—¿Por qué me detienen? —preguntó tratando de aparentar sorpresa—. ¿Algo malo?
—No es correcto que alguien como tú interrogue a la Guardia de Hierro —amenazó Bigotes—. Bájate de ahí para poder verte mejor.
Así que no eran simples soldados, sino miembros de la Guardia de Hierro. Pasar por aquí iba a ser más difícil de lo que pensó. El pelirrojo desmontó y se mantuvo en silencio, esperando mientras lo estudiaban.
—Tú no eres de por aquí —afirmó Bigotes—. Déjame ver tus papeles.
Esa era la pregunta que el pelirrojo había temido a lo largo de todo su viaje.
—No los tengo conmigo, señor —contestó con la mayor deferencia posible—. Salí tan de prisa que los olvidé. Volveré por ellos si usted lo desea.
Los dos soldados cruzaron una mirada. Un viajero sin papeles no tenía derecho legal alguno. Su falta de cumplimiento a la ley les dejaba las manos libres para tratarlo como quisieran.
—¿No traes papeles? —Bigotes tenía el rifle de lado ante el pecho. Mientras hablaba, enfatizaba sus palabras con recios golpes de rifle, golpeando el ensamble de la recámara y la cacha contra las costillas del pelirrojo—. ¿Cómo sabemos que no estás contrabandeando armas a los campesinos en las montañas?
El pelirrojo dio un respingo y retrocedió, mostrando más dolor del que en realidad sentía. Absorber los golpes estoicamente sólo incitaría a Bigotes a ejercer mayor violencia.
Siempre lo mismo, pensó. No importa el tiempo o el lugar, no importa cómo se llame a sí mismo el poder vigente, sus rufianes permanecen iguales.
Bigotes retrocedió y apuntó su rifle al pelirrojo.
—¡Regístralo! —le ordenó a su joven compañero.
Éste se colgó el rifle al hombro y empezó a empujar rudamente sus manos sobre las ropas del viajero. Se detuvo al llegar al cinturón de dinero. Con unos pocos movimientos ágiles le abrió la camisa y extrajo el cinturón de abajo. Cuando vieron las monedas de oro en las bolsas cruzaron miradas nuevamente.
—¿De dónde robaste eso? —inquirió Bigotes, estrellando nuevamente el costado del rifle contra las costillas del pelirrojo.
—Es mío. Es todo lo que tengo. Pero pueden conservarlo si tan sólo me dejan seguir mi camino. —Lo decía en serio. Ya no necesitaba el oro.
—Oh, lo conservaremos, claro —comentó Bigotes—. Pero primero veremos qué más traes —señaló la larga y plana caja atada al flanco derecho del caballo—. Abre eso —ordenó a su compañero.
El pelirrojo decidió que había dejado que esto llegara tan lejos como podía. No les permitiría abrir la caja.
—¡No toque eso! —gritó.
Deben haber sentido la amenaza en su voz, pues ambos soldados se detuvieron y lo miraron. Los labios de Bigotes se contrajeron con furia. Avanzó para estrellar su rifle contra el pelirrojo una vez más.
—Vaya tú… —empezó a decir.
Aunque los siguientes movimientos del pelirrojo parecieron cuidadosamente planeados, eran sólo reflejos. Cuando Bigotes intentó golpear con su rifle, el pelirrojo se lo arrebató hábilmente. Mientras Bigotes miraba asombrado sus manos vacías, el pelirrojo balanceó la culata del rifle hacia arriba y le rompió la quijada al hombre. Entonces, todo lo que necesitó para aplastarle la laringe fue un leve golpe contra la garganta expuesta. Volviéndose, vio que el otro soldado se descolgaba el arma. El pelirrojo dio un solo paso y clavó la bayoneta del rifle prestado en el pecho del joven. Con sólo un suspiro, éste se relajó y murió.
El pelirrojo vio la escena desapasionadamente. Bigotes seguía aún vivo. Su espalda estaba arqueada y su cara tenía un tinte azul mientras sus manos arañaban su garganta, intentando en vano hacer llegar algo de aire a sus pulmones.
Como antes, cuando mató a Carlos, el marinero, el pelirrojo no sentía nada. Ni triunfo ni arrepentimiento. No podía ver cómo se empobrecía el mundo con la muerte de dos miembros de la Guardia de Hierro, y sabía que si se hubiese esperado mucho más sería él quien estuviera en tierra, herido o muerto.
Para cuando el pelirrojo volvió a poner el cinturón de dinero alrededor de su cintura, Bigotes estaba tan quieto como su compañero. Escondió los cuerpos y los rifles entre las rocas de la ladera oeste y continuó su galope hacia la fortaleza.
Magda se paseaba por su pequeño cuarto iluminado con velas en la posada y se frotaba las manos ansiosamente, deteniéndose con mucha frecuencia en la ventana para mirar hacia la fortaleza. Estaba oscuro esta noche, con nubes altas que se movían desde el sur, y sin luna.
La oscuridad la asustaba… la oscuridad y estar sola. No podía recordar la última vez que estuvo sola así. No era ni correcto ni propio que estuviera sin chaperón en la posada. La ayudaba un poco saber que Lidia, la esposa de Iuliu, estaría allí, pero seria de poca utilidad si esa cosa en la fortaleza decidía cruzar la cañada y llegar hasta ella.
Tenía una clara visión de la fortaleza desde su ventana. De hecho, el suyo era el único cuarto con una ventana que diera hacia el norte. Lo había solicitado por ese motivo. No hubo problema, pues ella era la única huésped.
Iuliu fue muy generoso, casi obsequioso. Eso la intrigaba. Siempre había sido cortés durante sus estadías previas, pero de una forma más bien rutinaria. Ahora virtualmente la adulaba.
Desde donde estaba podía ver la ventana iluminada en el primer nivel de la torre, en donde sabía que papá estaría sentado ahora. No se veía ninguna señal de movimiento y eso significaba que estaba solo. Ella se enfureció con él antes, al darse cuenta de cómo la había manipulado para que saliera de la fortaleza. Pero mientras pasaban las horas, su enojo cedió para dar lugar a la preocupación. ¿Cómo podría cuidarse él mismo?
Se volvió y se recargó contra el antepecho, mirando hacia las cuatro paredes de estuco blanco que la confinaban. Su habitación era pequeña: un armario angosto, un ropero con un espejo biselado sobre él, un taburete de tres patas y una cama grande y demasiado suave. Su mandolina yacía en la cama, sin haberla tocado desde su llegada. También el libro,
Cultes de Goules
, reposaba intacto en el cajón inferior del ropero. No tenía ninguna intención de estudiarlo. Se lo había llevado sólo por las apariencias.
Tenía que salir un rato. Apagó dos de las velas, pero dejó la tercera encendida. No deseaba que el cuarto quedara totalmente a oscuras. Después del encuentro de la noche anterior, temería a la noche para siempre.
Una escalera de madera pulida la llevó hacia abajo al primer piso. Encontró al posadero inclinado en el primer escalón, sentado y tallando descorazonadamente un pedazo de madera, con un cuchillo.
—¿Algo anda mal, Iuliu?
Él se sobresaltó al oír su voz, la miró un momento a los ojos y volvió a su inútil tarea.
—Su padre… ¿está bien?
—De momento sí. ¿Por qué?
Él bajó el cuchillo y se cubrió los ojos con ambas manos. Empezó a hablar atropelladamente:
—Ustedes dos están aquí por mi culpa. Estoy avergonzado… no soy un hombre. Pero ellos deseaban saber todo sobre la fortaleza y yo no pude decirles lo que querían. Y entonces pensé en su padre, que conoce todo lo que hay sobre la fortaleza. No sabía cuan enfermo estaba ahora, y nunca pensé que la traerían a usted también. ¡Pero no pude evitarlo! ¡Me estaban lastimando!
Magda experimentó un breve estallido de cólera. ¡Iuliu no tenía derecho de mencionar a su padre ante los alemanes! Y después admitió que, bajo circunstancias similares, ella también les hubiera dicho todo lo que desearan saber. Al menos ahora sabía cómo obtuvieron la relación entre papá y la fortaleza y tenía una explicación para la actitud deferente de Iuliu.
Su expresión suplicante la tocó cuando levantó los ojos hacia ella.
—¿Me odia?
—No —lo tranquilizó Magda inclinándose y poniendo una mano sobre su redondo hombro—. No pretendía hacernos daño.
—Espero que todo salga bien para ustedes —deseó poniendo su mano sobre la de ella.
—Yo también.
Caminó lentamente por la senda de la cañada. El silencio sólo se veía roto por el crujir de los guijarros bajo sus pies, creando ecos en el aire húmedo. Se detuvo y quedó de pie en los espesos matorrales en capullo a la derecha de la calzada, ajustándose el suéter más apretadamente a su alrededor. Era medianoche y estaba húmeda y fría, pero el frío que ella sentía era más profundo que el causado por una simple baja de temperatura. Tras ella, la posada era una sombra tenue. En el otro lado de la calzada aparecía la fortaleza, brillando con luz en muchas de sus ventanas. La niebla se había elevado del fondo del paso, llenando la cañada y rodeando el castillo. La luz del patio se filtraba hacia arriba por la fina bruma en el aire, creando un resplandor como el de una nube fosforescente. La fortaleza se veía como un desgarbado crucero de lujo a la deriva en un mar fantasmal de niebla.
El miedo la atrapó mientras miraba hacia la construcción.
La noche anterior
… considerando las mortales amenazas del día, le resultó fácil evitar pensar en la noche anterior. Pero aquí, en la oscuridad, todo volvió a ella: esos ojos, esa gélida garra en su brazo. Se pasó la mano por el sitio, cerca del codo, donde la cosa la había tocado. Aún tenía una marca ahí, de un gris pálido. El área se veía muerta y no logró lavar la mancha. No se lo dijo a papá. Pero era una prueba de que la noche anterior no fue un sueño. La pesadilla era una realidad. Un tipo de criatura que ella alegremente había supuesto era fantasía se hizo real, y estaba allá, en esa construcción de piedra. Papá también. Ella sabía que en este momento lo estaba esperando. No se lo había dicho, pero ella lo sabía. Papá esperaba ser visitado esta noche y ella no estaría allí para ayudarlo. La cosa los perdonó la noche anterior, pero ¿podría papá esperar tal suerte dos noches seguidas?
¡Todo era tan irreal! ¡Los no-muertos eran una ficción!
Y, sin embargo, la noche anterior…
El sonido de unos cascos interrumpió su meditación, se volteó y distinguió confusamente un caballo y su jinete pasando ante la posada a todo galope. Se acercaron a la calzada, aparentemente con toda la intención de lanzarse hacia la fortaleza, pero en el último momento el jinete tiró fieramente de las riendas de su cabalgadura haciéndola detenerse a la orilla. Hombre y caballo quedaron dibujados por el resplandor que se filtraba de la fortaleza a través de la cañada. Notó una caja negra y angosta atada al flanco derecho del caballo. El jinete desmontó, dio unos pasos tentativos por la calzada y se detuvo.
Magda se agazapó en la maleza y lo miró estudiar la fortaleza. No podía explicar exactamente por qué decidió esconderse, pero los sucesos de los últimos días la hacían desconfiar de cualquier persona que no conociera.
Él era alto, esbeltamente musculoso, y no llevaba sombrero. Su cabello rojizo estaba enredado por el viento, y su respiración era rápida pero no jadeante. Pudo ver cómo movía su cabeza mientras sus ojos seguían a los vigías en lo alto de muros de la fortaleza. Parecía estar contándolos. Su postura era tensa, como si se contuviera a fuerza para evitar lanzar su cuerpo golpeando contra las cerradas puertas del otro lado de la calzada. Se veía claramente frustrado, enojado y confundido.
Estuvo quieto y callado durante largo tiempo. Magda sintió que sus pantorrillas empezaban a dolerle por estar acuclillada tanto tiempo, pero no se atrevía moverse. Por fin él se volvió y caminó de vuelta a su caballo. Sus ojos escudriñaron la orilla de la cañada de un lado a otro mientras andaba… De pronto detuvo y miró detenidamente al punto donde Magda estaba inclinada. Ella contuvo la respiración en tanto su corazón empezaba a golpear alarmado.
—¡Usted ahí! —llamó—. ¡Salga! —Su tono era imperativo y su acento sugería un dialecto meglenítico.
Magda no se movió. ¿Cómo pudo verla él a través de la maleza y la oscuridad?
—¡Salga o la sacaré arrastrando!
Magda halló una pesada piedra junto a su mano derecha. Sosteniéndola con firmeza, se levantó rápidamente y avanzó. Se aventuraría a su suerte en campo abierto. Ni este hombre ni nadie iba a arrastrarla a ninguna parte, sin luchar. Ya habían abusado suficiente de ella hoy.
—¿Por qué se escondía allí?
—Porque no sé quién es usted —respondió Magda haciendo sonar la voz tan desafiante como pudo.
—Me parece justo —aceptó él con un asentimiento cortés.
Magda podía percibir la tensión contenida dentro de él, sin embargo sintió que no tenía nada que ver con ella. Eso tranquilizó un poco su mente.
—¿Qué está pasando ahí? ¿Quién tiene la fortaleza encendida como una barata atracción turística? —preguntó haciendo una seña hacia la construcción.
—Soldados alemanes.
—Me imaginé que esos cascos eran alemanes. Pero ¿por qué aquí?
—No lo sé. No estoy segura de que ellos lo sepan tampoco.
Lo vio contemplar la fortaleza un momento más y lo oyó murmurar bajo el aliento algo que sonó como «¡Tontos!». Pero no estaba segura. Había una lejanía en él, un sentimiento de que ella no le preocupaba en lo más mínimo, que lo único que le interesaba era la fortaleza. Ella relajó la presión sobre la piedra, pero no la dejó caer. Aún no.
—¿Por qué está tan interesado? —especuló.
La miró con las facciones ensombrecidas.
—Sólo soy un turista. He estado por aquí antes y pensé en detenerme en la fortaleza, camino hacia las montañas.
Ella supo de inmediato que era mentira. Ningún visitante curioso cabalgaba de noche por el paso Dinu a la velocidad a la que había llegado este hombre. No, a menos que estuviera loco.
Magda retrocedió y empezó a andar hacia la posada. Temía estar en la oscuridad con un hombre que decía mentiras evidentes…
—¿Adonde va?
—De vuelta a mi habitación. Hace frío aquí afuera.
—La acompaño de regreso.
—Iré sola, gracias —rechazó Magda incómoda, acelerando el paso.
Él pareció no oír, o si escuchó decidió ignorar lo que ella dijo. Hizo girar su cabalgadura y llegó junto a ella, tomando su paso y guiando su caballo tras él. Al frente, la posada yacía como una gran caja de dos pisos. Ella pudo ver la débil luz en su ventana, proveniente de la vela que dejara encendida.
—Puede dejar esa piedra en el suelo —sugirió él—. No la necesitará.
—Yo seré quien decida eso —afirmó Magda ocultando su reacción. ¿Podía este hombre ver en la oscuridad?
Despedía un aroma agrio, una mezcla de sudor masculino y de caballo, que encontró desagradable. Se apresuró aún más para dejarlo atrás.