Al día siguiente, en el momento de salir del cuarto oscuro con sus placas, listo para examinarlas, la vio de nuevo en el pasillo. Ella le hizo una señal con la mano. «Ya verás, las gringas son unas ofrecidas», le había dicho Chava Zúñiga. «¡Gringa desabrida!», pensó Lorenzo. Nada que ver con sus negras muy tres piedras. Las jóvenes con esos cabellos de lino blanco de tan rubias y lacias, se le figuraban toallas mojadas. Sin embargo, Lisa le había echado el ojo desde el momento en que lo vio en el departamento de astrofísica con Norman Lewis. Asistía a un seminario de filosofía de la ciencia para su maestría. Su tenacidad resultó tan eficaz que el viernes en la noche Lorenzo la guió a su cuarto monacal, cuya ventana daba a los manzanos. Allí le pareció menos desabrida, sus cabellos olían a limón, su piel blanquísima también, y la punta rosada de sus pezones se parecía a la nariz de ciertos gatos ante cuya gracia todos sucumbimos.
Con toda naturalidad, Lisa encontró su lugar en el minúsculo departamento de Lorenzo y una semana después el mexicano no sabría qué hacer sin ella. Observaba menos, eso sí, pero a través de ella, el cielo de Harvard se le hizo más accesible.
Si en Tonantzintla había empezado su verdadera relación con el cielo, en Harvard éste le pareció suntuoso y altivo, un cielo que no lo invitaba a pasar. En México, el cielo era su sombrero, su cuate de allá arriba, le pertenecía: era un animal que lo incluía, lo cobijaba, un cielo-oso, un cielo-vaca, un cielo-perro, vaya, y aquí en los Estados Unidos no había encontrado sino un cielo magnífico, pero que no respiraba con él ni lo abrazaba grandote y familiar hasta la embriaguez conjunta. Aquí en Harvard el cielo lo observaba a él: «A ver, astronomito, qué haces conmigo». No era gordo, ni afable ni redondo, no llovía ni se humedecía, y a veces hasta sabía a cerveza. La cerveza mexicana, Lisa, es la mejor del mundo. Lisa oía sin pestañear mientras secaba los trastes y su benéfica presencia ungía a Lorenzo con una seguridad nunca antes experimentada. Compartía con ella sus pensamientos más íntimos: «El cielo estrellado vive, palpita, no es inmutable, le sucede lo mismo que a la Tierra. Aquí abajo todo se mueve, arriba también». Ella le preguntaba: «El cielo no es ni agua, ni tierra, ni aire, ni fuego, no es ninguno de esos elementos, entonces ¿qué es? ¿Será el cielo un quinto elemento?». Lisa se daba la respuesta porque era una buena estudiante de filosofía: «Aristóteles creyó que las estrellas eran inamovibles y que la bóveda celeste estaba fija para la eternidad». Al hablar de Dios, asentaba: «A Dios se le debe adorar y no inmiscuirlo jamás en geometría, astronomía y filología. El cielo es para los teólogos, las estrellas y los planetas son para los astrónomos».
Gracias a ella, el inglés de Lorenzo hizo progresos inauditos. Leyó a Tennyson en inglés, visitó la biblioteca Peabody, Lisa le sacó el delgado tomo de William Blake y lo hizo memorizar «Tyger, Tyger burning bright in the forests of the night» y lo inició en las páginas del
Ulysses
de Joyce sobre la ciencia. Lisa fue creciendo dentro de él hasta abarcar un espacio cada vez más grande. Una noche le gritó desde la puerta de la entrada al departamento: «Me corté el pelo». Los mechones traviesos, alborotados a propósito, la hacían parecer un muchachito. No usaba tacones. De hacerlo, habría sido más alta que él. Sus largas piernas se veían bien enfundadas en pantalones de mezclilla, caminaba a zancadas, adelantando la pelvis y ahuecando la cintura y el pecho, lo cual le daba una sensación de fragilidad, como si tuviera que proteger sus entrañas.
Lisa le enseñó el gozo de hacer el amor con lentitud, asentada en el ocio del domingo. «Hoy nos vamos a quedar todo el día aquí», señalaba el lecho. «Aquí vamos a comer, aquí voy a embellecerme con tu semen, tu sangre de toro». Al principio Lisa lo escandalizó. «Quiero disfrutar el placer. No acepto tus
quickies
. No voy a coger contigo a tu modo, me niego. Odio tu higiene, odio tu prisa, tus razones para hacerlo con rapidez, quiero gozar, es mi derecho. Tus carreras déjalas para México, aquí no rigen». Lorenzo cayó en cuenta de que hasta entonces había hecho el amor a las volandas y Cocorito, la mesera, aceptaba que él se precipitara al baño y permaneciera más tiempo bajo la regadera que dentro de ella.
Cuando la palomilla encabezada por Beristáin propuso alquilar un departamento en Abraham González «por cooperacha», Lorenzo no se atrevió a pensar en Cocorito.
—La traes loca, ¿no te la vas a llevar? Si no lo haces, te pasas de pendejo —lo apuró Beristáin.
Al verla, Lorenzo decidió que era una reina, su vientre apretado, su grupa alta; pasaba entre las mesas como si navegara, gracioso el movimiento de su cabeza altiva, la piel cedro pálido, el cabello caoba refulgente. Era una diosa, podría besar el suelo del café La Habana en el que ella giraba coqueta y acinturada por los lazos de su diminuto delantal. Siempre que Lorenzo discurría, allí estaba Cocorito, cafetera en mano, lista para escucharlo y sólo se separaba de la mesa cuando el gerente la conminaba. «Has pegado con tubo, hermano, tu labia la tiene sometida». A Lorenzo le brincó el corazón de que Cocorito lo escogiera antes que a los demás, lo convertía en un dios, Júpiter, el seductor, el Casanova. Al entrar al café se ruborizaba y su corazón se hacía tormenta y él, que nunca se había cohibido en el aula, apenas levantaba los ojos en confusión y los amigos se pitorreaban de su timidez.
El primer día, cuando la llevó al departamento, al tomarla de la mano y hacerla subir por la gastada escalera se apenó, pero cuando se dio cuenta de que no era virgen, todo su placer se desvaneció. Una horrible sensación de pérdida le llenó los ojos. La penetró por segunda vez, odiándola, cuando segundos antes la había subido a un altar. Hasta Diego Beristáin se había burlado de él al oírlo decir: «Oye, yo por esta mujer sería capaz de matar», pero cuando la poseyó y siguió poseyéndola, lamentó el engaño. «¿Cuál engaño si ni la conocías?», se burló Diego. «No puedo creer que hayas pensado que Cocorito sólo te estaba esperando a ti. A leguas se le veía la experiencia. Te pasas de inocente. ¿Pensabas ofrecerle matrimonio o qué?».
La última vez que Lorenzo se desnudó a su lado y le comunicó que ya no la vería porque partía a Estados Unidos, Cocorito se acunó sobre su pecho:
—No sabrás nunca cuánto te agradezco que me hayas amado.
Entonces le contó su vida, una vida ultrajada, y Lorenzo sintió sus nervios en agonía y lloró entre sus brazos porque la iba a dejar.
Y de Leticia, ¿qué sería?
¿Y de Emilia, la mayor?
¿Y de todas las mujeres sobre la faz de la Tierra?
En cierto modo, la nobleza de Cocorito lo amenazaba, temía diluirse, pero sobre todo, había descubierto que él, Lorenzo, podía ser débil.
Ahora, frente a Lisa, tenía la misma sensación de desamparo. Y sin embargo lo que compartía con Lisa era lo más cercano a la felicidad. A ella todo le salía, escogía bien las películas que iban a ver, los libros, los amigos, se manejaba con seguridad. Con ella eran buenas las conversaciones y buenas las comidas. Mucho más madura que las de su edad, llevarla a su lado, ahuecando el pecho, su pelo de lino alborotado, era una certeza equiparable a saber que la Tierra gira en torno al Sol. Además, ella le ofrecía un Harvard distinto. A la universidad habían llegado los más grandes, Einstein, Igor Stravinsky, Bertrand Russell. Mira, ésta fue su casa, aquí vivieron, por estos senderos caminaron, qué suerte tienes de estar aquí, Lorenzaccio, qué suerte acceder al paraíso de Harvard, pertenecer a la élite, comprobar que se posee un mejor cerebro que los demás.
Los fines de semana Lisa lo llevaba a un concierto, las conferencias magistrales se sucedían sin respiro y Lisa no lo dejaba respirar. Vamos, vamos, sería un crimen perderlo, no podemos darnos ese lujo. Norman Lewis tocaba a la puerta con aquellas manos que no le pertenecían: «¿Adónde van a ir? Los acompaño». La conversación entonces la excluía y Lisa ponía sus condiciones. «Ven, Norman, pero te prohíbo hablar de astronomía». Era imposible cumplir, bajo la influencia de Norman hasta Lisa imaginaba cómo recibiría a un extraterrestre y qué sacaría del refrigerador para alimentarlo.
Fuerte a más no poder, Lisa nunca se cansaba. «Tus ondas electromagnéticas me matan, Lisa, no cabe duda, eres una mujer solar». Iba de una actividad a otra, y si Lorenzo no observara lo habría jalado tras ella también en la noche. «Quedémonos hoy tranquilamente en casa», rogaba el mexicano. «No, no, Lorenzaccio, sólo muerta me perdería el
Concerto Grosso de Navidad
de Corelli. Necesitas oírlo, es indispensable para tu salud mental». «Lo que está dañando mi salud mental es tu ajetreo, señora Dínamo viuda de Acelerada». «Vamos a estar sentados, Lorenzaccio, acabo de constatar que emites radiaciones letales como las de las radiografías». Lisa era un bólido humano. A lo mejor tenía un mayor número de células móviles y su estructura supernumeraria la llevaba a hacer ejercicio con la misma facilidad con que su espíritu práctico y su diligencia resolvían problemas de vida cotidiana. Sin ella Lorenzo dormiría —que buena falta le hacía—, pero ella lo sacaba a la vida de Harvard. Con ella conoció Boston y las otras universidades de la Ivy League. En Harvard, Emerson, Longfellow, Thoreau, Henry Adams y T. S. Eliot los acompañaron. Visitaron la Facultad de Derecho y la de Teología, la de Medicina y la de Ingeniería. ¡El Museo Peabody de Arqueología y de Etnología, qué maravilla a pesar de que Lorenzo lo vio a galope tendido, preocupado por su cita de trabajo con Bart Jan Bok!
«Entre más cerca de ti estoy, más energía recibo por minuto, Lisa». Años más tarde se preguntaría cómo era posible que jamás se enfermara y llegó a la conclusión de que Lisa, proveedora de luz y calor, lo impidió y él había sido muy afortunado.
México no le dolía puesto que no lo veía. Leticia tampoco. Había entrado a un ritmo febril de competencia. Tenía que demostrarle a los gringos su valía —cualquier cosa que tú puedas hacer yo puedo hacerlo mejor, les decía con los ojos—. Una vez, en la calle, un gringo lo llamó:
—You little Mexican jumping bean.
Y eso que Boston no era racista. Él los haría ver de qué eran capaces los frijolitos mexicanos. Era el último en bajar de la plataforma del telescopio, era él quien accionaba la cúpula y apagaba la consola. Se pasaba toda la noche de pie, y a pesar del frío intenso, ¡ni pensar en acercarse al calentador! El clima gélido despejaba el cielo, nada mejor para la observación. Jamás se quejó. Ir más allá de sí mismo le hacía preguntarse si el cosmos forzaba su propia naturaleza. ¿Qué más se exigía si el suyo no podía ser el reino de los sentimientos? ¡Qué gran estorbo, los sentimientos! Una noche cuando Lisa le señaló: «Look at that sweet little star!», Lorenzo se enojó, las estrellas no eran dulces ni monas ni valientes ni inteligentes, sólo eran. Por eso la ciencia resultaba contundente al lado de las humanidades.
Una noche, una tormenta de nieve azotó la cúpula. Estaba tan embebido en sus cálculos que no le prestó atención. Durante la noche el viento golpeó rabioso la cúpula cerrada bajo la cual escogió hacer sus mediciones. Se estrellaba contra los vidrios del edificio, pero sólo hasta que le cayó una estrella de cinco puntas en la manga, al salir, Lorenzo se dio cuenta: «Es nieve, es nieve, por fin conozco la nieve», y se resguardó bajo una marquesina para contemplarla. Cuando los copos furiosos dejaron de girar en el aire, Lorenzo avanzó en medio de una vasta desolación blanca que le llegaba hasta las rodillas. Ni un alma, era demasiado temprano. Sólo el vaho de su respiración lo acompañaba. Y la nieve. Por fin la conocía, porque la que vio en el Popo cuando fue a buscar al hermano Juan, apenas si llegaba a escarcha. En Harvard, más que nevada, la Tierra parecía haberse remontado a la Edad del Hielo. Doscientos cincuenta millones de años atrás la Tierra era hielo azul. Los casquetes polares se extendían y congelaban los mares, unos inviernos inmensos se asentaban sobre la superficie traídos por vientos glaciales. Luego vino el Pleistoceno y con él, un sol pálido bajo el cual los hombres intentaron sobrevivir. ¡Cómo se había ensañado la naturaleza contra ellos! Al poner un pie delante del otro en un metro de nieve, Lorenzo pensó en la concentración de las fuerzas naturales que gobiernan al mundo. ¿Podía el hombre contra ellas? ¡Esta nieve era una bomba! ¡Cuánta furia en el descenso de la temperatura! ¿Dónde estaban los animales? ¿Cómo se protegían? Un escalofrío le hizo perder el paso. «Si no me doy prisa, adiós astronomía». Una forma animal se dibujó a lo lejos. «¡Qué tal si fuera un mamut!». La violencia de la tormenta venía desde el principio de los tiempos. En México, en época de lluvias, el cielo se le había caído encima, pero era un diluvio tropical; este frío que avanzaba desde el Ártico lo hacía pensar que a lo mejor era el único sobreviviente. Al mismo tiempo, se dijo en voz baja que toda esta blancura de nieve le definía por vez primera la pureza.
Convertido en oso polar, Lorenzo se refugió en los brazos de Lisa.
Al día siguiente arreció la tormenta.
Muy pronto los demás observadores le comunicaron a Harlow Shapley:
—The Mexican guy is really tough, he hasn’t missed one night.
Primero muerto que dejar de observar una sola noche. La estación de Oak Ridge poseía una variedad de telescopios y tener acceso a ellos lo exaltaba.
Desde un principio, Lorenzo se apasionó por el descubrimiento de estrellas débiles muy rojas o muy azules. Incansable, no le irritaba catalogar durante horas objetos de luz muy pálida, la más tenue, que provenían de fuentes difusas, en vez de pasar todo su tiempo ante el telescopio estudiando con detalle el objeto que lo fascinaba. En ese momento detectaba una nueva clase de galaxias de color muy azul en el halo de la Vía Láctea. ¿Cuántas había? Seguramente un gran número —se emocionaba Lorenzo—, porque los científicos pensaban que la mayoría de las galaxias eran de color amarillo, en particular el núcleo, lo que indicaba que se trataba de estrellas viejas. La existencia de galaxias azules indicaría su reciente formación en gran escala o podría significar también que él, Lorenzo, estaba descubriendo nuevos procesos astrofísicos. Quizá podría encontrar galaxias con una intensa radiación ultravioleta.
Tampoco se daba cuenta del impacto que su tenacidad producía en su jefe. Al principio aplicó en el refractor Ross de ocho pulgadas el método de descubrimiento Tikhov. El lente tenía una curva de color con pendiente apropiada para descubrir objetos luminosos extremadamente débiles. Más adelante pasó a placas de imagen múltiples, expuestas a través de tres filtros sucesivos sobre emulsiones. Si seguía así, quizá llegaría a descubrir sistemas planetarios en regiones del espacio cercanas a la Tierra, pero muy distintas a nuestro sistema solar.