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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (27 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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—¿De verdad quieres saber lo que pienso, Mandorla? —me preguntó. Y fue entonces cuando comprendí que no me había entendido, y que quizá, bien mirado, fuera mejor así, pero le indiqué con un gesto que sí, que claro que quería saberlo.

—Si esto del amor no es una chorrada que has leído en algún lado, o que quizá hayas visto en una película, si de verdad es cosa tuya, entonces debes vivirlo, no te queda otra.

—No te sigo. —No lo seguía.

—Bien, como te decía —suspiró—, de todas partes nos llega el mensaje de que amar es algo bello. Piensa en los cuentos que os cuentan a las mujeres de pequeñas. Blancanieves y la Bella Durmiente habrían dormido durante toda su vida si no hubiera llegado el Príncipe Azul para despertarlas. ¿Y Cenicienta? Habría seguido limpiando y fregando. ¿O no?

—¿Sí? —¿Qué otra cosa podía decir?

—Sí. O mejor dicho: no. Es decir: sí, nos atormentan con la promesa de que cuando encontremos el amor podremos considerarnos de verdad realizados, pero no: no es verdad. ¿Quién ha decidido que alimentar a los hijos del Príncipe Azul era mejor para Blancanieves que dormir toda la vida, rodeada del cariño de sus amigos los enanitos, a los que, seguramente, en cuanto se convirtió en madre, demasiado ocupada con la casa, los pañales y todo lo demás, no tenía tiempo ni de llamar por teléfono? ¿Eh? ¿Quién dice que era mejor eso?

—Pero pobres enanos… —no podía evitar pensar.

—¡Pobres enanos, Mandorla, bravo, eso es! Pobres enanos. ¿Y el hada de la Bella Durmiente? ¿Cuántas veces piensas que irá a verla, la muy tonta, cuando tenga que ocuparse de limpiar la plata del castillo al que se ha ido a vivir, o cuando tenga que apuntar a los niños a clases de equitación, ¿o es que según tú no van a saber montar a caballo los hijos del hijo del rey?

—¡Pobre hada!

—Pobre hada, desde luego. Pero… —y le dio la última calada a la colilla de porro que ya le estaba quemando las yemas de los dedos—… es justamente quien está del lado de los siete enanitos y del hada quien puede salir airoso.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que si todas esas chorradas, desde Perrault hasta los anuncios de platos preparados, no te han hecho mella, si de verdad no ves nada positivo en que la especie humana se perpetúe a través de la cópula y de lo que de ella deriva, cuando te ocurre que conoces a alguien o que te vas a vivir con alguien, bien: puedes estar seguro de que no estás obligado a hacerlo. Que ésa es la expresión exacta de tu voluntad.

—¿Me lo explicas mejor? —Me interesaba demasiado la cuestión como para que me preocupara quedar como una tonta.

—Pues yo por ejemplo, Mandorla. Antes de conocer a Lidia, desde luego mi ideal de mujer no tenía nada que ver con ella. Me gustaban las mujeres deprimidas, mundanas, un poco putas, fieles a la morfina, al anhídrido acético. No me veía para nada con una mujer que no se diera preventivamente por derrotada en la lucha contra la existencia, no me parecía nada atractivo, pero nada de nada, el afanarse en resistir. —Lamió un pedazo de papel de fumar para cerrar otro porro—. Y entonces llegó Lidia. Tan eléctrica, tan deseosa de expresarse, tan hambrienta de emociones fuertes, con ese interés sincero que siente por los demás seres humanos, con esa herida del divorcio de sus padres siempre abierta, con esa disparatada certeza que tiene de que uno se puede salvar, de alguna manera, de este vacío infinito que hay, como ella lo llama.

—¿Y…?

—Y al principio pensé: pero ¿qué quiere esta tía de mí? Me acuesto con ella un par de veces (porque tenías que verla, Mandorla: Lidia sigue siendo una mujer guapa, desde luego, pero en aquella época era increíble, con ese cuerpecito de asceta y ese aire tremebundo a lo Zelda Fitzgerald), y luego adiós, si te he visto no me acuerdo.

—¿Y en vez de eso qué pasó? —Increíble pero cierto: estaba emocionada. ¿Qué le voy a hacer si no tenía ni idea de quién fuera esa Zelda pero lo que me estaba contando Lorenzo me parecía el principio de la historia más romántica que había escuchado en mi vida? Más romántico que las cosas que me contaba Lidia, más romántico que Blancanieves, la Bella Durmiente y Cenicienta juntas. Y ello pese a que, desde que había empezado a hablar, la voz de Lorenzo no se hubiera permitido nunca ni la más mínima alteración, ni el más mínimo tono íntimo, ni la más mínima señal de emoción. Da igual: el caso es que a mí sí me emocionaba.

—En vez de eso… en vez de eso seguimos aquí. Los primeros tiempos, sin embargo, ésos sí que fueron heroicos. Le habré puesto mil cuernos, puede que ella también (pero, al contrario que ella que, mujer como es, lo quiere saber todo siempre, yo no tengo el más mínimo interés en saberlo: gracias), nos dejamos, volvimos juntos y nos dejamos de nuevo. No quería resignarme para nada a pensar que me hubiera atrapado: fíjate cómo sería que, por pura cabezonería, dejaba mi neceser en el salón, como para decirle: mira, guapa, hoy estoy aquí contigo, pero mañana quién sabe. Y, sin embargo, la realidad era que ya vivía aquí con ella. Hasta que un día, ¿sabes lo que hizo Lidia? Me dijo: basta, ya está bien. Así como te lo cuento, querida Mandorla. Basta, me dijo: si de verdad te molesta tanto estar conmigo, éste es el momento de coger la puerta y largarte. Así, tal cual. Basta, repitió. ¡Su intención era desafiarme! ¿Y adivinas lo que ocurrió? Pues que ganó, joder, ganó. ¡Basta! Y yo ese día comprendí que no: no me bastaba en absoluto. Entonces ¿quieres parar ya de humillarme y de despreciar cada día la vida que llevamos juntos?, me preguntó ella. —Por fin, en la pasta de la voz de Lorenzo se abrió una rendija: duró apenas un instante, pero sentí el aliento de algo que tenía que ver con ese día, con Lidia que le decía ya basta, con él que pensaba no, no me basta—. Y yo contesté que sí, que paraba. Que paraba con esa obsesión: puedo parar. Con tantas otras cosas que tienen que ver conmigo y que te hacen daño, no, no podría, porque dentro de mí pensaré siempre que, como la vida no tiene sentido, mucho menos podemos tenerlo tú y yo. ¿Está claro eso? Para mí era importante subrayarlo. Siempre tendrás la sensación de estar con alguien que no es capaz del todo de estar a tu lado, Lidia: lo sabes, ¿verdad? Porque si aceptas eso, yo acepto de una vez por todas que aunque no tengas nada que ver en absoluto con lo que imaginaba que era adecuado para mí, no pasa nada: eres mi dependencia.

No pude evitarlo: las manos escaparon a mi control y se juntaron en un aplauso.

—Pero ¿qué estás haciendo? ¿Aplaudes? —me preguntó él abriendo unos ojos como platos.

—Pues sí —podía ser sincera—, me alegro de que siguierais juntos. ¿Qué le voy a hacer?

—¡Mandorla, entonces no es verdad que estés del lado de los enanos! —me regañó él, pero se veía que tenía ganas de reír—. ¡Lo que ocurrió ese día es una tragedia! ¡Te he dicho que los años heroicos fueron los primeros! Intenta imaginar un superhéroe que pierde sus superpoderes: así es como me sentí yo. Aunque, desde luego, quiero que sepas que no me transformé del todo en un gilipollas al que Lidia pueda definir como su novio con ese maldito orgullo con que lo hacen todas las demás mujeres. Vamos, hombre, si yo no sé cuidar ni de la punta de mi dedo gordo, ¿cómo podría cuidar de ella? Pero Lorenzo el Superhéroe era de otra pasta: él sí que era de verdad grande… ¿Quieres que te confíe una cosa, Mandorla, ya que estamos? Hoy por hoy, aunque de manera del todo accidental, me he vuelto incluso fiel… Lorenzo el Superhéroe esto no me lo perdonará nunca. Pero de verdad que no he podido hacer nada, no puedo hacer nada.

—¿No has podido hacer nada con respecto al hecho de que quieres a Lidia?

—Vamos, Mandorla, de verdad, haz un esfuerzo por recomponerte: ¿qué pregunta es ésa? Sí, si quieres te contesto que sí. Pero no creas que quiero a Lidia, si me obligas a expresarme así, porque me fascine su carácter, me admire su inteligencia, me intriguen las cosas que hace u otras chorradas por el estilo. Ni yo mismo la entiendo cuando se pone a decir esas cosas tan retorcidas que dicen las mujeres que en general se creen mucho más sensibles que nosotros, esas cosas para las que mi chica, en particular, debe de ser fuera de serie si hasta le pagan por contarlas en la radio.

—Entonces ¿por qué?

—Por qué ¿qué?

—¿Por qué la quieres?

—¡Y yo qué sé, Mandorla! Ése, precisamente ése es el quid de la cuestión: no sé por qué quiero a Lidia. Te respondería que por cómo le queda el mono de paracaidismo, por cómo se corre cuando hacemos el amor, porque se acuerda de ponerle la loción antipulgas a
Efexor
. Pero sé que sólo te puedes fiar de cosas así.

—¿Yo?

—Sí, tú.

—Pero ¿cuándo?

—Cuando te enamoras. Fíate sólo de cosas que no tengan nada que ver con absurdos valores de mierda.

—¡Los valores de mierda de Blancanieves!

—Eso es, muy bien. Eres de verdad una chica extraordinariamente consciente.

—Gracias.

—No te engañes: los chicos extraordinariamente conscientes un buen día se convierten en adultos gilipollas e inconscientes, como todos los demás.

—Ah.

—¿Quieres una calada? —me dijo, tendiéndome el porro—. ¿Qué me dices?

—¿Puedo? —Hasta ese momento, nunca había fumado ni un simple cigarrillo siquiera—. Sabe a zapatilla de deporte sudada.

Parecía disgustado. Como si lo que de verdad lo conmoviera fuera la humillación de ese pobre porro ofendido, y no lo que me había contado de su historia con Lidia. Era obvio: el porro no era un ser humano, pero Lidia sí, por lo que habría podido hacerle daño. Mejor defenderse. Si él fuera mi padre, ello explicaría de quién me viene ese vicio tan feo de preferir las cosas a las personas, pensé. Pero ahora (precisamente esta noche, precisamente aquí), me parece que —si fuera él mi padre— mi condición no sería menos absurda de lo que lo ha sido en estos once años. En fin. Empiezo a creer que se puede ser de verdad padres o hijos sólo dentro de nosotros mismos, más allá del papel que la vida nos asigna y que, sólo por casualidad, puede corresponderse con aquello para lo que más aptitudes tenemos.

Por ejemplo, si tuviera que trazar una línea en la pizarra, como hacía mi maestra de primaria para separar a los buenos de los malos, lo haría así:

Detrás de la pizarra, en esa época, habría escrito, además:

MATTEO BARILLA

Pero esto ahora no viene para nada a cuento.

Volviendo por el contrario al lado de la pizarra más interesante, no sabría muy bien si escribir a la izquierda o a la derecha el nombre de Gianpietro Costanza y de Lidia, que unas veces me parecían formar parte de una categoría, y en otros momentos, de la otra.

Porque (justo esta noche, justo aquí) me parece evidente que, por decirlo como lo haría Tina, hay quien es capaz de cuidar de los demás (y, por lo tanto, es padre), y quien no es capaz en absoluto (porque es hijo). Yo soy un caso que habría que estudiar en un laboratorio, me temo: en el sentido de que me esfuerzo al máximo en querer ocuparme de quien me interesa, pero está claro que me equivoco en algo, visto que estoy donde estoy precisamente porque quería ayudar a mi Gran Amor.

Lorenzo en cambio es un caso muy simple desde este punto de vista: no sabe cuidar ni de la punta de su dedo gordo del pie. Por no hablar ya de alguien que no sea él. Si tuviera que elegir al más padre de la categoría de los padres, elegiría, empatados en méritos, a los Barilla, el ingeniero y su señora. Y si tuviera que elegir al más hijo de los hijos, ése sería Lorenzo.

«Es que tú no pudiste ser un niño cuando te tocaba, y ahora se lo tienes que hacer pagar al mundo, como si fuera culpa de los demás si creciste en una familia de mierda», le grita Lidia cada vez que él parece poner todo su empeño en sacarla de quicio y le responde mal o no le responde en absoluto.

Según ella, la cosa es que si alguien no pudo comportarse como hijo cuando era pequeño, luego se comporta así el resto de su vida. A mí este tipo de ecuaciones algebraicas me parecen las más imposibles de verificar en absoluto: si no, no se entiende que dos personas como Matteo y Giulia Barilla se hayan criado en la misma familia pero hayan sido siempre tan diferentes entre sí.

Aunque, desde luego, tener como padre a un hijo sería la guinda perfecta para coronar la absurda tarta de cinco pisos que ha sido mi vida; al menos hasta esta noche, al menos hasta aquí.

Porque ¿qué hace una hija si tiene a un hijo como padre?

A mí, por ejemplo, esa tarde, después de toda esa charla, sólo me apetecía coger en brazos a Lorenzo y acunarlo, utilizando su porro como biberón. Para que vea, Pavarotti.

—Eh, Lorenzo —le dije, para que volviera conmigo, porque su cabeza lo estaba llevando lejísimos.

—¿Eh?

—Aunque no me haya gustado el porro…

—¿Qué pasa?

—De todas maneras vivan los enanos.

—Siempre.

Octubre de 1967


¡Anda, Lorenzo, repítele a todo el mundo lo que me dijiste ayer a mí nada más volver de tu clase de piano! —lo exhorta su madre.

Inmediatamente, las perezosas miradas de los amigos que sus padres han invitado a cenar se centran todas en él.


¡Sí, sí, Lorenzo! —interviene también su padre. Pero justo en ese momento suena el teléfono, y él se levanta para contestar desde su despacho—: ¡No seas tímido y cuéntanoslo! —Se las apaña sin embargo a ordenarle, dándole la espalda para salir.


¿Sabéis a quién me recuerda Lory? —pregunta una mujer filiforme. Es una poetisa bastante conocida, perdida siempre en los meandros de una vaga oscuridad o en los de una absurda euforia, como esa noche—. A la Melancolía
de Durero. No sé por qué… pero lo veo perfectamente, con esos ojazos suyos tan intensos, en el lugar del querubín alado: ¿no os parece?

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