Él abrió los ojos y señaló súbitamente hacia la fortaleza.
—¿Qué está pasando en la habitación de su padre?
Magda miró y al principio no vio nada. Luego, el terror la invadió. La luz estaba apagándose. Sin pensarlo, se dirigió hacia la calzada. Pero Glenn la agarró por la muñeca y la jaló hacia atrás.
—¡No sea tonta! —le susurró ásperamente al oído—. ¡Los centinelas le dispararán! ¡Y si por casualidad detienen el fuego, nunca la dejarán entrar! ¡No hay nada que pueda hacer!
Magda apenas lo oyó. Frenéticamente, sin palabras, luchaba contra él. ¡Tenía que escapar, tenía que llegar con papá! Pero Glenn era fuerte y se negaba a soltarla. Sus dedos se encontraban en sus brazos, y entre más luchaba, más fuerte la sostenía.
Finalmente, las palabras de él la alcanzaron: no podía llegar con papá. No había nada que pudiera hacer.
En un silencio impotente y agonizante, vio que la luz de la habitación de papá disminuía lenta, inexorablemente hacia lo negro.
La Fortaleza
Jueves, I9 de mayo
02:17 horas
Theodor Cuza había esperado pacientemente, ansiosamente, sabiendo sin saber cómo, que esa cosa que viera la noche anterior regresaría a él. Le había hablado en la vieja lengua. Regresaría. Esta noche.
Nada más era seguro esta noche. Podría revelar secretos buscados por los eruditos durante siglos, o podría no ver nunca la mañana. Tembló, tanto por la anticipación como por el miedo a lo desconocido.
Todo se hallaba listo. Estaba sentado a la mesa, con los viejos libros amontonados en una uniforme pila a su izquierda, una pequeña caja llena de los tradicionales ajos de vampiro a su alcance del lado derecho y la siempre presente taza con agua, directamente frente a él. La única iluminación provenía del cono de luz de la bombilla con pantalla colocada directamente sobre él, y el único sonido era el de su propia respiración.
Y súbitamente supo que no estaba solo.
Antes de ver algo, lo sintió; era una presencia maligna, más allá de su campo de visión y más allá de su capacidad de descripción. Simplemente estaba allí. Entonces comenzó la oscuridad. Esta vez fue diferente. Anoche había ocupado el mismo espacio de la habitación, creciendo y extendiéndose desde todos lados. Esta noche la vio invadir por una ruta diferente, colándose lenta e insidiosamente por las paredes, borrándolas de su vista, cerrándose sobre él.
Cuza presionó las manos enguantadas contra la cubierta de la mesa, para evitar que temblaran. Podía sentir que el corazón le golpeaba en el pecho, tan fuerte e intensamente que temió que una de sus arterias se rompiera. El momento estaba aquí. ¡Éste era!
Las paredes desaparecieron. La oscuridad lo rodeaba con un domo de ébano que se tragaba el resplandor de la bombilla sobre él, y ninguna luz pasaba más allá de la orilla de la mesa. Hacía frío, pero no tanto como anoche, y no había viento.
—¿Dónde estás? —preguntó en eslavo antiguo.
No hubo respuesta. Pero en la oscuridad, más allá del punto que la luz no podía traspasar, percibió que algo esperaba de pie, midiéndolo.
—¡Muéstrate, por favor! —le pidió.
Hubo una larga pausa y luego una voz con pesado acento habló desde la oscuridad.
—Puedo hablar una forma más moderna de nuestra lengua. —Las palabras se derivaban de una versión radical del dialecto daco-romano, hablado en esta región en la época en que fue construida la fortaleza.
La oscuridad en el extremo más alejado de la pequeña mesa comenzó a retirarse. Una forma salió de la negrura. Cuza reconoció inmediatamente la cara y los ojos de la noche anterior, y luego el resto de la figura se hizo visible. Un hombre gigante se hallaba frente a él; medía por lo menos dos metros, tenía los hombros anchos y estaba de pie orgullosa, desafiantemente, con las piernas separadas y las manos en las caderas. Una capa hasta el suelo, tan negra como su cabello y ojos, quedaba asegurada alrededor de su cuello con un broche de oro enjoyado. Cuza pudo ver bajo ella una blusa roja suelta, unos flojos pantalones negros, que parecían ser para montar, y botas altas de áspero cuero café.
Todo estaba allí: el poder, la decadencia y la crueldad.
—¿Cómo es que conoces la vieja lengua? —inquirió la voz.
—Yo… la he estudiado por años —se oyó tartamudear Cuza. Descubrió que su mente se había entumido, congelado. Todo lo que quería decir, las preguntas que esa tarde planeó hacer, se habían ido, habían escapado. Desesperadamente verbalizó la primera idea que le vino a la cabeza—: Casi esperaba que usaras ropa de noche.
Las gruesas cejas que crecían tan cerca una de otra, se tocaron al arrugarse el ceño del visitante.
—No entiendo lo de «ropas de noche».
Mentalmente, Theodor se propinó un puntapié. Era asombroso cómo una sola novela, escrita medio siglo antes por un británico, podía alterar la percepción de alguien sobre lo que era esencialmente un mito rumano.
—¿Quién eres? —preguntó adelantándose en su silla de ruedas.
—Soy el vizconde Radu Molasar. Esta región de Valaquia fue mía una vez.
—¿Un boyardo? —se extrañó el profesor. Estaba diciendo que era uno de los señores feudales de su tiempo.
—Sí. Uno de los pocos que permaneció con Vlad, al que llamaban Tepes, el empalador, hasta su fin en las afueras de Bucarest.
—¡Eso fue en 1476! —exclamó Cuza, estupefacto pese a que esperaba una respuesta tal.
—Yo estuve ahí.
—Pero ¿dónde has estado desde el siglo quince?
—Aquí.
—¿Por qué? —El miedo del viejo se iba evaporando como humo mientras hablaba, y se veía reemplazado por una excitación intensa que hacía que su mente volara. Quería saberlo todo. ¡Ahora!
—Me estaban persiguiendo.
—¿Los turcos?
Los ojos de Molasar se entrecerraron, mostrando sólo el negro de sus pupilas.
—No —respondió al fin—… otros… dementes que serían capaces de perseguirme por todo el mundo para destruirme. Sabía que no podía huir de ellos para siempre. —Hizo una pausa y sonrió mostrando unos dientes largos, afilados y levemente amarillentos, ninguno especialmente aguzado, pero todos de apariencia fuerte—. Así que decidí esperar más que ellos. Construí esta, fortaleza, hice arreglos para su mantenimiento y me oculté.
—Es… —Cuza no se atrevía a formular la pregunta que había deseado hacer ardientemente desde el principio; ahora no podía contenerse más—. ¿Eres un no-muerto?
—¿No-muerto? —repitió mientras volvía la sonrisa casi burlona—. ¿Nosferatu?
¿Moroi?
Quizá.
—Pero ¿cómo…?
—
¡Basta!
—exclamó Molasar lanzando una mano por el aire—. ¡Basta de tus molestas preguntas! No me importa tu inútil curiosidad. No me importas tú, a no ser por el hecho de que eres mi compatriota y que hay invasores en mi tierra. ¿Por qué estás con ellos? ¿Traicionas acaso a Valaquia?
—¡No! —protestó Cuza sintiendo volver el miedo que fuera alejado por la excitación del contacto, mientras la expresión de Molasar se hacía feroz—. ¡Me trajeron aquí contra mi voluntad!
—
¿Por qué?
—la pregunta surgió como un cuchillo al ataque.
—Creyeron que yo podría descubrir qué estaba matando a los soldados. Y creo que lo he hecho… ¿no?
—Sí. Lo has hecho —admitió Molasar con otro cambio mercurial de humor, sonriendo de nuevo—. Los necesito para recuperar la fuerza después de mi largo reposo. Los necesitaré a todos antes de estar en la cima de mis poderes.
—¡Pero no debes hacerlo!
—¡
Nunca
me digas lo que debo o no debo hacer en mi hogar! —bramó Molasar estallando de nuevo—. ¡Y nunca cuando los invasores lo han tomado! ¡Yo me encargué de que ningún turco pusiera un pie en este paso mientras estuve aquí, y ahora se me despierta para hallar mi fortaleza infestada de alemanes!
Estaba echando espumarajos de furia, caminando de un lado a otro, blandiendo salvajemente los puños para acentuar sus palabras.
Theodor aprovechó la oportunidad para levantar la tapa de la caja a su derecha y extraer el fragmento de espejo roto que Magda le había dado anteriormente. Mientras Molasar bramaba por la habitación, perdido en la cólera, Cuza levantó el espejo y trató de ver el reflejo de Molasar en él. Pudo vislumbrar a su izquierda a Molasar junto al montón de libros en la esquina de la mesa, pero cuando vio el espejo sólo logró ver más libros.
¡Molasar no se reflejaba!
De pronto, el espejo fue arrebatado de la mano de Cuza.
—¿Curioso aún? —interrogó levantando el espejo y mirándolo—. Sí. Las leyendas son ciertas, no me reflejo. Hace mucho sí tenía reflejo. —Sus ojos se ensombrecieron por un instante—. Pero ya no. ¿Qué más tienes en esa caja?
—Ajo —respondió Cuza y sacó un diente bajo la tapa—. Se dice que aleja a los no-muertos.
Molasar extendió la palma de la mano. Había pelo creciendo en su centro.
—Dámelo —ordenó. Cuando Cuza obedeció, Molasar se llevó el diente de ajo a la boca y lo mordió. Después tiró el resto a un rincón—. Adoro el ajo.
—¿Y la plata? —inquirió extrayendo un medallón de plata que Magda le había dejado.
Molasar no dudó en tomarlo y frotarlo entre sus manos.
—¡No podría haber sido un boyardo bueno si hubiese temido a la plata! —Ahora parecía estar divirtiéndose.
—¿Y esto? —finalizó Cuza buscando el último artículo en la caja—. Se supone que es el más potente de los amuletos contra los vampiros. —Sacó la cruz que el capitán le presté a Magda.
Con un sonido que era parte jadeo y parte gruñido, Molasar se alejó y desvió los ojos.
—¡Guárdalo!
—¿Te afecta? —aventuró Cuza, aturdido. Una pesadez creció en su pecho mientras miraba a Molasar encogerse—. ¿Por qué? Cómo…
—¡GUÁRDALO!
Cuza lo hizo inmediatamente, doblando los lados de la caja de cartón mientras presionaba la tapa tan fuertemente como podía sobre el objeto ofensivo.
Prácticamente, Molasar saltó sobre él, enseñando los dientes y silbando las palabras entre ellos.
—¡Pensé que podía encontrar en ti un aliado contra los extranjeros, pero veo que no eres diferente!
—¡También quiero que se vayan! —declaró Cuza, aterrorizado, apretándose contra el escaso acojinado de su silla de ruedas—. ¡Más que tú!
—¡Si eso fuera cierto, nunca habrías traído esa abominación a este cuarto! ¡Y nunca me lo hubieras mostrado!
—¡Pero no lo sabía! ¡Podía haber sido otra falsa historia folclórica, como el ajo y la plata! —¡Tenía que convencerlo!
Molasar hizo una pausa.
—Quizá —aceptó. Giró y caminó hacia la oscuridad, con la furia mínimamente calmada—. ¡Pero tengo dudas sobre ti, inválido!
—¡No te vayas! ¡Por favor!
Molasar dio unos pasos hacia la oscuridad que lo esperaba y se volvió hacia el profesor mientras ésta lo envolvía. No dijo nada.
—¡Estoy de tu lado, Molasar! —gritó Cuza. ¡No podía irse ahora, no cuando quedaban tantas preguntas sin respuesta!— ¡Por favor, créeme!
Sólo permanecían puntos brillantes de luz en la superficie de los ojos de Molasar. El resto de él había sido tragado. Súbitamente, una mano emergió de la oscuridad, apuntando a Cuza.
—Te vigilaré, inválido —le advirtió—. Y si veo que puedo confiar en ti, hablaré contigo alguna otra vez. Pero si traicionas a nuestra gente, segaré tus días.
La mano desapareció. Luego, los ojos. Pero las palabras persistieron, colgando en el aire. La oscuridad cedió gradualmente, reabsorbiéndose en las paredes. Pronto todo estaba como antes. El diente de ajo parcialmente comido, que yacía en la esquina de la habitación, era la única evidencia de la visita de Molasar.
Cuza no se movió durante largo rato. Entonces notó lo pesada que tenía la lengua en la boca, más seca de lo usual. Alzó la taza con agua y bebió, lo que era un ejercicio mecánico que no requería ningún pensamiento consciente. Tragó con la dificultad habitual y luego buscó la caja ubicada a su derecha. Su mano descansó sobre la tapa durante un tiempo, antes de levantarla. Su mente adormecida se negaba a enfrentar lo que estaba adentro, pero sabía que a la larga tendría que verlo. Comprimiendo su boca contraída hasta convertirla en una línea corta y torva, levantó la tapa, extrajo la cruz y la depositó ante él sobre la mesa.
Una cosa tan pequeña… Plata. Algún trabajo de adorno en los extremos de la pieza vertical y de la cruceta. Ningún cadáver unido a ella. Sólo una cruz. No era más, pero representaba un símbolo de la inhumanidad del hombre hacia el hombre.
De las tradiciones milenarias y del aprendizaje de su propia fe, que era parte de su vida diaria y su cultura, Theodor siempre consideró el uso de cruces como una costumbre más bien bárbara, como un signo de inmadurez en una religión.
Pero entonces, el cristianismo resultaba ser un retoño relativamente joven del judaísmo. Necesitaba tiempo. ¿Cómo había llamado Molasar a la cruz? Una «abominación». No, no era eso. Al menos no para Cuza. Grotesco sí, pero nunca una abominación.
Sin embargo, ahora adquiría un nuevo significado, así como muchas otras cosas. Las paredes parecían hacer presión sobre él mientras miraba la pequeña cruz, permitiendo que ésta se convirtiera en el polo de su atención. Las cruces eran muy parecidas a los amuletos que usaban los primitivos para alejar a los espíritus malignos. Los europeos del Este, especialmente los gitanos, tenían incontables amuletos, desde ajos hasta iconos. Él había arrojado la cruz junto con el resto, sin ver ninguna razón por la que mereciera más consideración que lo demás.
Sin embargo, Molasar sintió repulsión hacia la cruz… ni siquiera soportó mirarla. La tradición le atribuía poder sobre los demonios y los vampiros, porque supuestamente era el símbolo del triunfo final del bien sobre el mal. Cuza siempre se había dicho que si los no-muertos existían, y la cruz tenía poder sobre ellos, se debía a la fe innata de la persona que sostenía el objeto y no al objeto en sí.
No obstante, acababa de comprobar que estaba equivocado.
Molasar era malvado. Eso era un hecho: cualquier entidad que deja un rastro de cadáveres para continuar su propia existencia es inherentemente maligna. Y cuando él sostuvo la cruz en alto, Molasar retrocedió. Cuza no creía en el poder de la cruz, sin embargo ésta había mostrado tener poder sobre Molasar.
Así que debía ser la cruz misma la que poseía el poder y no su dueño.
Le temblaron las manos. Se sintió abrumado y confundido mientras su mente recorría todas las implicaciones. Eran devastadoras.