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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (10 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—Sin embargo en la rampa hay más de tres botes.

—Porque también están los de la séptima lista.

—¿La qué?

—Los que no son profesionales. La mayoría son jubilados, como esos dos —explicó señalando a los dos marineros que permanecían en la puerta—. Sólo pueden ir de sol a sol, sin nasas ni aparejos. Van con línea, ya sabe, pescan a fondo o al curricán —cerró su mano como si sostuviese un sedal entre los dedos—. No pueden pescar más de cinco kilos en total por día. A no ser que sea una sola pieza, claro. Se puede sacar una pieza de cualquier peso. Da igual que sea un congrio de quince kilos o veinticinco o los que sean. Aunque de ésos quedan pocos.

—¿Sabe si alguno salió al mar el domingo?

—Seguro no lo sé, pero supongo que no —dijo, y tras una pausa añadió—: Hacía mal tiempo. Así, como hoy.

Caldas asintió y volvió a las últimas horas del muerto:

—¿Y dice que en la subasta del sábado no sucedió nada extraño?

No necesitó hacer memoria.

—Nada.

—¿Y los días anteriores? ¿Algo que le llamase la atención?

—Tampoco. Fue una semana tranquila.

—Ya —dijo Caldas—. ¿Y qué relación tenía Castelo con sus compañeros?

—No sabría decirle…

—¿Algún conflicto por las zonas de pesca?

—La mar es libre, inspector.

—¿Y nunca había problemas entre ellos? Entre compañeros no son raros los roces.

—Hermida a veces es un poco gruñón, pero es porque le duelen los huesos —declaró el subastador—. Ya tendría que estar jubilado, ¿sabe? Pero no quiere oír hablar de ello.

Caldas no pudo evitar pensar en su padre, en la ilusión que tenía en las viñas recién plantadas aunque hubiesen de pasar seis años hasta poder vendimiarlas.

—¿Y Arias?

—El Rubio y él no tenían mucho trato.

—¿Se llevaban mal? —preguntó Rafael Estévez.

—Tampoco es que se llevasen mal —dijo—. Es sólo que iba cada uno por su lado.

Aquello coincidía con lo que el propio Arias le había contado en la rampa.

—Los dos son buenos tipos. Y buenos marineros también —añadió el subastador—. Antes creo que eran bastante amigos. Hasta estuvieron embarcados en el mismo pesquero una temporada. En uno más grande, como los que salen al pulpo.

—¿Por qué dejaron de hacerlo? —preguntó el inspector.

El subastador llenó nuevamente de aire su labio y lo expulsó de golpe produciendo un sonido agudo.

—El barco se fue a pique. Fue hace diez o doce años. Yo aún no trabajaba aquí —volvió a señalar a los viejos de la puerta—, pero cualquiera de ésos les puede contar la historia.

—¿Hubo víctimas? —preguntó el inspector, recordando a Joss, el pescador pregonero de su novela.

El subastador apoyó los nudillos en la mesa de metal y escupió al suelo de cemento. Los ojos de los policías se dirigieron al cartel que invitaba a no hacerlo.

—Un muerto, sí —dijo el subastador extendiendo la saliva con la suela de su zapato.

De aquello, en cambio, nada le había comentado Arias.

—¿Y qué me cuenta de los compradores?

—¿Qué quiere que le cuente? —respondió.

—¿Tenían buen trato con Castelo?

—En general, sí. Con el Rubio se llevaba bien todo el mundo.

—¿Nunca tuvieron conflictos por los precios?

—Tanto como conflictos, no —sostuvo el subastador—. Algunas veces los marineros protestan si no les pagan bien la mercancía. Es duro pasar toda la noche en la mar por cuatro perras.

—Pero la subasta va hacia abajo —intervino Estévez—. ¿Qué pasa si nadie la para?

—Si baja mucho el precio yo mismo detengo la puja o los propios marineros me hacen una seña para que no continúe. Se guarda el género para el día siguiente, o me lo llevo a subastar a Baiona.

—¿Hubo algo de eso recientemente?

—No, este año hay poca pesca. No tenemos ese problema.

—¿Tiene una lista con los compradores habituales? —preguntó Caldas.

—Claro —dijo.

El subastador se dirigió a la oficina y volvió al rato con una hoja que entregó al policía.

—Siempre es la misma gente la que viene a comprar, ¿verdad? —dijo éste al comprobar que componían la lista apenas una docena de nombres.

—Ahora en invierno, sí. Son casi siempre los mismos. Los que vieron aquí hoy y alguno más. Cuando hay veraneantes la cosa cambia, porque acuden muchos particulares. La subasta es una atracción turística más.

Estévez hizo una seña al inspector. Hermida conversaba con los otros marineros en la puerta de la lonja.

Caldas se puso en pie.

—Creí que sólo podían pujar los profesionales —comentó, recordando las normas de la lonja de Vigo.

—Aquí a los particulares les está permitido comprar hasta cuatro kilos —reveló el subastador—. Ésta es una lonja pequeña y no somos tan estrictos como en Vigo o en Baiona. Ya lo saben para la próxima vez.

Caldas asintió.

—Una última cosa —dijo—. ¿Sabe quién fue la persona que vio a Castelo en el barco el domingo por la mañana?

—No lo sé seguro, inspector Caldas —contestó el subastador—. Pero verlo, lo vieron.

Visión:

1. Percepción de las realidades físicas a través de la vista. 2. Capacidad de ver. 3. Capacidad para comprender las cosas acertadamente. 4. Manera particular y personal de interpretar algo. 5. Imagen, objeto o estímulo exterior que la mente percibe como real sin que tenga existencia verdadera.

Ernesto Hermida era un hombre menudo. El tiempo, el sol y la mar habían arrugado su rostro, cuarteando su piel como tierra seca. Vestía una camisa blanca abotonada hasta el cuello y un jersey de lana demasiado ancho. Todavía calzaba las mismas botas con las que había ido a pescar, cuyo plástico manchado contrastaba con los zapatos acharolados de Rafael Estévez.

—Así que usted es el Patrullero ese de la radio —dijo Ernesto Hermida cuando Caldas se presentó.

—Sí —respondió Leo Caldas con resignación.

—Otro fan, jefe —rió Estévez, y Caldas no se molestó en reprocharle el comentario.

—Señor Hermida, querríamos hablar con usted acerca de Justo Castelo.

—¿Quiere hablar del Rubio en el programa? —preguntó Hermida.

—No, no. Esto no tiene nada que ver con la radio. Vengo como policía —explicó, y se sintió ridículo por tener que recurrir a una aclaración semejante—. Estamos investigando la muerte del señor Castelo y necesitamos hacerle unas preguntas.

Estaban sentados en una mesa de El Refugio del Pescador, el último de los restaurantes que se alineaban en el puerto de Panxón, el mismo en el que Arias, el altísimo compañero del muerto, aseguraba haberlo visto con vida por última vez. Era una sala con ocho mesas cuadradas. Las tres más cercanas al ventanal eran de mármol, y el resto de la misma madera que las sillas. Una televisión apagada estaba suspendida en la pared, junto a un cuadro de nudos marineros. Otro similar, más allá, exponía distintas especies de peces de las rías gallegas.

—Ustedes dirán —accedió Hermida, y dejó sobre la mesa un flotador al que estaban unidas dos llaves. Una era grande y con la cabeza recubierta de plástico negro, la otra lisa y pequeña.

—¿Es la llave del barco? —preguntó el inspector acercando su mano— ¿Puedo?

El viejo marinero asintió y Caldas tomó el llavero de la mesa.

—La negra es la del contacto —dijo el marinero.

Caldas sostuvo la pequeña entre los dedos.

—Y esta otra es del candado de la chalupa, ¿no?

Hermida movió la cabeza confirmándoselo.

—¿Todos los marineros las llevan juntas?

—Supongo —respondió el viejo mirando el flotador y las llaves—. Es cómodo.

El camarero dejó sobre la mesa lo que habían ordenado: agua para Estévez, café para el inspector y para Hermida, y un cenicero. Caldas sacó el primer cigarrillo del día, lo encendió dando un par de caladas seguidas y señaló el paquete de tabaco que había dejado sobre la mesa.

—Si quiere uno…

Hermida se señaló el pecho y declinó el ofrecimiento. Probó su café y, tan pronto como se mojaron sus labios, una mueca de desagrado añadió nuevas grietas a su rostro.

—¿Éste aún está dormido o qué? —protestó, y volviéndose hacia el camarero con la taza en la mano preguntó en voz alta—: ¿Qué carallo es esto?

—Un café solo —respondió el camarero desde la barra.

—Déjate de solo y ponme aquí unas gotas —gruñó el viejo.

El camarero volvió con una botella de aguardiente y vertió un buen chorro en el café del marinero.

—¿Usted quiere también? —preguntó al inspector, que negó con la cabeza.

Cuando el camarero se retiró, Leo Caldas señaló el café recién aliñado del pescador.

—¿Va a poder dormir después de tomar eso?

—Después de una noche en la mar puedo beberme un caldero de cualquier cosa —aseguró el viejo—, caigo redondo en cuanto me tumbo.

—¿Y cómo fue la noche? —se interesó Caldas.

—Fue —contestó el viejo, arrancando un carraspeo al agente Estévez.

Caldas sonrió.

—Dicen que hay poca pesca.

—Mucha no hay —confirmó—, aunque tampoco somos demasiados marineros aquí. Cada vez menos.

—Es cierto —dijo Caldas—. Siento lo de su compañero.

El marinero asintió.

—Es una pena. El Rubio era un buen rapaz.

—¿Qué relación tenía con él?

—Trabajábamos juntos —dijo el marinero.

—Eso ya lo sé, ¿se llevaban bien? —insistió Caldas.

—Bien, como todo el mundo.

Caldas tuvo la sensación de que si quería obtener respuestas concretas de aquel hombre arrugado que apuraba su café iba a tener que arrancárselas.

—¿Cuándo vio a Castelo por última vez?

—¿Al Rubio? —Hermida levantó las cejas al hacer memoria—. Creo que fue el sábado, en la subasta.

—¿No volvió a verlo después?

—Yo no —dijo—. Pero mi mujer lo vio el domingo por la mañana, en el barco.

—¿Fue su mujer quien vio a Castelo saliendo el domingo por la mañana a faenar?

—¿Quién dice que iba a faenar?

—¿No acaba de contarnos que su mujer lo vio en el barco? —preguntó Caldas.

—¿Y eso que tiene que ver? —repuso Hermida, y señaló el espigón que protegía el puerto con una mano que los años habían cubierto de manchas—. ¿Ven aquellas nasas?

Caldas y Estévez dirigieron su mirada hacia el sitio exacto al que apuntaba el dedo del marinero. Al otro lado de la ventana distinguieron varias decenas de nasas apiladas y apoyadas en el muro del espigón.

—Aquéllas son las nasas del Rubio —explicó Ernesto Hermida.

—¿Entonces Castelo no salió a pescar? —se sorprendió el inspector.

—¿Iría usted a pescar dejando el aparejo en tierra?

Caldas aspiró su cigarrillo y se volvió a contemplar otra vez la sombra que las nasas agrupadas formaban contra el blanco del muro.

—¿Qué fue a hacer entonces?

El viejo no contestó. Sólo abrió los brazos.

Hasta ese momento, Leo Caldas había supuesto que alguien había sorprendido al marinero mientras faenaba, pero la visión de las nasas había diluido aquella posibilidad antes de que hubiese tomado consistencia. Se preguntaba para qué habría salido a la mar aquella mañana Justo Castelo, el hombre al que todos sus vecinos llamaban el Rubio.

—¿Notó algo raro en Castelo últimamente? —interrogó, esperando del viejo pescador otra respuesta vaga de las que irritaban a su ayudante.

Sin embargo, Hermida decidió asomarse al exterior del laberinto.

—Para mí que tenía miedo.

—¿Miedo?

—Miedo, sí —repitió.

—¿Le dijo él que estaba asustado?

—El Rubio hablaba poco.

—¿Entonces?

—Ocurrían cosas raras.

—¿A qué se refiere?

—Cosas —respondió el viejo volviendo a su cueva, y luego se giró al camarero y pidió otro café.

Caldas esperó a que se lo sirvieran para preguntar:

—¿A qué cosas se refiere?

—¿No vienen de hablar con el subastador?

—Sí, pero él no mencionó que hubiese sucedido nada extraño.

—¿No les habló de un naufragio?

—¿Se refiere a un barco en el que estaban embarcados Arias y Castelo?

El marinero inclinó lentamente su cabeza confirmándoselo.

—Nos dijo que se hundieron, que hubo un muerto, y que Arias y Castelo se distanciaron a raíz de aquello. Pero eso sucedió hace mucho tiempo, ¿no?

—Más de diez años —corroboró Hermida.

—¿Y qué tiene eso que ver con que Castelo estuviera asustado? —preguntó Caldas.

—Ya les digo que desde hace tiempo sucedían cosas extrañas.

—¿Qué clase de cosas? —preguntó una vez más Leo Caldas.

—Cosas.

—¿No puede usted ser un poco más concreto? —insistió el inspector.

Ernesto Hermida miró a los lados. El Refugio del Pescador estaba vacío. Se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:

—Lo han vuelto a ver varias veces.

Estévez, que se había mantenido en silencio hasta entonces, no se resistió a intervenir:

—¿Le parece que eso es ser más concreto?

—No le haga caso, Ernesto —terció Caldas—. Díganos, ¿a quién han vuelto a ver?

—¿A quién va a ser? —miró a su alrededor una vez más—. Al capitán Sousa.

Para los policías aquel nombre era nuevo.

—¿Quién es el capitán Sousa? —preguntó Caldas.

—Baje la voz —le pidió Hermida, y luego susurró—: Era el patrón del barco hundido.

—¿Y dice que lo han vuelto a ver? —preguntó Leo Caldas.

Ernesto Hermida asintió gravemente.

—¿Dónde?

—En varios sitios.

Caldas no comprendía qué tenía de extraño que hubiesen vuelto a ver al tal capitán Sousa.

—¿Se había marchado del pueblo? —preguntó.

—No ha entendido nada, inspector —murmuró el marinero—. El capitán Sousa se ahogó en aquel naufragio.

—¿Se ahogó? —repitió Caldas perplejo.

—Sí. Pero debía de tener cuentas pendientes y volvió para saldarlas —confesó el viejo—. Por eso el Rubio estaba asustado. Tan asustado como para decidir acabar con su propia vida.

Los policías guardaron silencio y observaron el rostro surcado de grietas del marinero, que continuaba asintiendo lentamente para otorgar solemnidad a sus palabras.

—¿Nos está hablando de un fantasma, de un aparecido? —preguntó el inspector.

Como en un ritual, Hermida golpeó con los nudillos una de las patas metálicas de la mesa y escupió hacia el suelo.

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