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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

La mansión embrujada (2 page)

BOOK: La mansión embrujada
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Conté las pintas.

—Siete.

—Una Coccinella de siete pintas —coincidió la prima Geillis—. Dime, ¿no sería mejor que le avisaras?

En el acto me pareció que se trataba de una necesidad apremiante y, obedientemente, canturreé:

«Mariquita, mariquita, vuelve a casa volando,

Tu hogar se incendia, tus hijos se han ido,

Todos menos una, llamada Jill,

Que está sana y salva en el alféizar».

La mariquita emprendió el vuelo. Pregunté inquieta:

—No es más que una canción, ¿verdad?

—Sí. Es un bichito muy inteligente, vive en los prados y saca a sus crías y emprende el vuelo antes de que alguien queme los rastrojos o corte el heno. Gilly, ¿sabes quién soy?

—Eres Geillis, la prima de mamá. Tiene una foto tuya.

—De modo que tiene mi foto. ¿Qué haces aquí?

Debí poner cara de susto. Además de que tenía prohibido aventurarme más allá de los límites del jardín, no debía perder el tiempo soñando. Hipnotizada por la mirada franca de la prima Geillis, respondí la verdad:

—Sólo pensaba.

—¿En qué pensabas?

Aunque parezca un milagro, no sólo se mostró imperturbable, sino interesada.

Miré a mi alrededor. El misal luminoso de hierbas y flores volvía a disolverse para componer un manchón informe e impresionista.

—No sé. Pensaba cosas.

Era el tipo de respuesta que, por regla general, desencadenaba una severa reprimenda: La prima Geillis asintió como si acabara de asimilar hasta la última palabra de mi detallada respuesta.

—Te preguntabas, por ejemplo, si en el estanque hay renacuajos…

—Sí. ¡Claro que sí! ¿Los hay?

—Probablemente. ¿Por qué no lo comprobamos?

Miramos y había renacuajos. También vimos pececillos y un par de picones. Luego la prima Geillis señaló el pie de un junco alto; súbitamente el agua subió, se redondeó hasta formar una burbuja, estalló y apareció un ser marrón parecido a un gusano. Lenta y trabajosamente, sometiendo a prueba el extraño elemento, el bicho feo subió centímetro a centímetro por el junco hasta que se separó de suimagen y quedó fuera del agua, expuesto al sol secante.

—¿Qué es?

—Lo llaman ninfa. Fíjate, Gilly, limítate a mirar.

El animal se movió. Como dolorida, la horrible cabeza cayó hacia atrás. No vi qué ocurrió, pero de pronto aparecieron dos cuerpos en el tallo: la cascara hendida de lo que había sido la ninfa y, surgido del casco vacío de la cabeza, otro cuerpo, un cuerpo recién nacido, flexible y vivo, una versión más esbelta y de mayor tamaño que el primero. Se aferró al tallo, por encima del desecho arrugado de su piel barrosa, mientras el sol lo acariciaba, lo dotaba de vida líquida, extraía de sus hombros hundidos la seda arrugada de las alas y las estiraba lentamente, tensas, brillantes y cubiertas de venas tan delicadas como cabellos, mientras desde alguna parte —al parecer el aire mismo— el color entraba en el cuerpo gris hasta resplandecer azul como una astilla de cielo. Las alas se extendieron y tantearon el aire. El cuerpo del insecto se irguió y se enderezó. Se fundió con la luz y, como la luz, desapareció.

—Era una libélula, ¿no? —susurré.

—Así es. Una Aeshna caerulea. Repítelo.

—Aeshna caerulea. ¿Cómo ocurrió? Dijiste que era una infla. ¿Tenía adentro una libélula?

—Sí. La ninfa, que no «infla», vive en el fondo del estanque, a oscuras, y se alimenta de lo que puede, hasta que un día descubre que puede subir hacia la luz, desarrolla las alas y vuela. Lo que acabas de ver —concluyó entusiasmada la prima Geillis— es un milagro totalmente común.

—¿Quieres decir que es magia? ¿Lo provocaste tú?

—No es para tanto. Puedo hacer que ocurran algunas cosas, pero no ésta, aunque me gustaría. Si no me equivoco, algún día hará falta un milagro muy parecido al que acabamos de asistir. Otra ninfa, otro estilo, otro día. —Me dirigió una mirada breve y encendida—. ¿Me has entendido?

—No. ¿Puedes hacer que ocurran cosas? Prima Geillis, ¿eres realmente una bruja?

—¿Por qué me haces esta pregunta? ¿Te han dicho algo en casa?

—No. Mamá sólo dijo que podrías venir a quedarte y papá que no eras muy conveniente.

Rió, se puso en pie y me ayudó a incorporarme.

—Supongo que espiritual más que físicamente, ¿no? No te preocupes, pequeña, será mejor que vuelvas a casa. Vamos.

La tarde aún no había concluido. Regresamos lentamente por el prado y pareció natural que nos cruzáramos con una mamá erizo y sus cuatro crías, que avanzaban ruidosamente entre las hierbas y arrancaban raíces con sus morros largos y brillantes.

—La señora Guiñahierbas —suspiré y en esta ocasión la prima Geillis rió y no me corrigió.

Una de las crías encontró un caracol y se lo zampó con un alegre crujido. Pasaron a nuestro lado, sin la más mínima muestra de temor, y siguieron su camino. Durante el regreso la prima Geillis recogió una flor tras otra y me habló de todas, de modo que cuando llegamos a la casa parroquial yo conocía los nombres y las costumbres de unas veinte plantas. Aunque tendría que haberme castigado por abandonar el jardín, mi madre no dijo nada y todo fue bien. La prima Geillis pasó unos días en casa. La mayor parte del tiempo estuvo conmigo. Hacía un tiempo tranquilo y luminoso, como siempre en aquellos veranos lejanos, y pasábamos fuera todo el día. Ahora comprendo que las bases de mi vida se cimentaron durante nuestras caminatas, que duraban toda la jornada. Cuando la prima Geillis se fue, se apagó la luz de los campos y los bosques, pero persistió lo que había encendido dentro de mi ser.

Fue el último de los bellos veranos. La primavera siguiente el obispado trasladó a mi padre a una nueva parroquia. Era una enorme y fea parroquia minera, donde los montículos de carbón, el humo, las llamaradas de los hornos de coque y el ruido de las locomotoras de maniobras ocupaban días y noches. Nos instalamos en la fría incomodidad de la casa situada entre las tumbas.

No había libélulas, prados con flores silvestres ni erizos. Soñaba con un animal de compañía, el que fuera, incluso un ratón blanco; a pesar de que, como en todas las casas parroquiales de la época, la nuestra disponía de una cuadra con pesebre y abrevadero y de varias dependencias externas, no me permitieron tener ningún animal. Cuando por casualidad la gata atrapaba un pájaro o un ratón, me esforzaba por cuidar a la víctima para que recobrara la salud, pero sin éxito. La gata rechazó todas mis ofertas, pues prefería una vida semisalvaje en las dependencias. Como el coadjutor se dedicaba a la crianza de conejos, un día me regaló una cría. Fue un animal de compañía insensible, pero lo quise mucho hasta que, pocas semanas después, mi madre insistió en que lo devolviera. Cuando a la mañana siguiente se presentó en casa para hablar con mi padre —algo que hacía todos los días—, el coadjutor trajo mi conejo pelado, descuartizado y listo para guisar. Subí corriendo a vomitar mientra mi padre intentaba dar una explicación al sorprendido y ofendido coadjutor, al tiempo que mi madre —por una vez tiernamente comprensiva— subía y limpiaba mis vómitos. Cuando el dolor y el horror amainaron, ya habían desaparecido el coadjutor, el conejo y todo lo demás. El incidente no se mencionó nunca más.

Dicen que la mente crea sus propias defensas. Al evocar aquel lejano pasado, apenas recuerdo nada de ese período de mi niñez. Alguna delicia ocasional: viajes en autobús con mi padre, visitas a los feligreses, la amabilidad de las esposas de algunos mineros, que me llamaban «Gilly», me trataban con el mismo respeto afectuoso que otorgaban a mi padre y que luego miraban de soslayo y, con otro tipo de respeto, preguntaban por mi madre. Y las horas que pasé a solas en mi helado dormitorio, dibujando y pintando —siempre animales o flores— o asomada a la ventana, por encima de las tumbas y los sicómoros, para contemplar el ocaso rojo y polvoriento más allá de los montículos de carbón al tiempo que deseaba… ¿qué deseaba? Jamás lo supe.

Un día, sin aviso previo, volvió a aparecer. La prima Geillis se presentó para una visita de despedida —así la llamó—, antes de emprender viaje a Nueva Zelanda para ver a su familia y a la de su madre. Dijo que estaba dispuesta a llevar mensajes o regalos y que pasaría fuera mucho tiempo. En aquella época, antes de los viajes en avión, un recorrido de esas características duraba meses y no era exagerado calcular un año para un viaje que llevaría al viajero a dar la vuelta al mundo. Dijo que estaba deseosa de visitar varios lugares. Los nombres se grabaron en mi cerebro: Angkor, El Cairo, Delhi, Filipinas, Perú… Regresaría cuando los hubiera visto y entretanto…

Entretanto había traído un perro para que yo lo cuidara.

Era un pastor escocés blanco y negro, flaco, impaciente y tierno. Un perro perdido que la prima Geillis había recogido y que no quería dejar abandonado al azar ni a las crueldades humanas.

—Aquí tienes sus papeles. Es el perro de Geillis. Necesita… —Pensé que iba a decir «alguien a quien querer» y me quedé pasmada, pero la prima se limitó a añadir—: Necesita compañía, alguien con quien ir de paseo.

—¿Cómo se llama?

Me arrodillé en las frías baldosas del suelo de la cocina para estar a la altura del perro. Era demasiado bueno para ser cierto. No me atrevía a mirar a mi madre.

—A ti te toca ponerle nombre. Es tuyo.

—Lo llamaré Rover —dije sumergida en el pelaje del can, que me lamió la cara.

—Un peu banal —comentó mi prima Geillis—, pero no es un animal orgulloso. Adiós.

No me besó antes de partir. Jamás la vi besar a nadie. Salió de casa, segundos después pasó el autobús y lo cogió.

—Qué raro —comentó mi padre—, debe de ser un coche discrecional. El autobús de línea pasó hace diez minutos; yo lo vi.

Mi madre sonrió. Su sonrisa se esfumó en cuanto miró al perro y luego a mí, que estaba arrodillada a su lado y lo abrazaba.

—Levántate inmediatamente. Si quieres quedarte el perro, habrá que atarlo. No sé en qué demonios pensaba Geillis al endilgarnos un perro, sabiendo que aquí no habrá nadie para cuidarlo.

—¡Yo lo cuidaré! Sin duda puedo…

—Pero tú no estarás aquí.

La miré boquiabierta. Me quedé esperando. Nadie hacía preguntas a mi madre. Si quería decir algo, lo decía y punto.

Tensó la boca hasta adoptar el mismo rictus del retrato de mi abuela.

—Te irás a estudiar. La prima Geillis tiene razón. Necesitas compañía, salir de ti misma y dejar de ser una soñadora. Puesto que ella…

—Querida, no te aflijas —intervino mi padre tiernamente—. Te gustará, ya lo verás. Necesitas compañía y amigas. Es una gran oportunidad para nosotros, pagarlo nos sería imposible, pero la prima Geillis se ha ofrecido a abonar casi todos tus gastos. Como es tu madrina…

—Prefiere que la llamen patrocinadora —puntualizó mi madre con tono severo.

Mi padre se mostró apenado.

—Sí, ya lo sé. Pobre Geillis. Dado que es tan amable y nos presta ayuda, debemos aprovechar la oportunidad. Lo comprendes, ¿no, Jill?

El perro estaba pegado a mí. Me incliné y volví a abrazarlo. De pronto la lúgubre y solitaria casa parroquial me pareció un sitio muy deseable, los campos secos y los senderos sobre el paisaje despoblado se convirtieron en lugares bellos y tentadores.

—Por favor —murmuré—, por favor, mamá, ¿tengo la obligación de irme?

Ya me había vuelto la espalda, pensando sin duda en las listas de ropa y en los baúles que yo tendría que llevar a la escuela. Creo que incluso entonces supe que también pensaba en la deliciosa perspectiva de verse libre de la presencia de su hija ocho meses al año. No me respondió.

—Papá, ¿tengo que irme?

—A tu madre le parece lo mejor. —Lo dejó estar incómodo, pero siempre amable. Se llevó la mano al bolsillo y sacó media corona—. Ten, Gilly. Cómprale un cuenco para comer. En la ferretería venden unos cuencos con la palabra PERRO. Los vi ayer. Quédate con la vuelta.

El can me lamió la cara. Al parecer el sabor de las lágrimas le gustaba, ya que volvió a lamerme.

Capítulo 2

Finalmente escogieron un convento anglicano que la prima Geillis —tan lejana al otro lado del Atlántico— habría desaprobado de todas todas. Por cierto, mi madre no se privó de protestar. Una tarde estival me asomé a la ventana de mi dormitorio y oí hablar a mis padres junto a la ventana abierta del estudio de papá, exactamente debajo.

—¿Mi hija criada por las monjas? ¡Qué absurdo! —opinó mi madre.

—También es mi hija.

—Eso es lo que crees —replicó mi madre en voz tan baja que apenas la oí.

Oí reír a mi padre. Yo siempre decía que era un santo y que la adoraba. Papá jamás interpretó las palabras de mamá como lo habría hecho otro hombre.

—Lo sé, querida. Posee inteligencia y es posible que algún día alcance parte de tu belleza, pero me parece que yo también tengo algunos derechos sobre ella. ¿Recuerdas lo que decía el viejo sepulturero?

Mi madre sabía que a veces se excedía y jamás reaccionaba ante una acción de retaguardia. Su voz sonó risueña:

—«Señor vicario, no puede negar lo que de usted mismo hay en ella…» y tú tampoco, mi querido Harry. En este aspecto tiene la suerte… de haber heredado tu cabello oscuro y esos ojos grises que, en mi opinión, siempre fueron demasiado hermosos para pasar desapercibidos en un hombre… De acuerdo. Si podemos guiarnos por lo que dice el folleto informativo, el convento está bastante bien. Pero he visto otro… ¿dónde he puesto los papeles? Parece igual de bueno y no es mucho más caro.

—Pero está mucho más lejos. ¿No queda en Devon? Piensa en lo que cuesta el tren. No padezcas, querida. Sé que los conventos no son precisamente famosos por su erudición, pero…

—A eso iba. Pueden intentar que se vuelva religiosa.

—No pretenderás que lo condene. —Mi padre parecía divertido.

Mamá rió.

—Lo siento, no me he explicado bien. Sabes a qué apunto. Se habla tanto de que se prima la enseñanza religiosa a costa de otras asignaturas, sobre todo las ciencias, que creo que es lo que a Gilly le interesa. Es espabilada y tiene un buen cerebro. Le hace falta una buena educación, trabajo duro y contraste de pareceres. Cómo no iba a saberlo, si es la faceta en que ha salido a mí.

La voz de mi madre se perdió cuando se alejó de la ventana. Oí que mi padre respondía con un murmullo y, luego totalmente asomada a la ventana, uno o dos fragmentos de conversación. Mi padre dijo algo sobre «la escuela municipal» y «sólo está a dos paradas de distancia», y luego mi madre se lanzó a un categórico discurso que no percibí pero que había oído tantas veces que podía repetir hasta la última palabra. ¿Que su hija fuera a la escuela con los chicos de la aldea? Ya estaba bastante mal que tuviera que asistir a la primaria pero, ¿asistir a la escuela municipal hasta que cumpliera los diecisiete o dieciocho y acabara teniendo los amigos que no debía tener y un acento semejante al de los hijos de los mineros? ¡Jamás de los jamases!

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