Read La décima sinfonía Online

Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

La décima sinfonía (5 page)

BOOK: La décima sinfonía
11.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Tócate las narices! —dijo el vendedor, que evidentemente había imaginado una cantidad netamente inferior a esa.

—Y le estoy hablando de una partitura que ni siquiera estaba manuscrita por Beethoven. Estaba llena de acotaciones suyas, pero era una copia de un copista.

—¿Y quién puede soltar semejante dineral por un trozo de papel? ¿Algún museo o algo?

—Un coleccionista privado, que además ni siquiera estaba en la sala. Pujó por teléfono. Son los más
grillaos
.

—Pues ya tiene resuelta la vida, amigo. Encuentre una partitura de esas y se terminaron las tonterías. Y cuando dé con ella, acuérdese de su amigo Antonio. Bueno, que no me he presentado: Antonio Peñalver, para servirle.

Daniel le estrechó la mano de mala manera, porque la tenía aún pringosa de ketchup. En realidad solo llegó a entregarle el meñique. Además el saludo le pilló con medio perrito en la boca.

—Yu mu llumu, grumpf, grumpf.

—Coma tranquilo, por Dios. Solo faltaría.

Pasó casi un minuto antes de que Daniel pudiera deglutir el bolo de pan y salchicha que se le había formado en la boca. El concierto le había puesto ansioso.

—Le decía que yo me llamo Daniel Paniagua.

El vendedor estaba como ido, totalmente enfrascado en cálculos monetarios.

—Con tres millones de euros ¡vamos!, le doy una patada al carro este que lo mando al cerro de Garabitas.

—Pues eso se paga por una partitura ya conocida. Ahora imagínese usted que la partitura que se descubre es completamente nueva. Como cuando aparece un cuadro nuevo de Picasso.

—Ya le veo venir.

—Imagínese, por ejemplo, que se descubre otra sinfonía de Beethoven. La Décima. En un manuscrito de puño y letra de Beethoven. Música genial, que nadie ha escuchado jamás, porque nunca se ha llegado a interpretar.

—Ahí nos podemos ir fácil, por lo que usted me cuenta, a los seis millones de euros.

—O a los treinta, ¿quién puede saberlo? ¿No leyó usted hace poco en la prensa que por un cuadro de Klimt se pagaron 135 millones de dólares? Y Klimt es un gran pintor, pero no es Goya ni Velázquez.

—No sé quién es Klimt. A menos que se refiera usted a Klimt Eastwood.

—A lo que voy es a que la Novena Sinfonía de Beethoven está considerada como uno de los grandes logros artísticos de la humanidad, comparable al
Hamlet
de Shakespeare o al
Quijote
de Cervantes. Y como Beethoven se iba superando de sinfonía en sinfonía, la Décima podría encerrar tesoros musicales aún mayores que su hermana pequeña.

—¿Y hay alguna pista de dónde puede estar? Se lo digo porque mi cuñado es taxista y si hay que llevarle a donde sea, él le lleva.

—Por no saber, no se sabe ni siquiera si existe.

El del puesto se había quedado pensativo. Casi se diría que preocupado. Era evidente que tenía una pregunta en la recámara pero que no se animaba a disparar. Tal vez porque la pregunta le parecía demasiado estúpida, o quizá por miedo a que se notara demasiado lo poco que sabía del tema.

—¿Y si se descubre la sinfonía esa y resulta que es…

—¿Que es falsa?

—No, falsa no. Que es una mierda.

—Pero ¿por qué dice eso?

—Dicen que Beethoven era sordo, ¿cómo podía saber si lo que escribía sonaba bien o sonaba mal?

—Es que Beethoven no era sordo: se quedó sordo, que es muy distinto. Y además no se quedó sordo de golpe, fue un proceso muy gradual.

—Bueno, pero al final estaba como una tapia, ¿no? Y comprenda usted que para una persona que no sabe de esto, un músico sordo es como un pintor ciego, da hasta risa.

—Pues más risa le va a dar cuando le diga que algunos afirman que componía mejor por ser sordo.

—Vamos, no me tome usted el pelo. ¿Quiere otro perrito?

—De verdad que no. Tengo un concierto dentro de un rato, precisamente relacionado con este tema, y seguro que luego hay un refrigerio cojonudo. Prefiero reservarme.

—Yo un músico sordo no lo entiendo. Es que hasta no lo veo ético.

—¿Y si la profunda originalidad de Beethoven en sus últimos años se debía precisamente al hecho de que no podía oír nada? Cuando escuchas música de otros compositores, aunque sea a un nivel subconsciente, esa música te influye y condiciona tu manera de componer. Aunque no plagies. Pero si no puedes oírla, las ideas forzosamente han de salir de tu magín y solamente de tu magín.

—Pues a ver si hay suerte, hombre, y encuentra la sinfonía esa.

Se estaba aproximando un grupo de escolares y el del puesto dio por terminada la conversación, al ver que había negocio a la vista.

Daniel le estrechó la mano otra vez para despedirse y dejó el campo libre a la clientela que se acercaba.

Antes de ponerse en marcha hacia el concierto, se cercioró de que llevaba encima la invitación que le había facilitado Durán y se quedó mirándola. Recordó escándalos musicales famosos, como el estreno en París de
La consagración de la primavera
de Stravinsky, en la que hubo hasta puñetazos entre los partidarios y detractores de la pieza. O la
première
de
La Traviata
de Verdi en Venecia, en la que la soprano estaba tan sana y rolliza que el público estalló en una carcajada cuando el médico canta: «La tisis está tan avanzada que solo le doy unas horas de vida».

Pero aquellas eran obras concretas. «Esta es la primera vez que se puede armar una buena por una sinfonía que ni siquiera existe».

6

A poca distancia de allí, el teléfono de la lujosa suite del hotel Palace en la que estaba hospedada Sophie Luciani, la hija de Ronald Thomas, llevaba sonando desde hacía un minuto sin que nadie se dignara cogerlo. Por fin se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció una atractiva mujer, de unos treinta años de edad, con el pelo mojado y envuelta en una gran toalla con las iniciales del hotel, que descolgó el teléfono, embadurnando el auricular de espuma.

—¿Sí?

—¿Dónde estabas? —dijo la princesa Bonaparte—. Llevo diez minutos llamándote.

—En la bañera. No oía el teléfono porque ya sabes que me meto con el Ipod.

—¿Pero eso no es peligroso, querida? Al fin y al cabo es un aparato eléctrico. Si un día se cae al agua vas a darnos un disgusto, Sophie.

—En todo caso el disgusto me lo llevaría yo, ¿no crees? Pero no temáis ni Louis-Pierre ni tú, porque este aparato funciona con una batería ridícula. Si el Ipod se me cayera el único que saldría pasado por agua es Lucio Dalla, porque tengo casi todos sus discos metidos en él. ¿Ocurre algo?

—Louis-Pierre no se encuentra muy bien. ¿Te importa que no te acompañemos al concierto?

—En absoluto. Puedo llamar a Olivier y decirle que voy con él. ¿Qué le pasa a tu maridito?

—Él dice que es algo que comió anoche. Yo creo que lo que se le indigestó fue un señor que, al parecer, se puso a hacerle preguntas impertinentes después de la conferencia.

—¿Quieres que me quede yo también?

—No, Sophie, qué tontería. Es el concierto de tu padre, le puede dar algo si no apareces. Ve tranquila, disfruta de Beethoven y mañana hablamos.

La mujer colgó el teléfono del hotel y al incorporarse para ir a coger su bolso, que había dejado sobre una mesita baja junto a la chimenea, pisó la toalla con la que estaba envuelta y esta cayó al suelo, dejándola completamente desnuda. Alarmada, echó un rápido vistazo a la ventana de la habitación, para comprobar si la observaban, pero al darse cuenta de que estaban los visillos corridos, se relajó y decidió no recoger la toalla del suelo. Hurgó en su bolso y de él sacó dos objetos: un teléfono móvil de última generación y una pequeña y extraña rueda de madera, compuesta por dos circunferencias concéntricas llenas de letras y números. Después de trastear durante unos segundos con las ruedas, que giraban una alrededor de la otra en las dos direcciones, envió un
SMS
a uno de los nombres almacenados en la memoria del teléfono:

¿Recuerdas la clave? XZF D YZGCNZYSZ

7

A Jesús Marañón no le gustaba que sus amigos dijeran que su fantástica mansión era una vivienda de lujo, porque «lujo» es demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo, y su palacete no daba en ningún momento la sensación de estar sobrecargado de elementos superfluos, como los de los nuevos ricos. A menos claro está, que se pueda considerar superfluo tener en el jardín un par de esculturas de Brancusi. «Lujo» es también abundancia de cosas no necesarias y, desde este otro punto de vista, la residencia de Jesús Marañón, situada en la exclusiva colonia de chalets La Cruz del Monte, tampoco podía calificarse de «lujosa mansión», porque Marañón necesitaba todos y cada uno de los detalles de los que se rodeaba a diario para sentirse en paz consigo mismo. Las cámaras de videovigilancia inalámbricas y diseñadas por Issey Miyake, por ejemplo, que estaban situadas a lo largo de todo el perímetro de la parcela de 10.000 metros cuadrados, no solo eran el último grito en tecnología japonesa de seguridad, sino que habían sido encastradas, con fines exclusivamente estéticos, en unas carcasas esféricas de color azabache que habrían puesto los dientes largos hasta a los mismísimos Bang & Olufsen. La mansión, llamada La Iphigénie (por
Ifigenia en Táuride
, de Gluck, la ópera favorita de la esposa de Marañón) era en realidad más conocida por su sobrenombre, El Pradín: la cantidad de pinturas valiosas que había en el interior, incluyendo dos Zurbaranes y un Velázquez, era de tal calibre que bien podía decirse que aquel palacete era un Museo del Prado en miniatura.

Cuando Daniel llegó al Pradín, ni siquiera tuvo que mostrar la invitación, porque el propio Marañón, que estaba en el jardín, muy cerca de la puerta de entrada, recibiendo a los invitados, le invitó a pasar con un gesto de la mano. Durante unos instantes, a Daniel le pareció que el vigilante de seguridad se había quedado mortificado por no haber podido cachearle antes de franquearle la entrada.

—Tú eres uno de los chicos de Durán, ¿no? —dijo Marañón tendiéndole la mano, mientras sostenía en la otra una copa de champán Clos du Mesnil del 95.

Era un tipo corpulento, de unos sesenta años de edad, excepcionalmente ancho de hombros, con una nariz compacta y prominente que a Daniel le recordó el garfio de un tomahawk. Lucía un bronceado impecable y a pesar de que había bastante luz ambiental, sus ojos despedían a veces un resplandor entre verdoso y dorado, como de felino nocturno.

—Trabajo en su Departamento —dijo Daniel matizando el aserto de su anfitrión.

—¿Y te llamas?

—Paniagua. Daniel Paniagua.

—Bienvenido a mi humilde mansión, Daniel. Te he reconocido precisamente porque no sabía quién eras, aunque me imaginaba que Durán se las arreglaría para mandar a un espía —es broma, no te ofendas— y me he dicho: el que no me suene, ese es. Que sepas que los amigos de Jacobo son mis amigos. Supongo que él te habrá contado el rollo de siempre, de que yo le he vetado y patatín, patatán. No le creas una palabra, siempre le ha gustado hacerse la víctima, ya sabes cómo son los politicastros. Si hoy no ha venido al concierto ha sido porque no le ha dado la gana. ¿Un poco de champán?

—Sí, muchas gracias.

Con la facilidad de un ilusionista, y mediante un gesto casi imperceptible de la cabeza, Marañón hizo surgir de la nada, como si fuera una paloma, a un camarero con una bandeja atestada de copas.

—Las dos de la izquierda son del que estoy tomando yo, pero aunque es el más caro del mundo, y desde luego exquisito, no te lo recomiendo para empezar. Prueba este otro, Bollinger del 97; te va a resultar curioso, se saca de la uva Pinot Noir, y tampoco es que lo regalen, ¿eh?

Daniel aceptó la copa que su anfitrión había seleccionado de la bandeja y propuso un brindis musical:

—¡Por Beethoven!

Marañón entonces hizo algo que divirtió a Daniel, por más que lo dejara totalmente desconcertado: recitar unos extraños versos que decían:

Salud, fuerza y unión son mis deseos
al apurar este vino en mi garganta.

Para luego entrechocar tres veces seguidas su copa, antes de beber el primer sorbo.

A continuación le tuvo diez minutos de reloj tratando de explicarle cómo había sido en realidad el incidente con su hija y Van Asperen, al que él llamaba, para exhibir su familiaridad con el artista, Bob.

Daniel se pasó medio relato lanzando miradas fugaces —no quería dar la impresión de que no le interesaba el relato de su anfitrión— a una mujer morena, de melena espectacular, que llevaba puestos unos pendientes de aro con los que se hubiera podido bailar el
hula hop
. Llevaba un vestido negro de noche, muy escotado, de tirantes finos y corte asimétrico en el bajo, que dejaba al descubierto una de las rodillas. A Daniel se le ocurrió que tenía aspecto de ser italiana y llamarse, por ejemplo, Silvana. Ella no llegó a mirar en su dirección ni una sola vez.

—… así que cuando vino Bob, y sabiendo que a Claudia, mi hija, le encanta el repertorio barroco, fue Jacobo el que me dijo que le iba a pedir que al final, en la propina, la sacara a cantar un par de arias. A Durán siempre le ha gustado impresionarme, y este ofrecimiento era su forma de decirme que, aunque no tenga un duro, los artistas del mundo entero comen en su mano. Y lo cierto es que las arias ya estaban pactadas: Claudia iba a cantar, acompañada al clave por Bob,
Schafe können sicher weiden
, de la Cantata 208.

—Ah, sí, la Cantata de la caza —dijo Daniel.

—En efecto. La otra era
Komm, komm, mein Herze steht dir offen
, que creo que es de la Cantata 159.

—De la 74 —corrigió Paniagua, que no pudo dejar de admirarse por el impecable acento alemán con que pronunciaba su interlocutor.

—El caso es que a última hora, Bob empezó a quejarse de que él y Claudia no habían podido ensayar y que prefería dejarlo para otra ocasión y Jacobo se enfadó muchísimo. Pero no con Bob, que al fin y al cabo era el que había pegado la
espantá
, sino conmigo, que no tenía culpa de nada. Me acusó de haber saboteado los ensayos de Claudia, cuando yo lo único que le dije es que, de los dos días de ensayo, uno había que modificarlo, porque se casaba mi sobrina Patricia en Barcelona y mi hija no podía faltar. Durán se debió de sentir muy impotente o muy inútil, al no poder conseguir algo tan simple como hacer coincidir nuestros calendarios, y para no quedar en ridículo consigo mismo, empezó a montarse en su cabeza la película de que era yo quien le había impuesto que mi hija cantara. Bueno ¿y tú qué? —dijo Marañón para dar por terminado ya el relato.

BOOK: La décima sinfonía
11.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Knight of Runes by Ruth A. Casie
The Fallen One by Kathryn le Veque
Counting Backwards by Laura Lascarso
Wolf with Benefits by Shelly Laurenston
Classified Woman by Sibel Edmonds
Cracked by James Davies