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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (8 page)

BOOK: La mirada del observador
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—¿Quién?

—El señor Dantes.

—Se ha marchado.

—¿No dejó ninguna dirección?

—¿Es usted la bella señorita que me dio los cuarenta dólares?

Colgó. El hombre del traje beige y la camisa hawaiana entró en el bar cuando ella salía.

Bajó dando un paseo por la Calle 50 a la 42, luego subió por Broadway a la Séptima.

Dos marines borrachos salidos de ninguna parte se abalanzaron sobre ella. Gritaron, la levantaron por los aires, dándole vueltas por la acera, luchando juguetonamente por encima de ella, vapuleándola entre ambos. Se desembarazó de ellos, empujándoles a un lado. Se tambalearon saliendo del bordillo a la cuneta, y un taxi que viraba en ese momento golpeó a uno, lanzándolo, dando volteretas entre la multitud como un derviche borracho. Alguien gritó.

Ella siguió andando lentamente, sin mirar atrás.

Dobló la siguiente esquina, se paró en un portal. La parte delantera de su traje estaba desgarrada. Sacó del bolso la peluca rubia y se la puso.

Prendió el traje con un alfiler y cruzó la Calle 57. Diez minutos más tarde entraba en el vestíbulo desierto del Park Lane. El portero de noche le dio su llave.

—Buenas noches, señorita Henry.

—Buenas noches.

Se quitó la peluca rubia al llegar a su habitación, y se sentó a la mesa, recobrando el aliento. Le habían arruinado el traje. Se puso un par de guantes.

Una llave giró en la cerradura; la puerta se abrió. El hombre del traje beige y la camisa hawaiana dio un paso en la habitación.

El Ojo estaba bajo una farola en la Séptima Avenida pensando en el crucigrama número siete y observando a los marines jugar con Debra Henry.

Pez espada ártico
, seis letras vertical, tenía que ser
Narval
. Así que
Adrastea
era
Némesis
.

Vio venir el taxi.

Pero
Ciudad de Checoslovaquia
, cuatro horizontal, no tenía ningún secreto. ¡De hecho, todo el asunto se estaba convirtiendo en un coñazo monumental!

Embistió hacia delante, tropezando con uno de ellos, empujándolo fuera del bordillo. El marine salió dando un bandazo hacia la cuneta y el taxi lo golpeó y lo dejó hecho polvo.

Pero los condenados crucigramas había sido una tapadera perfecta todos aquellos años, tenía que admitirlo. Lo camuflaban todo.

Alguien gritó.

Nadie —¡pero nadie!— sabía verdaderamente lo chiflado que estaba. Todos pensaron —Baker, Piesplanos y los zombis sentados en la habitación de las once mesas—, todos pensaron que simplemente era un excéntrico.
¡Oh, él! Es inofensivo. Un zumbado de los crucigramas. Está así desde que su mujer lo dejó. Colgado.

Siguió a Dafne a la Calle 57.

Todo había comenzado en Washington, D.C., el año que se pasó seis meses buscando a Maggie. Una noche se despertó a las tres y se vio sentado afuera, en la cornisa de la habitación de su hotel, a diez pisos de altura. Entró gateando en la habitación, abrió una revista y se pasó el resto de la noche haciendo crucigramas.

Y desde entonces los había estado haciendo.

Luego ocurrió aquel horror en el callejón de Cheyenne. ¡Jesús! ¡En ese último instante, justo cuando blandía el martillo, había mirado a Grunder y lo había visto con cuernos y rabo! Y cuando la bala le alcanzó, vomitó llamas.

¡Colgado de veras! ¡Formidable!

Por eso le resultaba imposible volver a la jodida oficina, por el momento, en cualquier caso. No se podía esconder detrás de sí mismo para siempre. Tarde o temprano alguien se decidiría a caer en la cuenta. Y cuando eso ocurriera, lo cercarían con cazamariposas y terminaría sus días farfullando fuera, en la cornisa, para siempre.

Rezó:
¡Ahora no, Señor, aún no! Permíteme andar suelto un poquito más
.

Necesitaba un descanso… amparo… paz… un refugio. Necesitaba «esto». Ella lo apaciguaba, era su bastón y su cayado en el valle de la muerte. Y él era suyo.

La siguió al Park Lane, justo tras el hombre del traje beige y la camisa hawaiana.

—¿Su nombre es Dafne Henry?

—Sí.

—Soy el sargento Sheen, departamento de policía de Nueva York.

—¿En qué puedo servirle?

—Dejó caer esto. —Le enseñó el medallón de plata.

—Eso no es mío.

—Sí lo es.

—¿Quién le ha dado la llave de mi cuarto?

—El tipo de abajo. Dice que es usted de Iola, Kansas.

—Así es.

—Es suyo. —Lanzó el medallón al aire y lo agarró al vuelo—. ¿Desaparecería de un accidente de Iola, Kansas? —Ella estaba atrapada contra la mesa. Él estaba de pie frente a ella, inclinado hacia delante, casi tocándola—. Bueno, también va contra la ley en Nueva York, ¿sabe?

—¿Cuánto?

—¿Qué?

—¿Que cuánto me costará?

—¿Está intentando sobornarme, nena?

—Simplemente quiero saber de cuánto será la multa.

—Quinientos dólares. —Le sonrió haciendo una mueca—. ¿Qué es eso? —Señaló la botella en la mesa.

—Courvoisier.

—¿Qué es?

—Coñac. —Se quitó los guantes, arrojándolos al sofá.

—Quinientos y un trago de eso.

—Sírvase. —Pasó por su lado con sumo cuidado y fue hacia la bandeja con vaso que había sobre la cómoda—. Que sean dos. —Le alcanzó dos vasos largos—. ¿De dónde ha sacado esa camisa tan fea?

Él se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla.

—De una tienda en la Tercera Avenida. Había rebajas. Compré seis. —Llevaba una pistolera enganchada a la cadera—. ¿Cómo se gana la vida, Dafne? —Llenó dos vasos.

—Hago pelucas. —Cogió la peluca y la colgó sobre un soporte—. Estoy en Nueva York intentando vender algunas piezas.

—¿Era eso lo que hacía vagando por las calles a la una de la madrugada? ¿Haciendo clientela?

—Simplemente visitaba la ciudad.

—¿Me puede enseñar algún documento de identidad?

—¿Algún qué? ¿Identidad? Por supuesto.

—Tiene roto el vestido. —Se desabrochó la pistolera y la dejó caer sobre la mesa.

—No importa. Tengo varios.

El tipo se bebió el coñac de un trago.

—¡Uuuaaj! —exclamó, sirviéndose otro. Le dio su copa—. Quítatelo.

—¿El carné de conducir? —Se quitó el traje—. ¿Tarjetas de crédito? ¿Qué es lo que quiere?

—Ya sabes lo que quiero, monada. —Cruzó la habitación, se desabrochó el cinturón. Se bajó los pantalones y los dejó plegados sobre una silla—. ¿Estás segura de que tienes los quinientos?

—Sí.

—De acuerdo, pues supongo que podemos hacer un trato entre nosotros. —Se bajó los calzoncillos—. Ven aquí.

Ella tragó de golpe el coñac y se acercó a la mesa. Puso el vaso a un lado, cogió la pistolera y la abrió.

—¡No toques eso! —gritó él.

Ella se giró y le disparó en la cara.

Fue al sofá, se puso los guantes. Recogió el traje, limpió la pistola y luego su copa. El vaso de él estaba en el suelo; también lo frotó. Echó una rápida ojeada alrededor. No había huellas en ningún lado, siempre iba con los guantes puestos en la habitación. Ya había decidido de antemano que su equipaje tendría que ser sacrificado. ¡Era una auténtica lástima! Sacó la peluca platino de la maleta y la metió en el bolso. Cogió el medallón de plata del bolsillo de la chaqueta del hombre.

Bajó corriendo las escaleras de servicio —diez pisos— hasta llegar al sótano. Atravesó la galería trepidante y oscura, que vibraba con un golpeteo de maquinaria como la bodega de un barco. Un vigilante roncaba en un catre metido en un hueco. Pasó junto a él de puntillas, descorrió un cerrojo y abrió la puerta de salida.

Subió andando por Central Park West a la 72, y se metió en el parque. Escaló una ladera empinada y se sentó bajo un árbol.

Permaneció allí hasta el amanecer, observando a los duendes que habitaban los bosques ir y venir a su alrededor, a la luz de la luna. Tres chicos hicieron el amor sobre la hierba justo enfrente de ella. Otros dos hicieron strip-tease y se vistieron con tutús de bailarina; luego desaparecieron, silbando, por un sendero oscuro.

A las 5:30 descendió de la ladera y tomó un metro en la 72 Oeste hacia el Bronx. Fue hasta la última parada, en Dyre Avenue, luego volvió a la Calle 180. Luego hasta la parada de la 241, y regresó a la 149. Desde allí fue hasta Woodlawn y regresó.

Así se pasó tres horas mortales.

A las 8:30 desayunó en un café de la avenida Tremont. A las 9:10 se colocó la peluca platino y fue al banco de la avenida Jerome: vació La caja de seguridad de Erica Leigh. Mientras esperaba a que apareciese un taxi se zambulló en una tienda y compró una maleta. La llevó consigo, vacía, al aeropuerto Kennedy.

Compró un billete para Los Ángeles utilizando el nombre de Charlotte Vincent.

6

Se sentó en un bar del aeropuerto, desnuda bajo el visón; releyó
Hamlet
y bebió una copa de Gaston Lagrange. Subrayó con un rotulador rojo:

Hay una divinidad que labra nuestros destinos

Estaba sola en el bar, a excepción de un hombre sentado en una mesa junto a la esquina.

—¿Qué hora es? —preguntó. Ella no se molestó en contestarle—. ¿Qué hora es, por favor?

Había un reloj en la pared justo encima de ellos. Ella se lo señaló con el dedo.

—Usted perdone, ¿me podría decir la hora?

—Las diez cuarenta.

—Gracias.

Unos minutos después derramó su bebida. Un camarero vino y limpió.

—Perdón —dijo el hombre.

—Está bien. ¿Otra?

—Sí, por favor.

Ella se lo quedó mirando, intrigada. Tenía unos cincuenta años, delgado, gris, calmado. Su mano buscó a tientas. Ella bajó la vista. Tirado en el suelo bajo su silla había un bastón. Se puso en pie, fue hacia él, lo recogió y se lo puso en la mano.

—Gracias.

Volvió a su mesa y se sentó. Él sacó una billetera, extrajo un billete de diez. Lo palpó a ciegas. El camarero le trajo otra bebida.

—Le pagaré ahora.

—Sí, señor. Cinco sesenta. —Cogió los diez—. Me da uno de cinco, señor.

—¿Ah, sí? Discúlpeme. —Hurgó en su billetera buscando más dinero—. Pensé que le daba diez.

Ella lo miró furiosa, violentada.

—¡Es uno de diez, condenado imbécil!

El camarero le devolvió la feroz mirada.

—Oh, sí, así es. Ha sido culpa mía. —Se alejó, hirviendo de rabia.

El hombre se rió por lo bajo.

—Los camareros siempre me la intentan pegar —dijo—. En realidad, puedo distinguir entre los de diez y los de cinco.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Los doblo de diferente manera.

—Muy inteligente.

—La paz sea contigo —brindó él.

—Amén —respondió ella. Bebieron juntos.

—¿Qué es lo que está leyendo?

—¿Cómo sabe que estoy leyendo?

—La oigo pasar las páginas.


Hamlet
.

—Yo lo tengo en discos —dijo él—. Burton, Barrymore, Gielgud, Evans, Leslie Howard… todos. Una docena de álbumes.

—Yo lo vi con Richard Burton.

—Yo nunca lo he visto —dijo él prosaicamente—. ¿Y por qué está leyendo
Hamlet
?

—Hay una frase que me fascina —se rió—. Es como escuchar una y otra vez tu canción favorita. Siempre te coge de sorpresa.

—¿Qué frase? —preguntó.

Ella volvió las páginas al segundo acto, la escena segunda y leyó:

Porque aunque el homicidio no tenga lengua, puede hablar por los medios más prodigiosos.

El vuelo a Los Ángeles fue anunciado.

—Ahí voy yo —dijo él.

—Yo también. ¿Le puedo echar una mano?

—Se lo agradecería. Mi nombre es Ralph Forbes.

—Charlotte Vincent.

El camarero los vio salir juntos del bar. Se volvió al barman.

—Fino de verdad —dijo refunfuñando—. Probablemente ella le robe todo lo que tenga.

El Ojo pensó exactamente lo mismo.

Mientras iban caminando por la rampa, ella echó una ojeada a los demás pasajeros.

—¿Busca a alguien? —preguntó Forbes.

—Pensé que quizás… un amigo mío pudiera haber venido para despedirse.

Él presionó su muñeca.

—Tranquila —le susurró.

Ella lo miró, sobresaltada.

—¿Qué?

—Su pulso —dijo él—. Va demasiado acelerado. Tenga cuidado con la hipertensión.

—Odio volar.

—Yo la cuidaré —la palmeó afectuosamente en el brazo—. Nada le ocurrirá yendo conmigo.

Ella lo miró fijamente.

Se hallaban sentados en medio del silencioso y sereno murmullo de la cabina de primera clase, a 1.200 metros sobre Pensilvania.

Ella observó su perfil por el rabillo del ojo. Tenía una nariz aguileña y una barbilla como una
C
obstinada. En su mejilla había cortes de afeitado.

Abrió la cremallera de un bolso de viaje y sacó una bolsa de caramelos.

—Tome uno. Se supone que calma los nervios.

—No, gracias.

—Entonces ¿un poco de chicle? —Sacó un paquete—. O, ¿qué le parecería…? —Rebuscó en el bolso y sacó una caja roja—. ¿Un toffee de fresa y crema? Son de Inglaterra. Callard y Bowser, Londres.

—¡Vamos, Ralph!

—¿Qué?

—¡Chicle, caramelos! —se rió—. Espero que no piense que soy una niñita. Quiero decir… que no lo soy.

—Soy bastante consciente de eso.

—Bien, temía que luego me ofreciera un cómic.

Él desenvolvió un toffee; se lo comió.

—Tiene aproximadamente… —vaciló—. ¿Veinticinco?

—Sí, aproximadamente.

—Y es muy alta, de veras. Tan alta como yo.

—¿Y qué más soy?

—Lleva puesto un abrigo de piel. —Tocó su hombro—. ¿Es que no se lo va a quitar? Se va a asar.

—No, estoy bien… Dígame más.

—Fuma cigarrillos extranjeros.

—Gitanes. —Abrió la pitillera de oro y le ofreció uno. Él lo aceptó con dedos hábiles. Se lo encendió.

—Ha estado recientemente en una piscina —dijo él.

—¿Y cómo lo sabe?

—Por su cabello. —Olisqueó—. Cloro. Es aún más fuerte que el coñac que ha estado bebiendo.

Ella cogió un chicle, lo desenvolvió y lo masticó.

—Espero que no se haya molestado, Charlotte…

—No, no.

—Sí lo está.

—Por supuesto que no.

—¡Soy un caso! —Sus manos se movieron con torpeza, volcando el bolso de viaje, tirando chicles y caramelos—. ¡Imagínese, decirle a una mujer que le huele el aliento!

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