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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3 (2 page)

BOOK: La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3
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Elena flexionó los dedos de los pies cuando se sintió arrastrada hacia él. El placer invadió su estómago.

—Aquí no —murmuró con voz ronca—. No quiero escandalizar a Montgomery.

Rafael borró sus palabras con un beso rotundo que le hizo olvidar al mayordomo. Su cuerpo empezó a acalorarse con la ardiente sensualidad de la anticipación.

Rafael

Estás temblando, Elena. Estás agotada
.

Nunca estoy demasiado agotada para tus caricias
.

Se había vuelto adicta a él, y aquello la aterraba. Lo único que lo hacía soportable era que el arcángel también sentía un deseo brutal, casi violento, por ella.

Notó una ráfaga de tormenta en sus sentidos antes de que Rafael se apartara con una febril promesa sexual.

Más tarde
. Una caricia lenta e íntima a lo largo de la curva superior del ala.
Me tomaré mi tiempo contigo
. Tenía los labios entreabiertos, y sus palabras resultaron incendiarias.

—A Montgomery le encantará tenerte como señora.

Ella se lamió los labios, intentó empezar a respirar… y percibió el rápido martilleo de su corazón contra las costillas. Sí, aquel arcángel sabía besar.

—¿Por qué? —consiguió preguntar al final. Dio un paso para situarse a su lado mientras él avanzaba hacia la puerta.

—Tienes cierta tendencia a ensuciarte y a destrozar tus ropas con cierta regularidad. —El humor de Rafael era seco y su voz, una caricia exquisita en la noche—. Por esa misma razón le encanta tener a Illium aquí de vez en cuando. Ambos le dais mucho trabajo que hacer.

Elena compuso una mueca de burla, pero las comisuras de sus labios se alzaron.

—¿Illium se reunirá con nosotros?

El ángel de alas azules formaba parte de los Siete de Rafael, el grupo de ángeles y vampiros que habían jurado lealtad al arcángel de Nueva York… hasta el punto de estar dispuestos a dar la vida por él. Illium era el único de los Siete que no consideraba su corazón humano como una debilidad, sino como un don. Y Elena veía en él la clase de inocencia que los demás inmortales parecían haber perdido.

La puerta se abrió en aquel momento para dejar al descubierto el rostro sonriente del mayordomo de Rafael.

—Sire —dijo el hombre con un marcado acento británico que, como Elena sabía muy bien, podía volverse frío e intimidatorio cuando así lo deseaba—. Es una alegría tenerlo en casa.

—Montgomery. —Rafael colocó una mano sobre el hombro del vampiro mientras pasaba.

Elena sonrió al mayordomo, encantada de volver a verlo.

—Hola.

—Señora.

Ella no pudo evitar parpadear unas cuantas veces al oír su respuesta.

—Llámame Elena —señaló con firmeza—. No soy señora de nadie salvo de mí misma. —Pese a que había decidido trabajar al servicio de un arcángel, Montgomery era un vampiro fuerte, con cientos de años.

La columna del mayordomo se puso rígida como una tabla y sus ojos se clavaron en Rafael, quien esbozó una sonrisa.

—No deberías escandalizar de ese modo a Montgomery, Elena. —Estiró el brazo para tomar su mano y se la estrechó con fuerza—. ¿Le permitirías quizá que se dirigiera a ti como «cazadora del Gremio»?

Elena alzó la vista, convencida de que el arcángel bromeaba. No obstante, su expresión era sincera y sus labios mantenían su acostumbrada elegancia sensual.

—Bueno… sí, por supuesto. —Asintió en dirección a Montgomery, aunque no pudo evitar preguntar—: ¿Te parece bien?

—Por supuesto, cazadora del Gremio. —Realizó una pequeña reverencia—. No estaba seguro de si desearían cenar, sire, pero he enviado una pequeña bandeja a sus aposentos.

—No necesitaremos nada más esta noche, Montgomery.

Mientras el mayordomo se retiraba sin hacer el menor ruido, Elena contempló con creciente recelo el jarrón chino situado en un rincón del vestíbulo, justo enfrente de la vidriera que había junto a la puerta. Estaba decorado con un diseño de girasoles que le resultaba muy familiar. Soltó la mano de Rafael y se acercó más… y más. Abrió los ojos de par en par.

—¡Esto es mío!

Se lo había regalado un ángel en China, después de completar un trabajo de caza particularmente peligroso, un trabajo que la había llevado hasta las entrañas del inframundo de Shangai.

Rafael colocó los dedos sobre la parte baja de su espalda… Un hierro al rojo vivo.

—Todas tus cosas están aquí. —Esperó a que ella levantara la mirada antes de añadir—: Se trasladaron a esta casa para protegerlas hasta tu regreso. No obstante —agregó al ver que ella permanecía en silencio, con un nudo de emoción en la garganta—, parece que Montgomery no pudo contenerse en lo que a ese jarrón se refiere. Me temo que siente una perturbadora debilidad por las cosas hermosas, y suele resituar los objetos si a su parecer no se encuentran en un lugar apropiado para una adecuada apreciación. En cierta ocasión «resituó» aquí una antigua escultura que se encontraba en el hogar de otro arcángel.

Elena clavó la vista en el pasillo por el que el mayordomo había desaparecido en refinado silencio.

—No te creo. Es demasiado decente y remilgado para hacer algo así. —Era más fácil decir eso, tomárselo con humor, que aceptar la tensión que embargaba su pecho, los sentimientos atascados en su garganta.

—Te sorprenderías… —Le acarició la espalda de nuevo y la instó a avanzar por el pasillo hacia un tramo de escaleras—. Vamos, podrás ver tus cosas por la mañana.

Elena frenó en seco en la parte superior de las escaleras.

—No.

Rafael evaluó su expresión con aquellos ojos que ningún mortal podría poseer jamás, un silencioso recordatorio de que nunca había sido humano, de que jamás sería nada parecido a un mortal.

—Cuánta determinación… —La condujo hasta una estancia que había cerca de la habitación del señor de la casa y abrió la puerta.

Todas las cosas de su apartamento estaban cuidadosamente apiladas. Los muebles estaban enfundados; los adornos, guardados en cajas.

Se quedó paralizada junto al marco de la puerta, sin saber muy bien cómo se sentía: el alivio, la furia y la alegría batallaban en su interior. Siempre había sabido que no podría regresar al apartamento que se había convertido en su guarida, y en otras muchas cosas, después del abandono de su padre. El apartamento no había sido diseñado para seres con alas… pero la pérdida le había dolido. Muchísimo.

No obstante…

—¿Por qué?

Las manos de Rafael se cerraron alrededor de su cuello en un gesto cargado de posesividad.

—Eres mía, Elena. Si decides dormir en otra cama, yo me limitaré a recogerte y a traerte de vuelta a casa.

Palabras arrogantes. Pero era un arcángel. Un arcángel al que ella había reclamado como suyo.

—Siempre que reconozcas que eso es válido para los dos…

Queda reconocido, cazadora del Gremio
. Le dio un beso en la curva del hombro mientras tensaba los dedos con mucha suavidad sobre su nuca.
Ven a la cama
.

La excitación la sacudió con fuerza. Su cuerpo conocía a la perfección el placer que podían proporcionarle aquellas manos fuertes y letales.

—¿Para que podamos charlar sobre dagas y vainas?

Una risotada masculina y sensual, otro beso, una caricia con los dientes. Sin embargo, Rafael la soltó y la observó en silencio mientras se adentraba en la habitación. Elena alzó una funda para deslizar los dedos sobre el delicado edredón bordado de su antigua cama. Luego avanzó para revisar el tocador, donde había una caja llena de preciosas botellitas de cristal y cepillos colocados con mucha delicadeza. Se sentía como una niña; necesitaba asegurarse de que todo estaba allí, y aquella necesidad era tan visceral que casi le hacía daño.

Mientras se rendía a aquel anhelo emocional, su mente le mostró imágenes enterradas de otro regreso a casa, del trauma y la humillación que le habían abrasado la garganta cuando descubrió sus cosas tiradas en la calle, como si fueran basura. Nada borraría jamás aquel dolor, el dolor de saber lo poco que significaba para su padre, pero aquella noche Rafael había aplastado el recuerdo bajo el peso de una acción mucho más poderosa.

No se hacía ilusiones con respecto al arcángel. Sabía que lo había hecho por la razón que le había explicado: para que no sintiera la tentación de utilizar su apartamento como un refugio. Sin embargo, si aquella hubiese sido su única motivación, podría haber tirado sus cosas al contenedor de basuras. En lugar de eso, todos y cada uno de sus objetos habían sido empaquetados con esmero y trasladados hasta allí. Algunos de ellos habían quedado a la intemperie cuando la ventana se hizo añicos aquella noche, pero aun así estaban en perfecto estado, lo que denotaba una meticulosa restauración.

Con el corazón en un puño al saberse tan apreciada, dijo:

—Ahora podemos irnos. —Regresaría después y decidiría qué hacer con todo aquello—. Rafael… Gracias.

Él le rozó el ala con la suya en una caricia silenciosa mientras entraban en los aposentos del dueño de la mansión. Nadie más veía aquella parte de Rafael, pensó Elena mientras observaba al arcángel, que se acercó a la cama y empezó a desnudarse sin encender las luces. La camisa se apartó de su cuerpo para dejar al descubierto aquel pecho magnífico que ella había besado más de una vez. De pronto, el peso abrumador de las emociones se desvaneció y fue sustituido por una avalancha de necesidad.

Rafael levantó la vista en aquel momento. Sus ojos tenían un brillo terrenal, un brillo que evidenciaba que había percibido la excitación de ella. Elena decidió dejar la charla para después, y ya había empezado a quitarse también la camiseta cuando, de repente, algo la sobresaltó. La lluvia… no, no era lluvia lo que golpeaba la ventana como una ráfaga de balas, sino granizo. Podría haberlo pasado por alto, pero los pequeños proyectiles de hielo repiqueteaban sin cesar contra el cristal.

—Debe de ser una tormenta. —Bajó las manos a los costados y se acercó a una de las ventanas después de comprobar que las puertas correderas de la terraza estaban cerradas. Frente a ella, los relámpagos rasgaban el cielo en encarnizadas descargas y los vientos salvajes azotaban el edificio con una furia implacable. El granizo se convirtió en una lluvia torrencial en un abrir y cerrar de ojos—. Nunca había visto desatarse una tormenta tan rápido, con tanta violencia.

Rafael se situó junto a ella, y en su torso desnudo se dibujó el diseño que las gotas de lluvia trazaban en la ventana. Al ver que él no decía nada, Elena alzó la vista y descubrió que los ojos del arcángel se habían llenado de sombras turbulentas, como un inesperado reflejo de la tormenta—. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que yo no veo? —Porque la expresión de sus ojos…

—¿Qué sabes sobre los últimos desastres climáticos ocurridos en el mundo?

Elena siguió con la mirada el descenso de una gota de agua por el cristal.

—Vi un parte meteorológico cuando estábamos en la Torre. El reportero dijo que un tsunami acababa de azotar la costa este de Nueva Zelanda, y que las inundaciones en China eran cada vez peores. —Al parecer, Sri Lanka y las Maldivas ya habían sido evacuados, pero se estaban quedando sin lugares para reubicar a la gente.

—Elijah me ha dicho que se han producido varios terremotos en su territorio —Rafael se refería al arcángel de Sudamérica—, y teme que al menos uno de los volcanes principales esté a punto de entrar en erupción. Y eso no es todo. Michaela me ha contado que la mayor parte de Europa tiembla bajo el azote de una tormenta de hielo impropia de esta estación, una tormenta tan bestial que amenaza con matar a miles de personas.

Los músculos de los hombros de Elena se tensaron ante la mención de la más hermosa (y la más venenosa) de los arcángeles.

—Al menos Oriente Medio —dijo mientras se obligaba a relajarse— parece haber escapado a lo peor de la catástrofe, por lo que vi en las noticias.

—Sí. Favashi está ayudando a Neha con los desastres ocurridos en su región.

Elena sabía que la arcángel de Persia y la de la India habían trabajado juntas en ocasiones anteriores. Y de momento, aunque Neha odiaba a casi todos los componentes del Grupo, parecía capaz de tolerar a Favashi; quizá porque la otra arcángel era mucho más joven.

—Todo esto significa algo, ¿no es así? —preguntó. Se dio la vuelta y colocó la mano sobre el pecho ardiente de Rafael mientras las sombras de las gotas de lluvia recorrían su piel—. Me refiero a todas estas alteraciones climáticas extremas.

—Hay una leyenda —murmuró Rafael, que extendió las alas para acomodarla contra su cuerpo, como si quisiera protegerla—. Dice que las montañas se estremecerán y los ríos se desbordarán mientras el hielo cubre el mundo y la lluvia inunda los campos. —Bajó la vista para mirarla con aquellos ojos de un azul metálico imposible—. Y todo esto pasará… cuando un anciano despierte.

A Elena se le erizó todo el vello del cuerpo al oír el tono gélido de su voz.

2

E
lena se sacudió el frío que había impregnado sus huesos.

—¿Te refieres a los durmientes?

Rafael le había hablado sobre aquellos de su raza tan antiguos que habían llegado a hartarse de la inmortalidad. Los llamados ancianos se tendían y cerraban los ojos para caer en un sueño muy profundo del que solo despertaban cuando algo los impelía a regresar al estado de consciencia.

—Sí. —Una única palabra que contenía un millar de cosas no pronunciadas.

Se inclinó más hacia él y le rodeó la cintura con un brazo. El dorso de sus manos rozaba las sedosas plumas masculinas, un gesto de increíble intimidad entre un arcángel y un cazador.

—No es posible que siempre se produzcan estas alteraciones. Debe de haber unos cuantos que duermen, ¿no?

—Sí. —Su voz adquirió el típico matiz distante que servía como máscara para un inmortal que había vivido un milenio y varios siglos más—. Esto que presenciamos podría ser el renacimiento de un arcángel.

Elena contuvo el aliento mientras una idea tomaba forma en algún lugar recóndito de su mente.

—¿Cuántos arcángeles duermen?

—Nadie lo sabe con seguridad, pero ha habido varias desapariciones a lo largo de nuestra historia. Antonicus, Qin, Zanaya. Y también…

—… Caliane —concluyó ella en su lugar. Cambió de posición para poder verle la cara sin tener que romperse el cuello. A su arcángel se le daba muy bien ocultar sus emociones, pero Elena estaba aprendiendo a interpretar los minúsculos cambios en aquellos ojos que habían visto más amaneceres de los que ella podía imaginar, que habían presenciado el nacimiento y la caída de varias civilizaciones.

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