La mano izquierda de Dios (48 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Los arqueros, saboreando todavía el barro y el miedo, dejan escapar la última flecha. Otros caballos relinchan y caen, aplastando bajo ellos a sus jinetes, quebrándoles el lomo, llevándose consigo a sus vecinos al chocar con ellos. Pero el avance continúa. Y entonces se produce la colisión.

Por propia voluntad, ningún caballo atropellará a un hombre ni se lanzará contra una barricada que no puede saltar. Ningún hombre en sus cabales permanecerá quieto, esperando a un caballo y una lanza que vienen contra él. Pero los hombres pueden elegir la muerte, a diferencia de las bestias. Pueden ser entrenados para morir. Cuando los caballos parecían a punto de lanzarse sobre el enemigo, como una ola que rompe en la costa, los arqueros retrocedieron y se internaron rápidamente en el bosque de afiladas estacas. Algunos resbalaron, otros fueron demasiado lentos y resultaron aplastados o atravesados por una lanza. Los caballos llegaron a lo alto de las estacas con demasiada rapidez y no pudieron esquivarlas. Empalados en ellas, sus relinchos parecían anunciar el fin del mundo. Sus jinetes salían despedidos y se partían el cuello. Al quedar tendidos en el barro, agitándose como peces, los redentores acababan con ellos a golpe de maza, o bien uno sujetaba al Materazzi en el suelo mientras otro le metía un cuchillo en el empalme de dos trozos de armadura, tiñendo de rojo el barro. La mayoría de los caballos esquivaron las estacas. Algunos resbalaron y arrojaron por delante a sus jinetes, pero otros se sujetaron mientras la gran carga se detenía en un instante, volviéndose sobre sí, unos caballos chocando con otros, y algunos se corrieron hacia los lados hasta internarse en el bosque. Los hombres echaban maldiciones, los caballos relinchaban, se daban la vuelta aterrorizados, de una manera que parecería más propia de animales con la mitad de su peso y de su tamaño, y retrocedían, buscando la seguridad de la retaguardia. Los jinetes caían a cientos y, en un instante, los arqueros salían desde detrás de las estacas para machacarles cabeza y pecho a golpes de maza. Cada vez que un Materazzi caía al suelo, antes de que pudiera ponerse en pie y desenvainar la espada, se le acercaban tres redentores de embarrada sotana: lo empujaban, lo derribaban y le metían un cuchillo por entre los empalmes de la armadura y por las rendijas de los ojos. Más allá, entre el bosque de estacas, los arqueros, airados y ya liberados de su temor, disparaban a los jinetes que se retiraban. Caían más caballos heridos, mientras otros salían desbocados en una loca carrera.

Lo peor estaba por llegar: obligado como estaba a apoyar a la caballería, el Mariscal tuvo que enviar a la línea del frente a la infantería para respaldar la carga. Diez mil hombres, en ocho filas, se encontraban ya en camino hacia los redentores cuando la caballería que regresaba, con sus caballos espantados y enloquecidos por el miedo y las heridas, se dieron de bruces contra ellos. Amontonados, y sin poder moverse a causa de los espesos bosques que había a cada lado y por los hombres de armadura, era imposible hacerse a un lado para dejar pasar a los caballos. Intentando desesperadamente evitar el encuentro mortal cuando los caballos desbocados arremetían contra ellos, los soldados se aplastaban unos contra otros, empujando para abrirse paso, agarrándose unos a otros, haciendo olas que se extendían hacia atrás y a cada lado, mientras los hombres caían y se agarraban a los compañeros para no caer.

De ese modo, por todas partes el avance se veía detenido y roto: los hombres resbalaban en el barro batido, maldecían y tiraban unos de otros. Los arqueros redentores, que ahora disponían de tiempo para volver a organizarse, lanzaban las flechas que aún les quedaban. Pero esta vez, con los Materazzi quietos y a menos de ochenta metros de distancia, la punta de las flechas podía en ocasiones, si el disparo era certero, atravesar las armaduras.

Aunque solo algunos cientos de hombres resultaran aplastados por la estampida de los caballos o heridos por las flechas, los miles que quedaban empezaban a doblarse unos tras otros, antes de que sargentos y capitanes, a fuerza de gritos, les hicieran volver a la formación para retomar el avance. Aunque irritados por el desorden y la caminata con treinta kilos de peso a cuestas durante casi trescientos metros de campo arado y embarrado, reconstruyeron entonces la potencia de su ataque. Cincuenta metros. Veinte. Diez. Y cuando apenas les faltaban ya unos metros, echaron a correr, apuntando con la lanza al pecho de los enemigos.

Pero en el momento del encuentro, los redentores, como si fueran uno solo, corrieron hacia atrás unos pocos metros, desconcertando el empuje de los Materazzi. Y de nuevo hubo traspiés y tambaleos cuando unos avanzaban y otros retrocedían; y así, entre amagos y respingos, volvió a atascarse el colosal ímpetu de la embestida.

Pese a toda la confusión del ataque, los Materazzi sabían con certeza que debían ganar (por su armadura, por ser los mejores soldados del mundo y por encontrarse al fin cara a cara con los enemigos, y en una proporción de cinco a uno. Convencidos de la victoria, seguían adelante. El aire, además de los gritos de los hombres, se llenaba del chocar de las lanzas y de los gruñidos que acompañaban al empuje de los Materazzi, que se apretaban aún más, llegando en algunos sitios a juntarse hasta veinte, unos detrás de otros, todos los cuales empujaban para conseguir un puesto en la lucha y la honra. Pero solo los Materazzi que iban delante podían luchar, menos de mil eran los que tenían la suerte de poder descargar algún golpe. Menos numerosos, los redentores tenían espacio suficiente para entrar y salir de la zona de combate, que no tenía más de unos cuatro metros de profundidad. Incapaces de avanzar, los Materazzi de la primera fila eran empujados por los compañeros que iban inmediatamente detrás y, lo que era peor, también por otra docena que los seguía, pues los de la retaguardia no tenían ni idea de qué estaba ocurriendo en el frente y, por eso, seguían empujando; y los que estaban en medio hacían otro tanto. La presión aumentaba: un hombre empujando a otro y este a otro, y otro y otro. Los de delante intentaban hacerse a un lado, o retirarse de los redentores que los cortaban a tajos, pero no tenían lugar al que escapar. Entonces el empuje desde detrás, que tenía una fuerza imposible de resistir, los obligaba a avanzar hacia donde podían alcanzarlos las lanzas y las mazas. Algunos caían, heridos; otros, incapaces de mantener la estabilidad en el barro grasiento con aquellos empujones, resbalaban y causaban que el hombre que iba detrás, empujado a su vez, cayera también y, tras él, otro y otro. Queriendo llegar hasta el enemigo, los Materazzi del medio intentaban avanzar sobre los caídos del frente. Pero, lo quisieran o no, el empuje desde atrás de hombres que no eran conscientes de lo que ocurría les obligaba a pisar a los caídos, con lo que muchos resbalaban y caían en el barro a su vez, o eran incapaces de mantener el equilibrio al pisar a los hombres que, bajo sus pies, se retorcían, agitando brazos y piernas. ¿De qué servía entonces la armadura, no teniendo sitio para moverse? No era más que un estorbo cuando intentaban ponerse en pie o salir de entre el amasijo de dos o tres cuerpos de profundidad. Y proseguían las puñaladas y los terribles golpes.

Aun cuando los redentores cayeran también, ellos podían volver a levantarse con facilidad, a veces ayudados por otros. En tres o cuatro minutos, se habían formado en el frente auténticos muros de Materazzi caídos, que servían para impedir el ataque y, por tanto, protegían a los redentores. Y aún continuaba la presión de los de detrás, pues la masa seguía siendo tan espesa que ninguno lograba enterarse de lo que ocurría delante. Los hombres de la retaguardia pensaban que cada caída en la primera línea suponía un avance, y eso les animaba a seguir empujando. Pocos de aquellos Materazzi que yacían amontonados estaban muertos, y ni siquiera heridos en algún grado, pero entre el barro y los empujones, un caballero sin ayuda encontraba muy difícil volver a levantarse una vez que había caído al suelo. Teniendo a otro encima de él, moverse resultaba imposible. Con otro más, estaba tan indefenso como un chiquillo. Imaginad la rabia y el miedo, los años de entrenamiento y todas las luchas y cicatrices de su pasado, y que todo quedara reducido a morir aplastado o esperar, tendido en el barro, a que algún campesino provisto de maza le destrozara a uno el pecho o bien le metiera un cuchillo por la rendija de los ojos o por el empalme de debajo del brazo. Angustia, terror, indefensión... Y no cesaba el terrible empuje de las veinte filas de Materazzi, convencidas de su victoria y desesperando por dejar su propia huella en la batalla antes de que diera fin. Los mensajeros estacionados alrededor de lo que era ahora la retaguardia del campo de batalla, necesitados de noticias que dar pero incapaces de ver el desastre que acontecía en el frente y que la batalla estaba ya perdida, enviaban la información de que la victoria ya era casi suya, y pedían refuerzos para acabar con ellos.

Al interior de la Tienda Blanca llegaban noticias contradictorias de monte Silbury, desde donde los observadores podían ver con claridad el colapso que tenía lugar en el frente. Pero, incluso allí, tan solo los muchachos e IdrisPukke eran capaces de apreciar plenamente la calamidad que se desplegaba ante sus ojos. Los observadores, inseguros, no podían aceptar que hubiera que aconsejar la retirada de los Materazzi. Tal cosa resultaba impensable, y tal vez se estuvieran equivocando. Y así escribieron mensajes alarmantes, pero repletos de condicionales y adversativas. Narcisse recibía señales del frente pidiendo refuerzos para acabar con ellos, pero también los más sombríos informes de los observadores de monte Silbury, llenos de cautelas y de reticencias a encarar el hecho de que la batalla estaba ya perdida. En contra de su sentido común, Narcisse se había jugado la mayoría de sus fuerzas a una sola carta, contra un enemigo que estaba enfermo y débil además de pobremente armado, haciendo luchar por completo al ejército más poderoso del mundo, que no había perdido una batalla en más de veinte años.

La derrota era absurda. Y así, pese a toda su alarma por los mensajes que llegaban de monte Silbury, el Mariscal de Campo dio rápidamente la orden de que el segundo cuerpo se dispusiera al ataque.

En lo alto de la colina, cuando los muchachos e IdrisPukke vieron el segundo cuerpo dirigirse al frente de batalla, un grito se elevó, exhalado por todos ellos: un grito de incredulidad, estupefacción y rabia.

—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó Arbell Cuello de Cisne a Cale.

Su amante levantó la mano y profirió un gemido.

—¿No lo podéis ver? La batalla está prácticamente perdida. Esos hombres se dirigen a la muerte, y ¿quién protegerá Menfis cuando sus cuerpos se pudran en el campo, ahí abajo?

—No puede ser cierto. Decidme que no lo es. No puede ser tan horrible.

—Podéis verlo por vos misma —repuso él, indicando el frente. Ya miles de arqueros redentores pululaban por los alrededores e incluso por la retaguardia de los Materazzi, matándolos con picas y mazas, y causando desplomes, cuando uno que caía se llevaba con él tres o cuatro al suelo—. Tenemos que irnos —dijo Cale en voz baja—. Roland —llamó al mozo de cuadra de Arbell—. Traed su caballo... ¡ahora! ¡Dios mío! —exclamó con espantosa angustia—, ¡si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no podría creerlo!

Hizo una señal con la cabeza a Kleist y Henri el Impreciso, que empezaron a dirigirse hacia las tiendas. Pero cuando empezaban a irse, apareció un hombre cojeando, sin aliento, que se dirigía hacia ellos.

—¡Esperad! —gritó.

Era Koolhaus, que llegaba nervioso y colorado.

—Mademoiselle, se trata de vuestro hermano Simón. Se escapó de mí cuando estábamos en la retaguardia, contemplando la caballería. Creí que nos habíamos perdido en la multitud, pero, cuando volví a la tienda, faltaba la armadura que su padre le regaló para su cumpleaños. Hace una hora estaba con ese cerdo del Señor Parson, que le decía en broma que fuera con él en el primer ataque. —Se quedó un segundo callado—. Me temo que esté ahí, en la batalla.

—¿Cómo podéis haber sido tan descuidado? —le gritó Arbell Cuello de Cisne a Koolhaus. Pero al instante se volvió hacia Cale—: Por favor, encontradlo. Traedlo de regreso.

Cale estaba demasiado aturdido para decir nada, pero no así Kleist:

—Si queréis que mueran los dos, no se me ocurre mejor modo de lograrlo. —Kleist le indicó con un gesto el campo de batalla—. En un par de minutos habrá allí veinticinco mil hombres, constreñidos en un campo de patatas. Los redentores han vencido ya. Lo único que vamos a ver en las próximas horas es cómo los van matando. ¿Y queréis enviar a Cale allá? Será como buscar una aguja en un pajar. Pero en un pajar incendiado.

Sin embargo, Arbell no parecía escuchar. Se limitaba a mirar a Cale a los ojos, desesperada e implorante.

—¡Por favor, salvadlo!

—Kleist tiene razón —dijo Henri el Impreciso—. Le ocurra lo que le ocurra a Simón, no hay nada que podamos hacer. —Pero tampoco ahora ella parecía escuchar, y seguía mirando a Cale fijamente. Entonces, muy despacio, perdidas ya las esperanzas, dejó caer los ojos.

—Comprendo —dijo Arbell.

Fue eso, naturalmente, lo que le sentó a él como si se lo hubiera clavado en el corazón, pues le sonó a fe perdida, algo que le resultaba insoportable. Cale sentía que se había convertido en una especie de dios a los ojos de Arbell, y no le resultaba posible renunciar a aquella adoración. Durante toda la conversación, Riba, con ojos como platos, había mantenido la boca callada, confiando en que los demás fueran capaces de contener a Cale. Pero sabía que en lo tocante a Arbell, Cale perdía el juicio. Frente a aquella especie de temor que sentía por su extraño salvador, y frente a lo brusco y habitualmente indiferente que se mostraba él ante ella cuando pasaba a su lado en sus tareas diarias, había visto durante meses que cuando se trataba de Arbell se apoderaba de él una especie de locura.

—No lo hagas, Thomas —dijo Riba con la severidad propia de una madre. Arbell la miró tan extrañada como furiosa de que su criada se atreviera a contradecirla de tal modo. Pero estando en aquello todos contra ella, no le podía decir a Riba que se callara, y, de hecho, no le podía decir nada en absoluto. Pero eso no tenía ninguna relevancia, pues era como si Cale no la hubiera oído.

Cale observó por encima del hombro la demoledora batalla, y el corazón le dio un vuelco. Miró a Kleist y Henri el Impreciso.

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