La piel del cielo (2 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
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—¿Cuál afán?

—El de la vida.

Cuando la vaca empezó a bramar le llevaron un toro prestado por doña Trini, pero la montó tan rápido que Lorenzo no alcanzó a ver. O a lo mejor Florencia no propició el espectáculo. Sólo mandó a su hijo con Amado a que le pagaran a doña Trini, su amiga. A los nueve meses, cuando La Blanquita tuvo su becerro, llamó a los mayores. «Ustedes van a traerme el agua».

La Blanquita empezó a moverse de aquí para allá en el establo, desesperada, sus pezuñas rascaban las piedras, iba y venía del pesebre a la puerta sin encontrar acomodo, algo dentro de su gran vientre la sacudía entera, tenía que librarse del estorbo, de vez en cuando un ronco mugido salía de su garganta. En un momento dado, como si una voz se lo ordenara, fue al pajar, se abrió de patas y algo debió abrírsele también por dentro, porque bajo el impacto se dobló. «No sale», dijo Florencia. Entonces enrolló su manga arriba del codo y metió su mano y luego todo su brazo en las entrañas sanguinolentas de la vaca. «Viene bien, viene bien», dijo en voz alta y jaló. Primero salió la cabeza enorme y luego el cuerpo, las patas flaquísimas pegadas al costillar y las pezuñas tiernas.

Después de que el becerro empapado estuvo sobre la paja, el brazo de Florencia siguió hurgando dentro de La Blanquita que se dejaba hacer, los ojos a media asta. Buscaba algo, y al encontrarlo jaló muy fuerte una bolsa roja, gelatinosa, que a Lorenzo le pareció una enorme lengua enroscada. El becerro no se movía y la vaca también ausente se había instalado en una inmensa indiferencia. Florencia se lavó el brazo en la cubeta ante los ojos espantados de sus dos mayores y sólo dijo:

—Tiren esa agua y traigan más.

Cuando regresaron ya no estaba la placenta (que así habría de llamarla su madre) ni la sangre babeante. Acariciaba a La Blanquita con su estrella en la frente. Los niños guardaron silencio y de pronto escucharon que Florencia se dirigía al becerro:

—Ahora tú, ponte de pie, órale.

Rodeó su vientre y su lomo, lo apoyó contra su pecho, el becerro se arrodilló y luego, sobre sus patas, guardó el equilibrio.

Vuelta hacia sus hijos, Florencia les dijo triunfante:

—Ya ven, lo que al hombre le cuesta año y medio, el animal lo hace al nacer.

¡Oh, mi flor de monte, oh, mi flor de agua, mi Florencia!

En los días que siguieron vino el deleite de ir a ver a la vaca amamantarlo, el becerro de pie bajo el gran vientre como un cielo protector. La Blanquita, otra vez ella misma, lamía a su cría, la testereaba, la volvía a lamer, el chorro poderoso y caliente de su orina amarilleaba el suelo cubierto de boñiga, llenaba sus cuatro estómagos con su lento y eterno rumiar, sus enormes ubres encima del recién nacido que las succionaba sin comedimiento.

Esa huerta de San Lucas era una celebración de la vida. La luminosidad, quién sabe si del cielo o de su madre, hacía que Lorenzo entrecerrara los ojos. Después de la lluvia, subía de la tierra un olor a hierba fresca y los árboles goteaban su verdor causándole una emoción viva parecida a la que le provocaba su madre. Lorenzo asociaría siempre a la tierra mojada con ella, sin pensar que a veces la naturaleza toma venganza, cosa imposible en Florencia.

Lo único que a Lorenzo le oscurecía los días era la visita de su padre. A la inmediata simpatía que producía la presencia de su madre, la de su progenitor inhibía a sus hijos. Descendía con los guantes puestos de un automóvil de alquiler. Hasta sus palabras traían guantes y su mirada azul, muy extranjera, se posaba con displicencia sobre la tierra apisonada de la casa.

—Niños, vengan a saludar a su papá.

Florencia sacaba una silla al patio; imposible que él hiciera el menor esfuerzo por ayudarla.

Don Joaquín de Tena venía a verlos directamente de la tintorería, lo que contrastaba con la ropa de su mujer y de sus hijos, pantalones de ayer, suéteres gastados, zapatos enlodados. Al tomar asiento, don Joaquín jalaba su pantalón para que la raya no fuera a perderse. Y Florencia lo miraba con los mismos ojos de La Blanquita, húmedos y dulces, a veces implorantes. Nada de eso le gustaba a Lorenzo, nada de ese señor tieso con su bastón de empuñadura de plata o su paraguas negro, según el clima.

—Cuéntenle a su papá lo que han hecho.

Emilia se lanzaba graciosa, comunicativa, los más pequeños intervenían sin acercarse a él para no ensuciarlo, Lorenzo no abría la boca. Don Joaquín de Tena apenas los veía con su mirada deslavada, como si sus ojos muy hundidos en las cuencas no hubieran alcanzado color. «Ojos de pescado muerto», pensaba Lorenzo. A él no podía importarle que su hijo mayor no le dirigiera la palabra porque ni lo tomaba en cuenta. Veía a sus hijos como a un racimo, sin distinguirlos.

—Despídanse de su papá.

Cuando los mandaban a dormir, Lorenzo ignoraba si su padre se iba. Sabía, sí, que en el ropero había ropa suya. «Las camisas de tu papá», decía Florencia, que las planchaba con esmero con sus callosas manos de campesina.

Don Joaquín de Tena vivía en la colonia Juárez con su hermana y los domingos por la tarde viajaba a Coyoacán en coche de alquiler desde «la ciudad». Ese viaje era una inmensa deferencia.

Para él, para su hermana Cayetana de Tena, para la sociedad mexicana, Joaquín era soltero. La clase social a la que pertenecía invalidaba su unión, y por lo tanto, los hijos no existían. Ningún De Tena registraría a un hijo ilegítimo. En contadas ocasiones, Cayetana disertaba en voz baja con Carito, amiga de confianza, acerca de «la campesina», error de Joaquín, pero lo hacía como si fuera alguna enfermedad contra la cual había que vacunarse. A veces pasaban quince días y Joaquín no llegaba. A veces, hasta tres meses y Florencia informaba por si lo echaban de menos: «Su papá se fue a una reunión de ex alumnos de Stoneyhurst, en Inglaterra», o bien: «Su papá viajó a Vichy a tomar las aguas». Ni una postal siquiera. Qué bueno, para Lorenzo, entre menos noticias mejor. Ese hombre los separaba de su madre.

Hacía algo peor, la denigraba con su presencia y eso quizá solamente Lorenzo lo percibía. Su madre podía no saber lo que es Picadilly Circus, pero sabía observar. Sabía que la Tierra no ocupaba el centro del universo y deducía, por lo tanto, que tampoco el hombre era el centro del mundo y al creerlo reducía todo a su justa proporción. «No hagamos una montaña de eso», le decía a Emilia, que tenía tendencia a dramatizar. «Hoy en la noche te parece enorme, mañana te darás cuenta de su insignificancia». «Es que papá no me hace caso, no me ve», gritaba Emilia mesándose los cabellos. «Bueno, ¿y? A mí tampoco y no me he muerto». ¿Qué podía ser el llanto de una niña malquerida bajo la inmensidad de la bóveda celeste?

Si a Florencia le hacía falta don Joaquín, tampoco se le notaba. Entre los hijos, los animales y las plantas, no había en su vida resquicio para la nostalgia. Cuando Santi —el de brazos— dormía arropado en su cuna y la madre cosía o remendaba alguna prenda, uno de los hijos iba a recargarse en sus rodillas:

—Mamá, cuéntame algo.

Todo la distraía de pensamientos que no fueran los inmediatos, hasta que después de una prolongada ausencia de don Joaquín, Lorenzo la escuchó decirle a Amado que se le estaba acabando el dinero. Algo debió hacer Amado, quizá preguntó en el barrio porque a los diez días, quién sabe por qué artes, le ofrecieron a Florencia el empleo de vendedora a comisión de la dulcería del cine Edén y ella dijo que sí, que todos los días estaría allá antes de la función de las cuatro y llevaría a los dos mayores para que ayudaran. Entonces la vida de Lorenzo y Emilia ya no se confinó al paraíso de la huerta, sino que entró al de las imágenes proyectadas en la pantalla, imágenes que a ambos les produjeron un gran desasosiego porque los arrojaban a lo desconocido. Una noche, también a Lorenzo le resultó desconocido el tono suplicante en la voz de su madre.

—Pero ¿cómo vas a vender dulces en un cine? —reclamaba don Joaquín.

—Es que no me alcanza, entiende, Joaquín, son muchas bocas, no me doy abasto.

—No puedo aceptar que mi hijo ande con un cajón de dulces en el Edén. ¿Qué pasa si lo reconocen?

—Nadie nos conoce, has tenido buen cuidado de que así sea. La única que se asoma a la huerta de vez en cuando es doña Trini y siempre para hacernos un favor.

—¡Ah sí, la que nunca se quita el delantal!

—No se quitará el delantal, pero me lame el alma como La Blanquita lame a su becerro.

—En Coyoacán los conocen, Florencia, y al cine Edén van muchas personas.

—No las de la colonia Juárez, el Edén es un cine de barrio.

—No puedo permitirlo.

En ese momento, Lorenzo oyó el sollozo de su madre, el primero que había escuchado jamás. «Yo a este hombre lo mato, lo mato», lo sacudió la rabia. Habría entrado a golpearlo de no estar la puerta cerrada con llave.

2.

Lorenzo se hizo amigo del cácaro del Edén, don Silvestre, y éste le permitió quedarse en la cabina, con todo y cajón de dulces. A la hora del intermedio, se levantaba a toda prisa a venderlos. «Dulces, chicles, chocolates, muéganos, cacahuates garapiñados», voceaba en los pasillos para luego deslizarse entre las filas de butacas. La oscuridad lo devolvía a la cabina y el pespunteo del proyector era su arrullo. Florencia dejó de preocuparse por el contenido de las películas, porque si al principio Lorenzo siguió la trama, otro interés sustituyó a la anécdota. En la cabina, don Silvestre echaba la película para atrás: el agua regresaba a la jarra, la tormenta al cielo, la rosa al botón, la flecha al arco y Lorenzo se rompía la cabeza tratando de entender si los hombres podrían regresar a ser niños.

También Florencia devolvió a Emilia a la huerta. «El Edén no es para ti». Los adanes del barrio ni siquiera entraban a la sala y, boleto en mano, zumbaban en torno al mostrador de la dulcería atrapados por la miel en los ojos de la niña de trece años, su aliento de pastilla de anís, sus labios más rojos que las gomitas, su cintura de paleta Mimí. «Mejor quédate a cuidar a tus hermanitos, Emilia». Ante la ausencia de Emilia, algunos desaparecieron pero otros no se inmutaron. Lorenzo se dio cuenta de que también su madre era deseable, ¡oh, mi dulce, mi Florencia con su cuerpo de pétalos en flor!, porque uno de los zánganos aventuró: «¿A qué horas cierra para acompañarla a su casa?». Florencia respondió, severa: «Mi hijo es el caballero que me acompaña».

Lorenzo acribillaba a don Silvestre a preguntas: «¿Qué es la luz?». «¿De qué material es la película?». «¿Cómo es la lente de la cámara?». Misterios que ni en sueños se había planteado el bueno del proyectista. Una tarde, a don Silvestre se le reventó el rollo y Lorenzo cortó, pegó y lo echó a andar de nuevo. «¿Quién sabrá del tiempo?», atosigaba al proyectista. «Yo creo que en la escuela tu maestro debe saber», le respondió. Florencia era más explícita: «Para mí el tiempo es una medida, un minutero. Es inasible, se va, a nadie le pertenece». «Yo quiero saber si es aire, si es espacio, ¿qué diablos es, mamá?». Le asustaba la intensidad de su hijo, en ella percibía angustia y se decía a sí misma: «Mi hijo no va a ser feliz».

Había que sacudirlo, quitarle peso, entrenarlo a la levedad: «Pompas ricas de colores, / de matices seductores, / del amor las pompas son: / y al tocarlas se deshacen / como frágil ilusión». Florencia hacía girar a sus hijos para enseñarles «que los sueños son gaviotas / que a las playas más remotas / se disponen a emigrar; / y salpican con sus plumas / los vellones de la espuma / que levanta el ancho mar». Aunque los cuatro revoloteaban en torno suyo y bailaba con uno y otro, Santi a ratos en sus brazos, a ratos en los de Emilia, esas sesiones las destinaba a su primogénito. Su brazo en torno a la cintura materna, él también reía sus dulces ilusiones de un amor que ya se fue: «Mamá, ¿ya no quieres a mi papá?». «Claro que sí, tontito, ¿por qué no habría de quererlo?». «Por las
Pompas ricas
». «Ésa es una canción, hijo, no la realidad». «Entonces, ¿cuál es la realidad, mamá?» «Ay, hijo, la realidad es todo lo que vemos y tocamos con nuestras manos». «Y lo que no vemos pero aquí está, ¿también es la realidad?» «Claro». «Pero lo invisible, lo que sólo tú y yo sentimos, ¿es la realidad?» «Sí, también». «¿Y lo que yo traigo dentro de mi corazón es una realidad?» «Claro, Lorenzo, es tu realidad, aunque no se la enseñes a nadie».

En sus primeros años, una tarde en que don Joaquín la había reñido, el niño se precipitó en sus brazos y no volvió a separarse de ella; tampoco quiso irse a su cama, durmió junto a ella, la cabeza en su almohada. «Este niño lo entiende todo», le dijo Florencia al día siguiente a doña Trini. A partir de ese momento, Florencia ya no buscó devolverlo a su lugar entre sus hermanos. Hasta Joaquín de Tena percibió la fuerza del lazo madre e hijo: «Oye, Flor, ya es hora de que ese muchachito se aparte de tus enaguas».

Si Florencia se hubiera dado cuenta de la forma en que incidía en la vida de su hijo, habría restringido su imperio, pero era una mujer fogosa y tenía la certeza de estar siempre a su lado. Establecía con Lorenzo no sólo una relación de madre a hijo, sino la complicidad que jamás tendría con Joaquín. Desde niño, Lorenzo empezó a sustituirlo. ¿Qué le sedujo a Florencia de Joaquín? La añoranza en sus ojos hundidos y el hecho de que ella, Florencia, tuviera el poder de quitársela.

A ratos, Florencia se impacientaba. No había modo de satisfacer las preguntas del hijo mayor. «El tiempo es una ilusión, Lorenzo». ¿Lo era en verdad? Entonces el niño preguntaba: «¿Qué es una ilusión?», y Florencia respondía: «Es un sueño». «¿Qué es un sueño?» «Es un fenómeno que sucede en nuestro cerebro mientras dormimos». «Entonces yo ya he soñado». «Sí, y también has tenido pesadillas y has despertado llorando, y ahora vamos al corral, ya es hora de alimentar a las gallinas». Lorenzo hubiera querido ser más grande para estrecharla y no dejarla salir nunca de su abrazo.

Don Joaquín de Tena no era jefe de familia ni en la huerta ni en la casa de su hermana y, sin embargo, había majestad en su rostro, algo quieto entre sus cejas y el hundimiento de las cuencas de sus ojos; don Joaquín jamás le haría daño a nadie, eso hasta Lorenzo lo percibía. Se retiraría antes. No estaba en medio de la vida, no le entraba a la lucha, nada compartía con el gallo del corral, ni su fiereza ni la respuesta que les daba a otros gallos.

Florencia, en cambio, era gallo de pelea. Y Lorenzo lo sería, claro que lo sería. Nada que ver con ese catrín planchado de los domingos.

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