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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (2 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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—Perder el miembro viril.

—Ah, ha oído lo que he dicho. —La sangre se me agolpa en las mejillas.

—Me alegro de no estar en el pellejo de ese tal Rob. —Un amago de sonrisa le curva los labios. Se ríe de mí.

—Créame, si usted fuera Robert, estaría muerto.

Intento esquivarlo y casi se me enreda el pie en una hilacha suelta de la alfombra.

El desconocido se hace a un lado.

—Lleva usted mucha prisa —me comenta.

—Me muevo a mi velocidad habitual, no al ritmo isleño.

Me mira fijamente, impertérrito.

—¿De dónde es usted?

—De Los Ángeles. He venido ayudar a mi tía..., por un tiempo.

Necesito una ducha caliente, una taza de café cargado.

—Su tía... La encantadora señora del sari.

—La que viste y calza.

Así que sigue atrayendo la mirada de hombres a los que aventaja en edad. Y sigue llevando sari.

—La belleza debe de ser cosa de familia —insinúa.

Me arden las orejas. Me alegro de que queden ocultas bajo el pelo. Hace mucho que no me siento atractiva.

—Es usted un poco atrevido, ¿verdad, señor...?

—Hunt. Connor Hunt. Y usted debe de ser Jasmine.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Se lo he oído a su tía. Tal como hablaba de usted, sonaba enigmática.

¿Enigmática, yo? Si algo no he sido jamás es enigmática.

—¿Así que mi tía ha estado cotilleando sobre mí? ¿Y qué ha dicho? Voy a tener que hablar muy seriamente con ella.

—Ha dicho que trabajará para ella.

—¿Eso es todo? No veo dónde está el enigma.

—También ha dicho que venía usted huyendo de algo.

—¿Huyendo, yo? —Mi voz se eleva, y noto que se me tensan las cervicales—. Eso no es asunto suyo, y no estoy huyendo de nada. Que quede claro.

Connor Hunt levanta la mano.

—Ha quedado clarísimo.

—Tengo mucho que hacer, así que, si no le importa, debo ir en busca de mi tía.

—¿No tiene un ratito para tomar un café? ¿O quizá un té?

No me lo puedo creer.

—Mientras esté aquí no tendré tiempo para citas.

«Y mucho menos con hombres de su calaña. Hombres que tontean con perfectas extrañas. Hombres como Robert.»

—¿Quién ha dicho nada de una cita? —Se me acerca más, y retrocedo instintivamente.

—¿Cómo lo llamaría usted, si no? ¿Tiene por costumbre coquetear en las librerías?

—Solo con usted. ¿No podría convencerla?

—Ni en sueños.

Tengo ganas de echarlo a patadas. Es calcado a Robert, que seguramente flirteaba con todas las mujeres que se le ponían a tiro. No pienso tropezar con la misma piedra dos veces. Ahora soy Jasmine, el témpano de hielo.

Connor Hunt se frota la ceja con el índice.

—No voy a mentirle, estoy decepcionado. Pero espero volver a verla en otra ocasión.

Sale por la puerta y se pierde en la penumbra de un atardecer tormentoso.

2

¡Hasta nunca!

Qué desfachatez, insinuarse a una perfecta desconocida. Apuesto a que tiene mujer, y quién sabe si hijos también.

Me pregunto si, cuando Robert vio a Lauren por primera vez, le sonrió de un modo tan inocente antes de pedirle una cita. Si se quitó el anillo de casado y se lo escondió en el bolsillo. Si fingió sentir algo por ella.

Los hombres se mueven a golpe de testosterona. Creen que pueden conquistar a cualquier mujer con solo proponérselo. Pero nadie volverá a conquistarme jamás. Necesito llamar al despacho, comprobar que la compañía no ha echado a nadie más. Asegurarme de que tengo un puesto de trabajo al que volver.

Cuelgo el abrigo en el armario del vestíbulo y entro en la abarrotada habitación que queda a mi derecha. Sostengo la blackberry en alto y apunto en todas las direcciones. Pruebo en un pasillo, luego en el otro. Ni rastro de cobertura.

Oigo sonoros ronquidos procedentes de un pasillo de la sección de historia que, según reza el letrero, alberga libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Un hombre barbudo duerme a pierna suelta en el sillón. Sobre su pecho descansa un libro que habla de acorazados, abierto boca abajo. Es increíble la cantidad de tiempo que tienen algunos para dormir, para leer. ¿Acaso no tienen cosas que hacer, correos electrónicos que mirar?

—¡Bippy, mi queridísima sobrina! —exclama la tía Ruma a mi espalda con un vozarrón que no parece casar con su silueta menuda. Siempre me llama así, como cuando era un bebé.

—¡Tía! —Giro sobre los talones y viene corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Es alegre y vital como una adolescente, por más que el pelo blanquísimo, el rostro surcado de arrugas y las gafas bifocales de montura plateada delaten su edad. Lleva un jersey de punto con alces que no podría desentonar más con el sari de chiffon verde. No veo la menor señal de su misteriosa enfermedad.

—¿Por qué no me has avisado de tu llegada? —Me envuelve en un abrazo y percibo su peculiar perfume especiado, el inconfundible olor de mi tía, y un toque de la crema hidratante de Pond’s. Los recuerdos de la infancia acuden en tropel a mi memoria, recuerdos de la tía preparando coliflor al curry o mishti doi, un postre a base de yogur, o bien pasándome ejemplares recién impresos de Jorge el Curioso, de El osito Winnie... ¿De veras llegué a leer todos esos libros tontorrones?

La miro a los ojos en busca de alguna pista sobre su dolencia.

—Te estaba buscando. ¿Cómo te encuentras?

—Voy tirando, gracias a los dioses.

El barbudo del sillón ronca ahora de forma más audible.

Un hombre irrumpe en la estancia como si se lo llevaran los demonios. Viste en tonos otoñales y luce el pelo negro cardado y reluciente. Seguro que se pasa una hora acicalándose delante del espejo todas las mañanas. Irradia un encanto delicado, elegante, y posee facciones redondeadas, como si los elementos se hubiesen encargado de borrarles las aristas.

—Ruma, el expositor del escaparate vuelve a estar patas arriba, y estoy harto de arreglarlo. —Mira de reojo al hombre que ronca y menea la cabeza—. Ya empiezan a llegar los lirones de biblioteca, y eso que solo estamos a lunes.

—¿Los lirones de biblioteca? —pregunto.

El hombre se vuelve hacia mí.

—¡Los que vienen aquí a planchar la oreja, a dormir!

—No ocurre muy a menudo, ¿verdad?

—¿De dónde sales, querida? —Me mira de arriba abajo—. Ah, tú debes de ser Jasmine.

—Encantada de conocerte —contesto, preguntándome qué le habrá contado la tía Ruma acerca de mí.

—Te presento a Tony —interviene mi tía—. Trabajaréis juntos mientras yo esté fuera.

Sonrío para que no se note demasiado que se me remueven las entrañas solo de pensarlo.

—Qué bien, encantada de conocerte —contesto educadamente.

Tony me estrecha la mano con tanta fuerza que casi me rompe los huesos.

—Así que te mudas a la isla.

No sin esfuerzo, logro liberar la mano.

—Solo estoy de paso. Me quedaré con mis padres, que viven a pocas manzanas de aquí.

La boca de Tony se abre hasta dibujar una «o» perfecta.

—De eso nada, monada. Te quedarás al pie del cañón, lo que significa que debes instalarte aquí.

Me vuelvo hacia mi tía.

—¿Lo dice en serio?

—Por supuesto. Forma parte del acuerdo. Tienes que cuidar la casa.

—No puedo quedarme aquí. Por las noches me iré a casa de mis padres y dormiré en la habitación de invitados. Necesito un escritorio para trabajar, una mesa. La buhardilla es demasiado pequeña.

—Puede, pero es el mejor rincón de la casa.

—Mamá ya ha preparado la habitación para mí. Tiene sitio de sobra.

—De ninguna manera. Debes quedarte aquí, por si las cañerías se ponen tontas...

—¿Las cañerías?

¡Que no soy fontanera!

—... o por si se va la luz o, Dios no lo quiera, se declara un incendio.

—¿Un incendio?

—Tenemos extintores. Y muchas actividades que se celebran a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde. Así que ya ves, tienes que quedarte...

—¿Actividades?

No salgo de mi asombro. ¿Qué clase de actividades puede acoger mi tía en este lugar dejado de la mano de Dios?

—El miércoles por la mañana viene una escritora a firmar libros, bastante temprano...

—¿No puede quedarse Tony en la casa?

—Yo vivo en Seattle —tercia el interpelado, frunciendo el ceño—. Tengo que coger el ferry. Normalmente solo lo hago de lunes a viernes, pero vendré este fin de semana para echarte una mano.

Mi tía me da una palmadita en el brazo.

—¿Lo ves? Tony se vuelca en su trabajo. Vender libros es un estilo de vida, no solo un modo de ganarse el pan. No pretenderás llegar cuando abre la tienda y marcharte a la hora de cierre, ¿verdad? —Sus cejas se arquean como dos puentes colgantes de color plateado.

—Pues la verdad es que sí. —El bolso se me resbala del hombro y tiro rápidamente del asa.

Tony ríe entre dientes. Me están dando ganas de abofetearlo.

La tía Ruma blande un dedo enjoyado a poca distancia de mi rostro.

—La esencia de este oficio consiste en trabajar fuera de horas, dormir en la buhardilla, oír cómo respiran los libros por la noche.

—¿Cómo respiran... los libros?

Desde luego espero que no lo hagan en mi presencia. Lo que tendría que hacer mi tía es despejar las habitaciones, abrir las ventanas, instalar más puntos de luz y encargar los últimos superventas.

—Un trabajo a jornada completa, ¿no? —insiste.

—Pero tengo mucho que hacer mientras esté aquí, cosas de mi verdadero..., de mi otro trabajo, y me pregunto por qué mi móvil no tiene cobertura.

—Aquí no la tendrás. —Mi tía me sonríe con ternura y luego se vuelve hacia Tony—. Está muy ocupada, ¿sabes? Aconseja a la gente que quiere ahorrar dinero para cuando se jubile.

—Solo me encargo de cuentas socialmente responsables —preciso. «Y si no hago una presentación perfecta de la compañía Hoffman en cuanto vuelva a Los Ángeles, puede que me echen a la calle.»

Tony me mira de arriba abajo otra vez.

—Nena, reconozco que no tienes mal gusto, pero esos trapos son para la ciudad. Aquí no puedes ponerte tacones para trabajar. Te dolerán los pies.

Ya me duelen los dedos de los pies.

—Llevo un par de zapatillas de deporte en la maleta.

—Pues póntelas. Y habrás traído unos vaqueros, ¿no?

—Solo un par.

Tony pone los ojos en blanco.

—Pues ya puedes ir comprándote otro par o no harás más que lavarlo para volver a ponértelo. Vas a pasar todo el día de pie.

—Había pensado echar una mano en la caja...

Tony suelta una carcajada.

—Pero ¿tú de dónde sales?

—Del mundo real.

Tony echa la cabeza hacia atrás y rompe a reír.

—¿Llamas a Los Ángeles el mundo real?

Me muerdo la lengua para no decirle cuatro frescas. Los ronquidos del hombre barbudo se hacen más audibles. Una bombilla parpadea en el techo; el suelo cruje y se levanta una nube de polvo. Encadeno varios estornudos. Intuyo que las próximas semanas se me harán eternas.

3

La tía Ruma nos conduce de vuelta al pasillo.

—No olvides echarle un vistazo al expositor del salón —dice Tony antes de perderse en las entrañas de la casa.

Mi tía me lleva hasta el salón principal, donde el polvo se arremolina como en una tormenta de arena. Apenas veo a través de las partículas suspendidas en el aire. Siento un impulso casi irreprimible de salir por la puerta y echar a correr calle abajo. Ni siquiera me detendría a recoger la maleta. Qué más da, mientras tenga mi arsenal tecnológico.

—Tía Ruma, ¿no has pensado en airear un poco todo esto, dejar que entre más luz, y de paso pedir unos cuantos ejemplares de los libros más vendidos? Como los que vi en la mesa de novedades del aeropuerto...

—¡Oh, no! ¡Otra vez, no! —Mi tía se detiene delante de un expositor con los brazos en jarras—. Qué desastre. ¡Ay, Ganesh!

En el expositor no hay más que clásicos ajados de Jane Austen, Charles Dickens, Charlotte Brontë.

—A esto me refiero, precisamente —insisto, señalando el expositor—. Habría que reorganizarlo. Poner aquí los libros más recientes, quizá apuntar tus recomendaciones en unas tarjetitas...

—Estaría bien que conocieras mi librería antes de aventurarte a dar consejos. —Mi tía recoloca los libros. A nuestra espalda, un delgado ejemplar cae del estante y aterriza en el suelo con un ruido sordo. Se titula Cómo cambiar el espacio que habitas—. Venga, deja ya de quejarte —le dice al libro, y lo devuelve al estante.

La sigo hasta la sección de literatura clásica, donde la ayudo a colocar los libros en las estanterías.

—Así que el expositor del salón...

—Es para libros más recientes.

—¿Los ordenas por título, o...?

—Por autor. Otras preguntas que suelen hacernos: ¿Vendéis sellos? ¿Hacéis fotocopias? ¿Tenéis conexión a internet? La respuesta es no, no y no.

—Pero ¿por qué no? Internet atraería a más clientes. Y a lo mejor tampoco estaría mal poner una pequeña cafetería.

—Los lavabos están en el pasillo —señala, haciendo caso omiso de mis sugerencias—. También suelen preguntarme si hago ofertas especiales. Ay, Ganesh...

—Pero tampoco habrá tanta gente preguntando, digo yo. Me refiero a que tu librería queda un poquito apartada...

Por no decir que el clima es un asco.

—¡Apartada! Pero si tengo el local más céntrico de todo el pueblo. La gente no puede vivir sin mi librería.

¿Que no pueden vivir sin su librería? A exagerada no le gana nadie, desde luego. La sigo hasta la sección de literatura. Una gruesa capa de polvo cubre las repisas de las ventanas. Mi tía saca unos cuantos libros de tapa dura, que coloca en el escaparate de la fachada principal.

—Hala, ya vuelve a estar todo en su sitio —concluye.

—¿Consultas la lista de los libros más vendidos? Tengo entendido que las librerías independientes elaboran sus propias recomendaciones.

—La mía no es una librería normal y corriente. A veces me despierto y todo está fuera de sitio. Libros por aquí, libros por allá...

—¿Quién los mueve? ¿Tony? ¿Los clientes?

—Quién sabe. Alguien que no quiere que los clásicos caigan en el olvido. Sea quien sea el culpable, mezcló a un puñado de escritores distintos en este expositor para que yo no sepa a quién achacar el cambiazo. Ahora ven, te voy a enseñar la casa. Tomaremos el té.

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