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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (9 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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—Por lo que veo, los Maulik lo han pasado mal últimamente —señalo, para compensar sus comentarios mordaces con una pizca de compasión—. ¿Por qué no les dais un respiro?

Ninguno de los dos replica. Papá toma una calle lateral de aspecto cuidado y opulento, se detiene junto a la acera. Hay varios coches aparcados delante de la casa de los Maulik, un cubo de dos plantas con la fachada enlucida, rodeado de exuberantes rododendros y abetos.

Apenas reconozco a la mujer que sale a abrir la puerta: el rostro abotargado, el pelo negro lacio y sin vida, una pátina vidriosa empañando la mirada. La tía Charu, aquella hermosísima mujer de tez morena, ha perdido su esplendor.

—¡Jasmine! ¡Qué alegría verte!

La abrazo con fuerza.

—Ha pasado mucho tiempo.

—Entrad, entrad.

La tía Charu se hace a un lado, abraza y besa a mis padres. Por dentro, la casa de los Maulik es la quintaesencia de India: alfombras de Cachemira cubren los suelos de tarima maciza, y sobre las mesitas auxiliares de teca se alzan figuras de dioses hindúes. En las paredes del comedor, varios tapices de seda ilustran escenas de las grandes epopeyas hindúes, y en el inmenso salón con vistas al mar, por encima de un sofá importado, un lienzo reproduce una escena bélica del Mahabharata. Un aroma a madera ahumada y especias fuertes flota en el aire. Los Maulik siempre han atesorado los recuerdos de su tierra natal con tanto afán que su añoranza de Bengala parece aflorar por todas partes.

En casa de mis padres, por el contrario, conviven los objetos más dispares en una mezcla de Oriente y Occidente, acaso como reflejo de la afición de mi padre por los viajes y los cambios. Mamá, la tía Ruma y él fueron los primeros de nuestra nutrida familia que abandonaron India. Abrieron camino y abrazaron con entusiasmo la cultura estadounidense.

Mamá y papá me presentan a varios invitados a los que apenas reconozco. Nos reunimos en el patio y nadie menciona mi divorcio ni el hecho de que no tenga hijos. La casa está llena de niños, la descendencia de los amigos indios de la familia. Los hijos, sobre todo los varones, son sinónimo de éxito, y todos los amigos o primos de mi edad se han hecho médicos, abogados o profesores.

Mi padre se ocupa del salmón que se está asando en la barbacoa. El tío Benoy se encarga de las bebidas. Mi madre está hablando con una vieja amiga de India cuyo rostro reconozco, aunque el nombre se me escapa.

Y aquí estoy yo, hecha un pasmarote junto al muro de piedra del jardín, fingiendo interesarme por los rododendros.

—Dime, Jasmine, ¿qué tal te van las cosas en el trabajo?

El tío Benoy se me acerca con su paso trabajoso para darme un gran abrazo. Desde la última vez que lo vi, hará una década, ha encanecido del todo.

—Me va muy bien —contesto. Otra mentira. De pronto, soy consciente de lo frágil que es mi situación en la empresa—. Tienes buen aspecto, tío.

En realidad, tiene el rostro demacrado, surcado de arrugas.

—¿Y qué hay de Gita? Se casa, ¿verdad?

—Sí, nos hace mucha ilusión —contesto educadamente.

—¿Te traigo una copa? ¿O quizá algo de picar? —me pregunta con una palmadita en la espalda.

—Un poco de agua, por favor.

—Ahora mismo vuelvo —contesta, y se aleja despacio.

—¿Jasmine, eres tú?

Una mujer joven de pelo largo se me acerca sigilosamente. Lleva apoyado en la cadera un bebé de aspecto angelical.

—¿Sanchita? —pregunto, escrutando su rostro. Parece una versión alargada de la niña que fue: el mismo rostro oval de tez oscura, los mismos ojos saltones, con una sombra adicional de vello negro sobre el labio superior. La última vez que la vi tendría como mucho dieciocho años, tres menos que yo. Poco después, se marchó a la universidad.

Un niño se le acerca corriendo. Calculo que tendrá tres o cuatro años. Agita en el aire un gran libro ilustrado, y no es otro que El pijama del osito.

—Mamá, ¿puedes leérmelo?

«¿Mamá?» Sanchita, una hija única a la que concedían absolutamente todos los caprichos que se le antojaban, ha dado a luz a dos niños. No salgo de mi asombro. Es más: creo que me hago vieja por momentos.

—Después de cenar —contesta ella.

—Mamaaaaá...

—Anda, vete a jugar.

El niño se marcha a regañadientes, con un mohín de enfado.

—¡Vishnu! —lo llama Sanchita—. Lávate las manos antes de cenar.

El niño asiente sin mirar atrás.

—¡Qué mono! —le digo. Se me revuelven las entrañas. Vale, soy una envidiosa. No quiero su vida, pero siento envidia de su pequeña familia feliz, de su capacidad para satisfacer las expectativas de todos los demás, de lo cómoda que se la ve en el papel que se supone que debe interpretar.

—Esta es la más difícil —confiesa Sanchita, señalando con la cabeza a la niñita que lleva en brazos. Los labios de la pequeña tiemblan, hace pucheros. Es una verdadera monada. Más aún: la viva imagen de la frescura, de la vida recién estrenada.

Acaricio las mejillas calientes de la niña.

—Es preciosa, simplemente adorable.

—Cuando quiere. —Sanchita mece a su hija. En la penumbra del anochecer, el cansancio se hace evidente en su rostro. Hay un vacío en su mirada, como si una parte de sí misma se hubiese ausentado.

—Hacía siglos que no te veía. Lo último que supe de ti es que entraste en la universidad. ¿A qué te dedicas ahora?

—Soy médico, pediatra.

La palabra «pediatra» le va que ni pintada. Ejerce la profesión que mis padres hubiesen querido para mí. La que sus padres querían para ella. La que cualquier progenitor indio hubiese deseado para su hija. Es el producto por excelencia de una familia bengalí de clase alta. Ha elegido una profesión muy valorada, ha dado a luz a un hijo varón y, de propina, a una niña regordeta cuyos mofletes da gusto pellizcar. No se puede pedir más.

—Enhorabuena —la felicito, y me noto la garganta seca—. Debe de ser una profesión muy gratificante.

Apuesto a que vive en una mansión y tiene una niñera a sueldo, a no ser que el marido sea de los que se quedan en casa para cuidar a sus hijos.

—Sí, por lo general así es. —Sanchita aparta los ojos de mí para mirar a alguien que tengo a mi espalda. Quizá no sea una interlocutora lo bastante importante para retener su atención—. ¿Y tú qué tal?

—Vivo en Los Ángeles. Manejo inversiones, carteras de clientes jubilados.

Sanchita asiente sin atender demasiado. La pequeña juguetea con su pelo.

El tío Benoy me trae un vaso de agua con hielo y pellizca los mofletes de la niña.

—¿Cómo está mi pequeña Durga?

Le parlotea en bengalí y no entiendo nada de lo que dice. Luego la coge de los brazos de su madre y se la lleva para presumir ante los invitados.

Sanchita debe de esperar grandes cosas de sus hijos, pues les ha puesto los nombres de poderosas deidades del panteón hindú.

—¿Y tu marido? —pregunto—. ¿A qué se dedica?

—Es neurocirujano —contesta mientras ve cómo el tío Benoy se aleja con Durga.

Arqueo las cejas. ¿Qué, si no?

—¿Ha venido o le tocaba trabajar esta noche? Los cirujanos hacen turnos muy largos, ¿verdad?

—Sí, sí que ha venido. La familia es lo más importante para él.

—Eso es fantástico.

La familia también era importante para Robert. Habría fundado varias familias con varias mujeres, si se lo hubiesen permitido. Lauren no le durará demasiado. Es tan solo la última de una larga serie de caprichos.

—¿Y tú, te has casado? —pregunta Sanchita, pero enseguida se percata de su error y se pasa la lengua por los labios antes de añadir—: Es verdad, estás separada. Divorciada.

Algún pariente le habrá contado mis penas: «¿Has oído lo de la pobre Jasmine?».

—Sí, desde hace casi un año —replico, tomando la precaución de sonreír mientras lo digo.

—Eso es. ¿Era indio o norteamericano?

«Era», como si hubiese pasado a mejor vida.

—Norteamericano.

Ahora lo suyo sería que dijera «Bueno, entonces no me extraña».

—¿Cómo os conocisteis? —pregunta.

—A través de un amigo común, en una fiesta de la facultad. Es profesor de antropología.

Sanchita asiente.

—¿No era esa tu especialidad?

—Al principio sí, pero luego me decanté por algo más práctico.

—¿Y Gita? Se casa en primavera, ¿verdad? ¿Con un indio?

—Eso tengo entendido —contesto.

Un hombre alto, sumamente apuesto, se nos acerca a grandes zancadas. Lleva una camisa de seda con el cuello desabrochado y pantalones deportivos. Parece recién salido de una película de Bollywood en la que interpretara al héroe de una leyenda épica. Se le ve cómodo, dueño de sí mismo. ¿Sería mi vida distinta si me hubiese casado con un hombre así?

—Cariño —se dirige a Sanchita con voz cálida, teñida por un suave acento bengalí, la mirada rebosante de afecto—. Tu madre necesita ayuda en la cocina.

—Dile que ya voy —contesta Sanchita.

El recién llegado se vuelve hacia mí y sonríe, descubriendo su perfecta dentadura blanca.

—Hola, soy Mohan, el marido de Sanchita. Y tú debes de ser...

—Jasmine, y no soy la mujer de nadie.

Tampoco tengo hijos, y soy la peor librera de la historia. Se me da muy bien manejar carteras de inversiones, pero quizá pierda mi trabajo.

Sanchita y Mohan me miran sin saber qué decir.

—Tranquilos —comento—. Era un chiste malo.

—¡Sanchita! —llama la tía Charu.

—¡Ya voy, mamá! —contesta Sanchita a voz en grito, una voz que parece llevarla de vuelta a la infancia mientras Mohan y ella se alejan a toda prisa.

Nos sentamos a cenar en el patio y la noche discurre plácidamente entre animadas charlas sobre política y reuniones, viajes y física, astronomía y literatura. Empiezo a disfrutar de las bromas, de la compañía de los amigos de la familia y de la comida: salmón especiado, arroz basmati, sabrosas lentejas especiadas y dulces postres.

Durante un rato, el peso de las expectativas ajenas se desvanece. El vino ayuda, aplacando el dolor, amortiguando la punzada de los malos recuerdos. Sucumbo a un estado de dulce embotamiento, y más tarde, ya en casa de mis padres, me duermo sin esfuerzo alguno por primera vez en casi un año.

Pero por la mañana, cuando vuelvo a la librería, encuentro a Tony alterado, yendo de aquí para allá, maldiciendo entre dientes.

—No te quedaste a dormir, ¿verdad? He llegado pronto, tenía un mal presentimiento. ¿Has visto lo que nos espera?

Miro a mi alrededor, boquiabierta.

—¿Qué demonios ha pasado aquí?

13

En el salón reina el caos. Hay libros sacados de las estanterías, muebles fuera de sitio. Los libros ilustrados de Gertrude están desperdigados en el suelo y han sido sustituidos en el expositor por títulos clásicos de Beatrix Potter, E. B. White, Lewis Carroll y otros escritores muertos.

Me dirijo a la puerta con el corazón en un puño.

—Llamaré a la policía.

—No, no lo hagas. —Tony se me adelanta y me corta el paso—. Nadie ha robado nada. He mirado en la caja.

—Pero esto es un acto de vandalismo.

—De vandalismo, no. Como mucho, de reorganización —puntualiza, recogiendo un ejemplar de los Sonetos de Shakespeare.

—¿Cómo que de «reorganización»?

—A veces ocurre. Está todo aquí, solo que no donde se supone que debe estar.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has comprobado que estén todos los libros?

—Sí, más o menos. Esta es la única habitación afectada.

—Mi tía necesita un sistema de alarma...

—No necesitamos ningún sistema de alarma. No estamos en Los Ángeles.

Tony aparta un sillón de la pared.

—Salta a la vista que lo necesitáis, ¡alguien ha entrado en la casa!

—Nadie ha entrado.

Un escalofrío recorre mi cuerpo.

—¿Estás insinuando que ya había alguien dentro?

—Sí, quizá.

—¿Y dónde está ahora? ¿Por qué iba a hacer algo así?

—A lo mejor hay alguien que no quiere que le demos tanto protagonismo a Gertrude.

Vuelvo a colocar El viento en los sauces en la estantería.

—Sí, claro. Todos estos autores muertos querrían que les diéramos más protagonismo a sus obras, ¿verdad?

—A lo mejor. Pregúntaselo.

Suelto una carcajada.

—Venga ya, Tony. ¿Has hecho tú esto?

Si las miradas mataran, la suya me habría fulminado.

—¿Por qué iba yo a sembrar semejante caos, sabiendo que luego me tocaría poner orden? ¿Te parece lógico? ¿Qué podría empujarme a hacer algo así?

Recojo del suelo un libro enorme, una vieja edición de tapas duras de Alicia en el País de las Maravillas.

—¿El deseo de castigarme por no haberme quedado a pasar la noche? Yo qué sé. ¿Ganas de asustarme? A lo mejor quieres que me pase aquí las veinticuatro horas del día, para poder tomarte un descanso.

—Créeme, no voy abandonar la librería de Ruma precisamente ahora. —Me arrebata el libro de las manos—. Te dije que te quedaras. Podías haber evitado todo esto. Y desde luego no tiene nada que ver conmigo.

—No me digas que crees realmente que la casa se ha puesto de mal humor. ¿Te tragas las fantasías de mi tía?

—Yo no les llamaría fantasías. —Tony frunce los labios—. Y tu tía no es ninguna tonta.

—¿De veras crees...?

—Lo que yo crea o deje de creer no importa. —Mira el reloj de pulsera—. Tenemos que adecentar esta habitación. Hay que preparar café y té. Gertrude no tardará en llegar. No me hace ninguna ilusión tener que enfrentarme a este caos cada día mientras dure tu estancia.

—¿Cada día? ¿Va a pasar lo mismo cada día?

—Quizá peor. Puede que tengamos que recolocar todos los muebles. Las biografías y memorias podrían acabar en la sección de novela negra. Las novelas negras en la sección de literatura romántica. Las novelas románticas entre las obras de consulta...

—Entonces, ¿ya había pasado antes?

Tony frunce el entrecejo, vacilante, y luego dice:

—Tu tía me contó que antes se ausentaba de vez en cuando, pero cada vez que lo hacía se encontraba algo fuera de sitio al volver. Pequeñas cosas. Una pluma antigua que pasaba del salón al despacho. Hojas de té esparcidas sobre la encimera. Y la cosa ha ido a más con el tiempo. El año pasado se fue un fin de semana a Portland, para asistir a una feria, y al volver se encontró la librería patas arriba. Le llevó dos días ponerlo todo en su sitio. Desde entonces, apenas sale. Este viaje a India ha sido un gran paso para ella.

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