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Authors: Albert Sánchez Piñol

La piel fría

BOOK: La piel fría
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GANADOR DEL PREMIO EL OJO CRÍTICO en la categoría "narrativa española" 2003 y finalista en el premio de Libreros de Cataluña (Premi Llibreters).

Huyendo en parte de su pasado como activista del IRA, el protagonista llega a una diminuta isla perdida en el océano donde la única edificación es una cabaña del meteorólogo y un faro. Su primera sorpresa consiste en comprobar que el único habitante de la isla no sale a recibirle, pero pronto esto se convierte en un detalle sin importancia cuando descubre que el faro es periódicamente atacado por seres procedentes del mar cuyos objetivos nadie conoce. No tarda en unir esfuerzos con el defensor del faro, Batis Caffó, pero con el paso de los días, y sometido a la extrema tensión de los ataques nocturnos, empieza a replantearse su actitud hacia los supuestos monstruos marinos.

Mediante una extremecedora y emocionante novela en la que la aventura y la acción ocupan un lugar central, el autor plantea de un modo inteligente y agudo la percepción del ser humano hacia el individuo distinto, cuestiona la actitud que hay que adoptar frente al extraño y aboga implícitamente por el diálogo entre los diferentes.

Objeto de numerosas y entusiastas reseñas en los medios de comunicación catalanes, "La piel fría" ha sido uno de los éxitos más sonados.

Albert Sánchez Piñol

La piel fría

ePUB v1.0

Demes
18.06.11

Título de la edición original: La pell freda

Traducción del catalán: Claudia Ortego Sanmartín,

cedida por Edhasa

Diseño: Eva Mutter

Fotografía de la sobrecubierta: Archivo IDEE

Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)

Travessera de Gracia, 47–49, o8oz1 Barcelona

Licencia editorial para Círculo de Lectores

por cortesía de Edhasa.

Está prohibida la venta de este libro a personas que no

pertenezcan a Círculo de Lectores.

© Albert Sánchez Piñol, 2002

© de la traducción: Claudia Ortego Sanmartín, 2003

© Ediciones La Campana, 2002

© Edhasa, 2003

Depósito legal: B. 19765–2004

I

Nunca estamos infinitamente lejos de aquellos a quienes odiamos. Por la misma razón, pues, podríamos creer que nunca estaremos absolutamente cerca de aquellos a quienes amamos. Cuando me embarqué ya conocía este principio atroz. Pero hay verdades que merecen nuestra atención, y hay otras con las que no conviene mantener diálogos.

Tuvimos la primera visión de la isla al amanecer. Hacía treinta y tres días que los delfines habían renunciado a nuestra popa y diecinueve que la tripulación arrojaba nubes de vaho por la boca. Los marineros escoceses se protegían con manoplas que les llegaban hasta el codo. Vestían pieles tan contundentes que hacían pensar en cuerpos de morsa. Para los senegaleses aquellas latitudes frías eran un suplicio, y el capitán toleraba que empleasen aceite de patata como maquillaje protector, en las mejillas y en la frente. La materia se diluía y se les filtraba por los ojos. Lloraban, pero nunca se quejaban.

—Su isla. Fíjese allí, en el último horizonte —me dijo el capitán.

No supe verla. Sólo aquel mar frío, como siempre, taponado por nubes distantes. A pesar de que estábamos muy al sur, las formas y los peligros de los icebergs antárticos no habían animado la travesía. Ninguna montaña de hielo, ni rastro de aquellos gigantes a la deriva, naturales y espectaculares. Sufríamos los inconvenientes del sur pero se nos negaba su majestuosidad. Mi destino, pues, estaba en el umbral de una frontera gélida que nunca traspasaría. El capitán me dio el catalejo. ¿Y ahora? ¿La ve? Sí, la vi. Una tierra aplastada entre los grises del océano y del cielo, rodeada por un collar de espuma blanca. Nada más. Tuve que esperar toda una hora. Después, a medida que nos acercábamos, los contornos fueron haciéndose visibles a simple vista.

Allí estaba mi futura residencia: una extensión que de punta a punta a duras penas alcanzaba el kilómetro y medio, en forma de letra ele. El extremo norte era una elevación granítica ocupada por el faro. Destacaba su altura de campanario. No imponía exactamente por su magnitud, pero las reducidas dimensiones de la isla le otorgaban, por contraste, una consistencia megalítica. Al sur, en el talón de la ele, una prominencia menor, donde asomaba la casa del oficial atmosférico. O sea, la mía. Las dos construcciones se unían por una especie de valle estrecho donde proliferaba la vegetación húmeda. Los árboles crecían como un rebaño de reses, apretándose los unos contra los otros, buscando refugio en los cuerpos ajenos. El musgo los abrigaba. Un musgo más compacto que los matorrales de los jardines y alto hasta la rodilla, fenómeno curioso. Manchaba los troncos como una lepra de tres colores: azul, violeta y negro.

La isla estaba rodeada por arrecifes menores, diseminados aquí y allá. Esto hacía del todo imposible fondear a menos de trescientos metros de su única playa, que se extendía al pie de la casa. Por tanto, no quedaba más remedio que cargar mi equipaje y mi persona en una chalupa. Que el capitán me acompañara a tierra firme debía entenderse como una amabilidad gratuita. Nada le obligaba a ello. Pero a lo largo del viaje se había iniciado entre nosotros una de esas relaciones de mutuo entendimiento que, a veces, surgen entre hombres de generaciones diferentes. Tenía sus orígenes en los barrios portuarios de Hamburgo, después se ganó la patria danesa. Si algo lo definía eran los ojos. Cuando miraba a alguien no existía nada más en el mundo. Ponderaba a los individuos con criterio de entomólogo y las situaciones con carácter de experto. Algunos incluso lo confundirían con severidad. Yo creo que aquélla era su manera de aplicar los ideales tolerantes que escondía en la recámara de su espíritu. Nunca confesaría su amor al prójimo con palabras, pero le dedicaba todos sus actos. Siempre me trató con la gentileza del verdugo por encargo. Si podía hacer algo por mí, lo haría. Al fin y al cabo, ¿quién era yo? Un hombre más cercano a la juventud que a la madurez, destinado a una isla minúscula barrida por aires de estigma polar. Durante doce meses tendría que vivir allí, en una soledad de exilio, lejos de toda costa civilizada, con un trabajo tan monótono como insignificante: anotar la intensidad, dirección y frecuencia de los vientos. Los convenios de marina internacional así lo estipulaban. Naturalmente, el sueldo era bueno. Pero nadie aceptaba un destino como aquél por dinero.

El capitán, yo, ocho marineros y cuatro chalupas llegamos a la playa. Los hombres tardarían un buen rato en descargar las provisiones de un año entero, además de los baúles y pertenencias que llevaba conmigo. Muchos libros. Me constaba que me sobraría tiempo y quería ocupar la mente con las lecturas que los últimos años de mi vida me habían negado. Bien, dijo el capitán al darse cuenta de que la operación sería lenta, vamos. Así que él y yo nos adelantamos por la arena. Un caminito que subía llevaba a la casa. El anterior inquilino se había ocupado de poner una barandilla. Maderas arrojadas y pulidas por el mar, clavadas de forma muy rudimentaria. Sí, una mente racional había hecho aquello. Y aunque parezca increíble, fue ese detalle lo que me llevó a pensar por primera vez en el individuo a quien iba a sustituir. Esa persona era un ser concreto, ahora podía ver una de sus acciones sobre el mundo, por fortuita que fuese. Pensé en él y, en voz alta, dije:

—Es extraño que el oficial atmosférico no haya salido a recibirnos. La llegada del relevo tendría

que hacerlo muy feliz.

Tal como solía sucederme con el capitán, un segundo después de haber hablado me mordí la lengua: hacía rato que sus ideas se anticipaban a las mías. La casa estaba ante nosotros. Un tejado cónico, con tejas de pizarra y paredes de ladrillos rojos. La construcción no tenía ni pizca de gracia ni de armonía. En los Alpes sería un refugio de montaña, una ermita en el bosque o una caseta de aduana.

Sin actuar, quieto, durante un largo minuto el capitán se entregó a la inspección visual de quien huele peligros. Yo le había cedido toda la iniciativa. Un viento de primera hora movía las ramas de los cuatro árboles, una especie de robles canadienses, que marcaban los ángulos de la vivienda. El aire no era gélido pero era molesto. Si bien existía algún tipo de desolación, no era de una clase identificable. El problema no era tanto lo que había como lo que no veíamos. ¿Dónde se hallaba el oficial? ¿Dedicándose a alguna tarea de su oficio, en algún lugar? ¿O simplemente paseando por la isla? Poco a poco aparecieron indicios adversos. Las ventanas eran pequeñas, rectángulos de cristal muy gruesos. Los postigos de madera estaban abiertos. Batían. No me gustó. Rodeando la casita, muy cerca de los muros, aún se podía adivinar un antiguo jardín. Los límites estaban señalados por piedras medio enterradas. Pero la mayoría de las plantas habían desaparecido como pisoteadas por un batallón de elefantes.

El capitán hizo un gesto muy suyo: el mentón hacia arriba, como si el cuello del gabán azul le asfixiara ligeramente. Después empujó la puerta, que se abrió con un reniego de tumba faraónica profanada. Si las puertas hablasen, aquel chirrido habría dicho: «Pasad si queréis, no será responsabilidad mía». Entramos, sí.

El espectáculo recordaba alguna crónica de explorador africanista. Como si una columna de hormigas tropicales hubiera arrasado aquel espacio, devorando la vida y despreciando los objetos. Los muebles esenciales estaban intactos. Más que destrucción, abandono. Era un recinto de una sola pieza. La cama se encontraba en su lugar, la chimenea y el montoncito de troncos también. La mesa se había caído. El barómetro de mercurio estaba intacto. Los enseres de cocina, desaparecidos —no sé por qué, este detalle me pareció un misterio supremo. No se veían utensilios personales de mi predecesor, o el instrumental del oficio. Pero la dejadez más bien me pareció producto de alguna extraña locura que de catástrofes naturales. Y aunque triste, en general continuaba siendo un lugar habitable. El rumor de las olas llegaba claramente hasta nosotros.

—¿Dónde dejamos las cosas del señor oficial de aires y vientos? —dijo un recién llegado, el senegalés Sow. Los marineros habían conseguido traer el equipaje desde la playa.

—Aquí, aquí, por aquí dentro, da lo mismo —dije con mucha energía, a fin de disimular el sobresalto que me había producido aquella voz inesperada.

El capitán dirigió contra la marinería el disgusto que le provocaba la situación:

—Por favor, Sow, que los chicos me arreglen este desastre.

Mientras los hombres se afanaban en colocar los baúles y ordenarlo todo, el capitán me sugirió que fuésemos al faro.

—Quizás encontremos allí a su predecesor —me dijo cuando ya no podían oírnos los marineros.

Según le constaba, el faro también estaba habitado. No recordaba exactamente si era de los holandeses, los franceses o de quién, pero pertenecía a alguien. El encargado del faro era el vecino del oficial atmosférico, y sería muy lógico y comprensible que hubieran trabado una amistad de circunstancias. Esto, sin embargo, era más un razonamiento que una esperanza. Nos permitía explicar la localización del atmosférico pero no justificaba el estado de la casa. En cualquier caso, era muy oportuno dirigirse allí.

Recuerdo la inquietud que sentí durante aquel breve trayecto. Supongo que en gran parte se debía a mi estado de ánimo en ese momento. También es cierto que no era un bosque como los que estamos acostumbrados a ver. Un sendero originado por el paso del hombre nos llevaba en un trayecto casi directo hasta el faro. Sólo se desviaba cuando el musgo, traidor, camuflaba socavones llenos de barro y jugos negros. Inmediatamente detrás de los árboles, estaba el mar, que nos rozaba con cadencia átona. Pero lo peor era, justamente, el silencio. O, mejor dicho, los no ruidos. No existían las melodías asociadas a la naturaleza boscosa, no teníamos pájaros ni insectos gritones. Muchos troncos, de dimensiones bastante respetables, habían crecido torcidos por el embate de los vientos. Desde el barco me había parecido que era una masa boscosa muy tupida. A menudo la distancia nos engaña en nuestra apreciación de la densidad, humana o vegetal. Esta vez no. Estaban tan juntos los unos de los otros que, a menudo, se hacía difícil precisar si dos árboles salían de la misma raíz o si eran independientes. Nuestro camino se veía cortado por un conjunto de arroyos insignificantes. Tenían el aspecto del agua deshelada en las montañas, que no brota de una fuente concreta. Un paso largo era suficiente para evitarlos.

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