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Authors: John Norman

La esclava de Gor (24 page)

BOOK: La esclava de Gor
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—Qué hermoso es —suspiró Bina. Thandar de Ti y Lady Sabina nunca se habían conocido. Su matrimonio había sido acordado como un asunto de estado.

Thandar de Ti miraba en nuestra dirección. Nosotras nos arrodillamos, dos hermosas esclavas, dos pobres esclavas de orejas perforadas, dos esclavas de Paga. Para unas esclavas como nosotras era un gran honor que un hombre como Thandar de Ti se dignara siquiera a dirigirnos la mirada.

Thandar de Ti apartó la vista.

Yo sonreí para mis adentros ante la ironía de la situación.

Al mirar a una de nosotras, a una insignificante esclava, había estado mirando a la que fue una vez Lady Sabina.

Bina tenía los ojos llenos de lágrimas.

Thandar de Ti era muy apuesto.

—Te queda muy poco Paga —dije—. Mi jarra está llena, yo les serviré.

—Tiene que servirles más de una esclava —dijo Bina—. Por favor, Teela.

Me levanté, y Bina hizo lo propio.

Busebius venía corriendo hacia nosotras. Nos hizo un gesto, y también a otras cuatro chicas. Nos envió a servirles. Todas estábamos muy excitadas.

—Vosotras seis les serviréis —dijo señalando a los hombres del estrado. Dos de las chicas soltaron una exclamación de placer por haber sido elegidas—. Id rápidamente al tocador, y vestíos como para el juego de la caza.

Me quedé atónita. Los invitados debían ser realmente importantes. Corrimos al tocador. Busebius fue a dar órdenes a los hombres de la cocina.

Debíamos servir rápidamente los vinos de entrante, junto con la carne y los quesos.

En el tocador nos arrancamos las túnicas. Volvimos a perfumarnos y retocamos nuestro maquillaje. Debíamos aparecer bellas, perfumadas y sensuales.

Busebius asomó la cabeza al tocador.

—Pendientes —dijo—. ¡Joyas! —Luego volvió a desaparecer.

—No quiero llevar pendientes —gimió una chica.

—Póntelos esclava —exclamé yo. No quería que me azotaran por culpa de una de nosotras.

Me puse aros dorados en las orejas y collares en la garganta. Me puse mi brazalete.

Bina estaba junto a mí, poniéndose los pendientes sin protestar.

—¿No vas a protestar tú también por tener que llevar pendientes? —le pregunté.

—No —dijo—. Soy una chica de orejas perforadas. —Advertí que los pendientes le sentaban muy bien.

Me acerqué a una cesta a coger la red de caza. Está hecha con cuerdas muy resistentes, con una trama de unos dos horts, alrededor de cinco centímetros.

Envolvimos hábilmente la red a nuestro alrededor, desde el cuello hasta la marca, encima del muslo. Íbamos ataviadas como “presas de cazador”.

Nos miramos en el espejo, algunas conteniendo el aliento. Rara vez ofrecíamos un aspecto tan excitante.

—¡Deprisa! —dijo Busebius apareciendo de nuevo en la puerta del tocador. Los vinos, las carnes y los quesos estaban listos.

—Teela, espera —dijo Bina.

Las otras chicas salieron de la habitación.

—Tenemos que darnos prisa —dije.

—Sé lo que te propones, Teela —dijo Bina—, y no me parece bien.

—No entiendo.

—Tú te propones algo, Teela, te conozco. No eres goreana y no puedes entender estas cosas. —Yo la miré furiosa—. Aparte de gustarle más que yo, aparte de animarle a comprarte, lo que tú te propones es decirle quién era yo.

La miré atónita. ¿Cómo podía saber mis planes?

—Crees —siguió hablando— que entonces me liberará, y te liberará a ti también por haberle dicho la verdad.

No dije nada.

Ella volvió a un lado la cabeza.

—Mis orejas están perforadas, Teela —dijo—. Si le revelas mi estado no harás más que deshonrarle.

—¿No quieres que te quiten el collar? —pregunté tocando la anilla de acero que tenía en mi cuello—. ¿Es que quieres llevar esto? —grité—. ¿Quieres ser una esclava completamente a merced de los hombres?

—No quiero deshonrar a Thandar de Ti —dijo—. Le serviré sin que sepa quién era, le serviré tan sólo como lo que soy, una insignificante esclava de Paga.

—Tal vez tú quieras servirle como una estúpida sin que sepa quién eres —le dije—, pero yo no pienso permitirlo.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —gritó una de las otras chicas.

—Entonces tienes la intención de informar a Thandar de Ti de mi anterior identidad.

—Sí. Me jugaría cualquier cosa por una esclavitud más llevadera. Y ahora apártate de mi camino.

Ella me miró enfadada, sin moverse del sitio.

—Soy más fuerte que tú —le dije—. Quítate de mi camino.

Seguramente recordó cuán fácilmente le había arrebatado el caramelo esa tarde. No era contrincante para mí.

De pronto grité cuando ella se me echó encima arañándome. Apenas me pude defender. Me cogió del pelo y me tiró contra las mesas del tocador ante el gran espejo. Resbalé sobre la mesa, rompiendo cepillos y frascos de perfume. Ella estaba a mi espalda, rompiendo la red y enredándomela en las piernas.

Me revolví, pero no pude liberarme. La miré furiosa. Me ató y amordazó.

—Eres la presa de la cazadora —dijo Bina.

—¡Bina! —oí—. ¡Teela!

—Ya voy —gritó Bina—. Teela está enferma.

Entonces me mandó un beso y salió corriendo de la sala.

Yo me revolví impotente.

Era la primera hora de la mañana, de esa misma noche, cuando Bina volvió, radiante. Me desató, me quitó la mordaza y la red.

—¿No se lo has dicho? —quise saber.

—No. Naturalmente que no.

—Eres tonta.

—De las seis chicas, fue a mí a quien eligió para servirle el Paga.

—¿Seis? —dije yo.

—Cuando te pusiste enferma —rió—, Busebius mandó a Helen para servir con nosotras.

—Ya veo.

—Toda mi vida recordaré la noche en que fui esclava de Thandar de Ti.

Bajé la mirada. Recordé el gozo de haber sido una vez la esclava de Clitus Vitellius, de haber sido dominada y gobernada por él.

Entonces recordé que le odiaba.

—Teela —dijo una voz de hombre, la voz de Busebius.

—Sí, amo.

—¿Te sientes mejor ahora?

—Sí, amo.

—Entonces, ¿por qué no estás vestida y sirviendo Paga?

Miré su látigo.

—Voy corriendo, amo.

Ahora había menos parroquianos en la taberna, y en otro ahn todos podríamos cerrar las puertas.

Ya habían dado permiso a algunas de las chicas para que se retiraran. Me arrodillé ante el hombre y le serví el Paga con la cabeza gacha.

Busebius ya me había quitado los brazaletes de las esposas de garfios. Llevaba tan sólo campanas y seda. Ya era tarde. Los pendientes, los collares y el brazalete los había dejado en el tocador. Ahora no era más que una simple esclava de Paga.

Tan sólo había otra chica en la sala.

—Paga —dijo la voz de un hombre. Me volví hacia él. Vi que se sentaba con otro hombre.

Me arrodillé ante ellos con la cabeza baja y escancié el Paga en su copa.

—Sírveme el Paga —dijo el hombre.

Dejé en el suelo la jarra de Paga que llevaba para poder asumir sin estorbos la posición de servir Paga o vino a un hombre goreano.

—Primero quítate la túnica.

Le obedecí. Era un cliente y yo estaba a sus órdenes.

Entonces me arrodillé desnuda ante él con la cabeza gacha.

—Ahora puedes servir el Paga —me dijo.

—Sí, amo.

Fui a coger la copa.

De pronto, al ir a levantar la copa, con un destello y un ruido metálico, sobre mis muñecas se cerraron dos brazaletes de esposas de esclava.

Alcé la vista sorprendida.

—¡No! —grité.

—Ya te tenemos —dijo el hombre. Intenté zafarme, pero él me sostuvo agarrando la cadena de las esposas, presas mis muñecas en los brazaletes.

—Has sido objeto de una intensa y difícil búsqueda —dijo la segunda voz.

Les miré aterrorizada.

—Te he vendido a estos caballeros por dos tarks —dijo Busebius. Me quitó las campanas del tobillo y las puso en una mesa. Metió una llave en la pequeña pero resistente cerradura de la parte de atrás de mi collar. Lo abrió y lo puso también sobre la mesa—. Es vuestra, señores —dijo.

—¡Oh, no, no! —supliqué.

Busebius se dio la vuelta y se alejó de la mesa.

—Hemos pagado por ti dos tarks de plata —dijo uno de los hombres. Me arrodillé desnuda ante ellos, aterrorizada, presa en sus brazaletes.

—Ahora eres nuestra —dijo el otro hombre.

—No me matéis —supliqué.

—Sírvenos Paga —dijo el primero.

Desnuda, esposada y temblorosa, les ofrecí el Paga, primero a uno y luego a otro. Bebieron lentamente, disfrutando de su triunfo y mi desesperación.

—Ahora debemos ponernos en camino —dijo el primero.

Me cogieron cada uno de un brazo y me sacaron casi a rastras de la taberna.

—Por favor, no me matéis —rogué.

Eran los dos primeros hombres que había encontrado en Gor cuando desperté desnuda y encadenada al cuello en los campos. Entonces ellos habían querido cortarme el cuello.

—¡Por favor, no me matéis! —supliqué—. ¡Por favor, amos, no me matéis!

Me forzaron a salir de la taberna cogida entre los dos, esposada, y me llevaron a lo largo del puente bajo la noche goreana.

15. ME HABLA MI AMA

Me arrojaron al suelo ante la figura reclinada en la silla curul.

—Ésta es tu ama —dijo uno de los hombres señalando a la hermosa figura reclinada, ricamente vestida y velada, sentada con pose real en la silla curul.

Me arrodillé y alcé los ojos. Me habían quitado las esposas y me ataviaron con una escasa túnica blanca sin mangas.

Era todo lo que llevaba. Estaba descalza.

—Dejadnos —dijo la mujer. Los dos hombres se marcharon.

Yo alcé la vista atónita.

—¿No me conoces, Judy? —preguntó la mujer.

—No, ama.

La mujer echó hacia atrás la cabeza y rió alegremente.

Mi mente se desbocó. No podía conocerla, y a pesar de todo ella hablaba como si yo debiera saber quién era. Y me había llamado Judy. No me habían llamado Judy desde que abandoné la Tierra.

—Judy Thornton —rió la mujer. Por su risa supe que era joven, que, igual que yo, no era más que una chica, tal vez un poco mayor que yo. Mi ama era una chica. ¡Yo era la esclava de una mujer!

—¿Ama? —pregunté.

—¿Ha sido muy dura la esclavitud para ti, adorable Judy? —preguntó.

—Oh, sí, ama.

—¿No te gustaría ser libre?

—¡Sí, ama! —exclamé.

Con un gracioso gesto, la mujer se levantó el velo sonriendo, revelando su rostro.

—¡Elicia Nevins! —grité sollozando de gozo. Me arrojé llorando en sus brazos. Y ella me abrazó. No podía controlar mis emociones. La ordalía había llegado a su fin. Me estremecí, medio riendo medio llorando. Detrás de mí quedaban ahora el acero de las esposas de esclava, el temor del látigo, el dolor y la degradación de una esclava—. ¡Te quiero, Elicia! —grité—. ¡Te quiero! —Ahora sería libre. Pronto, con la ayuda de Elicia, volvería a salvo a la Tierra. ¡Me había rescatado!—. ¡Te quiero, Elicia! —sollocé.

La mujer me apartó de ella y yo retrocedí atónita, perdiendo pie y cayendo al suelo. Quedé de rodillas.

La miré sorprendida.

—Está bien que una esclava quiera a su ama.

—Por favor, no bromees —supliqué.

—¿No me estás agradecida? —me preguntó.

—¡Sí! ¡Sí! —grité—. Te estoy agradecida, te estoy muy agradecida, Elicia.

—Está bien que una esclava sienta gratitud porque su ama permite que viva en vez de hacer que la maten.

—¿Elicia? —pregunté.

—Sigue de rodillas —dijo fríamente.

—¿Cuándo me liberarán para volver a la Tierra? —pregunté.

—Siempre fuiste una estúpida —dijo ella—. Siempre me he preguntado qué es lo que los chicos veían en ti.

—No entiendo.

—Por eso tú eres una esclava y yo soy libre.

—Seguramente —musité—, no pretenderás mantenerme como esclava. ¡Tú eres de la Tierra!

—Esto no es la Tierra.

—Oh, por favor, Elicia…

—Silencio —dijo ella.

Guardé silencio.

—Fuimos grandes rivales, ¿verdad? —preguntó.

—Sí —dije yo.

—Va a ser muy divertido tenerte como esclava de servicio.

—¡Oh, no, Elicia! —supliqué.

—Incluso en la Tierra te veía como una esclava —dijo ella fríamente—. Cuando te veía en las clases, en la cafetería, en la biblioteca, caminando por el campus, asistiendo a las funciones, saliendo con chicos, riendo, aplaudiendo, tumbada junto a la piscina, adoptando poses para los chicos, encantadora y hermosa, intentando ser más bonita que yo, te veía como eras verdaderamente y como merecías ser, y como algún día serías: tan sólo una pequeña y adorable esclava.

—¡Libérame! —supliqué.

Ella rió.

—Me preguntaste si quería ser libre —gemí.

—¿Y quieres?

—¡Sí! ¡Sí! —exclamé.

—Eso hace que poseerte sea más gozoso —dijo ella—. Pero no serás libre. Eres una esclava por naturaleza, como muchas mujeres de la Tierra.

—¡Tú eres de la Tierra! —grité.

—Sí, pero no soy una esclava por naturaleza. Yo soy distinta.

Bajé la cabeza.

—¿Conoces los deberes de una esclava de servicio? —me preguntó.

—¡Elicia!

—¿Los conoces? No quiero malgastar mucho tiempo aleccionándote.

—Hasta cierto punto —dije fríamente.

—Para eso es para lo único que sirve una cosita como tú. Voy a sacar mucho partido de ti.

—Por favor, Elicia —dije rompiendo a llorar.

—Ve a mi habitación —dijo—, por esa puerta a tu derecha. En la pared hay un collar de esclava abierto y un látigo de esclava. Tráelos.

Entré en una sala muy hermosa, llena de arcones y espejos, y con un baño excavado. Cogí el collar y el látigo y volví.

Le di el collar y el látigo.

—De rodillas —me dijo.

Yo retrocedí y me arrodillé.

—Estabas muy hermosa en la tarima —dijo.

—Me viste —gemí.

Bajé la cabeza. Me había visto cuando me exhibían desnuda y me vendían.

—¿Por qué no me compraste entonces? —le pregunté.

—Había excelentes razones para no hacerlo. Me bastaba con conocer tu paradero y saber dónde podía adquirirte.

—No comprendo.

—Para asegurarme que no te seguían otros.

—No entiendo.

—Tu búsqueda ha sido muy larga.

—Has tenido muchos problemas —dije— para asegurarte los servicios de una esclava.

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