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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (6 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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—Sin duda es lo que ocurrirá si no hacemos nada.

—¿Hacemos, joven candidato a convertirte en mi aprendiz? —preguntó Linar, enarcando la ceja.

—Perdón por mi presunción, maese Linar. —Mikhon Tiq agachó la mirada, pero la humildad del gesto estaba ausente de su voz-. Conozco a Togul Barok. Cuando yo estudiaba en la academia de artes marciales, él se convirtió en Tahedorán. Ya entonces superaba a todos sus maestros. Ese hombre es invencible. Tratar de detenerlo es ponerse en el camino de una galerna.

Linar se sentó en el sucio y cruzó las piernas.

—Sospecho que Yatom pensó en algo antes de enviarte a mí.

Mikhon Tiq tragó saliva y miró a los lados. Sin duda, temía que lo que iba a decir sería difícil de aceptar.

—Él creía que conviene un aspirante joven, alguien que pueda ser el Zemalnit por largos años en estos tiempos inciertos. Y ese alguien debe unir a...

—¿Existe un
alguien
o sólo expresas un loable deseo?

Mikhon Tiq volvió a carraspear.

—Maese Linar, conozco al candidato adecuado. Cuando le hablé a Yatom de él, no le pareció mal.

—Te escucho.

—Su nombre es Derguín. Derguín Gorión.

Linar entrecerró el ojo. Gorión no le era un apellido desconocido, pero no dijo nada.

—Derguín y yo fuimos compañeros en Uhdanfiún —explicó Mikhon Tiq-, aunque él tampoco recibió la insignia de oficial.

—Supongo, sin embargo, que es un Tahedorán consagrado...

Otro carraspeo.

—Es Ibtahán, pero ya posee seis de las siete marcas necesarias para examinarse de maestría y poder participar en el certamen.

—Luego le falta la séptima...

—... pero la habría obtenido si no nos hubiesen expulsado de Uhdanfiún. ¡Estaba más sobrado que nadie para ello! En la academia se comentaba que era un natural, y que talentos como el suyo no aparecen más que cada cien años. Si no hubiese sido Ritión...

—Por mucho talento que posea, no es un Tahedorán y no podrá participar en el certamen. Eso no tiene remedio.

—¡Lo tiene, maese Linar! Yatom ya lo había previsto. Dentro de dos días debemos reunirnos con un maestro mayor que pondrá a punto a Derguín para que consiga la marca de maestría.

Linar se acarició la barbilla.

—Mmmm... Un maestro mayor. No dejan de aparecer nuevos personajes en esta obra. ¿Hay alguna sorpresa más?

—Si las vuelve a haber, no se deberán a mí, maese Linar.

—¿Quién es ese maestro?

—Kratos May. Un Tahedorán con nueve marcas.

—Ah. Un maestro con nueve marcas que podría conseguir la Espada de Fuego ayudará a entrenar a un posible rival. Un altruismo sorprendente...

Linar sorbió el resto de café que le había quedado en la jarra. Estaba tibio.

—... aunque sin duda nos ha de tocar vivir tiempos sorprendentes. Descansa, Mikhon Tiq. Mañana volverás a viajar.

El rostro del joven se iluminó.

—¿Ayudaremos a Derguín?

—De momento, en honor a Yatom saldré del bosque y comprobaré por mí mismo si el mundo se ha convertido en un lugar tan siniestro como él creía. También quiero conocer a Derguín Gorión y a Kratos May. No te prometo más. Nunca hago promesas; más bien las exijo.

En lo más alto de la copa del Gran Viejo se levantaba una plataforma natural. Desde ella, Linar levantó la vista hacia el cielo, pero aquella noche las estrellas brillaban ajenas a los sucesos del mundo y se negaban a ofrecer presagios. La incertidumbre le hizo sucumbir a una tentación que hacía mucho tiempo que no le vencía, y se alzó apenas el parche del ojo derecho. Un doloroso fogonazo se coló por la ranura. Linar se encorvó y volvió a cubrirse, arrepentido. En una fracción de segundo le había asaltado la visión de espantosas llamaradas y columnas de humo, y una extensión de cenizas moribundas arrastradas por un viento gélido.

Lo que había visto podía suceder o no, se dijo, mientras un espantoso dolor se extendía por sus sienes; pero no volvería a quitarse el parche.

Ahora estaba convencido de que debía regresar al mundo de los hombres. Desde las ramas del Gran Viejo se despidió de Corocín. El espíritu del bosque lo había admitido en su comunión y le había permitido mantener la cordura en la soledad absoluta de un Kalagorinor. Conocía sus sendas y colinas, sus manantiales y sus árboles, los cubiles de los coruecos y las húmedas moradas de las ondinas y las Niryiin, y aun así le quedaban suficientes secretos por desvelar como para ocupar siglos de contemplación. A todo ello debería decir adiós.

Linar apartó un velo de hojas y descubrió un extraño teclado, cuyas clavijas nacían de la propia madera del árbol. Por última vez el brujo tocó el órgano del bosque, la música de Corocín.

3

Dicen algunos poetas que los sueños los envían los dioses desde el Bardaliut. Dos formas tienen de hacerlo: o bien los sueltan en los bordes de su reino celestial, y por sí solos caen como frutas maduras sobre las cabezas de los hombres; o bien, cuando se trata de sueños que han de recibir los personajes importantes, como reyes, brujos, generales o videntes, los propios dioses bajan desde las cumbres etéreas y los susurran al oído de los mortales para que no se les escape nada de lo que aparezca en ellos, sean visiones o palabras.

Pero Barjalión y otros han escrito que los sueños poseen su propio reino, una isla que flota a la deriva en el Mar de la Vida. A esta isla ningún marino ha podido llegar, pues cuando un barco intenta acercarse a ella, se aleja en el horizonte como una visión borrosa. La isla está sembrada de vastos campos de amapolas y adormideras, y en su centro se levanta una ciudad cerrada por muros de mica y cristal. Dos puertas se abren en estas murallas. Una, la más grande, es de marfil, y por ella brota el gran tropel de los sueños engañosos. Por la otra, más estrecha, de batientes de cuerno tallado, salen los sueños veraces, que son los menos frecuentes y los más preciosos.

Fliantro,
Sobre la adivinación y el porvenir
, II 33

D
erguín despertó acurrucado, con las rodillas doloridas de frío. Sin embargo, seguía arropado por la manta de lana y la ventana estaba cerrada. Nada se oía en la casa, salvo el silbido del viento en el exterior. Ni siquiera se escuchaba el familiar ronquido de su hermano Kurastas al otro lado del patio. Un extraño impulso le hizo levantarse y abrir los postigos para atisbar las sombras. Rimom ya estaba alta, y su luz azul se mezclaba con la de Taniar para bañar de violeta el camino que bajaba hacia la muralla. Aún no había amanecido, pero tenía miedo de volver a su yacija. Cerró los ojos y trató de recordar qué había soñado, pues a menudo los ensueños son responsables de temores que parecen irracionales.

A su conjuro se materializó una imagen. Al igual que en las pesadillas de su niñez, caminaba por el sendero que conducía hacia el bosque de los pinos aguja. Desde hacía dos años, en aquel sueño recurrente aparecía un elemento nuevo: ahora, en medio del camino, se topaba con una mísera aldea de campesinos que en realidad no pertenecía a Zirna, sino a otro lugar muy lejano, en tierras de Áinar. Un hombre salía de una cabaña y lo llamaba a gritos, rogándole que le ayudara, pues cuatro guerreros estaban violando a su hija pequeña. Lo extraño del caso era que aquel campesino no debería gritar, ya que no tenía cabeza, y si no la tenía era porque él mismo lo había decapitado. A pesar de ello, Derguín trató de desenvainar su espada y corrió hacia la cabaña, con el afán de expiar su culpa. Pero la hoja parecía fundida en una sola pieza con la vaina, y para colmo se había levantado un ventarrón que lo dejaba clavado en el sitio.

El campesino manoteaba sin dejar de llamarle, pero ya sus gritos eran en vano, pues la pesadilla volvía a su vieja naturaleza, la que había atribulado a Derguín desde niño. La noche cayó de repente y las tres lunas, Taniar, Shirta y Rimom, se aparecieron en el cénit dibujando un triángulo imposible. El vendaval arreciaba tanto que a Derguín le costaba seguir pegado al suelo. Sus pies se levantaban por sí solos en saltos cada vez mayores que lo alejaban de la aldea y del propio camino, hacia el este. Pasó junto a una comitiva de encapuchados con antorchas y largas túnicas blancas, y les gritó para que alguno lo agarrase, pero nadie quiso escucharlo. Por fin, un fortísimo soplo lo arrebató sobre las copas de los árboles, agitando los brazos en un grito desmadejado.

Viajó por alturas cada vez más frías y enrarecidas. Sin transición alguna, se encontró en una planicie desolada y azotada por una gélida ventisca que soplaba del norte, desde una sierra que parecía una dentadura de carbón. No había nada más en el mundo: sólo aquella cordillera pelada, la llanura muerta, él y el viento hostil. Se sentía desnudo y expuesto, pese a que no había nadie para verlo. No tenía dónde esconderse.

Caminó hacia aquellas montañas que lo aterrorizaban sin saber por qué. El vello de la nuca se le erizó, avisándole de que en las alturas crecía una presencia gigantesca. No quiso levantar la mirada, pues sabía lo que encontraría. Clavó la vista en el suelo, pero el viento tiró de su barbilla y le hizo mirar arriba. En el cielo, las tres lunas se habían unido para formar un ojo que lo dominaba todo. Cuando vio a Derguín, se estrechó y destiló su ponzoñosa luz sobre la tierra. Todo el calor huyó del mundo. Derguín cayó de rodillas ante aquel cruel dios, ante aquel poder supremo e innombrable que le prometía una eternidad de frío y desnudez.

Abrió los ojos, sobresaltado. El recuerdo había sido tan vivido como si lo hubiera vuelto a soñar. Pero no podía ser; era imposible que se hubiese vuelto a dormir allí, de pie junto a la ventana. Tenía tanto miedo que ni siquiera parpadeaba: temía que si cerraba los ojos las tres pupilas de su pesadilla se materializaran en el cielo, o que el familiar paisaje de Zirna se convirtiera en aquel erial barrido por el viento.

Derguín no creía demasiado en los presagios, pero el sueño le advertía de la existencia de un helado poder entre las estrellas, algo de lo que no hablaban los mitos de los dioses tramoreanos.

El cielo empezaba a agrisarse. Durante unos minutos, Derguín siguió inmóvil junto a los postigos, con la mirada perdida en las huidizas sombras del exterior. Entregado a lúgubres pensamientos, no reparó en cuándo había empezado, pero al cabo de unos minutos tuvo conciencia de una música que venía de muy lejos, tan lejos como se hallan el Bardaliut o la isla de los sueños. No pudo distinguir la melodía; tan sólo era para él una vaga armonía, arrastrada por el viento del nordeste. La música de Corocín, se dijo. Había oído hablar de ella a su padre, siendo muy niño. Ahora, extasiado por ella, abandonó todo temor y perdió la noción del tiempo. Para cuando la música llegó a su fin con un apagado tronar, ya había amanecido.

Así tuvo Derguín Gorión noticia de Linar por vez primera, aun antes de conocerlo.

4

E
n el torreón principal de Mígranz, bajo los aposentos que habían sido de Hairón y que ahora ocupaba el soberbio Aperión, se hallaba la sala del consejo de la Horda Roja. Aquella estancia tenía forma de círculo truncado por dos de sus lados, pues ocupaba toda la planta de la torre, salvo los huecos de las escaleras. Sillares de granito gris surcados por vetas rosadas formaban las paredes. En ellas colgaban tres largos tapices, despojos de otras tantas campañas triunfales. En la parte sur se abría un gran ventanal en forma de arco carpanel, cubierto por una vidriera que representaba en siete colores el momento en que el propio Hairón recibía la Espada de Fuego de manos de Tarimán, el dios herrero. En uno de los lados truncados, en el extremo opuesto a la ventana, se abría una puerta de dos batientes. Quien entraba por ella podía ver, a la izquierda de la vidriera, una mesa redonda decorada con el mapa de Tramórea. A la derecha se abría otra puerta, más pequeña, que daba acceso a la escalera de caracol que subía a los aposentos del general de la Horda.

Muchas veces había acudido Kratos a la sala del consejo, pero cuando aquella mañana entró por última vez comprendió que la situación había cambiado y que los nuevos aires de Mígranz no soplaban a su favor. Aperión le esperaba sentado en el sitial. Nueve capitanes rodeaban la mesa. Algunos de ellos eran antiguos oficiales de Hairón, y otros, esbirros de Aperión recién ascendidos. De aquellos hombres, cuatro poseían el grado de Ibtahán y dos eran simples Iniciados. El único Tahedorán, aparte del propio Aperión, era Ghiem, que pronto había decantado su lealtad por el nuevo general.

Al reparar en que su amigo Siharmas no estaba en aquella reunión, a Kratos se le encogió el estómago. Había otro motivo para la inquietud: quince soldados armados con picas se alineaban a lo largo de la pared. Llevaban las carrilleras de los yelmos bajadas en una extraña muestra de hostilidad. Cuando Hairón presidía los consejos no había guardias en aquella sala.

Kratos dio tres pasos y se detuvo. A su espalda, la gruesa aldaba de bronce que unía las jambas rechinó al deslizarse sobre sus argollas. Acababa de meterse en la trampa. Tan sólo Aperión estaba sentado. Los demás capitanes seguían de pie, alrededor de la mesa, pues las sillas que solían ocupar habían sido retiradas de la sala.

Aperión no se levantó. Tenía las palmas de las manos apoyadas en la mesa y hacía un esfuerzo visible por no moverlas. Kratos olfateó el peligro; en aquella sala se mezclaban los olores del temor, la tensión y el odio.

Sobre la mesa había una caja redonda, de madera. Algunos de los capitanes le dirigían de reojo miradas nerviosas. Kratos se preguntó qué amenaza guardaría.

—Te he hecho venir para arreglar las cosas entre nosotros,
tah
Kratos —le dijo Aperión con voz engolada.

—No sabía que se hubieran estropeado,
tah
Aperión. Eres el jefe de la Horda por aclamación de la asamblea, y yo acato sus decisiones.

El tono contenido de Kratos hizo estallar a Aperión, cuya paciencia era tan delgada como el hielo de un charco bajo el sol de mediodía.

—¡Son
mis
decisiones las que tienes que acatar ahora, y no las de la asamblea! ¡No voy a consentir que me ningunees!

Los capitanes cruzaban miradas inquietas y recelosas, con una pizca de remordimiento. Todos ellos habían criticado a Aperión en el pasado. Al principio lo hacían a voz en cuello mientras bebían cerveza en las tabernas. Después, cuando Aperión empezó a medrar, las censuras se volvieron cada vez más crípticas y menos severas, y al final todos habían cambiado de bando.

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