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Authors: Grégoire Delacourt

Tags: #Relato

La lista de mis deseos (5 page)

BOOK: La lista de mis deseos
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Hasta el día que…

Recorro la calle Jean-Jaurès hasta la estación de metro de Boulogne-Jean Jaurès, línea 10, dirección Gare d’Austerlitz, transbordo en La Motte-Picquet. Miro mi papelito. Tomar la 8, dirección Créteil-Préfecture, y bajar en Madeleine; cruzar el bulevar de la Madeleine, bajar por la calle Duphot, girar a la izquierda en la calle Cambon y seguir hasta el 31.

Apenas tengo tiempo de alargar la mano cuando la puerta se abre sola por obra y gracia de un portero. Dos pasos y penetro en otro mundo. Hace fresco. La luz es suave. Las dependientas son guapas y discretas; una de ellas se acerca, susurra, ¿puedo ayudarla, señora? Estoy mirando, estoy mirando, mascullo, impresionada, pero es ella la que me mira a mí.

Mi viejo abrigo gris, pero comodísimo, no se lo pueden ni imaginar, mis zapatos planos —los he elegido esta mañana porque en el tren se me hinchan los pies—, mi bolso informe, gastado; la chica me sonríe, no dude en preguntarme todo lo que quiera. Se aleja, discreta, con clase.

Me acerco a una bonita chaqueta bicolor de
tweed
de lino y algodón, 2490 euros. A las gemelas les encantaría. Tendría que llevarme dos, 4980 euros. Un precioso par de sandalias de PVC con tacón de 90 mm, 1950 euros. Unos mitones de napa con forma sesgada en el puño, 650 euros. Un reloj sencillísimo de cerámica blanca, 3100 euros. Un maravilloso bolso de piel de cocodrilo, a mamá le habría encantado, pero jamás se hubiera atrevido; precio a consultar.

¿A partir de cuánto se considera que es un precio a consultar?

De pronto, una actriz que no recuerdo nunca cómo se llama sale de la tienda. Lleva una bolsa grande en cada mano. Pasa tan cerca de mí que me llega el efluvio de su perfume, algo pesado, un poco mareante; vagamente sexual. El portero hace una reverencia que ella ni advierte. Fuera, su chofer se acerca precipitadamente y agarra las dos bolsas. Ella se mete en un gran coche negro y desaparece tras los cristales oscuros, engullida.

¡De película!

Yo también, Jocelyne Guerbette, mercera de Arras, podría desvalijar la tienda Chanel, alquilar los servicios de un chofer y desplazarme en una limusina; pero ¿para qué? La soledad que he visto en el rostro de esa actriz me ha aterrado. Así que me dispongo a salir discretamente de la tienda de ensueño, la dependienta me dirige una sonrisa educadamente desolada y el portero me abre la puerta, aunque no tengo derecho a la reverencia, o no la advierto.

Fuera sopla un aire frío. El ruido de las bocinas de los coches, la amenaza de las impaciencias, los deseos asesinos de los automovilistas, los mensajeros kamikazes en la calle Rivoli, a unas decenas de metros, de repente todo me tranquiliza. Se acabó la gruesa moqueta, se acabaron las reverencias empalagosas. Por fin violencia ordinaria. Dolor mezquino. Tristeza que no sale al exterior. Olores brutales, vagamente animales, químicos, como en Arras detrás de la estación. Mi verdadera vida.

Me dirijo entonces hacia el Jardín de las Tullerías; aprieto contra mi vientre mi bolso feo, mi
caja de caudales
; Jo me ha dicho que tenga cuidado con los rateros en París. Hay bandas de niños que te desvalijan sin que te des cuenta de nada. Mendigas con recién nacidos que no lloran nunca y a duras penas se mueven, drogados con Dénoral o con Hexapneumine. Pienso en
El prestidigitador
de El Bosco, a mamá le encantaba ese cuadro; le gustaban hasta los más pequeños detalles, como las bolitas de nuez moscada que están sobre la mesa.

Recorro la alameda de Diana hasta la exedra norte, donde me siento en un banquito de piedra. Un charco de sol se extiende a mis pies. Súbito deseo de ser Pulgarcita. De zambullirme en ese charco de oro. Calentarme en él. Abrasarme.

Curiosamente, incluso cercadas de coches y de horribles
scooters
, acorraladas entre la calle Rivoli y el Quai Voltaire, las partículas de aire me parecen más claras, más limpias. Sé perfectamente que eso no es posible. Que es fruto de mi imaginación, de mi miedo. Saco el sándwich del bolso; me lo ha preparado Jo esta mañana, cuando fuera todavía estaba oscuro. Dos tostadas, atún y un huevo duro. Le he dicho déjalo, me compraré algo en la estación, pero él ha insistido, son unos ladrones, sobre todo en las estaciones, te cobran ocho euros por un sándwich y no está tan bueno como los que hago yo, ni siquiera está garantizado que esté recién hecho.

Mi Jo. Tan atento. Está muy bueno tu sándwich.

A unos metros, una estatua de Apolo persiguiendo a Dafne y la de Dafne perseguida por el mismo Apolo. Más lejos, una Venus calipigia; «calipigio», adjetivo cuya definición recuerdo haber aprendido en clase de dibujo: de bellas nalgas. O sea, grande, gordo. Como yo. Y aquí estoy, una persona cualquiera de Arras, sentada sobre mis bellas nalgas, comiéndome un sándwich en el Jardín de las Tullerías de París como una estudiante cuando en el bolso llevo una fortuna.

Una fortuna aterradora porque de repente me doy cuenta de que Jo tiene razón.

Ni siquiera por ocho euros, por doce, por quince, podría comprar un sándwich tan bueno como el suyo.

Más tarde —todavía tengo tiempo antes de que salga el tren— voy a rebuscar al mercado de Saint-Pierre, en la calle Charles Nodier. Es mi cueva de Alí Babá.

Mis manos se sumergen entre las telas, mis dedos tiemblan en contacto con el organdí, el fieltro fino, el yute, el
patchwork
. Siento entonces la embriaguez que debió de sentir aquella mujer que pasó encerrada toda una noche en una tienda Sephora, en el bonito anuncio de televisión. Ni todo el oro del mundo podría comprar este vértigo. Aquí todas las mujeres son guapas. Les brillan los ojos. Viendo un pedazo de tela ya imaginan un vestido, un cojín, una muñeca. Fabrican sueños; tienen la belleza del mundo en la yema de los dedos. Antes de irme compro tela Bemberg, cinta de polipropileno, cinta serpentina y pompones de fantasía.

La felicidad cuesta menos de cuarenta euros.

Durante los cincuenta minutos del trayecto, dormito en la atmósfera acolchada del tren de alta velocidad. Me pregunto si Román y Nadine no necesitan nada ahora que puedo comprárselo todo. Román podría montar su propia crepería. Nadine, hacer todas las películas que quisiera y no depender del éxito para llevar una vida decente. Pero ¿se recupera con eso el tiempo que no hemos pasado juntos? ¿Las vacaciones lejos unos de otros, las ausencias, las horas de soledad y de frío? ¿Los miedos?

¿Reduce el dinero las distancias? ¿Acerca a las personas?

Y tú, Jo, si supieras todo esto, ¿qué harías? Dímelo, ¿qué harías?

J
o me esperaba en la estación.

En cuanto me vio, apretó el paso, aunque sin llegar a correr. Me abrazó en el andén. Esa efusión inesperada me sorprendió; me eche a reír con cierta incomodidad. Jo, Jo, ¿qué pasa? Jo, me susurró él al oído, me alegro de que hayas vuelto.

Ahí lo tienen.

Cuanto más grandes son las mentiras, menos las vemos venir.

Jo aflojó el abrazo, su mano descendió hasta la mía y fuimos andando hasta casa. Le conté mi jornada. Inventé por encima una reunión con Filagil Sabarent, mayorista en el distrito III. Le enseñé las maravillas que había comprado en el mercado de Saint-Pierre. ¿Y mi sándwich? ¿No estaba bueno mi sándwich?, preguntó. Me puse entonces de puntillas y lo besé en el cuello. El mejor del mundo. Como tú.

F
rançoise entró precipitadamente en la mercería.

¡Ya está!, dijo, ¡ha ido a por el cheque! Es una mujer. Lo pone aquí, en
La Voix du Nord
, alguien de Arras que quiere conservar el anonimato. ¡Aquí, mira! ¿Te das cuenta? ¡Ha esperado hasta el último minuto! Yo habría ido enseguida, habría tenido demasiado miedo de que no me pagaran si me retrasaba. ¡Dieciocho millones! ¿Te das cuenta, Jo? De acuerdo, no son los cien millones de Venelles, pero ellos eran quince, solo les tocaron seis millones a cada uno, mientras que en este caso son dieciocho millones para ella sola, ¡dieciocho millones!, ¡más de mil años de salario mínimo, Jo, mil años, se dice pronto! Danièle entró también. Estaba colorada como un tomate. Traía tres cafés. Madre mía, dijo, menuda historia. He pasado por el estanco y nadie sabe quién es, ni siquiera ese cotilla que trabaja de aprendiz con Jean-Jac. Françoise la interrumpió. No tardaremos en ver un Maserati o un Cayenne, y entonces sabremos quién es. Esos coches no son de mujer, es más probable que veamos un Mini o un Fiat 500.

A lo mejor no se compra ningún coche, a lo mejor no cambia en nada la vida que lleva, intervine en plan aguafiestas.

Las gemelas se echaron a reír. ¿Qué pasa, que tú no cambiarías nada? ¿Te quedarías aquí, en tu pequeña mercería, vendiendo retales para mantener ocupadas a buenas mujeres que se aburren, que ni siquiera se atreven a tener amantes? ¡Ah, no! Tú harías lo mismo que nosotras, cambiarías de vida, te comprarías una bonita casa en la costa, en Grecia tal vez, harías un viaje maravilloso, te comprarías un precioso coche, harías regalos a tus hijos, y a tus amigas, añadió Françoise; renovarías tu vestuario, irías a París de tiendas, no mirarías nunca más el precio de las cosas, claro que no, y como te sentirías culpable, incluso harías una donación para la lucha contra el cáncer. O contra la miopatía. Me encogí de hombros. Todo eso puedo hacerlo sin que me haya tocado la lotería, dije. Sí, pero no es lo mismo, replicaron ellas, no es lo mismo en absoluto. No puedes…

Entró una clienta y tuvimos que callar, tragarnos nuestro parloteo.

La mujer miró con desenvoltura las asas para bolso, sopesó una de abacá rígido y a continuación, volviéndose, me preguntó por Jo. La tranquilicé y le di las gracias.

Espero que mi chaleco le gustara, dijo, un chaleco verde con botones de madera, luego me contó al borde de las lágrimas que su hija soltera estaba en el hospital, a punto de morir a causa de esa gripe perversa. Yo no sé qué más hacer, qué más decir. Se expresa usted tan bien en su blog, Jo, ¿qué puedo decirle para despedirme de ella? ¿Puede usted sugerirme unas palabras? Por favor.

Danièle y Françoise se esfumaron. Aunque hubieran tenido dieciocho millones, aunque cada una de nosotras hubiera tenido dieciocho millones, de repente nos habíamos quedado sin nada frente a esa madre.

Cuando llegamos al hospital, a su hija soltera la habían trasladado a cuidados intensivos.

H
abía escondido el cheque bajo la plantilla de un zapato viejo.

Algunas noches esperaba a que Jo empezara a roncar para levantarme de la cama, ir sin hacer ruido hasta el armario, meter la mano en el zapato y sacar el tesoro de papel. Hecho esto, me encerraba en el cuarto de baño y allí, sentada sobre la taza del váter, desdoblaba el cheque y lo miraba.

Los números me daban vértigo.

Para mi dieciocho cumpleaños, papá me había regalado el equivalente de dos mil quinientos euros. Es mucho dinero, había dicho. Con eso puedes pagar la fianza de un piso, puedes hacer un buen viaje, puedes comprarte todos los libros de moda que quieras o un pequeño coche de segunda mano, si lo prefieres; y entonces me había parecido que era muy rica. Hoy comprendo que fui rica en su confianza, que es la mayor riqueza.

Un lugar común, lo sé. Pero cierto.

Antes de que sufriera el ictus cerebral que lo tiene encerrado en un bucle de seis minutos de presente, había trabajado más de veinte años en la ADMC, la fábrica química de Tilloy-les-Mofflaines, a cuatro kilómetros de Arras. Supervisaba la fabricación de cloruro de dimetil amonio y de glutaraldehído. Mamá exigía que se duchara de forma sistemática en cuanto llegaba a casa del trabajo. Papá sonreía y se prestaba de buen grado a esa exigencia. Si bien el glutaraldehído era, efectivamente, soluble en agua, no sucedía lo mismo en el caso del cloruro de dimetil. Pero en casa los tomates nunca se pusieron azules, los huevos no empezaron a explotar y a ninguno de nosotros nos salieron tentáculos en la espalda. Al parecer, el jabón de Marsella obraba milagros.

Mamá daba clases de dibujo en primaria y los miércoles por la tarde se encargaba del taller con modelo vivo en el Museo de Bellas Artes. Manejaba el lápiz con un gusto exquisito. El álbum de fotos de nuestra familia es un cuaderno de dibujo. Mi infancia se parece a una obra de arte. Mamá era guapa y papá la quería.

Miro ese maldito cheque y es él quien me mira a mí.

Quien me acusa.

Sé que nunca mimamos bastante a nuestros padres y que cuando tomamos conciencia de ello ya es demasiado tarde. Para Román ya no soy más que un número de teléfono en la memoria de un teléfono móvil, recuerdos de vacaciones en Bray-Dunes y algunos domingos en la bahía de Somme. No me mima, como tampoco yo mimé a mis padres. Siempre transmitimos nuestros errores. Nadine es diferente. Ella no habla. Ella da. Aprender a descodificar, a recibir, es cosa nuestra. Desde la pasada Navidad me envía sus peliculitas desde Londres, por Internet.

La última dura un minuto.

Hay un solo plano y unos efectos de zoom un poco violentos. Se ve a una anciana en un andén, en Victoria Station. Tiene el pelo blanco; parece una gran bola de nieve. Ha bajado de un tren, da unos pasos y deja en el suelo la maleta, demasiado pesada. Mira a su alrededor; la multitud la rodea, como el agua a un guijarro; y de repente está completamente sola, minúscula, olvidada. La mujer no es una actriz. La multitud no es una multitud de figurantes. Es una imagen real. Gente real. Una historia real. Un fracaso corriente. Para la banda sonora, Nadine ha elegido el
adagietto
de la Quinta sinfonía de Mahler, y ha convertido ese minuto en el minuto más conmovedor que yo haya visto jamás sobre el dolor del abandono. De la pérdida. Del miedo. De la muerte.

Doblo de nuevo el cheque. Lo asfixio en mi puño.

H
e empezado a adelgazar.

Creo que es el estrés. Ya no voy a casa a mediodía, me quedo en la mercería. No como. Las gemelas manifiestan su preocupación, yo pongo como excusa un retraso en las cuentas, unos pedidos pendientes, el blog. Ahora tengo cerca de ocho mil visitas al día. He aceptado que haya publicidad y, con el dinero que saco, puedo pagarle a Mado. Desde que una infección pulmonar llevó a su hija soltera a cuidados intensivos el mes pasado, Mado tiene tiempo. Ahora tiene un excedente de palabras. Un excedente de amor. Rebosa de cosas inútiles, de recetas que no volverá a hacer —una tarta de puerros, un bizcocho con azúcar moreno—, de cancioncillas para los nietos que no tendrá. Todavía llora de vez en cuando en medio de una frase, o cuando oye una canción, o cuando entra una chica y pide cinta de sarga o
grosgrain
para su madre. Ahora trabaja con nosotros. Contesta a los mensajes que dejan las lectoras de
diezdedosdeoro
; y desde que nos hemos incorporado a una web comercial, se ocupa de los pedidos y hace el seguimiento. Su hija se llamaba Barbara. Tenía la edad de Román.

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