdotisa los convirtió en una fuerza unida y furiosa, mucho más fuerte y decidida que nunca. Decenas de millones pedían poder convertirse en yihadíes. Al menos Serena no había muerto en vano.

A la cabeza de la mesa, Xavier sonrió con gesto feroz al pensar en su próxima misión. Ya antes de que la capturaran en Giedi Prime, Serena quería atraer a los Planetas No Aliados a la Liga, pero no tuvo mucho éxito.

Ahora él llevaría a Iblis Ginjo a Tlulax para animar a su población a unirse a la mayor alianza de la humanidad. Para Serena aquello era una prioridad; estaba convencida de la importancia de contar con un mayor número de granjas de órganos para ayudar a los guerreros heridos en combate. En su nombre, la lucha continuaría.

Octa, que seguía siendo una mujer esbelta y agraciada a sus cincuenta y cinco años, entró en el comedor con una bandeja de lomo de erizón cazado en los terrenos de su propiedad. Sonrió a su marido. Sabía muy bien que, hacía muchos años, Serena y él hicieron el amor por primera vez durante una cacería. Octa lo hizo como un gesto hacia su marido y su amada hermana, y sirvió la carne con una salsa de grosella. Sus tres hijas parecieron encantadas con la presentación del plato. Xavier apenas pudo contener las lágrimas.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó Wandra con la ingenuidad de una niña.

Octa le acarició el hombro, y se agachó para besar su cabeza canosa. Él le pasó un brazo por la cintura.

—Nada, Wandra. Es que os quiero tanto a todas que me he emocionado. —Miró a Octa con sus ojos marrones brillantes.

—Lo sé —le dijo ella—. Me lo has demostrado de muchas maneras.

Xavier escuchó a sus hijas mayores mientras hablaban de sus hogares y sus familias, del trabajo de sus maridos y sus ambiciones personales. Roella, la mayor, que tenía treinta y siete años, parecía ir tras los pasos de Serena, y ya había sido elegida representante del Parlamento de la Liga en Salusa Secundus, gracias en parte a su ascendencia, Butler y Harkonnen. Omilia seguía ofreciendo conciertos de baliset ante grandes auditorios, y hacía horas extra para aprender los entresijos del negocio de su marido.

Con la diplomacia de un político, Roella dijo:

—Padre, estamos orgullosas de que acompañes al Gran Patriarca en esta misión. Las repercusiones políticas serán muy importantes, y tú serás una poderosa influencia estabilizadora.

Xavier asintió con cierta reserva, porque no quería desvelar la verdadera razón por la que iba a un lugar al que no deseaba ir, y en compañía de un hombre en quien no confiaba.
Serena me pidió que ayudara en su Yihad cuanto pudiera. Y alguien tiene que vigilar a Iblis Ginjo.

Xavier se dio cuenta de que no había prestado demasiada atención a la comida, así que se lanzó sobre su plato con entusiasmo y elogió a su mujer repetidas veces.

—Está absolutamente delicioso. Te has superado, querida.

Octa era justo lo contrario que su hermana, se contentaba con las pequeñas actividades cotidianas, y no tenía la gran aspiración de salvar a la humanidad. Octa no necesitaba aquello para sentirse realizada. A su manera, era tan fuerte como Serena, y trataba de mantenerlos a todos unidos y ser un apoyo para Xavier cuando la galaxia cabeceaba sobre aguas tormentosas.

—Hemos oído decir que se han producido nuevos ataques de las máquinas contra planetas de la Liga —dijo Roella—. Otra colonia ha sido totalmente aniquilada. Es terrible. ¿Cómo se llamaba… Balut?

Con el rostro ensombrecido, Xavier dio un sorbo a su chiantini, aunque apenas reparó en el sabor del vino.

—Sí, era un pequeño asentamiento. Y ha sido eliminado. Todo ha quedado destruido. No quedan más que unos cuantos cuerpos carbonizados en las calles. A la mayoría de humanos se los han llevado, seguramente para obligarlos a trabajar como esclavos. Como pasó en Chusuk hace nueve años. Y en Rhisso.

Roella meneó la cabeza.

—¿Y Omnius no se quedó para establecer una ciudadela en esos mundos? ¿Sencillamente llegaron, lo destruyeron todo y se llevaron a los esclavos?

—Eso parece —dijo su padre—. Y pensar que estábamos a punto de aceptar su oferta de paz.

Omilia se estremeció.

—¡Paz a cualquier precio! —Y lo dijo como si fuera una maldición. Wandra miraba con sus enormes ojos oscuros.

—Las máquinas pensantes —siguió diciendo Xavier— seguirán descubriendo nuestros puntos débiles y atacando. Nosotros debemos hacer lo mismo. Todas las víctimas de las máquinas lo exigen.

Octa apartó su plato, visiblemente preocupada por la conversación. Se suponía que aquello tenía que ser un banquete agradable. Pero Xavier sabía que lo entendía.

—Nadie entiende a Omnius —dijo Octa—. Serena tenía razón: tenemos que destruir a las máquinas pensantes a toda costa. —Tragó con dificultad y miró a Xavier—. Incluso si sigue separando a mi familia.

Xavier bajó la vista hacia su plato. Los ojos le escocían. Despreciaba a Omnius, pero cada vez estaba más convencido de que Iblis Ginjo era el verdadero responsable de la locura del acto final de Serena. Sin la poderosa personalidad del Gran Patriarca, a nadie se le habría ocurrido mandarla a una misión tan disparatada y suicida.

—Nuestra cruzada debe continuar incluso si pone en peligro a nuestra familia y trillones de familias más. Buscamos mucho más que la victoria en la batalla. Nuestro objetivo es asegurar el futuro de la raza humana, para nuestros nietos, y para los nietos de nuestros nietos.

—Entonces espero que tu misión a Tlulax te ayude. —Parecía vacilante, pero él le dio unas palmaditas en la mano. Miró a Octa con ternura, y luego a sus hijas, una a una, con los ojos empañados.

—Haré lo que haga falta —prometió—, por la Yihad y por la memoria de Serena.

109

La mente es algo disparatado.

Grafiti en el exterior de la ciudadela de Corrin

Erasmo estaba en lo alto de una montaña negra, bajo el ascua mortecina del sol gigante, mirando más allá de las colinas, hacia la reluciente ciudad de Corrin. Desde que había vuelto a la grieta donde estuvo atrapado en otro tiempo, había querido seguir explorando el territorio salvaje de aquel planeta.

Los exploradores humanos tenían aquel mismo impulso, el deseo de llegar a donde nadie había llegado antes, de ver cosas que nadie había visto, de poner banderas y señalar nuevos territorios. ¿Cómo iba a ser menos un robot independiente?

Abajo, en una hondonada protegida entre unas rocas salpicadas de nieve en el límite de la línea de árboles, su pupilo Gilbertus Albans dormía en una tienda, exhausto por la agotadora caminata.

Erasmo se dio cuenta de otro aspecto positivo de escapar a la actividad de la ciudad mecánica. Los humanos habían comprendido hacía mucho tiempo los beneficios de la soledad y la contemplación en un entorno agreste y estéticamente agradable. Algunos viejos diarios hasta se referían al proceso como
recargar las pilas mentalmente
. Tenía la sospecha de que los humanos se parecían a las máquinas más de lo que estaban dispuestos a reconocer.

A lo lejos, gracias a la alta resolución de sus fibras ópticas, el robot vio un destello en lo alto de la ciudadela central de la ciudad.

Momentos después, un enjambre de minúsculos ojos espía plateados apareció a su alrededor, a diferentes alturas, observándolo desde diferentes ángulos.

—¿Estabas tratando de huir de mí? —preguntó Omnius a través de los ojos espía, para que el sonido llegara de todas partes—. Es algo irracional.

Erasmo contestó imperturbable.

—No importa lo lejos que vaya, sé que siempre estáis controlando mis movimientos. Simplemente, estoy en un ejercicio de entrenamiento para Gilbertus Albans. Es necesario para que pueda meditar sin interrupciones ni distracciones.

Los ojos espía se acercaron.

—Creo que el esfuerzo de guerra de los humanos habrá quedado bastante mermado ahora que Serena Butler ya no puede alentarlos. Es hora de que me des la razón.

—Me temo que el incidente tendrá repercusiones que no habéis previsto. Simplificáis demasiado a los humanos, Omnius, y habéis caído de lleno en la trampa. Nos arrepentiremos de haberla convertido en mártir. Los humanos sacarán sus propias conclusiones sobre lo que pasó aquí, con o sin datos objetivos.

—Ridículo. Ella está muerta. Eso hundirá la moral de esos soldados.

—No, Omnius. Es evidente que su muerte solo servirá para empeorar las cosas.

—¿Acaso te consideras más inteligente y perspicaz que yo?

—No confundáis la acumulación de datos con la inteligencia, Omnius. No es lo mismo. —Detrás de ellos, el joven Gilbertus salió de la tienda al oír que hablaban, con aspecto de sentirse renovado y deseando retomar sus estudios.

Los ojos espía vibraron, Omnius hizo una pausa y añadió:

—No deseo que nuestra conversación se llene de acritud. He determinado que esta es nuestra conversación número trescientas mil. Una ocasión importante, según el sistema de valores de los humanos, aunque no entiendo por qué un número tiene que ser más importante que otro.

El rostro de metal líquido de Erasmo, cubierto de una capa de escarcha por el viento helado de la montaña, formó una expresión ceñuda. Rápidamente, comprobó sus propios datos y descubrió que Omnius se equivocaba.

—Según mis archivos el número es algo mayor. Hay un error en vuestros bancos de datos.

—Eso no es posible. Los dos hacemos las cuentas de la misma forma. Recuerda que, originalmente, eras una extensión de mi mente.

—Aun así, estáis equivocado, no habéis calculado correctamente mis conversaciones con el Omnius-Tierra, porque recibisteis una actualización incompleta y defectuosa.

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