—Te diste tu gusto, ¿verdad? Pues ahora no llores.
La hermana menor nunca se daba por ofendida. Una de las leyes de su clase era pasar por encima de los acontecimientos, sin establecer una línea entre el bien y el mal y sin sacar conclusiones. Los mismos errores podían repetirse hasta la hora de la muerte sin aprender la lección. Bastaba con haber sido educados en un estrecho ordenamiento de principios éticos que se adelgazaban al grado de tener que ver sólo con la apariencia. La conversación febril y disparatada de Leticia giraba en torno al tema que más podía afectar a Lorenzo: el del asesinato de Lucía. Ella se las arreglaba para saberlo todo, estar al día con una meticulosidad de contador público titulado. Resulta que Lucía no era lo que todos creían, al contrario, «Lucía, y tú lo debes saber mejor que nadie, tenía una doble vida monstruosa».
—¿Y por qué lo debo saber yo?
—Porque tú la acompañabas todas las veces que venía al bridge con la tía Cayetana —respondía Leticia con mala leche.
Eso es, la leche. La leche que se le estaba formando adentro a Leticia con su maternidad envenenada, los riachuelos que nacen bajo sus senos y los surcan como su sistema venoso conformando una red atroz dispuesta a atrapar a Lorenzo como lo atrapó Lucía. Hacerse cargo de Leticia era responsabilizarse del crimen. En este niño sin padre se reconcentraban la decepción, el abandono al que los habían sometido. En él yacía Santiaguito con su entreguista: «Papá, ¿le tlaigo sus panfufas?», los hurtos de Juan, la rabia de Lorenzo. La única que se salvaba era Emilia en Estados Unidos.
Alguna vez, al pasar por la avenida Insurgentes, Lorenzo vio la luz prendida en la casa de Lucía. Esa misma luz era ahora la de Leticia, un foco amarillo a la calle para ponerla en venta.
Con tal de evitar la verbosidad de su hermana, Lorenzo decía: «Ya me voy», «ya vine». A veces, al regresar a su casa retenía el impulso de contarle: «Me ofrecieron este trabajo…», y quizá hubiera caído en alguna crónica familiar de esas que tanto nutren la intimidad, pero al verla el deseo se desvanecía. Al principio, al servirle su café, Leticia se sentó con él en la mesita de palo, ahora volvía a su recámara con el pesado andar de su preñez, las piernas separadas. Envuelta en una especie de batón, siempre el mismo, Leticia esperaba su alumbramiento. Una vez libre cambiaría su suerte.
En esa época Lorenzo empezó a mentir. Al ocultar el paradero de su hermana, mentía también sobre todo lo demás. Ni siquiera a Diego le dijo que Leticia iba a dar a luz. A ninguna de las hermanas Beristáin podría pasarle algo semejante, tenían demasiado respeto por sí mismas, no habían sido devaluadas por la muerte de su madre como Leticia. Lorenzo se repetía que ocultar la verdad no era mentir, si se escondían tantas verdades a propósito del universo; si los hombres se debatían en un pantano de juicios morales y estéticos, ¿qué diablos podía importar una mugre mentirita? Además, ¿a quién le debía la verdad?
Seguramente si recurriera al doctor Beristáin, le ayudaría, pero su orgullo se lo impedía. ¿Pedirle algo a alguien? La sola posibilidad lo enfermaba. Leticia hacía lo imposible por mantener pasaderas sus camisas y su pantalón del diario. ¿Escribirle a Emilia a Estados Unidos solicitando ayuda? A su vez ella, recién casada, tendría que pedírsela a su marido y ya tenía la responsabilidad de Santiago, al que mandó traer según prometió.
Lorenzo se dedicaba a destruir dentro de sí todo lo que antes había amado. Magnificaba los errores de sus cuates, festinaba sus rasgos de carácter hasta hacerlos deleznables. ¡Qué fácil! Hiriente, revivía episodios en los que se hundían. «Soy como José Guadalupe Posada, capto a los hombres en su momento más desafortunado». Los movía frente a sus ojos como títeres grotescos, dislocados, y los detenía en el borde para mejor empujarlos al abismo. El lema que antes aplicaban con tanto júbilo: «Perezcan los débiles y los fracasados y ayudémosles a desaparecer y que éste sea nuestro primer principio de amor al prójimo», lo cumplía al pie de la letra. Genéticamente ni quien se salvara.
Diego Beristáin se lanzaba a la abogacía con unos bríos que Lorenzo no compartía. Aunque muy jóvenes, ambos habían escuchado a Alejandro Gómez Arias pedir la autonomía universitaria y en la Libre de Derecho Lorenzo se sintió excluido. «Odio la carrera cada vez más —le comunicó a Diego—, y lo que más ansío es abandonarla». «Estás loco, allí está nuestro futuro. Vamos a ser ricos y felices. Haremos grandes cosas por México. Todos los que valen son abogados». «A mí no me interesa ser como los que valen». «No seas idiota, dirigen al país». «Por eso vamos directo al precipicio». «Lorenzo, por favor…».
La verdad, a Lorenzo era mejor rehuirlo. «Hermano, estás atravesando una mala racha, pero ya pasará. Quizá, sin saberlo, extrañas a la tía Cayetana», le dijo Chava Zúñiga y Lorenzo estuvo a punto de agarrarlo a patadas, pero a su amigo le entró un ataque de risa y por un momento volvieron a ser los de antes, dos muchachos abrazados.
También de Diego Beristáin se había separado desde una noche en que caminaron por la avenida Álvaro Obregón frente a la casa afrancesada de los Castroviejo, por cuyos altos ventanales se veían espejos gigantescos, candiles de cien luces, parquets que se derretían y sillas doradas que no habrían desmerecido en Versalles.
—Hay que casarse con mujeres ricas —exclamó Alberto Pliego Álvarez.
La casa era eso: una mujer marmórea, cubierta de encajes y de espuma. Las hijas de familia acompañadas por una buena dote de barandales y maderas finas eran casaderas. Había que pescarlas. Diego Beristáin y Chava Zúñiga asintieron. Lorenzo se injertó en pantera, y por primera vez en su vida recordó su francés:
—¡
Macrocs
, eso es lo que son, padrotes!
—¿Qué te pasa?
—Putos mantenidos.
—¡Óyeme, Lorenzo!
—Me dan asco.
Era tanto su enojo que los otros se detuvieron, no así Alberto Pliego Álvarez, que se le echó encima, pero antes de que le levantara la mano, Diego tomó a su amigo del brazo. «Vámonos, Lorenzo, vámonos», y lo llevó derecho a su automóvil.
—¡Cálmate, mi cuate! Con esos desplantes vas a quedarte solo. Sólo fue una
boutade
de Beto.
—Ninguna puntada, todos saben que está cortejando a la niña más rica, a la pesuda de Sandra Orvañanos Lister.
—Lorenzo, o te adaptas o te va a llevar la tiznada. Te lo digo yo que te conozco hace años. Los cuates comentan que te has vuelto insoportable. Llegará el momento en que nadie quiera verte.
—Tampoco yo quiero ver a tipejos de esa ralea.
—Papá, tienes que hablar con Lorenzo, te aseguro que hay momentos en que pierde la brújula —Diego preocupó al doctor Beristáin.
—Es que es terriblemente inteligente y muy sensible.
—Todo lo inteligente que quieras, pero algún día va a cometer una locura.
—Eso lo sé. De todos ustedes es el único que puede llegar al suicidio.
—¿Qué?
—Así es, Diego, tu amigo De Tena es capaz de los actos más extremos.
—¿Y si lo sabes, por qué no le ayudas?
—Claro que le ayudo en la medida en que él lo permite; por lo pronto, nada puede resultarle más benéfico que ser nuestro amigo y estar en la casa. Es un muchacho noble, pero hay en él una gran arrogancia y a la larga no sé qué vaya a pasar.
Cuánta razón la de su padre, ninguno tenía su capacidad de concentración, se abstraía en la lectura y no había poder humano que lo convenciera de algo que no quería hacer. ¡Cuántas parrandas se echaron sin él! Y sin embargo, sin él no eran lo mismo. Su originalidad, su atrevimiento las volvía imprevisibles, más divertidas.
Alguna vez Lorenzo le había dicho que el sexo podía ser una pesada carga masculina. ¿Carga?, rió Diego, ¿carga? Es un placer, hombre, el mejor que tenemos. «No me refiero sólo a venirse, tonto, me refiero a algo mucho más profundo». «¿A qué, Lencho, a ver a qué? Dilo pronto porque no estoy en ánimo de filosofar». «A la mujer en sí, a la mujer. A ella debemos protegerla».
Ahora recordaba el asco de su amigo cuando habían ido por primera vez de putas y cómo lloró. «Deploro mucho lo que acaba de suceder». «Ya verás cuando agarres práctica, te vas a encular». A Diego se le enturbiaba la mirada y Lorenzo desviaba la suya.
Alguna vez, cuando Lorenzo enjuició severamente a sus compañeros de clase en la Libre de Derecho, el doctor Beristáin le dijo:
—No hay mayor tragedia en la vida, Lorenzo, que convertirse en paladín del bien y creérselo.
La gran orfandad del muchacho lo conmovía tanto como su ateísmo, que declaraba una y otra vez. Entre más alegaba que ningún dios le hacía falta, que desde que no creía era un hombre libre, entre más citaba a Nietzsche, más le daban ganas de abrazarlo y decirle que le hacía falta todo y que él, antes que nadie, estaba dispuesto a dárselo. Sin embargo no era fácil.
—Aún no adquiero ningún hábito mental, doctor, a nada me aferro. En cambio usted es un pensador, tiene métodos de trabajo y una formación que no he alcanzado. Siempre me sorprenden sus deducciones.
—Lo que sucede es que yo he llegado a la tregua y es algo que usted, amigo De Tena, ni por equivocación conoce… Ya la apreciará y se acordará de mí, no tengo duda.
—Rompí con la Iglesia y eso me atormenta.
—Mire, usted lo sabe bien, yo soy juarista; sin embargo, para su familia el camino que usted ha escogido debe ser muy preocupante.
—Yo no tengo familia, doctor, tengo hermanos menores, una hermana mayor en los Estados Unidos, eso es todo. Si debo responder ante alguien es ante usted, que me ha tratado como hijo.
—De todos modos, Lorenzo, le ha de haber costado separarse de ellos.
—¿Por qué no ha de costarle la libertad al que quiere liberarse?
—¿Está usted seguro de que se ha liberado?
—Eso sí, doctor —sonrió una juvenil y preciosa sonrisa—, estoy seguro de eso.
Lorenzo había aplastado al amante de Leticia como una cucaracha. Pasó varios días demostrándole cien-tí-fi-ca-men-te que Raimundo no era digno de un segundo pensamiento. «Mira, el amor ejerce un control tremendo sobre la vida. Te aprisiona, te introduce en un túnel del que es imposible salir…». La abrazó: «Todos tenemos en la vida al menos una oportunidad, el chiste es no dejarla pasar. Puedes forjarte un futuro a partir de tu traspiés y yo te voy a ayudar, te juro que saldremos de ésta juntos. Una vez nacido tu hijo, volverás a la normalidad».
Lo que le dijo se lo decía a sí mismo y sin embargo no podía olvidar que la noche en que Lucía lo humilló deseó con fervor su muerte. El periódico hablaba de un amante despechado. Quizá Lucía lo afrentó. Era experta en degradar.
Así Lorenzo entró en el mundo de la sospecha. Hizo de «Desconfía y acertarás» su lema. La vida, las acciones de los demás lo sacaban de quicio, pero más lo torturaba que irrumpieran en sus ideas, no lo dejaran a solas e impidieran la línea de pensamiento por la que avanzaba como hacia una meta. Espacio, tiempo, ¿podían medirse con una cinta metro como se mide la distancia? En la noche planeaba el trabajo del día siguiente: «Mañana voy a ir a la Universidad, luego paso a la biblioteca a consultar a…», y dormía contento con la perspectiva del hallazgo. La vida, cruel, decidía otra cosa. Leticia era la montaña que se atraviesa a mitad del camino y ni modo de hacerle un túnel. ¡Otro! Lorenzo hubiera podido asesinar al amante. «Lo único que pido es que me dejen trabajar», exigía, a lo que Leticia respondía:
—¿Trabajar en qué si no haces más que leer y cuando no, te estás allí, la mirada fija, metido en ti mismo?
—Pienso, Leticia, pienso.
—No aguanto tus grandes silencios, Lencho. Es como si yo no existiera.
—Tienes razón, existes sólo en función de los problemas que me creas.
—¿Y cuando te cases? ¿Y cuando tengas hijos, qué? ¡Lo único que te importa es que una mujer te deje tra-ba-jar!
—Sí, es lo que más le agradecería a cualquiera.
—¿Y los hijos, qué?
—Nunca voy a tener hijos.
Leticia tampoco parecía darse cuenta de su esfuerzo para traer dinero a ese diminuto departamento por el que sentía náusea. Acumulaba empleos, corría de un sitio a otro con su portafolio colgando del brazo. El ritmo de los jueces, las secretarias, la burocracia lo encolerizaba y se repetía: «Tranquilo, tranquilo, no vayas a levantar la voz», pero enrojecía y sus acerbas críticas caían como asteroides en los escritorios. «¿Adónde va a dar nuestro pobre país con gente como ustedes?». Con razón un maestro puso alguna vez en su boleta: «Carácter colérico». La grosera, la imbécil vida diaria interrumpía el flujo de su pensamiento y lo mantenía en un estado de perpetua irritación.
Cuando Leticia tuvo a su hija, Lorenzo se volvió aún más violento. «No la amamantes aquí, ten un poco de pudor». Los enormes pechos de Leticia lo inquietaban. A los veinte días preguntó si la niña iba a empezar a comer con cuchara. Era mucho mejor el alumbramiento del becerro que Florencia alzó sobre sus cuatro patas que este proceso lento en el que tenía que participar a fuerzas. El olor del departamento cambió para mal. Leticia, su niña en brazos, iba dejando por donde quiera su estela de pañales.
Seis meses más tarde Leticia lo recibió:
—Lorenzo, me voy.
—¿Cómo que te vas? ¿Adónde?
—Con el papá de mi hijo.
—¿Quéeeee?
—Sí, me voy, con el padre de mi hijo.
—¿Con ese miserable? —Lorenzo osciló entre la incredulidad y el odio—. ¿Además por qué lo llamas hijo? Creo haber entendido que tuviste una niña y le pusiste Leticia como tú.
—Ahora estoy segura de que éste es hombre —señaló su vientre.
Leticia se iba, pero con otro. Lorenzo no lo podía creer. ¿Quién es? ¿Dónde lo conociste? ¿A qué horas? ¿Cómo, cuándo y dónde? Perra. Claro que te me vas. Bestia apocalíptica. No te aguanto aquí ni un minuto más. Imbécil además de perra. No eres digna del recuerdo de mi madre, no eres nada, sólo una hembra en celo, como lo son todas las mujeres, perras, perras.
Leticia ya no lo escuchaba, todo lo tenía preparado. El interfecto la esperaba en la esquina.
—¿En la esquina, pendeja?
—Así es la vida, Lorenzo, las mujeres se van con el de la esquina.
¡Qué despreciable la condición femenina!
Aunque anheló lo contrario, la ausencia de Leticia no le trajo la calma esperada. Le costaba trabajo concentrarse en la lectura.
A la una de la mañana, Lorenzo leía el
Fausto
de Goethe cuando el timbre de la puerta sonó apremiante. Desde la partida de Leticia, Lorenzo le había dado la dirección de su departamento a Diego. El timbre volvió a sonar y Lorenzo corrió escaleras abajo, nadie tocaba así a esa hora de la noche: