Lorenzo se hizo violencia, terminó y ella ordenó: «Ahora límpiate y pásame también a mí de ese papel».
Era papel del excusado.
—Apúrate y ya lárgate.
Diego no olvidaría el dolor con que se lo contó.
—Óyeme, Lencho, no es para tanto, a todos nos han tocado esas pinches viejas.
Lorenzo habría de recordar durante años a la gorda de permanente, ojos amarillentos estriados de venas rojas, vientre abultado y piernas fofas abriéndose para enseñar su horrible tesoro.
—Y el cuarto, Diego, el cuarto, la cortina…
—Lorenzo, sé compasivo.
—¡Qué asco, Diego, qué gran asco!
—Pero bien que te veniste, ¿verdad? Bien que te andaba y te veniste.
—Es un fenómeno que todavía no comprendo.
El sexo, ligado al peligro de la sífilis, atormentaba a la pandilla. «Las viejas», como les decían, eran una obsesión. Se lanzaban fuera de la caballeriza, desbocados. A diferencia de otros muchachos sobrados que tenían que arreglárselas solos para controlar su adrenalina, la pandilla podía recurrir al doctor Beristáin.
—Queremos ver a mi papá —saludaba Diego a la secretaria en el consultorio, a dos pasos de la casa de Bucareli.
Enfundado en su bata blanca, su estetoscopio colgado del cuello, Beristáin era aún más admirable.
—Siéntanse con confianza, no hay fijón, como dirían ustedes. Tú, Diego, desenrolla la pantalla. Voy a proyectarles algunas transparencias.
Las imágenes surgían aterradoras.
—Miren, señores, aquí tienen el caso de la gonorrea. Ahora, éste es el del chancro Fabostov, fíjense bien, se va comiendo al pene, precisamente en el glande.
Ninguno se movía.
—Miren el hígado, Diego, no metiste bien la lámina dentro del proyector, dale mayor claridad. Tomen ustedes nota, éste es un hígado limpio, señores, y éste, a la derecha, es el de un alcohólico, véanlo bien, lo aqueja la cirrosis.
Al prender la luz, el doctor Beristáin seguía arengándolos.
—Su salud es cosa suya, lo que ordenen sus mercedes. Si quieren morir, para luego es tarde. Yo no impido, señalo. ¿Desean tener familia? Cuídense. ¿Quieren fumar? Acábense su pulmón. Los he traído aquí no para prohibirles, como lo hicieron los maristas, sino para informarles. La decisión es suya.
El silencio los volvía cómplices.
—Si algo les sucede no se lo callen, vengan conmigo de inmediato.
Lorenzo prendía un Delicados con la colilla del otro.
—Mi querido Lorenzo, ¿qué diría usted si yo agarro tierra y con la mano se la echo a este reloj? —sacó su leontina.
—Doctor, diría que es usted un salvaje…, bueno, no, no, no, yo, es una verdadera locura.
—Pues este reloj no es nada al lado de lo que está haciéndole a su pulmón, a-ca-bán-do-se-lo, llevándolo derechito al enfisema pulmonar. ¿Sabe usted lo que significa morir por asfixia?
Diego recurría a su padre con frecuencia:
—Quién sabe con quién nos metimos, no vayamos a haber pescado algo…
—Yo los curo, pero ¿qué no conocen los preservativos?
—Es que se pierde sensación, papá.
La pandilla frecuentaba el Montparnasse, al que le pusieron el Montpiernás. Para darse valor, los futuros licenciados, los que pronto llegarían a secretarios de Estado, senadores o presidentes de la República, se citaban antes en una cantina en la esquina de Insurgentes y avenida Chapultepec a ver quién aguantaba más. Todos vestían bien excepto Lorenzo que no podía imitar a Mero Bandala, el
arbiter elegantiarum
, como lo llamaba Diego, él sí, poseedor de un
blazer
Navy Blue, un Príncipe de Gales, un London Fog y un número considerable de camisas mil rayas, suéteres y chalecos de
cachemire
provenientes de Burberry’s. Entre ellos, Pedro Garciadiego, un verdadero petimetre, era el único que podía competir con Beristáin: la raya del pantalón caía a plomo, los zapatos espejeantes, el pelo engominado por Macazar al modo de Carlos Gardel, las mancuernillas una belleza, todo, hasta su paraguas, era de marca. Cuidaba su perfil, de frente, tres cuartos, poses ensayadas ante el espejo desde la noche en que una admiradora le dijo: «Deberías estar en el aparador de El Palacio de Hierro. Eres un maniquí». El apodo de La Pipa le iba bien porque la fumaba y sobre la mesa, a la vista de todos, ponía su tabaco Dunhill.
Pedro Garciadiego bebía al par que los demás pero aguantaba menos, como lo demostró una noche tristemente célebre. «Ahorita vengo», fue al baño. Se quitó el saco, ya no lo pudo colgar, quedó a sus pies, no logró bajarse los pantalones y se hizo, vomitó encima de su saco. Totalmente ebrio volvió a ponérselo, salió del baño e intentó sentarse de nuevo entre sus compañeros.
—Pero ¿qué es esto? —se espantó Zúñiga.
Víctor Ortiz, el más compasivo, lo detuvo:
—No te sientes, Pipa, vamos a llevarte a tu casa.
—Yo no lo llevo en mi coche —protestó Beristáin.
—Pero si tú lo trajiste —insistió el buenazo de Víctor.
Acostumbrados a desmanes y borracheras, los meseros reían: una guacareada de ese tamaño nunca la habían visto.
—Hay que mandar traer un Ford de a cincuenta centavos la dejada.
—No, no hay tiempo, llevémoslo ahora mismo —insistió Víctor que sostenía a Garciadiego a punto de caer.
—Oiga usted —dijo Diego con voz de mando al primer taxista que se detuvo—, ¿se puede llevar a este señor?
—No.
—Le damos un peso.
—No.
—Bueno, dos pesos.
—Cinco, pero con periódicos.
Diego y Lorenzo forraron de papel el asiento trasero y una vez que Víctor hubo acomodado a Pedro: «Acuéstate, no te muevas, te vamos a seguir, no estás solo», arrancaron tras el taxi hacia una casa porfiriana en la esquina de Álvaro Obregón y Orizaba. Entre todos pagaron los cinco pesos destinados a las ficheras del Montpiernás y despertaron al portero:
—Oye, aquí viene enfermo el señorito, no es grave, no les avises a los señores y tráenos por favor la manguera.
Ortiz, el único que se atrevía a tocar a Garciadiego, lo recargó contra el gran fresno del jardín. Diego dirigió la manguera al cuerpo de su amigo. Hasta el portero amodorrado dejó escapar una sonrisa cuando el chorro frío del agua llegó al rostro de Pedro y pareció despertarlo, sin conseguirlo porque se desplomó como una fruta podrida.
—Súbelo a su recámara, encárgate de todo. Que no se vayan a enterar los señores.
Diego le tendió una propina de dos pesos al portero, que repetía: «¿Cómo le fue a pasar eso al señorito?».
La sensación de euforia que le producía la primera copa Lorenzo no la cambiaba por nada. Estar entre sus cuates en un ambiente festivo lo volvía lírico. Mis cuates, mis cuatezones, qué ingeniosos, qué buenas gentes, todo lo compartían, eran una comuna, para todos todo, los abrazaba, avalaban sus palabras, México sería un gran país, él lo redimiría, cómo los amaba, qué tipazos, qué inteligentes, Zúñiga un portento, Diego no podía haber mejor hombre, Iturralde los defendería en caso necesario, Lorenzo se felicitaba hasta por la espuma en el tarro de cerveza, no había horas más válidas que las pasadas en el Montpiernás, escuela de vida. Bailaban y al rato desaparecían con una de las ficheras, hogar, dulce hogar, o ¿hay algo más acogedor que un coño?, preguntaba el vasco Gabriel Iturralde.
Decidieron alquilar entre todos un cuarto del tamaño de un ropero en el edificio de Atenas y Abraham González, cercano al sitio del asesinato de Julio Antonio Mella. El leonero de la pandilla resultó más concurrido de lo que se esperaba: que préstame las llaves y préstame las llaves. «Pues yo mañana voy a las ocho de la mañana». «Qué mala hora». «Es a la única en que ella puede, entra a trabajar a las diez». «Préstame las llaves: pido las diez de la noche». «Si llegas antes no vayas a tocar. Te esperas hasta que yo salga». De repente, algún fregado tocaba: «N’hombre, ya ni la amuela Chava, me sebó el romance»; las grandes pasiones se sujetaban a los avatares de un timbrazo o de un grito que subía desde la calle de Abraham González.
Gracias a su facilidad de palabra, Chava Zúñiga logró convencer al secretario de Gobernación, Óscar Molina Cerecedo, de que él le era indispensable a
Milenio
e inmediatamente persuadió al director de que sus cuates, genios en potencia, serían una aportación fabulosa al periódico. Chava tenía el don de hacer reír, la gracia de la inconsciencia. Lúdico y seductor, podía entretenerlos durante horas. «¡Qué buen merolico, hasta los callos nos quitas con tus palabras, te voy a llevar al Zócalo!», reía Lorenzo.
—Hermanito, voy a llegar mucho más lejos que tú, así que trátame bien.
Por lo pronto se había adelantado a todos y repartía los bienes de la Tierra. Ante el secretario Óscar Molina Cerecedo exageraba las deplorables finanzas del poeta, el espantoso desván en el que el mejor novelista de América Latina producía su obra maestra, el cuchitril en el que pintaba el genio inconmensurable y, divertido, el ministro concedía favores. «Redímase», exhortaba Zúñiga. Embellecía su vida privada, la mujer más hermosa de la Tierra yacía bajo su imperio y la descripción de sus lances amorosos, que oscilaban entre el desafío y la súplica, hacía las delicias de sus oyentes. Cortesano, lo era hasta la punta de los dedos, pero había desarrollado un estilo propio. Repartía su sueldo entre el camisero, el sastre, el zapatero, el joyero. «A las mujeres no, ellas pagan mis servicios. Soy un amante portentoso. Por cierto que una de ellas me dijo que Gabriel Iturralde dura poco; eyaculación precoz, querido». Desde niño, Zúñiga registraba el tamaño de los penes atisbados en los retretes escolares. Iba señalándolos en la fila: grande, chiquito, pasadero, inexistente. A Lorenzo no se lo criticaba, pero sí lo compungía su guardarropa:
—Hermanito, ¿cómo puedes usar ese traje detestable? ¿Qué mujer va a poner los ojos en ti vestido de caqui? ¿Te das cuenta de que la moda es una manifestación de cultura? Mi elegancia suprema se revela en estas líneas verticales, este
blazer
abierto a la imaginación. No, Lencho, estás muy equivocado, no es sólo una mercancía narcisista, este saco de piel de camello me identifica, me da poder, produce la belleza estética que quiero proyectar.
En cambio, Gabriel Iturralde sólo contaba con su simpatía para defenderse y Víctor Ortiz con su bondad y la costumbre de comerse las sobras en los platos de sus cuates, aunque lo acechara la obesidad.
A todos los de la pandilla, Zúñiga les dio oportunidad de publicar, pero la alegría de saberse amigos siguió siendo mayor que la de verse en letras de molde. Con una absoluta falta de envidia, Zúñiga ensalzaba a la pandilla magnificando sus cualidades. Formar un grupo solidario, con un espíritu de camaradería a toda prueba, lo hacía feliz, y por eso mismo repartía felicidad. La redacción de
Milenio
, con sus grandes cuates, sería el cerebro del país. «¿Has visto la modernidad de la maquinaria en la oficina de Cables, hermano Lorenzo? A ti que te gusta la ciencia, te vas a ir para atrás».
A través de sus editoriales, la pandilla creía orientar al gobierno, alimentar a la patria y cuando las cosas salían mal era porque los jefazos no habían seguido su consejo. Ser joven es ser omnipotente, pertenecer al Olimpo, correr con la antorcha en la mano. Y ganar.
—¿Cómo voy a ser periodista si no he hecho un artículo en mi vida?
—Es lo más fácil del mundo, Lenchito. En la redacción pululan destripados de todas las carreras: médicos, abogados, arquitectos, aquí se desquitan. Como fracasaron son periodistas. Tienes una cultura muy superior a cualquiera de los que aquí pergeñan sus mamotretos. Te voy a dar una orden de trabajo. Entrevístame al astrónomo Bart Jan Bok, le dices que eres reportero de
Milenio
.
—Pero no lo soy.
—Mañana tendrás tu credencial y al mes pasarás a la caja.
Jamás sospechó Lorenzo que Bart Jan Bok habría de fascinarlo y que concluiría la entrevista diciéndole: «Joven filósofo, gracias por sus excelentes preguntas».
A Lorenzo le halagó menos la publicación de la entrevista que la conducta del hombre de ciencia. A partir de ese día, decidió: «Voy a aprender a redactar». Su dinamismo lo hacía prolongar el día, sacarle más horas, le alcanzaba hasta para ir al Monte de Piedad a empeñar las esmeraldas de la princesa Radziwill, íntima amiga de la tía Cayetana. Cada seis meses llevaba al Zócalo el joyero de cuero de Rusia que la princesa ponía en sus manos. Medio año más tarde, la princesa, amiga de Manuel Romero de Terreros, le daba un fajo de billetes para que las recuperara. En agradecimiento, le ofrecía una taza de té inglés y devanaba sus problemas en francés. Eran tan distintos a los suyos que, incrédulo, Lorenzo llegaba a la conclusión de que cada quien se crea su propio infierno. «¿Para eso voy a ser abogado, para empeñar joyas en el Monte de Piedad?», se interrogaba colérico.
Lorenzo no perdía su inagotable capacidad crítica, la de desenmascarar, encontrar el móvil de tal o cual acción aparentemente desinteresada. Asistía al espectáculo que daba Chava Zúñiga en la redacción del periódico como a una función de circo. Mientras otros aplaudían, Lorenzo veía las cenizas dispersarse y caer. «Hermano —le gritaba Zúñiga—, libérate de ese nihilismo, sácate de encima esa expresión de muerto, no desprecies a los hombres, sé magnánimo como yo».
Zúñiga lo cautivaba como a los demás.
—Tú, Lorenzo, estás cometiendo el máximo crimen en contra de la humanidad.
—¿Cuál? —inquiría impávido.
—No eres feliz, mírame a mí, hermano.
Se colgaba de la cortina, ensayaba pasos de baile. Su número favorito consistía en tomar a una mujer invisible por el talle, doblarla en dos fingiendo un beso apasionado, lanzarse a un tango al ritmo de: «No desvalorices al ser humano, no desvalorices al ser humano». Ni siquiera Lorenzo podía dejar de reír.
—No te tomes tan en serio, redentor, no vale la pena. Mírame a mí, hermanito. No caigas en esa maligna superchería llamada «conciencia».
En la casa de Lucerna, nadie conocía las actividades de Lorenzo, ninguno sabía de la vida del otro, preferible mil veces flotar sobre los acontecimientos como don Joaquín, que vivía aferrado a su rutina: la copa en el Ritz a la una, el rosario a las siete, el bridge de los jueves, la misa dominical en La Profesa seguida por la comida familiar en casa de Carito Escandón.
A la tía Tana le dio por pedirle a Lorenzo que acompañara a Lucía Arámburu y González Palafox a su casa cada vez que jugaban bridge, los jueves en la noche. De todas las amigas, era la de la boca más roja. Sus movimientos jóvenes la hacían levantarse de su asiento como un resorte. A Lorenzo le dio gusto escoltarla a su casa de la avenida Insurgentes y que lo llamara
darling
. Una noche le pidió que pasara y lo invitó a subir a la recámara. Con Cocorito, la mesera, Lorenzo había aprendido que las mujeres son más atrevidas que los hombres y llegó a la conclusión de que en ellas hay un elemento de locura, porque se tiran de cabeza ignorando dónde van a caer, pobrecitas, de veras, pobres. Cuando Lucía le dijo con la voz más cantarina del mundo: «Desvístete,
darling
», y al final: «Éste es un secreto entre tú y yo,
love
», aceptó de inmediato. ¿Cómo podía ocurrírsele que él fuera otra cosa que un caballero? Tampoco le diría que los senos de la mesera eran más juguetones porque le habían fascinado los suyos, dos peras maduras y en su punto.