Los ojos. Largos y redondos, fríos y cristalinos, con las pupilas como agujeros oscuros en un caos que estaba más allá de la razón, más allá de la realidad misma, oscuros y negros como el cielo nocturno que nunca había sido iluminado por el sol o nublado por la luz de la luna y las estrellas. Los irises que los rodeaban eran casi igualmente oscuros, dilatándose mientras ella miraba, ensanchando las puertas gemelas y arrastrándola a una locura más allá…
…locura. La locura era tan atractiva… Era segura, era serena, era aislada. Sería tan bueno atravesar allá y sumergirse en esas lagunas oscuras… sería tan bueno…
—¡No!
Magda peleó contra el sentimiento, luchando por retraerse. Pero… ¿por qué pelear? La vida no es sino enfermedad y miseria, una lucha en la que a la larga todos pierden. ¿Qué caso tiene? Nada de lo que hiciste realmente importa en la larga carrera. ¿Por qué molestarse?
Sintió un rápido tirón hacia abajo, casi irresistible, que la arrastraba a esos ojos. Allí había lujuria hacia ella, pero una lujuria que iba más allá de lo meramente sexual, una lujuria por todo lo que ella era. Sintió cómo se volvía y se inclinaba hacia esas pequeñas puertas de negrura. Sería tan fácil dejarse ir…
…se sostuvo, pues algo dentro de ella se negaba a rendirse y la urgía a luchar contra la corriente. Pero era tan fuerte y ella se sentía tan cansada… y de cualquier modo, ¿qué importaba todo?
Un sonido… música… y sin embargo no era exactamente música. Un sonido en su mente, todo lo que la música no era… sin melodía… sin armonía, una cacofonía delirante de discordancias que sé agitaba y se sacudía y formaba pequeñas grietas a través de los restos febriles de su voluntad. El mundo a su alrededor. Todo comenzó a esfumarse dejando sólo los ojos… solamente los ojos…
… se tambaleó, vacilando en la orilla de la eternidad…
… entonces oyó la voz de papá.
Magda se aferró al sonido, se colgó de él como de una cuerda y se elevó mano sobre mano por su extensión. Papá no estaba llamándola, ni siquiera hablando en rumano, pero era su voz, la única cosa familiar en el caos que la rodeaba por completo.
Los ojos se alejaron. Magda estaba libre. La mano la soltó.
Se quedó jadeante, sudando, débil, confundida, con el ventarrón en la habitación tirando de sus ropas, de la pañoleta que ataba su cabello, robándole la respiración. Y su terror creció, pues los ojos ahora se volvían hacia su padre. ¡Él estaba demasiado débil!
Pero papá no se acobardó ante la mirada. Habló de nuevo como lo hizo antes, con palabras escogidas e incomprensibles para ella. Vio que la sonrisa se desvanecía en el rostro pálido y que los labios se convertían en una línea angosta. Los ojos se cerraron hasta ser simplemente unas ranuras, como si la mente detrás de ellos estuviera considerando las palabras de papá, sopesándolas.
Magda miraba el rostro, incapaz de hacer nada más. Vio que la línea de sus labios se doblaba infinitesimalmente en las comisuras. Luego, asintió con un mínimo movimiento. Una decisión.
El viento murió como si nunca hubiera existido. La cara se retrajo a la oscuridad.
Todo estaba calmado.
Magda y su padre, inmóviles, se encararon uno al otro en el centro de la habitación, mientras el frío y la oscuridad se disipaban lentamente. En la chimenea, un leño se partió a lo largo con un crujido, como el disparo de un rifle, y Magda sintió que las rodillas se le derretían con el sonido. Cayó hacia adelante y sólo por suerte y desesperación fue capaz de aferrarse al brazo de la silla de ruedas, buscando apoyo.
—¿Estás bien? —preguntó papá. Pero no estaba mirándola. Sólo sintiéndose los dedos a través de los guantes.
—Lo estaré en un minuto —respondió ella. Su mente retrocedía ante lo que acababa de experimentar—. ¿Qué fue eso? Dios mío, ¿qué fue eso?
—Se ha ido —musitó papá. No estaba escuchándola—. No puedo sentir nada en ellos. —Comenzó a sacarse los guantes de los dedos.
El estado de él la galvanizaba. Se enderezó y comenzó a empujar la silla hacia el fuego que otra vez florecía a la vida. Estaba débil por la reacción, la fatiga y la impresión, pero eso parecía de importancia secundaria. ¿Y qué hay de mí? ¿Por qué estoy siempre en segundo lugar? ¿Por qué tengo que ser fuerte siempre? Le gustaría que por una vez… sólo una… pudiera dejarse caer y que alguien la atendiera. Sumergió esos pensamientos con fuerza. Ese no debía ser el modo de pensar de una hija cuando su padre la necesitaba.
—¡Mantenlos afuera, papá! —pidió Magda—. ¡No hay agua, caliente, así que tendremos que depender del fuego para calentarlos!
A través de la vacilante luz de las llamas, vio que las manos se le habían puesto mortalmente blancas, tan blancas como las de esa… cosa. Los dedos de papá eran hirsutos, con una piel áspera y gruesa; curvados y mellados. En cada extremo había pequeños puntos hundidos, cicatrices dejadas por las diminutas áreas de gangrena curada. Eran las manos de un desconocido, pues Magda podía recordar cuando sus manos eran agraciadas, animadas, con largos dedos móviles y ahusados. Las manos de un erudito. De un músico. Habían sido cosas vivientes. Ahora eran caricaturas momificadas de la vida.
Debía calentárselas, pero no demasiado rápido. En su casa en Bucarest, durante los meses de invierno, tenía siempre una olla con agua tibia en la estufa, para estos episodios. Los doctores lo llamaban el fenómeno de Raynaud, en el que cualquier descenso súbito de la temperatura provocaba espasmos constrictivos en las venas de sus manos. La nicotina tenía un efecto similar, de modo que le prohibieron sus queridos cigarros. Si sus tejidos eran privados de oxígeno durante demasiado tiempo o con demasiada frecuencia, la gangrena se arraigaría. Hasta entonces había tenido suerte. Cuando la gangrena lo invadió, fue en áreas sumamente reducidas y pudo ser capaz de sobreponerse a ella. Pero no siempre sería ese el caso.
Ella miró mientras él mantenía las manos sobre el fuego, rodándolas de adelante hacia atrás contra el calor, tanto como se lo permitían sus tensas articulaciones. Sabía que ahora él no podía sentir nada en ellas, pues estaban demasiado frías y entumidas. Pero una vez que la circulación se restableciera, estaría en agonía mientras los dedos le hormigueaban, le palpitaban y le quemaban como si estuvieran en el fuego.
—¡Mira lo que te han hecho! —gimió enojada mientras los dedos cambiaban de blanco a azul.
—He estado peor —repuso papá levantando la vista inquisitivamente.
—Lo sé. ¡Pero no debió haber sucedido! ¿Qué están tratando de hacernos ellos?
—¿Ellos?
—¡Los nazis! —estalló Magda—. ¡Están jugando con nosotros! ¡Experimentando con nosotros! ¡No sé lo que acaba de suceder aquí… fue muy realista, pero no fue real! ¡No pudo haber sido! Nos hipnotizaron, usaron drogas, apagaron las luces…
—Fue real, Magda —interpuso papá con la voz suave por el asombro, confirmándole lo que ella sabía en el alma y lo que tanto quería que él negara—. Así como esos libros prohibidos son reales. Lo sé…
El aliento silbó súbitamente entre sus dientes mientras la sangre comenzaba a fluir de nuevo a sus dedos, volviéndolos rojo oscuro. Los tejidos hambrientos lo castigaban mientras dejaban salir las toxinas acumuladas. Magda había pasado por esto tantas veces, que casi podía sentir el dolor ella misma.
Cuando el latir cedió hasta un nivel soportable, papá continuó con las palabras saliendo en jadeos:
—Hablé con él en eslavo antiguo… le dije que no éramos sus enemigos… le dije que nos dejara solos… y se fue.
Se retorció por el dolor un momento y luego miró a Magda con ojos brillantes y chispeantes. Su voz era baja y áspera:
—Es él, Magda. ¡Lo sé! ¡Es él!
Magda no dijo nada. Pero ella también lo sabía.
La Fortaleza
Miércoles, 30 de abril
06:22 horas
El capitán Woermann trató de permanecer despierto toda la noche, pero falló. Se sentó frente a la ventana que daba al patio, con la Luger desenfundada en su regazo, aunque dudaba que una pistola de 9 mm pudiera ayudar contra lo que fuera que rondaba la fortaleza. Demasiadas noches sin dormir y muy pocas siestas incómodas durante el día lo habían afectado de nuevo.
Despertó sobresaltado, desorientado. Durante un momento pensó que estaba de regreso en Rathenow, con Helga abajo en la cocina preparando huevos y salchichas, y los muchachos, despiertos ya, ordeñando las vacas allá afuera. Pero había estado soñando.
Cuando vio que el cielo estaba claro, saltó de la silla. La noche transcurrió y todavía estaba vivo. Había sobrevivido a otra noche. Su júbilo duró poco, pues sabía que alguien más no habría sobrevivido. Sabía que en algún lugar de la fortaleza yacía un cadáver quieto y ensangrentado, esperando ser descubierto.
Enfundó la Luger, atravesó el cuarto y salió al descansillo. Todo estaba en calma. Bajó las escaleras trotando, frotándose los ojos y masajeándose las mejillas sin rasurar, hasta estar completamente despierto. Cuando llegó al nivel más bajo, se abrió la puerta del cuarto de los judíos y salió la hija.
No lo vio. Llevaba una olla de metal en la mano y tenía una expresión afligida en el rostro. Sumida en sus pensamientos, pasó por la entrada que daba al patio y dio vuelta a la derecha hacia las escaleras del sótano que él había olvidado por completo. Parecía saber exactamente a dónde iba y eso lo preocupó hasta, que recordó que ella estuvo muchas veces antes en la fortaleza. Era indudable que debía conocer perfectamente dónde buscar las cisternas del sótano y sabía que allí encontraría agua fresca.
Woermann salió al patio y la miró moverse. Había una cualidad etérea en la escena: una mujer caminando por el empedrado a la luz del amanecer, rodeada por paredes de piedra gris incrustadas con cruces de metal, y las corrientes de niebla en el suelo del patio alejándose a su paso. Era como un sueño. Parecía ser una mujer muy bella bajo todas esas capas de ropa. Sus caderas se balanceaban naturalmente cuando caminaba con una gracia no practicada, que apelaba innatamente a su masculinidad. Tenía también una cara hermosa, especialmente con esos enormes ojos café. Si sólo dejara salir su cabello de esa pañoleta, sería una belleza.
En otro tiempo, en otro lugar, hubiera estado en serio peligro con una compañía similar; cinco escuadrones de soldados hambrientos de mujeres. Pero estos soldados tenían otra cosa en la mente; estos soldados le temían a la oscuridad y a la muerte que la acompañaba infaliblemente.
Estaba a punto de seguirla hasta el sótano para asegurarse de que no buscara más que agua fresca en el recipiente que llevaba en la mano, cuando vio que el sargento Oster corría hacia él.
—¡Capitán! ¡Capitán!
Woermann suspiró y se fortaleció para recibir las noticias.
—¿A quién perdimos?
—¡A nadie! —respondió el sargento levantando una tablilla. Revisé a todos. ¡Todos están vivos y bien!
Woermann no se permitió regocijarse, pues había sido engañado con tal recuento la semana pasada, pero se permitió tener esperanza.
—¿Está seguro? ¿Absolutamente seguro?
—Sí, señor. Esto es, todos excepto el mayor. Y los dos judíos.
Woermann miró hacia la parte posterior de la fortaleza, hacia la ventana de Kaempffer. ¿Podría ser…?
—Dejé a los oficiales para el final —explicó Oster, casi disculpándose.
Woermann asintió, escuchando a medias solamente. ¿Podría ser? ¿Podría ser Erich Kaempffer la víctima de la noche anterior? Era esperar demasiado. Woermann nunca se imaginó que odiaría a otro ser humano tanto como había llegado a odiar a Kaempffer en el último día y medio.
Comenzó a caminar hacia la parte posterior de la fortaleza, con mal disimulada esperanza. Si Kaempffer estaba muerto, el mundo no sólo resultaría un lugar más brillante, sino que él sería otra vez el oficial en jefe y sacaría a sus hombres de la fortaleza al mediodía. Los einsatzkommandos podían ir o quedarse hasta que llegara otro oficial de la SS. No tenía duda de que lo seguirían tan pronto como se fuera.
Sin embargo, si Kaempffer vivía todavía, sería una decepción, pero con un lado brillante: por primera vez desde que llegaron, habría pasado una noche sin que muriera un soldado alemán. Y eso era bueno. Elevaría inconmensurablemente la moral. Significaría que tal vez tenían una leve esperanza de sobrevivir al manto de muerte que los cubría como una mortaja.
—¿Cree que los judíos sean los responsables? —preguntó Oster mientras Woermann atravesaba el patio con el sargento apresurándose tras él.
—¿De qué?
—De que nadie muriera anoche.
Woermann se detuvo y miró entre Oster y la ventana de Kaempffer, situada casi directamente sobre ellos. Aparentemente, Oster no tenía ninguna duda de que Kaempffer se encontraba vivo todavía.
—¿Por qué dice eso, sargento? ¿Qué podrían haber hecho?
—No lo sé —contestó arrugando el entrecejo—. Los hombres lo creen… por lo menos mis hombres, quiero decir,
nuestros
hombres lo creen. Después de todo, perdimos a alguien cada noche, excepto anoche. Y los judíos llegaron anoche. Tal vez encontraron algo en esos libros que sacamos.
—Quizá —aceptó Woermann. Tomó la delantera hacia la sección posterior de la fortaleza y subió corriendo los escalones hasta el segundo piso.
Era intrigante pero improbable. El viejo judío y su hija no podían haber llegado a algo tan pronto. Viejo judío… ¡estaba empezando a sonar como Kaempffer! Era horrible.
Woermann jadeaba cuando llegó al cuarto de Kaempffer. Demasiadas salchichas, se dijo de nuevo. Demasiadas horas de estar sentado y cavilando en lugar de moverse y quemar esa barriga. Estaba por tocar la manija de la puerta de Kaempffer cuando ésta se abrió y apareció el mayor.
—¡Ah, Klaus! —prorrumpió rudamente—. Creí escuchar a alguien aquí afuera —se ajustó la tira de cuero negro de su cinturón de oficial y la funda cruzando su pecho. Cuando quedó satisfecho de que estaba segura, salió al corredor.
—Qué gusto verte tan bien —comentó Woermann.
Kaempffer lo miró penetrantemente, sacudido por la obvia insinceridad, y luego miró a Oster.
—Bien, sargento, ¿quién fue esta vez?
—¿Señor?
—¡Muerto! ¿Quién murió anoche? ¿Uno de los míos o de los suyos? Quiero que traigan al judío y a su hija hasta donde esté el cadáver y quiero que ellos lo…
—Perdón, señor —lo interrumpió Oster—, pero nadie murió anoche.