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Authors: Grégoire Delacourt

Tags: #Relato

La lista de mis deseos (7 page)

BOOK: La lista de mis deseos
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Me puso a parir.

Yo no contestaba. Me decía que Jo debía de sufrir atrozmente. Que la muerte de nuestra pequeña lo enloquecía y que dirigía esa locura contra mí. Fue un año negro; todo tinieblas. Me levantaba por la noche para llorar en la habitación de Nadine, que dormía como un tronco. No quería que él me oyera, que viera el daño que me hacía. No quería esa vergüenza. Pensé cientos de veces en irme con los niños y me dije que aquello pasaría. Que su dolor acabaría por atenuarse, por desaparecer; por dejarnos. Hay desgracias tan agobiantes que no tenemos más remedio que dejar que se vayan. No podemos conservarlo todo, retenerlo todo. Yo tendía los brazos en la oscuridad; los abría esperando que mamá viniera a acurrucarse en ellos. Rezaba para que me irradiara su calor, para que las tinieblas no me llevaran. Pero las mujeres siempre están solas ante el mal causado por los hombres.

Si no llegué a morir en aquella época fue gracias a una frase banal. Y a la voz que la había pronunciado. Y a la boca de la que había salido. Y al atractivo rostro en el que aquella boca sonreía.

-P
ermítame que la ayude.

Niza, 1994.

Hace ocho meses que enterramos el cuerpo de Nadège. Ataúd blanco lacado horrible. Dos palomas de granito emprendiendo el vuelo sobre la lápida. Yo vomité, no pude soportarlo. El doctor Caron padre me había prescrito unos medicamentos. Después, reposo. Después, aire sano.

Era el mes de junio. Jo y los niños se habían quedado en Arras. La fábrica, el final de curso; sus veladas sin mí; recalentar platos en el microondas, ver cintas de vídeo, películas tontas que uno se atreve a ver cuando mamá no está; veladas diciéndose que volverá muy pronto, que se pondrá mejor. Un pequeño duelo.

Le había dicho al doctor Caron padre que ya no soportaba la crueldad de Jo. Le dije palabras que nunca había pronunciado hasta entonces. Debilidades; mis miedos de mujer. Había verbalizado mi pavor. Había sentido vergüenza, me quedé helada, petrificada. Había llorado y babeado, aprisionada entre sus viejos brazos huesudos; entre sus zarpas.

Había llorado de asco por mi marido. Me había hecho cortes en mi cuerpo asesino; la punta del cuchillo de carne había dibujado gritos en mis antebrazos; me había embadurnado la cara con mi sangre culpable. Había enloquecido. La ferocidad de Jo me había consumido, había aniquilado mis fuerzas. Me había cortado la lengua para hacerlo callar, me había reventado los oídos para dejar de oírlo.

Y cuando el doctor Caron padre me dijo, con su mal aliento, quiero que haga una cura, sola, tres semanas, voy a salvarla, Jocelyne, entonces su mal aliento trajo la luz.

Y yo me fui.

A Niza, al centro Sainte-Geneviève. Las monjas dominicas eran encantadoras. Viendo sus sonrisas, se habría dicho que no había ningún horror humano que ellas no pudieran concebir y, por lo tanto, perdonar. Sus rostros eran luminosos, como los de las santas que aparecían en los pequeños marca páginas de los misales de nuestra infancia.

Compartía la habitación con una mujer de la edad que habría tenido mamá. Ella y yo éramos, como decían las monjas, pacientes «leves». Necesitábamos reposo. Necesitábamos encontrarnos. Redescubrirnos. Necesitábamos recuperar nuestra autoestima. Reconciliarnos, en una palabra. Nuestra condición de pacientes «leves» nos permitía salir.

Todas las tardes, después de la siesta, iba andando hasta la playa.

Una playa incómoda, llena de piedras. De no ser por la presencia del mar, se habría dicho que era un descampado. A la hora en que yo voy, cuando miras el agua, el sol da en la espalda. Me pongo crema. Mis brazos son demasiado cortos.

—Permítame que la ayude.

El corazón me da un vuelco. Me vuelvo.

Está sentado a dos metros de mí. Lleva una camisa blanca y unos pantalones beis. Va descalzo. Las gafas oscuras no me dejan ver sus ojos. Veo su boca. Sus labios del color de una fruta de la que acaban de salir esas cuatro palabras audaces. Sonríen. Entonces, la prudencia atávica de todas esas mujeres anteriores a mí aflora a la superficie:

—No está bien.

—¿Qué es lo que no está bien? ¿Que yo quiera ayudarla o que usted acepte?

Dios mío, me sonrojo. Cojo la blusa y me cubro los hombros.

—De todas formas, ya me iba.

—Yo también —dice él.

No nos movemos. Mi corazón se acelera. Él es atractivo y yo no soy guapa. Es un depredador. Un ligón. Un mal tipo, estoy segura. Nadie te aborda así en Arras. Ningún hombre se atreve a hablarte sin haber preguntado previamente si estás casada. En cualquier caso, si estás con alguien. Él no. Él entra sin llamar. Empujando la puerta. Poniendo un pie para mantenerla abierta. Y a mí me gusta eso. Me levanto. Él ya está de pie. Me ofrece su brazo. Me apoyo en él. Mis dedos notan el calor sobre su piel bronceada. La sal ha dejado en ella marcas de un blanco sucio. Nos vamos de la playa. Caminamos por el Paseo de los Ingleses. Nos separa apenas un metro. Más allá, cuando estamos frente al Negresco, su mano me agarra del codo para cruzar, como si fuera ciega. Me gusta ese vértigo. Cierro los ojos, los mantengo así un rato; me he abandonado a su voluntad. Entramos en el hotel. Mi corazón se acelera. He perdido el juicio. ¿Qué me pasa? ¿Voy a acostarme con un desconocido? Estoy loca.

Pero su sonrisa me tranquiliza. Y su voz.

—Venga. La invito a un té.

Pide dos Orange Pekoe.

—Es un té ligero, originario de Ceilán, agradable para beber por la tarde. ¿Ha estado en Ceilán?

Río. Bajo los ojos. Tengo quince años. Una modistilla.

—Es una isla situada en el océano Índico, a menos de cincuenta kilómetros de la India. Pasó a llamarse Sri Lanka en 1972, cuando…

Lo interrumpo.

—¿Por qué hace esto?

Deja la taza de Orange Pekoe con delicadeza. A continuación me agarra la cara con las manos.

—La vi de espaldas en la playa y toda la soledad de su cuerpo me conmovió.

Es atractivo. Como Vittorio Gassman en
Perfume de mujer
.

Entonces acerco mi cara a la suya, mis labios buscan los suyos, los encuentran. Es un beso raro, inesperado; un beso tibio con sabor a océano Índico. Es un beso que dura, un beso que lo dice todo; mis carencias, sus deseos, mis sufrimientos, sus impaciencias. Nuestro beso es mi rapto anhelado, mi venganza; es todos los besos que no he tenido: el de Fabien Derôme del último curso de primaria, el de mi tímida pareja de «L’Été indien», el de Philippe de Gouverne, al que nunca me atreví a abordar, los de Solal, el príncipe azul, Johnny Depp y el Kevin Costner de antes de los implantes; todos los besos con los que sueñan las chicas; los de antes de Jocelyn Guerbette. Aparto suavemente a mi desconocido.

Mi murmullo.

—No.

Él no insiste.

Si puede leer en mi alma simplemente mirándome la espalda, ahora, viendo mis ojos, sabe el miedo que tengo de mí misma.

Soy una mujer fiel. La maldad de Jo no es una razón suficiente. Mi soledad no es una razón suficiente.

Regresé al día siguiente a Arras. La cólera de Jo había quedado atrás. Los niños habían preparado sándwiches calientes y alquilado
Sonrisas y lágrimas
.

Pero nada es nunca tan sencillo.

D
esde la publicación del artículo en
L’Observateur de l’Arrageois
, es una locura.

La mercería está siempre llena.
Diezdedosdeoro
contabiliza once mil visitas al día. Tenemos más de cuarenta pedidos diarios en nuestra web. Recibo treinta currículos todas las mañanas. El teléfono no para de sonar. Me piden que organice talleres de costura en los colegios. De bordado en los hospitales. Una residencia de ancianos quiere que dé clases de punto de media, cosas sencillas, bufandas, calcetines. El servicio de oncología infantil del centro hospitalario me encarga gorros de colores alegres. A veces, guantes de dos o tres dedos. Mado está desbordada, se ha pasado a Prosoft y, cuando le expreso mi preocupación, me contesta con una risa nerviosa que le deforma la boca, si paro, Jo, me derrumbo, y si yo me derrumbo, todo se derrumba, así que no me pare, empújeme, empújeme, Jo, por favor. Me promete que irá a ver al doctor Caron, que comerá más salmón, que no se rendirá. Por la noche, Jo repasa conmigo las normas de seguridad alimentaria o el principio de la cadena del frío, que tiene que saberse para el examen que le permitirá acceder al puesto de encargado. «Los “alimentos ultracongelados” son aquellos que se someten a un proceso llamado de “ultracongelación”, por el cual la zona de cristalización máxima se rebasa con la rapidez necesaria para que la temperatura del producto, tras una estabilización térmica, se mantenga sin interrupción en unos valores iguales o inferiores a -18 grados. La congelación debe efectuarse cuanto antes con productos de calidad sanitaria, legal y comercial mediante un equipo técnico apropiado. Únicamente el aire, el nitrógeno y el anhídrido carbónico, que respetan los criterios de pureza especificados, están permitidos como fluidos frigorígenos».

Es un alumno encantador que no se enfada nunca, salvo consigo mismo. Yo lo animo. Un día harás realidad tus sueños, Jo, y entonces él me agarra la mano, se la acerca a los labios y dice será gracias a ti, Jo, gracias a ti, y eso hace que me sonroje.

Dios mío, si tú supieras. Si tú supieras, ¿en quién te convertirías?

Las gemelas me han pedido que haga unas pulseritas de cordón encerado para venderlas en la peluquería. Cada vez que hacemos una manicura, vendemos algún abalorio, dice Françoise, así que imagínate unas pulseras de Jo después del artículo del
Observateur
, se venderán como rosquillas, añade Danièle. Hago veinte. Ese mismo día, a la hora de cerrar están todas vendidas. Con la suerte que tienes, dicen, deberías jugar a la Loto. Río con ellas. Pero tengo miedo.

Esta noche las he invitado a cenar en casa.

Jo está encantador, divertido y servicial toda la velada. Las gemelas han traído dos botellas de Veuve Clicquot. Las burbujas del champán nos desatan la lengua cuando estallan en nuestro paladar. Estamos todos ligeramente ebrios. Y la ebriedad siempre hace salir a flote los temores y las esperanzas.

Vamos a cumplir cuarenta, dice Danièle, si no encontramos un hombre este año, lo tenemos mal. Dos hombres, precisa Françoise. Reímos. Pero no tiene gracia. Quizá estemos destinadas a permanecer juntas, como si fuéramos siamesas. ¿Habéis probado en Meetic?, pregunta Jo. Por supuesto. Solo hemos conocido a tarados. En cuanto se enteran de que somos gemelas, quieren hacer un trío. A los hombres les excitan las gemelas, de repente creen que tienen dos pitos. Podríais separaros, aventura Jo. Antes muertas, replican al unísono, y se abrazan. Las copas se llenan y se vacían. Un día nos tocará un buen pellizco y mandaremos a la mierda a todos esos pobres tipos. Tendremos
gigolós
, sí,
gigolós
, hombreskleenex, usas uno y cuando te cansas, ¡plaf!, a la basura. Hala, que pase el siguiente. Rompen a reír. Jo me mira, sonríe. Le brillan los ojos. Bajo la mesa, mi pie se pone sobre el suyo.

Voy a echar de menos a Jo.

Mañana por la mañana se va una semana a la sede del grupo Nestlé en Vevey, Suiza, para terminar su formación como encargado y convertirse en jefe de unidad en Häagen-Dazs.

A su regreso iremos a pasar un fin de semana al cabo Gris-Nez para celebrarlo. Nos daremos el capricho de comer ostras y una gran fuente de marisco. Ha reservado una espaciosa habitación en la granja de Waringzelle, a apenas quinientos metros del mar y de los miles de pájaros en tránsito hacia cielos más clementes. Estoy orgullosa de él. Va a ganar tres mil euros al mes y a disfrutar de un sistema de primas y de un seguro mejor.

Mi Jo se acerca a sus sueños. Nos acercamos a la verdad.

¿Y tú, Jocelyn?, le pregunta de pronto Danièle a mi marido, con la voz ligeramente pastosa por efecto del champán, ¿nunca has tenido fantasías con dos mujeres? Risas. Yo me hago la ofendida para que no se diga. Jo deja su copa en la mesa. Jo me satisface plenamente, responde: a veces es tan glotona que es como si fuera dos. Carcajadas de nuevo. Le doy una palmada en el brazo; no le hagáis caso, dice tonterías.

Pero la conversación degenera y me recuerda las que tenemos a la sombra de los pinos de La Sonrisa J.J., Marielle Roussel, Michèle Henrion y yo, cuando la combinación de calor y
pastis
nos hace perder la cabeza y hablar sin pudor de nuestros pesares, nuestros miedos y nuestras carencias. Debo de tener una colección completísima de consoladores, dijo con una sonrisa triste Michèle Henrion el verano pasado; por lo menos no te dejan inmediatamente después de haberte follado ni se ponen blandos, añadió Jo, animado por la embriaguez. Con el tiempo, todas lo sabemos, el deseo desaparece de la sexualidad. Intentamos entonces despertarlo, provocarlo mediante audacias, experiencias nuevas. A mi vuelta de la cura en el centro Sainte-Geneviève de Niza, nuestros deseos se habían esfumado. Jo los había sustituido por la brutalidad. Le gustaba poseerme deprisa, me hacía daño, me sodomizaba; yo detestaba aquello, me mordía los labios hasta hacerme sangre para no gritar de dolor; pero Jo solo prestaba atención a su placer y a su semen eyaculado, se retiraba rápidamente de mi culo, se subía los pantalones y desaparecía, con una cerveza sin alcohol, en alguna habitación de la casa o en el jardín.

Cuando se van, las gemelas están un pelín colocadas, y Françoise se ha reído tanto que hasta se le ha escapado un poco de pis. Jo y yo nos quedamos solos. La cocina y el comedor parecen un campo de batalla. Es tarde. Voy a recoger, tú ve a acostarte, mañana sales temprano.

Entonces se acerca a mí y me toma de pronto entre sus brazos; me estrecha contra sí. Contra su fuerza. Su voz suena suave en mi oído. Gracias, Jo, susurra. Gracias por todo lo que has hecho. Me sonrojo; por suerte, no lo ve. Me siento orgullosa de ti, digo, anda, vete, mañana estarás cansado.

El subdirector de la fábrica viene a recogerlo a las cuatro y media de la mañana. Te prepararé un termo de café. Él me mira. Hay algo de una tristeza dulce en sus ojos. Sus labios tocan los míos, se entreabren despacio, su lengua se desliza como un reptil; es un beso de una extraña dulzura, como un primer beso.

O último.

L
ista de mis locuras (con dieciocho millones en el banco).

  • Dejar la mercería y reanudar estudios de diseño de moda.
  • Un Porsche Cayenne.
  • Una casa en la playa. NO.
  • Un piso en Londres para Nadine.
  • Unos pechos talla 90C, he adelgazado. (NONONOOO. ¿¡Estás loca o qué!? Pues claro, precisamente por eso hago esta lista :-)
  • Montones de cosas de Chanel. NO.
  • Una enfermera a jornada completa para papá. (¡¡¡Conversación nueva cada seis minutos!!!)
  • Una cantidad reservada para Román. (Acabará mal).
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