La piel del cielo (39 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
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—A mí también me urgen dos laboratorios, uno de óptica y otro de electrónica.

—Quizá Harvard pueda ayudar, aunque sin Shapley no prometo nada.

En los días que siguieron, bajo la influencia benéfica de Norman, Lorenzo se calmó y hasta lo invitó a jugar basquetbol en la vieja cancha a la que se había aficionado con Luis Enrique Erro. Por toda respuesta, Norman metió la pelota en la canasta con un solo gesto de la mano innumerables veces, su altura le dio la victoria aunque los brincos de Lorenzo lo hacían exclamar: «You are really a jumping bean!». Rieron mucho, sudaron más y, hermanados, fueron a echarse un regaderazo.

Norman y Fausta se conocieron en la biblioteca y simpatizaron de inmediato. Norman le hizo notar a Lorenzo que, sin que nadie lo pidiera, además de su eficacia cotidiana, Fausta llevaba té a su oficina, contestaba llamadas, allanaba el camino. Lorenzo, a su vez, le dijo que Fausta regresaría con ellos al Distrito Federal, o sea a la capital, a formar el
Boletín
de los observatorios de Tonantzintla y Tacubaya. «¡Qué bueno, tu boletín ha alcanzado fama mundial y nada me gustaría tanto como acompañarlos a la imprenta!», se entusiasmó Norman.

Al darse cuenta de que era una estupenda correctora a pesar de la aridez de los temas, el director, que no había confiado antes en nadie, le dio esa responsabilidad, «la chamba», como la llamaba ella. Salían a México desde la noche anterior para encontrarse en la imprenta a las siete de la mañana y Fausta corregía incansable las galeras, marcaba las letras rotas y después revisaba plana tras plana sin perder la paciencia como él. Los linotipistas la preferían. A Fausta le fascinaba el ambiente de la imprenta, las largas y estrechas mesas de lámina donde se formaban los tipos, las impresoras y el sonido de las prensas, de las que iba saliendo cada plana que Lorenzo examinaba de inmediato llevándosela en brazos hasta la mesa con una ansiedad que rayaba en la histeria. Equivocar los signos, un más en vez de un menos en una ecuación, podía resultar catastrófico, el fin de una teoría. Fausta lo sabía y la concentración de su cuidado conmovía a Lorenzo. De veras, era una correctora excepcional. Entonces, con su cabello cayéndole sobre la cara, Lorenzo le descubrió algunas canas. «Fausta, su cabello blanquea», le dijo satisfecho porque al encanecer ella, él rejuvenecía.

A mediodía compartían una torta y un refresco embotellado con los linotipistas y seguían corrigiendo galeras. «El olor de la tinta es una droga mucho más poderosa que cualquier pasta», decía Fausta y sonreía para tranquilizar al director. «Ésta es una verdadera odisea, pero a diferencia de Penélope no me quedo en casa, corrijo el cielo y sus designios inescrutables al lado de Ulises». Terminaban a la una de la mañana. «Esto es más largo y exige más cuidado que una noche de amor», reía a punto de caer exhausta, y Lorenzo la despedía en casa de la amiga que la hospedaba: «Mañana a las siete», porque la formación y corrección del
Boletín
podía durar de tres a cuatro días y Lorenzo sólo volvía a ser el mismo cuando, después de la última revisión, decía: «Bueno, creo que ya…», y el jefe de la imprenta daba el «Tírese».

Norman y Lorenzo volvieron a ser los de antes, con una diferencia, la presencia de Fausta. Discutían. En el fondo la ciencia era eso, una interminable discusión. Ni Norman ni él tenían la verdad absoluta, pero Lorenzo añadía a sus preocupaciones científicas la angustia por el futuro de su país. «¡Cállate, Norman, ustedes ya tienen futuro, nosotros no!».

Alegaba que la total indiferencia del gobierno por la ciencia los condenaba para siempre. «De por sí somos estáticos, mira el campo paralizado frente a nosotros». «Sin embargo, un presidente les dio el Observatorio». «Lo hizo como una deferencia a Erro. Igual le habría dado una Secretaría de Estado, una aduana, un rancho». «Lencho, no seas pesimista». «No lo soy, así son las cosas en México».

Lorenzo contó que en una ocasión detuvo su automóvil en la carretera para darle un aventón a un campesino, y como viajaba callado, le preguntó qué soñaba y éste le respondió: «Sabe usted, señor, nosotros no podemos darnos el lujo de soñar». Sorpresivamente Fausta lo rebatió con fiereza. «¿Qué cree usted, doctor, que pueden soñar hombres y mujeres que han sido amedrentados durante siglos? No sólo es el hambre, doctor, ¿qué me dice de la miseria sexual de los mexicanos? ¿Dónde está la libertad sobre nuestro cuerpo? ¿Qué espacio conoce usted que no controle el poder? En México campea la esclavitud en todos los órdenes. Esas niñas que ve usted en la carretera acarreando leña viven violaciones cotidianas, el matrimonio precoz es un hecho, millones de mujeres no saben lo que es el placer». «¿Violación?», preguntó Norman. «Claro, doctor Lewis, ocurren por miles en mi país. Para nosotras no hay derechos humanos».

A Lorenzo le sorprendió la virulencia de Fausta, que sin más se lanzó al tema de la sexualidad. Creer que su único fin es la reproducción es una de las razones por las que se sanciona la homosexualidad; por eso los homosexuales son considerados perversos, disminuidos, sucios, incapaces.

—Yo creí que la sexualidad era una opción inviolable e íntima de la vida humana —intervino Norman.

Lorenzo, azorado por el giro que Fausta le había dado a la conversación, afirmó que en México la iglesia pregonaba que las mujeres debían tener los hijos que concebían, pero que este tema, impuesto por Fausta, no venía al caso en este instante, ¿o deseaba ella que los tres se pusieran a hablar de maricones?

Norman apoyó a Fausta. Nadie en Estados Unidos conservaba la peregrina idea de que la sexualidad es sólo reproductiva. México, país machista, tenía fama de tratar mal a sus mujeres. Pensar en el homosexualismo como una perversión era una forma de discriminación.

Entonces Lorenzo intervino, preguntándole a Fausta de qué podía servirles a las niñas su libertad si no tenían agua, lo primero era la satisfacción de las necesidades básicas. Fausta, exaltada, le recordó que él le había contado una tarde, aquí en su bungalow, la historia que iba a repetirle palabra por palabra. En ese momento, la actriz se puso de pie:

«Voy a representar dos papeles: el de Galileo y el del cardenal Cremononi». Sentó a Norman y a Lorenzo en la sala y los saludó desde el comedor. «Estrellero Magnífico y Gran Amo y Señor de Tonantzintla, Cacique de la Ciencia del Valle de México», le hizo una profunda reverencia a Lorenzo. «Ilustre Visitante y Quetzalcóatl del Siglo XXI, Observador de Eclipses, Oidor de Sonidos Radiales, Cibernauta, Descubridor de la Electrónica», se inclinó ante Norman y con dos cabriolas prosiguió como un juglar a interpretar la obra.

Según el personaje, Fausta cambiaba de voz y de actitud, Galileo fuerte, seguro de sí mismo, Cremononi tembloroso y encorvado, la voz cascada. Con una colcha a modo de capa y una toalla convertida en gorro veneciano explicó:

«Cuando Galileo demostró con su pequeño telescopio que Júpiter tenía lunas y éstas se movían, acudió a la casa romana del cardenal Cesare Cremononi, famoso matemático, y le dijo: “Monseñor, tengo la prueba de que Aristóteles está equivocado —para Aristóteles el universo no tenía movimiento—, venga a ver cómo las lunas de Júpiter se mueven”».

«Mira, Galileo —respondió atemorizado Cremononi—, la ciencia de este mundo se construyó sobre los pilares de la sabiduría aristotélica. Desde hace dos mil años los hombres han vivido y han muerto en la creencia de que la Tierra es el centro y el hombre el amo del universo. A nosotros, Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Después Jesucristo bajó a la Tierra y nos dio su regalo: el cristianismo, que ha ido mucho más allá de Aristóteles, lo ha perfeccionado y espiritualizado».

—Todo lo que sabemos hoy, de lógica, medicina, botánica, astronomía, es aristotélico —intervino Lorenzo—. Durante dos mil años los más grandes cerebros han trabajado en esa creencia y han hecho de ella una unidad espléndida y perfecta, pero no hay que olvidar a los judíos, a los árabes, a los chinos, a los hindúes además de los cristianos.

—Y a los pueblos de Mesoamérica, a los antiguos mexicas, los olmecas, los mayas y los incas en Sudamérica —Norman se puso de pie e hizo un gesto teatral.

—¡No se vale que los espectadores interrumpan la función, sobre todo porque estoy a punto de citar, doctor Lewis, la respuesta de Cremononi a Galileo!

—Perdón, ¿cuál es esa respuesta?

«He gastado mi vida al servicio del cristianismo, su enseñanza me ha traído paz y felicidad. Y ahora que soy un viejo y me queda poco tiempo, ¿por qué vienes a destruir mi fe en todo lo que amo? ¿Por qué quieres envenenar los pocos años que me quedan con vacilaciones y conflictos? No me lastimes, no quiero ver a Júpiter ni a sus lunas».

«Pero ¿la verdad, Cesare, no significa nada?».

«No, déjame, lo que necesito es paz».

«Qué extraño, para mí la paz y la felicidad siempre han consistido en buscar la verdad y admitirla. El mundo se compone de gente como tú y yo, Cremononis y Galileos. Tú quieres que se quede como está, yo lo empujo hacia delante. Tú tienes miedo de mirar al cielo porque quizá puedas ver en él algo que desmienta las enseñanzas de toda tu vida, y yo te comprendo porque nuestra tarea es pesada y desgraciadamente hay muchos como tú, pero sólo uno de nosotros es el que triunfa».

«¿Y si triunfas, Galileo? Si te las arreglas para demostrar que nuestra Tierra es una pequeña estrella miserable como miles de otras y la humanidad es sólo un puñado de criaturas aventadas al azar en una de ellas, ¿qué habrás ganado? ¿Rebajar al hombre hecho a la imagen de Dios? ¿Degradar al amo de la Tierra y convertirlo en un gusano? ¿Es eso lo que Copérnico y Kepler y tú están buscando? ¿Es ésa la verdadera finalidad de la astronomía?».

«Nunca pensé en eso —respondió Galileo—. Busco la verdad porque soy matemático y creo que cualquiera que acepte la verdad está más cerca de Dios que aquellos que construyen su dignidad humana sobre errores sin sentido».

«Galileo, tengo ochenta y tres años, he fundamentado mi vida en una filosofía y en un modo de pensar aristotélico, déjame morir en paz».

Hasta aquí la historia del doctor De Tena, finalizó Fausta e hizo correr una cortina invisible para regresar a sentarse entre los dos hombres.

—¡Qué buena memoria, Fausta! —dijo Lorenzo encantado—, pero no veo qué tiene que ver lo que acaba de representarnos con nuestra discusión.

—Claro que viene al caso. Ese «déjame morir en paz» del cardenal Cremononi es una cobardía, el no querer enfrentar la verdad y seguir pensando como en el pasado, refugiarse en los dogmas de fe para conseguir la paz. Renovarse cuesta, doctor De Tena. Un científico tiene que estar dispuesto a cambiar de criterio apenas se le propone una nueva evidencia. Si no, no es crítico ni autocrítico.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted, Fausta. La ciencia es un proceso evolutivo y ahora los jóvenes saben mucho más que nosotros, porque cualquier científico actual está mejor preparado de lo que lo estuvimos los científicos en los treinta y los cuarenta.

—Sus ideas científicas son progresistas, doctor, pero las otras son abominables. Acaba usted de decirnos a Norman y a mí que no quería hablar de maricones. A usted se le escapan muchos temas esenciales o a lo mejor no quiere verlos. No ha logrado la combinación de lo muy grande con lo muy pequeño. A diferencia de Einstein, todavía no se da cuenta (o no quiere darse cuenta) de que todo es relativo y que una lesbiana sobre la Tierra es parte de la ley de atracción universal de Newton desde 1687. Tiene usted tres siglos de retraso, doctor, ¿no cree que ya va siendo hora de que se ponga al día? Francamente hubiera esperado de usted ideas más sanas.

Cuando Fausta se despidió de ambos, Norman preguntó admirado: «Lencho, who is this woman?».

Lorenzo le explicó que Fausta era una entidad monstruosa que había encontrado entre nubes de gas en la nebulosa de Orión, que como Norman bien sabía era una guardería de estrellas jóvenes, localizada a mil quinientos años luz de distancia. Entre cientos de estrellas en formación, Fausta le había dado una nueva conciencia de sí mismo. Gracias a ella desarrollaba ahora una capacidad de ver a los demás, antes desconocida. «¿Así que te ha humanizado?», rió Norman. «Creo que soy más tolerante —respondió Lorenzo con gravedad—, aunque te confieso que tengo miedo. Las estrellas que acaban de nacer como Fausta hacen explotar lo que les rodea con sus torrentes de luz ultravioleta y sus poderosos vientos estelares destruyen a su progenitora, cometen un matricidio cósmico. ¿Qué me espera? ¿Qué va a ser de mí en los brazos espirales de Fausta?».

Lorenzo no lo dijo en voz alta pero hacía mucho que le dolían las murmuraciones en torno a ella. ¿No le había afirmado Braulio que Fausta compartía el relajamiento de los hippies y que para ella era lo mismo hombre, mujer, ave o quimera, pero a su hora? ¿Era un chiste de Braulio? ¿No le había contado que Fausta se desnudó en una reunión y que no estaba tan buena, más bien esquelética? ¿Qué vieron los hijos de la chingada que la contemplaron? Sí, la energía de Fausta lo jalaba, ejercía una fuerza inexorable, aunque no podía explicársela, como tampoco comprendía a las estrellas. La fuerza de gravedad de Fausta lo tenía cautivo, era el oxígeno que respiraba, el calcio en sus huesos, el hierro en su sangre, el carbón en sus células. Si alguna vez llegara a entenderla, a lo mejor comprendería por qué había muerto Florencia.

A los tres días, Lorenzo se dio cuenta de que Norman buscaba la aprobación de Fausta. «Capta lo inteligente que es», se felicitó. Bajo la mirada amorosa de Lorenzo, Fausta contó que los políticos sentían miedo hasta por la palabra
ciencia
. Se escondían tras de una frase: «Yo fui pésimo en matemáticas, por eso soy filósofo». «En ese caso nunca vas a ser un buen filósofo», citó Fausta a Lorenzo, y hasta la fecha el secretario de Comunicaciones no le perdonaba su altanería.

Al atardecer se detuvieron en el mirador. México iluminado parecía una inmensa estrella caída sobre la Tierra. «¡Qué salvajada!», se indignó Lorenzo al ver las viviendas apelotonarse en torno a la ciudad ensanchando los cinturones de miseria. Fausta, a su lado, bebía sus palabras. «Se mueren de hambre en el campo, por eso vienen a hacinarse en verdaderas pocilgas». Fausta volvió a rendirle culto: «El doctor De Tena ha interpelado en público al presidente preguntándole qué hace la Secretaría de Pesca en el centro de la República en vez de impulsar algún puerto del Golfo o del Pacífico. ¿Qué hace Petróleos Mexicanos en el Distrito Federal en vez de estar en Coatzacoalcos o en Poza Rica? En cuanta conferencia da el doctor De Tena en El Colegio Nacional, habla a favor de la descentralización. En una de ellas contó, con endiablada ironía, cómo el general Heriberto Jara, un héroe de la Revolución, a la hora de ocupar un puesto en el gobierno mandó construir un astillero en las Lomas de Chapultepec e hizo barcos de cemento».

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